La
filosofía de Étienne Balibar parte de tres ideas fundamentales: la imprevisibilidad
de la historia, la universalidad conflictiva de la cultura y la colisión de
identidades colectivas. A partir de la permanencia y de los límites de una
teorización marxista de la política, en sus ensayos indaga más en los desafíos contemporáneos
vinculados con los conflictos actuales en torno al racismo, la xenofobia, la
discriminación y la desigualdad que con las luchas y divisiones de clase en las
sociedades modernas. Entiende que esta problemática desemboca en problemas
abiertos a los cuales no se pueden proponer soluciones sin realizar nuevas
investigaciones en profundidad. En esa dirección, tras haber escrito en
coautoría obras emblemáticas como “Lire le Capital” (Para leer El Capital) con
Louis Althusser (1918-1990) y “Race, nation, clase” (Raza, nación y clase) con
Immanuel Wallerstein (1930-2019), propone la inclusión dinámica
de cada vez más individuos que se encuentran en los márgenes de las sociedades
actuales dentro de una categoría que abra la puerta al derecho a tener
derechos, para garantizar el reconocimiento y la participación de un número cada
vez mayor de individuos en la política y, por ende, en la creación de mundos
comunes. Esta dinámica puede servir, opina, para democratizar la actual
democracia recortada, una democracia en la cual predominan las tensiones entre
la libertad y la igualdad, la autonomía de la política y la institucionalidad,
el reconocimiento y la identidad, el poder constituido y el insurreccional. “Ser
de izquierda es querer transformar el mundo, es decir, transformar la sociedad
y procurar los medios de tal manera que varios objetivos de emancipación puedan
lograrse conjuntamente. En relación con estos medios, quisiera insistir
particularmente en la dimensión internacionalista o cosmopolita, lo que me
conduce a otra fórmula: ser de izquierda es encontrar las alternativas a la
globalización capitalista, aunque sean ellas mismas globales, yendo más allá de
las fronteras”, ha señalado en alguna de sus numerosas conferencias. Como
cierre, se reproduce a continuación la tercera y última parte del compendio de
entrevistas publicadas en el diario “Página/12” y las revistas “Review” y
“Revue Internationale et Stratégique”.
¿Qué pensador le parece que cuenta con las
mejores herramientas para analizar las evoluciones de las democracias actuales?
¿Los desarrollos políticos recientes confirman su análisis de Spinoza?
Estoy
tentado a decirle: un pensador del futuro. Él sabría repensar, por un lado, la
tradición de la responsabilidad civil, del servicio público, de la protección
de los derechos individuales y, en general, del “derecho a tener derechos”,
como decía Hannah Arendt, tal como resurge periódicamente en la historia de
Occidente. Por otro lado, sabría combinarla con una radical universalización de
los lenguajes y las culturas. Muchos filósofos en el mundo, etiquetados o no
como tales, buscan hoy en esta dirección y algunos se refieren a Spinoza como
yo mismo lo hice. Cuando hablaba de la democracia como un movimiento o como un
esfuerzo incesante (conatus en latín), más que como un régimen o un tipo de
constitución, pensaba precisamente en él. En mi pequeño libro “Spinoza y la
política”, traté de mostrar que Spinoza en su “Tratado político” explora en
realidad vías de democratización, o sea procedimientos que maximizan las
capacidades democráticas dentro de regímenes con constituciones diversas, o que
definen la soberanía de distintas maneras. Antonio Negri dice que Spinoza es el
inventor de una “antimodernidad”, pero el término es tan ambiguo como el de “contrapopulismo”
del que hablábamos hace un momento: digamos una modernidad alternativa, o una
alternativa en la modernidad. Hay aspectos muy arcaicos en el pensamiento de
Spinoza, por ejemplo, su ideal de la autarquía del sabio. Pero después de
Hobbes y en reacción contra su concepción centralizada del Estado que
representa al pueblo y lo reemplaza, hay también una capacidad de análisis
extraordinaria de los problemas que plantea la idea de una potencia de la masa
o la multitud. Esto podría llevar nuevamente a la discusión sobre el populismo:
la multitud, según Spinoza, es a la vez una fuerza creadora y un peligro para
sí misma.
Un problema decisivo en su obra está construido
sobre la base de las relaciones entre libertad e igualdad. Querría sugerir que
esta problemática es interna al horizonte de la Revolución Francesa. La
pregunta sería cómo construir conceptualmente una relación que conjugue el
mantenimiento de la igualdad con una nueva libertad posburguesa y posliberal.
La fórmula
igualibertad busca encapsular la relación no para tomar los dos aspectos y
hacer una fusión, sino como cristalización de diversos elementos. Un francés no
podría escapar al bicentenario de la Revolución Francesa y al comentario de los
textos sagrados, pero había que tomarlos en cuenta por razones no puramente
oportunistas. Por un lado, por el hecho de que de diversas maneras el concepto
de ciudadanía, de ciudadano, estaba encontrando nuevos usos, algunos de los
cuales fueron, en mi opinión, nuevos y progresistas. Por otro lado, por el
hecho de que la filosofía política oficial está dominada, en este momento, por
la discusión desequilibrada en favor de la libertad. Es en este punto donde
viene la idea de que en la Revolución Francesa y en las otras revoluciones
burguesas –en el viejo sentido marxiano de este periodo de transición entre el
viejo orden y el nuevo mundo burgués– esa tensión no sólo se había
experimentado sino que se había expresado cabalmente, había encontrado un
lenguaje en el que la tensión está reflexionada de un modo filosófico muy
interesante de doble negación: no puede haber libertad sin igualdad pero
tampoco lo opuesto. Este es el problema central en la creación de un orden
democrático, un orden ciudadano. Para decirlo en términos de nuestro viejo
maestro común, Althusser, se trata de una problemática finita y no del modo en
que toda política puede pensarse. Pero no es una problemática que esté acabada
e incluso las revoluciones socialistas forman parte por momentos de esa
problemática. La inestabilidad es el fondo del problema y estoy preparado para
admitir que, en ese sentido, no hay definiciones formales que respeten a las
dos ni situación concreta en que la tensión esté resuelta de modo equilibrado.
El hecho es que las sociedades liberales y aún más las neoliberales entrañan
formas muy restringidas de ambas.
¿Cuál es, en su opinión, la actualidad de Marx?
¿Qué puede todavía tener de provocador un autor como Marx? Por otra parte, le
escuchaba hablar del neoliberalismo y sostener el concepto de ciudadanía.
Tomando el planteo de Foucault, para quien más que ciudadanía hay poblaciones,
una tendencia a naturalizar y a objetivar a los sujetos de la política como si
finalmente el neoliberalismo hubiera, en cierto sentido, decapitado al sujeto
en un sentido negativo, no en el esperado por el estructuralismo… En fin… ¿cómo
lee esta situación?
La
actualidad de Marx es la actualidad de cualquier pensador, es la actualidad de
Platón, son los conceptos que podemos utilizar. Pero hay en su caso una
actualidad que es mi obsesión en este momento: la actualidad de un recomienzo.
La actualidad de Marx es la necesidad de recomenzar lo que está al centro de
todo su trabajo, que es la crítica de la economía política. Hacerla de nuevo
quiere decir dos cosas: una, tomar la crítica marxiana en su conjunto con los
conceptos centrales y extraer de allí todas las premisas y nuevamente
preguntarnos por qué aceptamos, acepta Marx, esas premisas. Un ejemplo central
pero no único es la distinción entre trabajo productivo y trabajo improductivo,
lo que hizo posible para Marx aislar el momento del plustrabajo, productor de
la plusvalía, de la explotación del trabajo. Pero esto tiene consecuencias
negativas, entre comillas, múltiples. Por ejemplo, hay consumo para reproducir
la fuerza de trabajo pero eso, se sabe, es un poco demagógico. El trabajo de la
mujer de la casa que hace posible el consumo no existe porque es improductivo.
Pero no solamente de eso, naturalmente. Hay otro aspecto de explotación de la
vida humana que no es la capacidad de producir sino la capacidad de sufrir.
Segundo y no menos importante, hay que volver sobre la economía política que se
hace hoy, la que no nos gusta, la economía política neoliberal, neoclásica:
identificar los puntos fuertes de esta economía política. Ese es el trabajo que
hizo Marx con la economía política de su tiempo. Tú preguntabas sobre Foucault,
etc. Dejo de lado por un momento la noción de población. Todos hemos leído y
discutido probablemente ese curso que Foucault llama Nacimiento de la
biopolítica, que es un comentario a las obras de los neoliberales. Lo que me
interesa más de Foucault es el concepto de capital humano. Es un concepto muy
perturbador. Tiene un aspecto moralizante: haz de tu vida una empresa, toma tus
riesgos… hay que tomar este punto y hacer la crítica de este concepto, no
descartarlo. La respuesta es esta: mantengo la tensión, ya que tiene un valor
ético, y planteo la necesidad de recomenzar la crítica de la economía política.
En un texto del ‘76 decía que el marxismo y el
materialismo, o una filosofía materialista-marxista, debía luchar o combatir
las “filosofías de la crisis”. Esa “filosofía de la crisis” podía interpretarse
en tres planos distintos: en un plano económico, que afirmaba los límites del
crecimiento abriendo también una pregunta por los riesgos y perjuicios de una
industrialización intensiva; un segundo plano social, donde se relevaba una
revitalización o renovación de teorías anarquistas; y un tercer plano
filosófico, del cual surgía una cierta desconfianza respecto del valor de la
ciencia en la producción de sociedad o, más específicamente, de la ciencia como
fuente de progreso. ¿Desde qué saberes y puntos de vista podría abordarse hoy
esta cuestión del desarrollo en un sentido crítico?
El
desarrollo es una cuestión muy interesante, estoy de acuerdo. Hay que hacer una
historia del programa del desarrollo en las sociedades periféricas, que fue
hasta cierto punto y en la misma época lo equivalente a la idea de Estado de
Bienestar en el norte. Son aspectos orgánicos del conflicto que se desarrolló
prácticamente durante cincuenta años como la gran batalla del siglo XX, batalla
que el capitalismo ganó pero con la condición de incorporar, de digerir, de
destruir y de transformar los estratos intermedios. Hay algo que es crucial en
el hecho de sostener cierta idea de desarrollo en términos del control público
del uso de los recursos y su distribución social en un momento cuya lógica pasa
más bien por suprimir toda regulación y todo plan de uso de los recursos. Esto
es hoy infinitamente más importante y peligroso que hace cincuenta años porque
las consecuencias ecológicas del problema eran desconocidas cuando las grandes
teorías del desarrollo fueron formuladas y ahora están en el centro del
problema. De modo que mi palabra de orden sería algo como: sí, desarrollo en el
sentido político del desarrollo, en el sentido de una resistencia a la lógica
financiera sin límites, pero obviamente con un contenido completamente
renovado. El problema se ha convertido, o probablemente lo ha sido siempre, no
en un problema de planificación, industrialización o distribución simplemente,
sino más bien en un problema de civilización y, luego, de subjetividad
colectiva.
Teniendo en cuenta el escenario latinoamericano
de los últimos diez años, surge la pregunta de cómo pueden coexistir un
discurso neodesarrollista con un avance fuerte en la financiarización de la
inclusión social al punto de configurar una “ciudadanía por consumo”: un
derecho al consumo como motor interno a la ciudadanía. Podría aceptarse en el
sentido de que incorpora un derecho al consumo. Debería criticarse en el
sentido de que esa ciudadanía por consumo abre a la vez una ambigüedad respecto
de la pseudosoberanía del capital. Es decir, habría que pensar cómo esa
ciudadanía por consumo, que es un tipo de acceso al consumo popular, comporta
también un costado de sujeción, para decirlo con su término, vía el
endeudamiento…
Para mí, esta
fórmula, “ciudadanía por consumo”, es casi una contradicción en los términos.
Pero contiene más que una tensión: contiene una contradicción porque las formas
de consumo que estamos observando no crean ciudadanía activa, crean nuevas formas
de ciudadanía pasiva, que ya en mi problemática suponen una contradicción, salvo
y excepto en el caso de los consumidores que van a apropiarse de las
situaciones en las que se encuentran, es decir, del modo de consumo que está
impuesto sobre ellos cuantitativa y cualitativamente para ofrecer, pedir,
sugerir otras alternativas. En este caso, naturalmente, un elemento de
ciudadanía activa se reintroduce en lo que aparentemente es más bien una forma
de aplastamiento de la iniciativa personal y colectiva. Pero todo esto está
sobredeterminado por lo mencionado en la pregunta: el hecho de la
financiarización de la mediación social. En este aspecto hay enormes desigualdades
entre las regiones del mundo, pero habría una tendencia más o menos general a
organizar el consumo no sólo en la forma de distribución masiva de productos
estandarizados. Todo esto está sobredeterminado por el sistema de crédito de
masas, que se ha transformado progresivamente en fuente o mediación crucial
para la reproducción del capitalismo financiero. No puedes pagar sin tarjeta de
crédito y con la tarjeta de crédito viene la sujeción. Yo escribí un ensayo
donde cito una famosa frase de “El
capital”. En las sociedades antiguas, dice, el esclavo estaba vinculado a su
amo por una cadena de hierro, mientras que el nuevo esclavo, el trabajador
asalariado, está vinculado a su amo, la clase capitalista en su conjunto, por
una cadena invisible: la forma salario y la necesidad de volver cada día a la
empresa para ganarse la vida. Las cadenas se han hecho visibles nuevamente,
inmateriales pero muy visibles: es la tarjeta de crédito o el correo
electrónico que te llega a fin de mes diciendo “usted adeuda tanto”. Entonces
el problema no es sólo del consumo, es el problema del consumo más el crédito.
Pensando en los movimientos emancipatorios que
crecieron estos años en América Latina y Europa, ¿comparte usted la posición de
Alain Badiou que dice que una política de emancipación puede hacerse únicamente
fuera del Estado?
Lo que me
parece importante no es sólo comprender que no hay política sin una relación
intrínseca con el Estado, sino que también hay que preguntarse de qué Estado se
habla. El Estado al que nos enfrentamos hoy tiene con frecuencia otro nombre:
es privatizado y transnacionalizado; pasa por una gobernanza de conflictos y
comunicaciones que no se reconoce como política, pero que es evidentemente
política al más alto nivel. Por otro lado, siempre hay estructuras soberanas en
materia territorial, militar e incluso cultural que se desarrollan en el cuadro
de las rivalidades geopolíticas de hoy. Pero todavía hay otros aspectos que
ponen en cuestión la idea simplista de antiestatismo como estrategia política.
La idea de que, por ejemplo, se podría modificar el desastre climático sin un
poder público de regulación no tiene sentido. Sin embargo, se necesitará un
movimiento de masa fuera del Estado para obtener eso. Donde hay derechos hay
Estado, incluso si no es necesariamente el Estado capitalista y nacional.
Usted ha desarrollado el concepto de
“igualibertad”. ¿Podemos pensar la existencia de una relación de
igualdad/libertad capaz de superar las dicotomías entre la defensa de las
libertades individuales y la aspiración a la igualdad? ¿Cree usted que esta
idea puede iluminar las experiencias de América Latina?
No hay
ninguna formulación absoluta, en particular ninguna formulación que sea
propiedad de una sola cultura y de una sola historia. Es importante decir esto
cuando uno es francés, porque los franceses que hicieron hace tiempo una
revolución ejemplar en nombre de la igualibertad están demasiado convencidos de
ser para siempre los únicos intérpretes autorizados... La igualibertad es el
eterno problema de la política. Originalmente, yo la había formulado para tener
en cuenta a la vez la crítica de los movimientos comunistas del siglo XX, que
sacrificaron la libertad en pos de la igualdad, pero finalmente no la
establecieron, y las contradicciones del liberalismo burgués, que se
autodenomina defensor de las libertades, incluso al precio de sacrificar la igualdad,
pero que tiene una concepción extraordinariamente selectiva, incluso represiva
de la libertad. A mi forma de ver no hay solución, hay un problema permanente.
Sin embargo, estoy persuadido de dos cosas: primero, no se puede separar
libertad e igualdad como defensa por un lado de intereses individuales y por
otro de valores colectivos. Las libertades colectivas son tan importantes como
las individuales. Y la igualdad es un factor de autorrealización para el
individuo tanto como la solidaridad social. El egoísmo no está inscripto en la
naturaleza humana. En segundo lugar, hay al menos una evidencia negativa del
hecho de que no se pueden oponer estos dos principios; la evidencia es que
donde las desigualdades están creciendo, las libertades son pisoteadas, y donde
las libertades individuales y colectivas son destruidas, las desigualdades de
poder, estatus y riqueza están creciendo... Por lo tanto, hay que insistir en
reclamar ambas.