Hace un
tiempo, continuó, leí un ensayo muy interesante: “Economía y derechos humanos”,
en el que el profesor de Economía de la Universidad de Buenos Aires Mario Muñoz
Mayorga, uno de sus autores, razonaba sobre la necesidad de un abordaje
interdisciplinario para develar la relación entre la economía y la plena
realización del ser humano, entre el capital y las relaciones humanas que él
provoca, entre su particular empleo de métodos y sus concepciones ideológicas
específicas. Y proponía que lo que los seres humanos determinamos y desplegamos
como disciplina económica sea puesta al servicio del hombre, superando su
actual posición que, como ideología al servicio del capital, pone al hombre a
su disposición, impidiéndole su pleno desarrollo. En algún sentido sus
argumentos coinciden con los del profesor Valsecchi que usted mencionó al
comienzo de esta charla, ya que escribió que los desarrollos tanto desde la
política como desde la ciencia económica nos han demostrado que pueden provocar
una apertura en las determinaciones y por lo tanto situaciones nuevas, de lo que
se desprende que cualquier logro de la ciencia económica no será el último y
definitivo sino una circunstancia que está a disposición de nuevos avances.
Efectivamente, a lo largo de la historia han ido originándose nuevos sistemas económicos, dijo el profesor Pressutti. Cada uno de ellos respondió a las diferentes tesituras en las que vivía la humanidad. La ciencia económica no sólo estudia las leyes que rigen la producción, la distribución y el consumo de bienes y servicios, sino también los cambios de esos sistemas, y lo hace desde el trueque sencillo y local de hace miles de años atrás hasta el capitalismo complejo y globalizado de la actualidad; desde la época en que toda la actividad económica estaba circunscripta a la agricultura, la pesca, el pastoreo y los productos artesanales manufacturados y todos los intercambios económicos se hacían mediante el canje de esos bienes, hasta la época en que la economía se caracteriza por el predominio de empresas y corporaciones multinacionales, grandes monopolios y la potestad rectora de la banca y el entorno financiero mundial. Todo ello sin obviar las etapas intermedias entre ambos sistemas como el esclavismo, el feudalismo, el mercantilismo y la economía planificada.
Profesor, una pregunta, consultó otro participante que dijo ser estudiante de Ciencias Sociales en la Universidad de Buenos Aires. Ante la inmensa avidez, la ilimitada codicia de esos empresarios vinculados a los oligopolios que ejercen el control sobre la producción, el acaparamiento y la fijación de los precios, tanto de productos de primera necesidad como los alimentos y los medicamentos, por ejemplo, hasta los prescindibles como los accesorios de indumentaria y cosmética entre muchos otros, ¿qué rol deberían jugar los Estados para enfrentar esta situación? Porque es evidente que tales políticas perjudican a los estratos más humildes, más desvalidos, de menos ingresos. Difícil pregunta, contestó el profesor Pressutti, muy difícil. Se supone que el rol de un Estado es garantizar políticas que beneficien a la mayoría de los ciudadanos en pos de un progreso social y económico, respetando los derechos humanos y las libertades fundamentales. Pero lamentablemente, tal como están las cosas en la actualidad, la transparencia y la responsabilidad de las administraciones públicas para llevar adelante esos propósitos parecen muy lejanas.
Sí, dijo nuestro hombre, si mal no recuerdo fue el economista estadounidense James O'Connor quien sostuvo en alguno de sus ensayos que los Estados modernos, cuando desarrollan acciones dirigidas a mejorar las condiciones de vida de los sectores menos beneficiados o marginados de la población, no hacen más que preservar su propia legitimidad y la de los sistemas económicos capitalistas. Son contradicciones difícilmente superables. Es evidente que existe, no sólo en Argentina sino en muchos países del mundo, sobre todo en los llamados “emergentes”, una gran incapacidad de las autoridades políticas para afrontar la contradicción que hay entre los intereses del gran capital frente a los de la fuerza del trabajo marginal existente dentro de las sociedades. Debido a los crecientes egresos destinados a sostener las burocracias locales y a cumplir con los dictados del Fondo Monetario Internacional, el gasto público no logra proveer recursos suficientes para satisfacer las demandas de un conjunto cada vez más amplio de ciudadanos.
Está claro, prosiguió nuestro hombre, que la antinomia que existe entre los empresarios que buscan maximizar sus ganancias y las grandes masas de la población que no alcanzan a cubrir sus necesidades básicas es abismal. Y es precisamente allí donde las falencias de la acción estatal son más que notorias. Seguramente debe ser por esa razón que sea usual que, junto con el debilitamiento de la integración social, las protestas de los perjudicados aumenten y, en respuesta, se incremente la represión estatal y se deteriore la legitimidad del propio Estado. Y paralelamente a esto, si un gobierno encara algún plan social para tratar de atenuar la pobreza, inmediatamente surgen las voces de las clases más holgadas, quienes visualizan al Estado como un aparato burocrático que tutela a los individuos y limita su creatividad, y caracterizan a esas medidas como demagógicas, gastos innecesarios o despilfarro de los recursos generados por los impuestos. Despectivamente hablan de “populismo” pero no utilizan el mismo desprecio para caratular el nepotismo, el clientelismo, el endeudamiento tanto interno como externo, la fuga de capitales y otros desaguisados cometidos por los gobiernos neoliberales.
Ciertamente, continuó, estoy hablando de lo que ocurre en Argentina, donde se está viviendo una situación nefasta y, tal como pormenorizaron otros participantes, con sus respectivos matices circunstancias similares se dan en mayor o menor medida en el resto de Latinoamérica. Se suele hablar de los grandes avances que ha logrado el capitalismo en distintas campos, desde el progreso de los medios de producción hasta los avances en la medicina, mejoras que, lamentablemente, no han favorecido a toda la humanidad. Pero no deberíamos olvidar que también ha generado las más atroces penurias que padece la humanidad. Sus exégetas, mediante la difusión de discursos banales a través de las numerosas redes sociales, nos muestran los logros mientras ocultan las miserias. El capitalismo liberal, cuyo esquema social está conformado por una clase alta, una clase media y una clase baja, promueve la idea de que es la práctica individual, que sólo en el mercado actúa racionalmente, la que puede llevar a un individuo del sector inferior de la sociedad a un nivel más alto. Utiliza para sustentar este precepto la teoría romántica, por llamarla de alguna manera, de que el pobre puede llegar a ser rico. La realidad indica que, como tendencia general, los ricos se hacen más ricos y los pobres más pobres. Fue entonces cuando pudo observar nuevamente que muchos de los participantes movían la cabeza en señal de aprobación.
Sí, dijo el profesor Pressutti, es evidente que hoy existen en Latinoamérica sociedades fracturadas, con fuertes tendencias a la distribución desigual tanto de los bienes materiales como de los culturales y sociales. Y retomando la charla sobre la economía del siglo XXI podría mencionar un interesante artículo que Luis Arizmendi, profesor e investigador del Instituto Politécnico Nacional de México, publicó hace un par de años en la revista “El trimestre económico” que edita el Fondo de Cultura Económica. En él, entre muchos otros conceptos, afirma que el capitalismo como sistema global está atravesando la peor y más amenazante crisis de su historia ya que en ninguna de sus anteriores crisis había llegado a una situación límite tan radical. Hoy por hoy la economía “neoclásica” enfrenta una crisis sin igual: mundialización de la pobreza y de la desigualdad, a las que hay que sumarles la crisis alimentaria y la crisis ambiental mundializada. Para el profesor Arizmendi, y yo coincido con él, la consigna del liberalismo económico más absoluto “Laissez faire et laissez passer, le monde va de lui même” (Dejen hacer y dejen pasar, el mundo va solo) acuñada por el fisiócrata Vincent de Gournay y popularizada por el padre de la economía moderna Adam Smith, es un principio que no va a propiciar ni el equilibrio general entre los capitales ni el equilibrio ambiental en la relación capitalismo/naturaleza.
El estudio de esta crisis, continuó, con toda seguridad representa uno de los mayores desafíos en la historia del pensamiento económico moderno ya que impacta en todos los Estados, ya sean éstos desarrollados o subdesarrollados. Pero sobre todo en estos últimos, dado que sus políticas socio-económicas invariablemente están subordinadas a las decisiones de las grandes potencias. Es innegable que los procedimientos para tener poder se han sofisticado en el siglo XXI. Las prácticas de los potentados se sustentan en los sectores sociales acaudalados, los que imponen a los sectores sociales subalternos una cosmovisión del mundo que sólo los favorece a ellos. A esto hay que agregarle la multiplicación de escenarios de guerra e, incluso, el peligro de una guerra mundial en el marco de la disputa por la hegemonía planetaria. Por esa razón creo que hoy más que nunca resulta indispensable un debate mundial en torno a la economía política. En la próxima reunión virtual que tengamos continuaremos opinando sobre esta cuestión. Muchas gracias a todos, concluyó el profesor Pressutti.
Interesante, muy interesante, pensó nuestro hombre. Apagó la computadora y se dispuso a prepararse algo para almorzar. Fue cuando pasó por su cabeza otro libro de Mario Muñoz Mayorga, el autor que había mencionado en algún momento de la videoconferencia. Era un ensayo que había leído tiempo atrás titulado “La economía. El laberinto argentino” y, si mal no recordaba, muchos de sus textos hubiesen servido para exponerlos en la reunión virtual que acababa de finalizar. Rebuscó en su biblioteca hasta encontrarlo y comenzó a hojearlo. Pasó lentamente las páginas hasta que encontró lo que buscaba. El profesor de la Universidad de Buenos Aires decía: “Para un mejor tratamiento de lo económico, tenemos la posibilidad de acotar temas, ajustar metodológicamente la mirada y precisar objetivos. Con esta precaución podemos marcar nuestro camino que podría ser ir trabajando las ideas, los conceptos, los sujetos sociales que viven con ellos, recorrer paso a paso hasta llegar a una conclusión siempre provisoria y sólo allí tener una idea lo más ajustada posible, pero aun así con final abierto a nuevas búsquedas e inquietudes. Después de todo, el trabajo científico no es más que un largo camino de ir separando lo trascendente de lo intrascendente y hecho esto, disponerse a continuar. El proceso de conocimiento emprendido por el ser humano no da tregua en tanto nunca es final y definitivo, siempre exige las fatigas de nuevas atenciones; el ser humano no logra jamás llegar al conocimiento perfecto, siempre existe la necesidad de reformular leyes y actualizar el fondo de conocimiento de cada materia; imposible cerrar el círculo”.
Cuánta certeza hay en este razonamiento, pensó, debo recordarlo para la próxima reunión virtual. Miró la hora, suspendió el almuerzo, se dio una rápida ducha, se abrigó hasta las orejas para protegerse del intenso frío que imperaba por esos días en Buenos Aires y partió hacia su trabajo. Allí sus compañeros le hablaron de las últimas novedades relacionadas con la Asociación y, cuando empezaron a comentar las violentas crisis que se vivían en varios países latinoamericanos como el caso de Ecuador y Colombia, les pidió por favor que no siguieran. Ya es suficiente por hoy, pensó, mientras les contaba algunos pormenores de la videoconferencia en la que había participado más temprano. Luego, mate de por medio, completó varias planillas concernientes a la administración, buscó presupuestos para las herramientas que había que comprar, imprimió las facturas que había que pagar al día siguiente, envió correos electrónicos a varias cooperativas, en fin, se ocupó de sus tareas habituales.
El regreso a su casa se hizo complicado, el tránsito estaba atascado. Últimamente eran numerosas las manifestaciones realizadas por las organizaciones sociales conformadas por desocupados, trabajadores informales, familias en situación de precariedad, etc. por medio de las cuales expresaban su descontento ante los perjuicios sufridos por las deficientes políticas socioeconómicas implementadas por la burocracia de turno. Lamentablemente muchas de estas organizaciones eran lideradas por dirigentes corruptos, algo que a él era lo único que le molestaba; a la gente que protestaba la comprendía y la apoyaba. Y encima estas protestas eran aprovechadas por los sectores neoliberales que aspiran a gobernar el año próximo, e incluso por los ciudadanos comunes y silvestres que se dejaban llevar por las peroratas que se difundían por los medios de comunicación (financiados justamente por esos sectores), para predicar la conveniencia de disminuir las esferas de intervención del Estado dada su falta de eficiencia para resolver los problemas sociales. A ello había que sumarle las protestas de los camioneros por la falta de gasoil producto del conflicto bélico en Ucrania, lo que no les permitía trabajar normalmente, y la de maestras y estudiantes de un Instituto Superior de Formación Docente quienes, en plena clase, fueron asaltados y amenazados con armas de fuego por lo que pedían mayor seguridad. Como la mayoría de las protestas, ésta también fue reprimida con balas de goma por la Policía, una institución escandalosamente violenta y vergonzosamente corrupta. En pocas palabras, la Argentina no era ajena a la problemática global.
Ya en su casa, tras una sobria cena mientras miraba el resumen de un partido de fútbol, se apresuró a acostarse. Nada de ver los noticieros, por hoy ya había tenido suficiente. Además, el libro de Claudia Piñeiro lo había atrapado desde la inicial dedicatoria de la autora a los lectores: “A los que construyen sus propias catedrales, sin dios”. De modo que buscó la posición más cómoda para evitar los fastidiosos síntomas de su afección neurológica y retomó la lectura de “Catedrales”, una novela en la que la autora, con su habitual pericia, cuestiona los mandatos religiosos de las familias más conservadoras y describe de manera puntillosa la hipocresía que anida en buena parte de la sociedad argentina. Antes de dormirse esta vez leyó cuarenta y siete páginas, tal era la atracción que ejercía sobre él la novela. La dejó sobre la mesita de luz apoyada sobre libros de Marcela Serrano, de Antonio Dal Masetto, de Benito Lynch, de Patricia Highsmith, de Mary Higgins Clark, de Rudyard Kipling y de Carmen Posadas, quienes esperaban pacientemente su turno para ser leídos.
Apagó la luz del velador y se dispuso a dormir. Esperaba tener mañana un día menos contrariado; el de hoy sólo había sido interesante por la videoconferencia. Pero, ¿era sensato esperar algo mejor para mañana? Recordó un párrafo de la novela que decía que “a veces la propia cabeza es nuestra peor amenaza y nos lleva a creer cosas imprudentes, locuras”. Sí, es cierto, pensó, pero lo que está ocurriendo en el mundo es realmente una locura. En fin, pensó, un día más ha pasado. ¿Un día más?, se preguntó. Hummm… a esta altura de mi vida creo que es más apropiado decir un día menos. No importa, se dijo, tenía razón mi papá cuando me citaba al Mark Twain que había escrito que el miedo a la muerte se debía al miedo a la vida. Un hombre que vivía plenamente estaba preparado para morir en cualquier momento. ¿Vivo yo plenamente? ¡Qué sé yo! En fin, se dijo, mañana será otro día menos. Y se durmió.
Efectivamente, a lo largo de la historia han ido originándose nuevos sistemas económicos, dijo el profesor Pressutti. Cada uno de ellos respondió a las diferentes tesituras en las que vivía la humanidad. La ciencia económica no sólo estudia las leyes que rigen la producción, la distribución y el consumo de bienes y servicios, sino también los cambios de esos sistemas, y lo hace desde el trueque sencillo y local de hace miles de años atrás hasta el capitalismo complejo y globalizado de la actualidad; desde la época en que toda la actividad económica estaba circunscripta a la agricultura, la pesca, el pastoreo y los productos artesanales manufacturados y todos los intercambios económicos se hacían mediante el canje de esos bienes, hasta la época en que la economía se caracteriza por el predominio de empresas y corporaciones multinacionales, grandes monopolios y la potestad rectora de la banca y el entorno financiero mundial. Todo ello sin obviar las etapas intermedias entre ambos sistemas como el esclavismo, el feudalismo, el mercantilismo y la economía planificada.
Profesor, una pregunta, consultó otro participante que dijo ser estudiante de Ciencias Sociales en la Universidad de Buenos Aires. Ante la inmensa avidez, la ilimitada codicia de esos empresarios vinculados a los oligopolios que ejercen el control sobre la producción, el acaparamiento y la fijación de los precios, tanto de productos de primera necesidad como los alimentos y los medicamentos, por ejemplo, hasta los prescindibles como los accesorios de indumentaria y cosmética entre muchos otros, ¿qué rol deberían jugar los Estados para enfrentar esta situación? Porque es evidente que tales políticas perjudican a los estratos más humildes, más desvalidos, de menos ingresos. Difícil pregunta, contestó el profesor Pressutti, muy difícil. Se supone que el rol de un Estado es garantizar políticas que beneficien a la mayoría de los ciudadanos en pos de un progreso social y económico, respetando los derechos humanos y las libertades fundamentales. Pero lamentablemente, tal como están las cosas en la actualidad, la transparencia y la responsabilidad de las administraciones públicas para llevar adelante esos propósitos parecen muy lejanas.
Sí, dijo nuestro hombre, si mal no recuerdo fue el economista estadounidense James O'Connor quien sostuvo en alguno de sus ensayos que los Estados modernos, cuando desarrollan acciones dirigidas a mejorar las condiciones de vida de los sectores menos beneficiados o marginados de la población, no hacen más que preservar su propia legitimidad y la de los sistemas económicos capitalistas. Son contradicciones difícilmente superables. Es evidente que existe, no sólo en Argentina sino en muchos países del mundo, sobre todo en los llamados “emergentes”, una gran incapacidad de las autoridades políticas para afrontar la contradicción que hay entre los intereses del gran capital frente a los de la fuerza del trabajo marginal existente dentro de las sociedades. Debido a los crecientes egresos destinados a sostener las burocracias locales y a cumplir con los dictados del Fondo Monetario Internacional, el gasto público no logra proveer recursos suficientes para satisfacer las demandas de un conjunto cada vez más amplio de ciudadanos.
Está claro, prosiguió nuestro hombre, que la antinomia que existe entre los empresarios que buscan maximizar sus ganancias y las grandes masas de la población que no alcanzan a cubrir sus necesidades básicas es abismal. Y es precisamente allí donde las falencias de la acción estatal son más que notorias. Seguramente debe ser por esa razón que sea usual que, junto con el debilitamiento de la integración social, las protestas de los perjudicados aumenten y, en respuesta, se incremente la represión estatal y se deteriore la legitimidad del propio Estado. Y paralelamente a esto, si un gobierno encara algún plan social para tratar de atenuar la pobreza, inmediatamente surgen las voces de las clases más holgadas, quienes visualizan al Estado como un aparato burocrático que tutela a los individuos y limita su creatividad, y caracterizan a esas medidas como demagógicas, gastos innecesarios o despilfarro de los recursos generados por los impuestos. Despectivamente hablan de “populismo” pero no utilizan el mismo desprecio para caratular el nepotismo, el clientelismo, el endeudamiento tanto interno como externo, la fuga de capitales y otros desaguisados cometidos por los gobiernos neoliberales.
Ciertamente, continuó, estoy hablando de lo que ocurre en Argentina, donde se está viviendo una situación nefasta y, tal como pormenorizaron otros participantes, con sus respectivos matices circunstancias similares se dan en mayor o menor medida en el resto de Latinoamérica. Se suele hablar de los grandes avances que ha logrado el capitalismo en distintas campos, desde el progreso de los medios de producción hasta los avances en la medicina, mejoras que, lamentablemente, no han favorecido a toda la humanidad. Pero no deberíamos olvidar que también ha generado las más atroces penurias que padece la humanidad. Sus exégetas, mediante la difusión de discursos banales a través de las numerosas redes sociales, nos muestran los logros mientras ocultan las miserias. El capitalismo liberal, cuyo esquema social está conformado por una clase alta, una clase media y una clase baja, promueve la idea de que es la práctica individual, que sólo en el mercado actúa racionalmente, la que puede llevar a un individuo del sector inferior de la sociedad a un nivel más alto. Utiliza para sustentar este precepto la teoría romántica, por llamarla de alguna manera, de que el pobre puede llegar a ser rico. La realidad indica que, como tendencia general, los ricos se hacen más ricos y los pobres más pobres. Fue entonces cuando pudo observar nuevamente que muchos de los participantes movían la cabeza en señal de aprobación.
Sí, dijo el profesor Pressutti, es evidente que hoy existen en Latinoamérica sociedades fracturadas, con fuertes tendencias a la distribución desigual tanto de los bienes materiales como de los culturales y sociales. Y retomando la charla sobre la economía del siglo XXI podría mencionar un interesante artículo que Luis Arizmendi, profesor e investigador del Instituto Politécnico Nacional de México, publicó hace un par de años en la revista “El trimestre económico” que edita el Fondo de Cultura Económica. En él, entre muchos otros conceptos, afirma que el capitalismo como sistema global está atravesando la peor y más amenazante crisis de su historia ya que en ninguna de sus anteriores crisis había llegado a una situación límite tan radical. Hoy por hoy la economía “neoclásica” enfrenta una crisis sin igual: mundialización de la pobreza y de la desigualdad, a las que hay que sumarles la crisis alimentaria y la crisis ambiental mundializada. Para el profesor Arizmendi, y yo coincido con él, la consigna del liberalismo económico más absoluto “Laissez faire et laissez passer, le monde va de lui même” (Dejen hacer y dejen pasar, el mundo va solo) acuñada por el fisiócrata Vincent de Gournay y popularizada por el padre de la economía moderna Adam Smith, es un principio que no va a propiciar ni el equilibrio general entre los capitales ni el equilibrio ambiental en la relación capitalismo/naturaleza.
El estudio de esta crisis, continuó, con toda seguridad representa uno de los mayores desafíos en la historia del pensamiento económico moderno ya que impacta en todos los Estados, ya sean éstos desarrollados o subdesarrollados. Pero sobre todo en estos últimos, dado que sus políticas socio-económicas invariablemente están subordinadas a las decisiones de las grandes potencias. Es innegable que los procedimientos para tener poder se han sofisticado en el siglo XXI. Las prácticas de los potentados se sustentan en los sectores sociales acaudalados, los que imponen a los sectores sociales subalternos una cosmovisión del mundo que sólo los favorece a ellos. A esto hay que agregarle la multiplicación de escenarios de guerra e, incluso, el peligro de una guerra mundial en el marco de la disputa por la hegemonía planetaria. Por esa razón creo que hoy más que nunca resulta indispensable un debate mundial en torno a la economía política. En la próxima reunión virtual que tengamos continuaremos opinando sobre esta cuestión. Muchas gracias a todos, concluyó el profesor Pressutti.
Interesante, muy interesante, pensó nuestro hombre. Apagó la computadora y se dispuso a prepararse algo para almorzar. Fue cuando pasó por su cabeza otro libro de Mario Muñoz Mayorga, el autor que había mencionado en algún momento de la videoconferencia. Era un ensayo que había leído tiempo atrás titulado “La economía. El laberinto argentino” y, si mal no recordaba, muchos de sus textos hubiesen servido para exponerlos en la reunión virtual que acababa de finalizar. Rebuscó en su biblioteca hasta encontrarlo y comenzó a hojearlo. Pasó lentamente las páginas hasta que encontró lo que buscaba. El profesor de la Universidad de Buenos Aires decía: “Para un mejor tratamiento de lo económico, tenemos la posibilidad de acotar temas, ajustar metodológicamente la mirada y precisar objetivos. Con esta precaución podemos marcar nuestro camino que podría ser ir trabajando las ideas, los conceptos, los sujetos sociales que viven con ellos, recorrer paso a paso hasta llegar a una conclusión siempre provisoria y sólo allí tener una idea lo más ajustada posible, pero aun así con final abierto a nuevas búsquedas e inquietudes. Después de todo, el trabajo científico no es más que un largo camino de ir separando lo trascendente de lo intrascendente y hecho esto, disponerse a continuar. El proceso de conocimiento emprendido por el ser humano no da tregua en tanto nunca es final y definitivo, siempre exige las fatigas de nuevas atenciones; el ser humano no logra jamás llegar al conocimiento perfecto, siempre existe la necesidad de reformular leyes y actualizar el fondo de conocimiento de cada materia; imposible cerrar el círculo”.
Cuánta certeza hay en este razonamiento, pensó, debo recordarlo para la próxima reunión virtual. Miró la hora, suspendió el almuerzo, se dio una rápida ducha, se abrigó hasta las orejas para protegerse del intenso frío que imperaba por esos días en Buenos Aires y partió hacia su trabajo. Allí sus compañeros le hablaron de las últimas novedades relacionadas con la Asociación y, cuando empezaron a comentar las violentas crisis que se vivían en varios países latinoamericanos como el caso de Ecuador y Colombia, les pidió por favor que no siguieran. Ya es suficiente por hoy, pensó, mientras les contaba algunos pormenores de la videoconferencia en la que había participado más temprano. Luego, mate de por medio, completó varias planillas concernientes a la administración, buscó presupuestos para las herramientas que había que comprar, imprimió las facturas que había que pagar al día siguiente, envió correos electrónicos a varias cooperativas, en fin, se ocupó de sus tareas habituales.
El regreso a su casa se hizo complicado, el tránsito estaba atascado. Últimamente eran numerosas las manifestaciones realizadas por las organizaciones sociales conformadas por desocupados, trabajadores informales, familias en situación de precariedad, etc. por medio de las cuales expresaban su descontento ante los perjuicios sufridos por las deficientes políticas socioeconómicas implementadas por la burocracia de turno. Lamentablemente muchas de estas organizaciones eran lideradas por dirigentes corruptos, algo que a él era lo único que le molestaba; a la gente que protestaba la comprendía y la apoyaba. Y encima estas protestas eran aprovechadas por los sectores neoliberales que aspiran a gobernar el año próximo, e incluso por los ciudadanos comunes y silvestres que se dejaban llevar por las peroratas que se difundían por los medios de comunicación (financiados justamente por esos sectores), para predicar la conveniencia de disminuir las esferas de intervención del Estado dada su falta de eficiencia para resolver los problemas sociales. A ello había que sumarle las protestas de los camioneros por la falta de gasoil producto del conflicto bélico en Ucrania, lo que no les permitía trabajar normalmente, y la de maestras y estudiantes de un Instituto Superior de Formación Docente quienes, en plena clase, fueron asaltados y amenazados con armas de fuego por lo que pedían mayor seguridad. Como la mayoría de las protestas, ésta también fue reprimida con balas de goma por la Policía, una institución escandalosamente violenta y vergonzosamente corrupta. En pocas palabras, la Argentina no era ajena a la problemática global.
Ya en su casa, tras una sobria cena mientras miraba el resumen de un partido de fútbol, se apresuró a acostarse. Nada de ver los noticieros, por hoy ya había tenido suficiente. Además, el libro de Claudia Piñeiro lo había atrapado desde la inicial dedicatoria de la autora a los lectores: “A los que construyen sus propias catedrales, sin dios”. De modo que buscó la posición más cómoda para evitar los fastidiosos síntomas de su afección neurológica y retomó la lectura de “Catedrales”, una novela en la que la autora, con su habitual pericia, cuestiona los mandatos religiosos de las familias más conservadoras y describe de manera puntillosa la hipocresía que anida en buena parte de la sociedad argentina. Antes de dormirse esta vez leyó cuarenta y siete páginas, tal era la atracción que ejercía sobre él la novela. La dejó sobre la mesita de luz apoyada sobre libros de Marcela Serrano, de Antonio Dal Masetto, de Benito Lynch, de Patricia Highsmith, de Mary Higgins Clark, de Rudyard Kipling y de Carmen Posadas, quienes esperaban pacientemente su turno para ser leídos.
Apagó la luz del velador y se dispuso a dormir. Esperaba tener mañana un día menos contrariado; el de hoy sólo había sido interesante por la videoconferencia. Pero, ¿era sensato esperar algo mejor para mañana? Recordó un párrafo de la novela que decía que “a veces la propia cabeza es nuestra peor amenaza y nos lleva a creer cosas imprudentes, locuras”. Sí, es cierto, pensó, pero lo que está ocurriendo en el mundo es realmente una locura. En fin, pensó, un día más ha pasado. ¿Un día más?, se preguntó. Hummm… a esta altura de mi vida creo que es más apropiado decir un día menos. No importa, se dijo, tenía razón mi papá cuando me citaba al Mark Twain que había escrito que el miedo a la muerte se debía al miedo a la vida. Un hombre que vivía plenamente estaba preparado para morir en cualquier momento. ¿Vivo yo plenamente? ¡Qué sé yo! En fin, se dijo, mañana será otro día menos. Y se durmió.