El
escritor Ángel
Balzarino (1943-2018) nació en Villa Trinidad, un pequeño pueblo ubicado al
noroeste de la provincia de Santa Fe, Argentina. A los 2 años contrajo
poliomielitis, una cruel enfermedad que lo llevó a tener que desplazarse casi
toda su vida en silla de ruedas. Ello no le impidió disfrutar de su infancia
jugando a las bolitas y participando como arquero en los partidos de fútbol con
sus amigos de aquellos tiempos. Cursó la escuela primaria y pasaba su tiempo
libre dibujando y leyendo historietas. A los 13 años emigró con su familia a
Rafaela, la ciudad ubicada en la misma provincia conocida como “La perla del
oeste” debido a sus bellezas naturales y arquitectónicas. Allí se asoció a la
Biblioteca Sarmiento y visitaba con frecuencia la librería “El Saber” para
conocer las novedades. “Leía muchísimo en aquella época, sobre todo cuentos,
novelas, biografías, ensayos”, contó en una oportunidad. Cursó los estudios
secundarios en la escuela 25 de Mayo, una institución fundada en 1925 por el
prestigioso docente español Modesto Verdú (1887-1964), donde en tres años se
recibió de Tenedor de Libros y Asesor Contable e Impositivo. Tras realizar
distintas ocupaciones (empleado de una escribanía, zapatero, vendedor de rifas,
atención de un quiosco) en 1959 comenzó a trabajar, en la parte administrativa
primero y de secretario después, en el Obispado de Rafaela, lugar en el que permaneció
durante cuarenta años.
En forma
paralela al trabajo que le sustentaba económicamente, concurría a ALPI
(Asociación para la Lucha contra la Parálisis Infantil) para realizar
ejercicios de rehabilitación. También por entonces aprendió a escribir a
máquina, a pintar al óleo y a tocar la guitarra. A todo esto, su vocación de
escritor afloraba rápidamente y escribía obras de ficción. Fue así que en 1968
ganó el primer premio en el concurso “Ciudad de Santa Fe” con uno de sus
cuentos y desde entonces dejó sus otras aficiones y publicó cuentos y novelas
en forma prácticamente ininterrumpida hasta su fallecimiento. También integró
en 1971 el grupo fundador de ERA (Escritores Rafaelinos Agrupados), entidad
madre que nuclea en las letras a los literatos de la ciudad de Rafaela, una
institución de la que fue su primer presidente manteniendo dicho cargo durante
veintiocho años.
En 1974 publicó su primera obra, el libro de cuentos “El hombre que tenía miedo”, al que siguieron, entre otros, “Albertina lo llama, señor Proust”, “La visita del general”, “Las otras manos”, “La casa y el exilio”, “Hombres y hazañas”, “Mariel entre nosotros”, “El francotirador”, “Antes del primer grito” y “La sangre para ellos son medallas”. También publicó las novelas “Cenizas del roble”, “Horizontes en el viento”, “Territorio de sombras y esplendor” y “Con las manos atadas”. Además, muchos de sus cuentos aparecieron en diversas antologías, entre las que se pueden mencionar “De orilla a orilla”, “Cuentistas provinciales”, “40 cuentos breves argentinos - Siglo XX”, “Antología literaria regional santafesina”, “39 cuentos argentinos de vanguardia”, “Nosotros contamos cuentos”, “Santa Fe en la literatura”, “Vº Centenario del Descubrimiento de América”, “Antología cultural del litoral argentino”, “Palabrabierta. Antología literaria”, “Cuéntame. Lecturas interactivas” y “Avanzando. Gramática española y lectura”, estas dos últimas editadas en los Estados Unidos.
Con respecto a “Concierto para violín y orquesta Op. 61”, Balzarino contó que eligió el título del cuento como un homenaje al compositor y pianista alemán Ludwig van Beethoven (1770-1827) a quien admiraba. “Para escribirlo -comentó- he seguido el proceso ya habitual en cada una de mis creaciones: primero, llevo a cabo una elaboración mental a partir de una imagen, un personaje o algún hecho, luego hago una síntesis de los puntos más destacados de la obra, y por último efectúo el desarrollo del cuento o la novela. Concluida la primera versión, la dejo ‘descansar’ algún tiempo -un par de meses, habitualmente- y luego me dedico a corregirla. Este proceso suele ser bastante lento y prolongado, pues me preocupa muchísimo lograr la mayor perfección formal posible. Por fin, cuando alcanzo un mínimo de conformidad con lo realizado, considero que ya puede darse a conocer a los lectores”.
El alivio no se prolongó demasiado. Cuando de nuevo se vio sacudido por una furiosa catarata, percibió detrás de él una voz malhumorada ordenándole silencio. Se limitó a realizar un gesto con la mano en señal de disculpa y luego, en una denodada lucha contra el tiempo, comprendió que debía hacer algo antes de que sobreviniera el próximo ataque de tos. Ya no era suficiente el pañuelo, ni esperar la ayuda del impetuoso tronar de la orquesta. Sin duda lo mejor era retirarse de la sala; pero el hecho de levantarse, cruzar entre las numerosas piernas extendidas, convertirse en una figura que obstaculizara la visión del escenario, lo hizo desistir de inmediato.
La certeza de hallarse apresado en el asiento resultaba una experiencia inédita, que de pronto lo sumió en un estado de intranquilidad, angustia y hasta miedo; por eso, poco a poco, fue perdiendo toda atención en el desarrollo del concierto y solamente quedó pendiente de la ineludible invasión de la tos. Y cuando por fin ocurrió, como único acto de defensa, se inclinó hacia adelante mordiendo el pañuelo. Permaneció así, el rostro apoyado en las rodillas, procurando atenuar cualquier sonido, hasta que la convulsión de su pecho fue desplazada por una dosis de malestar y agotamiento.
- Señor, sírvase uno.
Levantó la cabeza algo sorprendido por el ruido del papel rasgado con cierta violencia y la voz de la mujer, suave y cordial. Observó el rostro sonriente, la mano tendida, el tentador paquete de caramelos.
- Tiene la garganta muy seca. Un caramelo lo aliviará. Pruebe.
- Vamos, amigo -intervino el hombre que estaba sentado a su lado-. La señorita tiene razón. No puede seguir así toda la noche.
- Está bien -debió admitir que podía ser una buena solución; con cuidado, tratando de evitar el estridente roce del papel, tomó un caramelo-. Gracias.
- ¿Me permite, señorita? -exclamó un joven sentado en la butaca de atrás, interponiéndose entre la mujer y él-. Yo también siento una molestia en la garganta. El cigarrillo, sabe.
- Por supuesto. Sírvase. Y usted, ¿gusta uno?
Amablemente dispuesta, ella se dio vuelta y ofreció el paquete de caramelos a las otras personas, que enseguida se mostraron ávidas y jubilosas, como si hubieran descubierto la fuente de una nueva y fascinante diversión.
- Oh, es usted muy atenta.
- ¡Qué suerte! Yo me olvidé de comprar.
- De chocolate, como me gustan a mí. Gracias, señorita.
No pudo comprender, creyó debatirse en un sueño absurdo y tumultuoso. De repente, el inusitado esfuerzo que había realizado durante largos minutos para ahogar la tos, se tornaba completamente estéril, sin ningún sentido ante la algarabía que fue creciendo más y más. Ya nadie pareció preocuparse por guardar silencio. Como en una especie de contagio colectivo, los accesos de tos, sin disimulo, surgieron en diversos puntos. Numerosos paquetes de caramelos se abrieron con impaciencia; el rumor de las voces, chillonas y confusas, empezó a cubrir el ámbito. Sintió el deseo de protestar, de exigir una cuota de mesura y decoro.
Pero, al dirigir la mirada hacia el escenario, supo que ya era tarde e inútil. La orquesta había dejado de tocar. Los músicos, inmóviles, sostenían los instrumentos en una postura ausente. Le costó aceptar que hubiera concluido el concierto y atribuyó semejante actitud a una muestra de fastidio y reprobación. No obstante, todo adquirió un carácter fantásticamente increíble al observar que el director se hallaba de frente a la platea, con un aire algo desafiante, como si quisiera ejercer un dominio absoluto.
Porque fijamente erguido, el rostro grave y absorto, la mano derecha esgrimiendo la batuta con asombrosa habilidad, trató de imponer el ritmo adecuado al concierto de toses, papeles destrozados y charla bulliciosa que colmaba poderosamente la sala.