Étienne
Balibar (1942) es uno de los más prestigiosos filósofos políticos
contemporáneos. Nacido en la ciudad de Avallon, Francia, se licenció en
Filosofía en la École Normale Supérieure de París -donde fue alumno de Louis
Althusser (1918-1990)- para luego doctorarse en la Université Radboud de
Nimègue (Holanda). Ejerció como profesor asistente en la Université d'Alger
(Argelia) entre 1965 y 1967, año en el que regresó a Francia para dar clases,
primero en el Institut Savigny-sur-Orge y luego en la Université Paris-I Panthéon-Sorbonne.
Más tarde fue profesor emérito de Filosofía Política en la Université Paris-X Nanterre y actualmente
es profesor de Literatura Comparada y de Humanidades en la University of
California. Identificado con el racionalismo de Baruch de Spinoza (1632-1677) y
el materialismo histórico de Karl Marx (1818-1883), es autor de una extensa
obra centrada principalmente en el área de la Filosofía Política. Entre sus numerosos
libros pueden mencionarse “Cinq études du Matérialisme Historique” (Cinco
estudios sobre Materialismo Histórico), “Sur la dictature du prolétariat” (Sobre
la dictadura del proletariado), “Spinoza et la politique” (Spinoza y la
política), “Droit de cité. Culture et politique en démocratie” (Derecho de
ciudad. Cultura y política en la democracia), “Sans papiers: l’archaïsme fatal”
(Sin papeles: el arcaísmo fatal), “La philosophie de Marx” (La filosofía de
Marx), “Nous, citoyens d’Europe? Les frontières, l’État, le peuple” (Nosotros,
¿ciudadanos de Europa? Las fronteras, el Estado, el pueblo), “Violence et
civilité” (Violencia y civilidad), “La
proposition de l'égaliberté” (La igualibertad), “Citoyen sujet et autres essais
d'anthropologie philosophique” (Ciudadano sujeto y otros ensayos de
antropología filosófica) y “Europe, crise et fin?” (Europa, ¿crisis final?).
Considerado como uno de los grandes representantes del pensamiento crítico
francés, en los últimos años Balibar se ha dedicado a vincular las
problemáticas de la nacionalidad, las migraciones, el problema de la
ciudadanía, los nacionalismos, los racismos, la actualidad de las democracias
europeas y la crisis de la soberanía estatal. Lo que sigue es la primera parte
de una recopilación editada de las entrevistas que concediera a Sebastián
Ackerman (diario “Página/12”, 21 de abril de 2015), a Mario Greco, Eduardo
Rojas y Micaela Cuesta (revista “Review” nº 3, julio-agosto 2015) y a Marc
Verzeroli y Olivier de France (revista “Revue Internationale et Stratégique” nº
106, junio 2017).
¿Qué evaluación hace de la vigencia o la obsolescencia
de las democracias contemporáneas? ¿Cuáles son sus consecuencias en términos de
política exterior?
Son dos
cuestiones distintas, pero el hecho de que hoy se perciban juntas es señal de
una dificultad que ya no puede pasarse por alto. Desde mi punto de vista, la
noción de “democracia” no designa un régimen constituido, caracterizado sin
ambigüedades por una distribución de poderes y cierta norma constitucional.
Refiere a un “estado social” variable en el cual las instituciones, los
movimientos sociales, la participación cívica tienden a conferir a la mayoría
de los ciudadanos la mayor responsabilidad posible en el gobierno de los
intereses colectivos. Desde este punto de vista, me inscribo en una tradición
crítica que se remonta a la Antigüedad y privilegio una definición dinámica,
relacional, conflictiva. Ningún país es en sí mismo democrático: lo es más o
menos en diferentes momentos de su historia y en comparación con otros, en una
proporción que nunca está establecida de antemano ni suele ser definitiva. Esta
forma de razonar puede tener efectos clarificadores de manera tanto
retrospectiva como prospectiva, y neutraliza también completamente la cuestión
de la política “exterior”. Asume implícitamente que los fenómenos políticos se
desarrollan primero dentro de fronteras determinadas, que están siempre más o
menos identificadas con las fronteras nacionales y que presuponen la oposición
de lo nacional y lo extranjero. En consecuencia, nos conducen, aun sin
quererlo, hacia el marco de una concepción estatista de la democracia. Ello
genera fluctuaciones permanentes en las interpretaciones de la manera en que la
política exterior afecta el estado democrático de un país o un pueblo. Por un
lado, existe el viejo adagio internacionalista que sugiere que “un pueblo que
oprime a otro no puede ser un pueblo libre”, que suele remitir a la época de
las movilizaciones contra las guerras coloniales. Por el otro, está la idea de
que los imperialismos más opresivos fueron a menudo, dentro de sus fronteras,
“democracias” o supuestas democracias, desde la Atenas de la Antigüedad hasta
Estados Unidos de América, pasando por la República Francesa. Creo que esta
dicotomía ya es insostenible. Hoy, y cada vez más, las fronteras no crean
delimitaciones definitivas: atraviesan, de manera más o menos autoritaria y más
o menos discriminatoria, el espacio dentro del cual se plantea la cuestión del
acceso al autogobierno. En consecuencia, se puede intentar invertir la
perspectiva. Mínimamente, habría que considerar la mayor o menor libertad e
igualdad que un poder de Estado concede a quienes atraviesan sus fronteras, o
el papel que desempeña una nación en el avance de las libertades o la reducción
de las desigualdades globales. Estas no se conciben en este caso como
características contingentes y externas, sino como criterios del nivel de
democracia hacia el cual tiende una sociedad determinada. Esto ya era claro en
la época de las guerras coloniales, lo es más aún hoy.
Usted identifica en el seno del mundo occidental
una oscilación entre una “desdemocratización” y una “democratización de la
democracia”. ¿De qué manera se manifiesta esto?
No veo por
qué debería circunscribirse el análisis al mundo occidental, cuyos límites
además no existen fuera de las estructuras institucionales heredadas de la
Guerra Fría: Organización del Tratado del Atlántico Norte, Organización para la
Cooperación y el Desarrollo Económico, etc. El problema es general, primero por
una razón de principios: si se adopta la concepción dinámica que acabo de
mencionar, la oscilación es la regla. Los mecanismos estabilizadores -en
particular, constitucionales- traducen relaciones de fuerzas, materializan
conquistas en el campo de los derechos fundamentales, pero ellos mismos
necesitan ser preservados y aplicados en su letra y espíritu. Se llega entonces
a la idea de que el estado de democracia es esencialmente frágil, como lo
político mismo. Esto es verdad tanto en Europa como en la India, China, África
o América del Norte y del Sur. Radicalizo esta idea y digo que, en los momentos
de mutación histórica, o en los períodos de crisis -hoy vivimos ambos a la
vez-, el statu quo democrático no existe. La elección es entre la regresión o
el avance de los derechos y los poderes colectivos. Por supuesto, la
terminología tiene algo de convencional. Se habla mucho hoy de “posdemocracia”,
prefiero el término “desdemocratización”. En efecto, quiero considerar a la vez
el auge de los mecanismos autoritarios y securitarios, la pérdida de
legitimidad y representatividad de las instituciones parlamentarias y el
desplazamiento de los centros de poder real fuera del alcance del control y la
iniciativa de los ciudadanos. Desde luego, no debe atribuirse exclusivamente
esta situación a tal o cual dimensión de la institucionalidad política en virtud
de postulados ideológicos, lo que conduce a idealizar otras dimensiones u otras
épocas más o menos superadas. En cuanto a “democratización de la democracia”,
es una fórmula que tiene varias fuentes y, por ende, varios usos. Los teóricos
de la “tercera vía” se valieron de ella. Yo la entiendo, sin embargo, en un
sentido bastante diferente, porque no creo en la posibilidad de un progreso de
las libertades o los derechos individuales (por ejemplo, en materia de
costumbres y estilo de vida) y, aún más, de una ciudadanía activa (es decir, la
participación en el debate político), mientras se incrementan las desigualdades
de todo tipo (incluso culturales) y se desmantela la ciudadanía social. Aquí
estallan las contradicciones del neoliberalismo. Para verlo con mayor claridad,
es necesario razonar con ejemplos concretos. La construcción europea no dejó de
proclamar valores democráticos ideales mientras construía poderes que carecen
prácticamente de control y de participación y están protegidos del conflicto social,
lo que genera una desdemocratización dramática que vuelve a afectar a las
propias naciones. Desde el inicio, pensé que la construcción europea sería
legitimada a los ojos de los pueblos europeos si y sólo si se traducía en un
avance democrático general. Sucedió lo contrario, debido a la convergencia de
poderosos intereses y circunstancias históricas peligrosas. Por ello, el
imperativo de una democratización de la democracia, que implica a la vez nuevos
derechos y nuevas instancias de participación, se vuelve paradójicamente más
urgente y a la vez más improbable.
Desde ese punto de vista, ¿la noción de
“populismo” le parece eficaz para dar cuenta de las crisis que afectan los
sistemas democráticos actuales?
Es una
noción eficaz siempre y cuando se empiece por depurarla. Hay que tomar en
cuenta sus usos, que no son los mismos en todos los contextos y todos los
idiomas, pero también aclarar ciertas confusiones que están lejos de ser
inocentes. Me sorprende que el discurso dominante en la prensa y los trabajos
politológicos se empeñe en establecer una equivalencia entre los supuestos
populismos de izquierda y derecha, tomando como criterio la crítica al sistema
(en otras palabras, al statu quo económico y político), asimilada al
extremismo. Como si no hubiera también un populismo de centro, del que se vio
un claro ejemplo cuando los gobiernos europeos esgrimieron el argumento
demagógico de los intereses del contribuyente para rechazar la reducción de la
deuda griega que habría, de hecho, beneficiado a todos imponiendo algunos
sacrificios a los bancos. Sobre todo, me sorprenden las confusiones que se
instalan entre populismo, nacionalismo e incluso neofascismo. Creo que es
necesario distinguirlos a priori, aunque uno tenga que mostrar luego cómo se
operan las contaminaciones, especialmente a través de la noción de “soberanía
del pueblo” y las mitologías que la rodean. Con todas estas salvedades -por
supuesto, considerables-, diré que bajo el nombre de populismo se estigmatiza o
descalifica todo movimiento que denuncia la reducción de las masas a una
condición de ciudadanía pasiva, así como el auge ininterrumpido de las
desigualdades y, finalmente, la colusión de ambas cosas. Sin embargo, estos
fenómenos son una realidad y no un efecto de propaganda: es más vital para el
futuro de la democracia tener en cuenta esta realidad que denunciar la palabra
que la designa de manera más o menos inadecuada.
Usted desarrolló, en cambio, la noción de
“contrapopulismo”. ¿Cómo la caracteriza?
Sí, traté
de hacer esa operación semántica, pero veo que no tuvo demasiado eco. Todo el
mundo cree comprender que se trata de estar en contra del populismo, de ser
pues antipopulista, o sea una visión bastante consensual. Hay incluso idiomas,
como el griego, en los que no puede hacerse la diferencia. Sin embargo, yo
entendía “contrapopulismo” en el sentido en que Michel Foucault hablaba de una
“contraconducta” o de una “contrahistoria”, lo que invierte el sentido de una
cuestión o vuelve los instrumentos de una crítica contra aquellos que la
profieren. Lo que quería decir era que es necesario relanzar y relegitimar la
intervención del pueblo, de las masas, de los ciudadanos en sus propios
asuntos, contra un sistema oligárquico, corrupto, pero también cada vez más
inoperante y paralizado por sus propias contradicciones. Que conduce por ende a
nuestras sociedades hacia una descalificación de la acción política, o prepara
el camino para aventuras autoritarias. Siguiendo así las tres vías principales
que puede tomar la democratización, eso supone: más participación y
autogestión, más control de los mandantes sobre sus representantes, más
conflictividad abierta y, a veces, organizada. Soy consciente de que semejantes
ideas implican riesgos. Sin embargo, los creo menores que el riesgo del
hundimiento en una crisis sin otra perspectiva de solución que una restauración
de la identidad nacional perdida, que probablemente jamás existió o cuyos lados
oscuros se evita mencionar. Había incluso planteado que el “contrapopulismo”
era otra forma de llamar a un “populismo transnacional”, lo que materializa la
idea de pueblo, de la potencia democrática, más allá de las fronteras. Como
ven, busco las fórmulas que la vuelvan inteligible y me topo con obstáculos,
pero no renuncio a la idea.
¿Ve surgir sin embargo en la situación actual lo
que podría llamarse un movimiento político reaccionario?
Es
necesario ponerse de acuerdo sobre lo que se entiende por movimiento. ¿Se trata
de una tendencia espontánea o de una ofensiva concertada, organizada? Pienso
que si bien hay fuerzas neoconservadoras o incluso neofascistas -con o sin
vínculo genealógico con las antiguas, aunque a menudo esos vínculos existen-
que están en auge en todas partes del mundo actual y que logran éxitos cada vez
más preocupantes -ya que se estimulan recíprocamente-, no constituyen realmente
un movimiento político unificado, ya que su principal base ideológica es la
xenofobia, que es un factor tanto de división como de convergencia entre ellas.
Lo que constituyó la potencia del fascismo de la década de 1930, incluso fuera
de Europa, fue el hecho de tener un enemigo real: el comunismo. No hay nada
semejante hoy. Incluso el intento de utilizar el terrorismo y construir el
islam como un enemigo fantasmal de los Estados no es, por definición,
generalizable. En cambio, lo que constituye la fuerza de estos movimientos y
les da la posibilidad de llegar al poder, un peligro que no subestimo en
absoluto, es el estado de deterioro de la propia democracia liberal. Esta
retrocede en los hechos y en las representaciones, como consecuencia a la vez
de su degeneración oligárquica y del carácter irreal de la gobernanza
tecnocrática aplicada a los procesos económicos, militares, ecológicos y
demográficos contemporáneos.
Este retroceso ¿sería la consecuencia del neoliberalismo
tal como fue aplicado desde los años 1970? En este sentido, ¿el “triunfo del
capitalismo” habría terminado vaciando de su significado la acción política y,
por ende, la democracia?
Desde
luego, excepto por el hecho de que es necesario situar todo ello en una larga y
diversificada historia de las relaciones que el capitalismo mantiene con la
democracia, o más bien con los movimientos de democratización y
desdemocratización de lo político, en el sentido amplio del término (el Estado,
la sociedad civil). Hubo un factor favorable a la democratización del Estado e
incluso, tendencialmente, del capitalismo en la simultaneidad de las
revoluciones cívico-burguesas y la Revolución Industrial a fines del siglo
XVIII, así como en la correspondencia subrayada por Karl Marx entre las formas
de la circulación mercantil y las figuras del individualismo jurídico. Si se
toma el “capitalismo histórico” (según Immanuel Wallerstein) entre los siglos
XVII y XX, puede decirse que hubo una relación de fuerzas favorable a la
ampliación de la democracia electiva y a la introducción de los derechos
sociales solo en los países del “centro” y solo durante cierto período. Esto,
como consecuencia del crecimiento del movimiento obrero y otros movimientos
sociales como el feminismo, sin olvidar las consecuencias de las guerras
mundiales. Fuera de este contexto, reinaba en todas partes la dominación sin
atenuantes de los ricos, de los conquistadores y de los notables. Las
revoluciones comunistas y las independencias poscoloniales habrían podido
cambiar todo eso si no hubieran sido devoradas por sus propias contradicciones,
mientras que el movimiento obrero se institucionalizaba y rutinizaba. En esta
perspectiva a largo plazo, el neoliberalismo no aparece sólo como una expresión
de las nuevas configuraciones del capitalismo -financiarización, globalización,
mercantilización de la vida cotidiana e incluso de la intimidad-, sino como un
postsocialismo y un poscolonialismo. Desde este punto de vista, no estoy para
nada seguro de que las características del neoliberalismo del que hablan -en
particular, la desregulación del trabajo y la generalización del endeudamiento
público y privado- constituyan una tendencia irresistible. Por un lado, esta
gobernanza está demasiado estrechamente ligada a las nuevas condiciones de
rentabilidad de los capitales como para depender simplemente de decisiones
coyunturales arbitrarias. Por el otro, no deja de socavar sus propias bases de
legitimidad social, como bien lo demuestran los análisis de Karl Polanyi o, de
otra manera, los de Robert Castel sobre la “individualidad negativa” que sucede
a la “sociedad salarial” y al contrato social de la época keynesiana. La
situación se caracteriza pues por una extrema inestabilidad y una violencia
potencial, y desde ese punto de vista la democracia aparece a la vez como
blanco de la ofensiva y como capacidad de resistencia.