“Creo que
la literatura es también una forma de la amistad. Hay una relación secreta
entre el lector y el autor que es amistosa, que es a distancia. El lector se
siente amigo de ese autor. Creo que esta relación tiene la categoría de una
cosa que se podría calificar como amistad, que es una de las mejores cosas que
nos pasan a los humanos”. Quién así se expresaba en una entrevista es Antonio
Dal Masetto (1938-2015), una persona cuya
historia, como la de muchos otros italianos que emigraron a la Argentina tras
la Segunda Guerra Mundial, conduce inexorablemente a la temática de la
identidad y los viajes, a la experiencia del desarraigo y la integración.
Su vasta
obra literaria, aun cuando no se limitó sólo a esas cuestiones, dejó una huella
significativa en el testimonio de la experiencia inmigratoria, especialmente a
través de la trilogía conformada por las novelas “Oscuramente fuerte es la
vida”, “La tierra incomparable” y “Cita en el Lago Maggiore”. “Utilizo mi
propia existencia para hacer ficción”, admitía al confirmar las huellas
autobiográficas de esa trilogía sobre la inmigración. “He escrito sobre muchos
temas. Creo que, esto es muy personal, todo lo que uno escribe finalmente
configura una larga y abigarrada autobiografía. En cada libro uno pone un
pedacito de sí mismo”.
Nacido en
Intra, Italia, llegó junto a su madre y su hermana a la Argentina cuando tenía
doce años, y junto a su padre -que había arribado dos años antes- la familia se
instaló en Salto, provincia de Buenos Aires. La aventura de la naturaleza y la
intemperie fueron su primera escuela antes de iniciar sus estudios primarios en
un colegio religioso. Dal Masetto era el encargado de sacar a pastar las ovejas
y las cabras. Las monjas le auguraron un destino como pintor y le contaron la
historia del notable pintor y escultor prerrenacentista Giotto di Bondone (1267-1337),
que era pastor y mientras cuidaba a las ovejas dibujaba con un carbón en las
piedras.
El
descubrimiento de la biblioteca pública de Salto fue el camino hacia la
conquista definitiva de una lengua hasta entonces esquiva. Pronto se convirtió
en su refugio personal y fue allí donde aprendió el castellano que le permitió
sumergirse en los clásicos de Emilio Salgari (1863-1911) y, más adelante,
forjar su carrera de escritor. “Para pintar necesitaba demasiado espacio. Para
escribir con un lápiz y un cuaderno alcanzaba”, argumentó una y otra vez, en
cada ocasión que tuvo que explicar por qué había elegido la literatura.
“Al llegar
de Italia no conocía el idioma, tenía que adaptarme. A esa edad el adolescente
tiene preguntas, interrogantes que no están muy clarificados, pero que le da la
impresión de que no se los puede preguntar a nadie; primero porque no sabe cómo
preguntarlos y segundo porque cree que son obvios, que son solamente suyos. Por
lo tanto se cree una especie de elegido por el mal, y siente que está solo. Un
día voy a la biblioteca del pueblo y de pronto abro un libro y me pongo a leer.
Creo que era un escritor alemán. Y el tipo contaba la historia que yo estaba
viviendo. El personaje era yo. No sé si era autobiográfico o el tipo había
inventado un personaje, pero estaba contando los problemas que yo tenía.
Entonces pensé: ‘Ah, entonces no estoy solo en el mundo, por lo menos hay uno
más’. Y ahí tomé conciencia por primera vez de cuál podía ser una de las
funciones de la literatura. Ese libro estaba ahí para que yo fuera, lo agarrara
y me sacara un peso de encima. Esto es mágico”.
Al
imaginario aventurero que le inyectó la temprana lectura del autor de las
aventuras del pirata Sandokán -primero en su idioma original y luego las
traducciones al castellano-, se fueron sumando Fiódor Dostoievski (1821-1881) y
Henri Beyle Stendhal (1783-1842), entre otros de una larga lista en la que no
podían estar ausentes varios narradores y poetas italianos como Giuseppe
Ungaretti (1888-1970), Eugenio Montale (1896-1981), Salvatore Quasimodo (1901-1968)
y Cesare Pavese (1908-1950). Fue así que, cuando tenía diecisiete años, una
noche se fue de la casa familiar de Salto. Se instaló en una pensión en
Sarmiento y Talcahuano en Buenos Aires y empezó a trabajar como cadete, después
en una fábrica y luego como vendedor ambulante.
Sólo se
entretenía con las lecturas desordenadas que le deparaban las librerías de segunda
mano. Escribir era, en esa época, un afán pendiente que habría de orientarse
con el conocimiento sistemático de Herman Hesse (1877-1962) y se definiría con
Albert Camus (1913-1960), un asombro que lo marcó para siempre. Las charlas en
los bares y en las librerías, a fines de la década del ‘50 y principios de los
‘60, eran como puertas de acceso a un mundo cultural que para ese joven
italiano parecía infranqueable. Pronto conoció al escritor, traductor y
periodista Miguel Grinberg (1937) y juntos sacaron la revista “Eco
Contemporáneo” entre 1961 y 1969. En las páginas de esa revista Dal Masetto
publicó sus primeros cuentos.
Así
comenzó su larga carrera como escritor, la que incluye numerosas novelas y
cuentos. Entre sus libros, publicados muchos de ellos en España, Italia,
Francia, Alemania, Suiza e Israel, están -además de la trilogía antes
mencionada- “Siete de oro”, “Ni perros ni gatos”, “Reventando corbatas”,
“Amores”, “Señores más señoras”, “Hay unos tipos abajo”, “Siempre es difícil volver
a casa”, “Imitación de la fábula”, “Crónicas argentinas”, “Bosque”, “Demasiado
cerca desaparece”, “Sacrificio en días santos”, “Tres genias en la magnolia”, “Fuego
a discreción” y “Gente del bajo”. El siguiente cuento breve, “Una voz”,
apareció publicado en “El padre y otras historias” en 2012.
UNA VOZ
El
teléfono sonó pasada la medianoche. Atendí y oí la voz de una nena:
— Abuelo,
soy yo.
— No soy
tu abuelo -le contesté-, ¿con qué número querés hablar?
Pero no me
escuchó porque su voz llorosa se mezcló con la mía para decirme:
— Abuelo,
te llamo porque tengo miedo.
Ya no
insistí tratando de explicarle que no era el abuelo y pregunté:
— ¿Con
quién estás?
— Sola.
— ¿No hay
nadie en tu casa?
— No.
— ¿Y tu
mamá?
— Mi mamá
salió, se va por ahí y vuelve tarde.
— Es
bastante tarde, ya debe de estar por llegar.
— ¿Y si no
llega?
— En algún
momento va a llegar, no tenés que preocuparte, tendrías que irte a la cama y
dormir.
— Vos,
cuando eras chico y te dejaban solo, ¿te morías de susto?
— No.
— Yo sí.
— A mí me
parece que deberías acostarte y dormir. Cuando despertés tu mamá va a estar con
vos.
— Me
siento sola, tengo miedo.
— ¿Miedo
de qué?
— De que
me agarren, de que me pase algo, y también tengo miedo de que le pase algo a mi
mamá.
— No le va
a pasar nada a tu mamá.
— Si hoy
no viene, mañana vas a tener que venir a buscarme porque quiere decir que le
pasó algo.
— Ya vas a
ver que no le pasa nada.
— Hay
ruidos, me dan miedo.
— Son
solamente ruidos.
— Quisiera
que vengas para no sentirme sola.
— Tenés
que tranquilizarte.
— Yo trato
de estar tranquila, pero igual me da miedo, oigo pasos y estoy temblando de
miedo.
— Conversá
conmigo, no tengas miedo.
— Tengo
miedo de los ruidos.
— Ya te
dije, no son más que ruidos.
— Voy a
contarte algo, pero no tenés que decírselo a mi mamá.
— ¿Qué es?
— Hoy
lloré mucho.
— ¿Por
qué?
— Porque
me siento sola. Cómo quisiera que pudieses venir para acá. ¿Podemos charlar un
poco más?
—
Charlemos todo el tiempo que quieras. Pero me parece que estás muy cansada y
tenés que ir a dormir.
— Sí, abuelo,
pero lo que pasa es que cuando me siento sola y tengo miedo no puedo dormir y
tiemblo. Cuando estoy hablando con alguien, aunque sea por teléfono, no me
siento sola.
— Entonces
sigamos hablando.
— Abuelo,
oí un ruido en la puerta de la otra habitación.
—
Tranquila, es tu imaginación.
— Abuelo,
cómo quisiera que estés acá.
— Estamos
hablando.
— Por
favor, no nos quedemos callados, oigo pasos, oigo ruidos, quisiera salir de
esta casa.
— A lo
mejor es tu mamá que vuelve.
— No, no
es mi mamá -llora-. ¿Y si le pasó algo?
— No le va
a pasar nada. Tu mamá está bien.
— Sí, mi
mamá está bien, está bien de salud, lo que no me gusta es que me deje acá sola.
Tengo mucho sueño, pero no puedo dormir porque necesito estar con alguien, me
da miedo, ¿me entendés, abuelo?
Ya no pude
contestarle porque se cortó la comunicación. Durante un rato esperé junto al
teléfono. Me decía: imposible que acierte por segunda vez con este número. En
efecto, no hubo otro llamado.