20 de agosto de 2020

Martin Lutero y el antisemitismo


El fraile agustino e instigador del cisma protestante Martin Lutero (1483-1546) formuló, respecto de los judíos, opiniones contradictorias que fueron desde la exaltación hasta el insulto. Para intentar establecer una cierta lógica en estos juicios habría que fundarse en la cronología.
En un opúsculo de 1523, "Das Jesús Christus ein geborener jude sei" (Que Jesucristo nació judío), el reformador se mostraba favorable a los israelitas: "... Los judíos son de la raza de Cristo... Jamás Dios concedió a ningún pueblo pagano un honor tan grande como a los judíos". Por el contrario, en una obra de 1542, "Gegen die luden und ihre lügen" (Contra los judíos y sus mentiras) Lutero propuso que se aplicasen a los judíos unas medidas extremadamente severas, llegando finalmente hasta la expulsión.
Un cambio de semejante naturaleza es probable que haya sido consecuencia de una esperanza frustrada: en el comienzo de su predicación, Lutero, al presentar un cristianismo renovado, desembarazado de supersticiones, esperaba que los espíritus de buena voluntad, y en particular los judíos, irían hacia Cristo. Los judíos, naturalmente, se mostraron indiferentes, y el reformador, decepcionado, los condenó a la desaparición. Este enfoque ha sido adoptado por la mayoría de los historiadores y aparece en la mayoría de los ensayos que tratan la cuestión. No obstante, el argumento tropieza con serias objeciones ya que otros textos de los años 1520 son, asimismo, extremadamente severos respecto de los judíos, mientras que algunos escritos de los últimos años de Lutero insisten todavía en el carácter privilegiado del pueblo judío.
Por consiguiente, no existió un cambio radical en el pensamiento del reformador; en 1523, Lutero no se hacía demasiadas ilusiones sobre la posibilidad de convertir a los judíos; comenzó su obra explicando que quería exponer sus ideas sobre el nacimiento de Jesús "con el propósito también de atraer, quizás, a algunos judíos a la fe cristiana", lo que deja un margen muy reducido para una hipotética decepción.
Un punto de vista menos simplista ha sido expuesto en la segunda mitad del siglo XX por algunos historiadores que afirmaron la unidad del pensamiento luterano sobre la cuestión judía y subrayaron que las variaciones, con frecuencia señaladas, obedecían, sobre todo, a una evolución de las concepciones teológicas del reformador. Este enfoque parece mucho más satisfactorio que el anterior, aunque no destaca con suficiente claridad la ambivalencia de las ideas luteranas. Lutero, en cuanto teólogo, recorrió un camino de evolución ideológica y, en cada etapa, consideró de manera diferente el lugar de los judíos en la economía de la salvación. Pero el Lutero hombre del medioevo no cambió; sus escritos ofrecen un testimonio notable de la desconfianza que animaba a todos los clérigos respecto de los judíos. El judío descendiente de Abraham era considerado con cierta indulgencia; el judío contemporáneo no merecía más que insultos. Incluso el texto de 1523 era bastante duro al afirmar que "los judíos se apartan del resto de la Humanidad", que "se refugian en la mentira y en la mala fe", que "únicamente se aferran a la letra de la Escritura" y que "son incapaces de comprender un pensamiento sutil".
La única concesión de Lutero consistió en decir que la política represiva del papado había contribuido a impedir que los judíos hubieran podido "salir de esa lamentable situación". Poco tiempo después, en su último texto dedicado a la guerra de los campesinos, atacó con violencia a los judíos, cuyo corazón "está tan rebosante de funesta perfidia que no tienen otro deseo profundo que el de suscitar escándalo. Los judíos son malvados y peligrosos, detestan a los cristianos, sus libros son inmorales, roban y explotan al pobre pueblo". Estos temas clásicos que figuran en los escritos del reformador, ponen de manifiesto que este es, en el fondo, un reflejo de su época.


Medio siglo más tarde, el pastor evangélico Georg Nigrinus (1530-1602), publicó en 1570 un breve tratado, "Luden feind" (Invitación al enemigo), en el cual escribió: "Queridos cristianos, tomad este librito. Mirad el pérfido corazón de los judíos, no se trata en verdad de ninguna broma. Son los enemigos de Cristo; ¿en qué creéis que aplican su inteligencia? Si tuvieran poder sobre el mundo, del mismo modo que se han apoderado ya de vuestro dinero, si poseyeran el imperio sobre los pueblos y los ejércitos, tal como lo desean día y noche, nos estrangularían como a perros rabiosos y no soportarían ni siquiera un sólo cristiano durante más de una hora. Los judíos desean que venga a este mundo un mesías para que nos asesine y nos apuñale a todos a fin de que nadie pueda oponérsele".
"También los turcos son enemigos de Cristo -prosigue Nigrinus-, insultan y persiguen el nombre cristiano. Sin embargo, no profieren diariamente blasfemias horribles contra Cristo, como lo hacen los talmudistas. Los papistas atacan igualmente a Cristo y a su pueblo a causa del dogma que afirma que el Salvador y el Redentor nos juzga dignos de la gracia a causa de nuestra fe y no de nuestro mérito o de nuestra dignidad. Pero, con excepción de este punto, respetan los artículos de la fe. Por el contrario, los talmudistas, no se contentan con rechazar absolutamente los textos apostólicos, con reírse y burlarse de los artículos de la fe cristiana, sino que han llegado hasta proferir a este respecto blasfemias horribles".
El teólogo evangélico fue más allá todavía: "No ignoro que algunos consideran indispensables a los judíos y a su usura, porque, sin ellos, muchos mercaderes u otras personas quedarían reducidos a la miseria. Sí, no ignoro que, en ocasiones, se hace de la miseria una virtud. Pero si el mundo quiere transformar el pecado en virtud y al Diablo en Dios, que lo haga bajo su única responsabilidad. Por lo que a nosotros respecta, queremos, no solamente vernos desembarazados de los judíos y de su dinero usurario, sino también de todos los demás usureros. Pluguiera a Dios que estuvieran donde tendrían que estar. Alguno podría preguntarse: ¿Son acaso los judíos los únicos que practican la usura, que persiguen, que acaparan? ¿No es cierto que los cristianos hacen lo mismo? A esto yo respondo: ¡No! Los verdaderos cristianos no lo hacen. Pero existen en el mundo falsos cristianos que lo hacen. Por consiguiente, yo preciso: considero a los judíos como judíos, sean bautizados o circuncisos. Aunque no todos tengan el mismo origen, constituyen juntos una sola camarilla. Rinden culto juntos a un Dios al que Cristo llamó Mammón y que, al final de los tiempos, será precipitado juntamente con sus servidores en el reino del Diablo. Si no se quiere expulsarlos, si se los soporta por clemencia y por bondad, y no a causa de su dinero, lo mejor sería que se les diera un pueblo a construir para sí mismos, y que se les dejara vivir en él de su trabajo, como lo hacen los demás hombres, en lugar de dejarlos vivir dispersos aquí y allá y consentirles que exploten a las personas sencillas. Si vivieran solos y tuvieran que alimentarse con su trabajo manual, perderían mucho de su arrogancia".


Y concluye: "Dios los ha rechazado. Los cristianos quieren ensalzarlos. Dios los ha expulsado, arrojado de su país. Nosotros los mimamos y les dejamos vivir en nuestro país. Dios los castiga con su dura cólera. Entre nosotros se les conceden los más insignes favores. Dios quiere someterlos a todos los pueblos para imponerles el esfuerzo y el trabajo. Pero entre los cristianos se les ayuda para que se conviertan en grandes señores y se den la gran vida en el ocio".
Por su parte, otro de los gestores de la reforma protestante, el teólogo francés Jean Calvino (1509-1564), quien desarrolló la doctrina moral llamada "puritanismo" -sistema que expresaba las exigencias de la parte más radical de la burguesía-, tuvo una teología diferente a la tradicional de la Iglesia Católica en el tema referente a los judíos. En su obra "Institutio christianae religionis" (Institución de la religión cristiana), habló de la predestinación divina de unos hombres a la "salvación" y de otros a la "condena".
El pacto de Dios con los judíos no había desaparecido con el surgimiento del cristianismo, sino que con éste una nueva vía de salvación había germinado para todos aquellos que no habían nacido judíos. Calvino consideraba que no debía intentar convertirse a los judíos al cristianismo para salvarlos, ya que esa conversión no les aseguraba la salvación. Dado que todos los hombres eran esencialmente malvados, la salvación no podía ser asegurada para nadie y dependía sólo de Dios.
Pero, volviendo a Lutero, el monje agustino acérrimo crítico de la disipación moral de la Iglesia romana que lo llevó a rechazar la autoridad del papado y a aspirar a un retorno a la espiritualidad primitiva, resultan muy elocuentes sus obras escritas en 1543 sobre el judaísmo. En "Von den juden und ihren lügen" (Sobre los judíos y sus mentiras), por ejemplo, decía que eran "seres muy desesperados, malos, venenosos y diabólicos hasta la médula, y en estos mil cuatrocientos años han sido nuestra desgracia, peste y desventura, y siguen siéndolo. Son venenosas, duras, vengativas y pérfidas serpientes; asesinos e hijos del demonio que muerden y envenenan en secreto, no pudiéndolo hacer abiertamente".
Y agregaba: "Los judíos son un pueblo abyecto y despreciable, es decir, no un pueblo de Dios. Están manchados con las heces del diablo en las que se revuelcan como cerdos. Yo les arrancaría la lengua de la garganta. Los judíos, en una palabra, no deben ser tolerados, no se les debe mostrar ninguna piedad ni misericordia. ¿Qué debemos hacer nosotros los cristianos con los judíos, esa gente rechazada y condenada? Dado que viven con nosotros, no debemos soportar su comportamiento, ya que conocemos sus mentiras sus calumnias y sus blasfemias".


Como una premonición de lo que ocurriría cuatro siglos más tarde en Alemania, proponía "prender fuego a sus sinagogas y escuelas, sepultar y cubrir con basura todo aquello a lo que no prendamos fuego para que ningún hombre vuelva a ver de ellos piedra o ceniza. Hay que destruir y desmantelar de la misma manera sus casas, porque en ellas hacen las mismas cosas que en sus sinagogas. Hay que quitarles todos sus libros de oraciones y los textos talmúdicos en los que se enseñan tales idolatrías, mentiras, maldiciones y blasfemias. Hay que prohibir a sus rabinos, bajo pena de muerte, alabar a Dios, darle las gracias, rezar y enseñar públicamente entre nosotros y en nuestro país".
Y en "Vom schem hamphoras und vom geschlecht Christi" (Del nombre incognoscible y las generaciones de Cristo) incluyó a los judíos entre los secuaces del diablo: "Aquí en Wittenberg, en nuestra iglesia parroquial, hay una puerca esculpida en la piedra de la que maman cerditos y judíos; detrás de la puerca se encuentra un rabino que alza la pata derecha de la cerda, le levanta el rabo y le mira con gran fijeza en el Talmud bajo el rabo, como si quisiera leer o ver algo muy difícil y excepcional; sin duda encontraron el nombre oculto de Dios en ese lugar".
Y en sus últimos tiempos pronunció un sermón en el que predicó la que llamó última "advertencia" dirigida a los señores que tenían la potestad de expulsar de sus tierras a los judíos que no se convirtieran al cristianismo, advirtiéndoles que, de no expulsarlos, serían "socios en los pecados de otros": "Por tanto, no estaría bien ser piadosos y confirmarlos en su conducta. Si esto es en vano, tendremos que expulsarlos como perros rabiosos a fin de no convertirnos en cómplices de su abominable blasfemia y todos sus otros vicios y por ello merecer la ira de Dios y terminar malditos junto a ellos. Yo he cumplido con mi deber. Ahora que cada cual haga su parte. Yo estoy justificado".
Muy elocuente también resulta la carta que Lutero le escribió a su mujer el 1 de febrero de 1546, pocos días antes de morir: "He sido presa de un malestar poco antes de llegar a Eisleben. Ha sido culpa mía. Pero si tú hubieras estado entonces, habrías dicho que la culpa correspondía a los judíos o a su Dios, ya que hemos tenido que atravesar, un poco antes de llegar a Eisleben, un pueblo donde viven muchos judíos; tal vez han sido ellos los que han soplado tan fuerte contra mí. En este momento hay más de cincuenta judíos que viven en Eisleben. Y esto es verdad: cuando he pasado en coche cerca de este pueblo, un viento frío ha entrado en el coche por detrás y ha soplado sobre mi cabeza a través del bonete como para transformar mi cerebro en un bloque de hielo. Ello ha podido contribuir a mi mareo. Una vez que haya arreglado los asuntos principescos, deberé imponerme la tarea de expulsar a los judíos. El conde Albert les es hostil y los ha puesto ya fuera de la ley; pero nadie les hace nada todavía. Si Dios quiere, quiero ayudar al conde Albert desde el pulpito y ponerlos, también yo, fuera de la ley".
Tanto en la Edad Media como a comienzos de la Edad Moderna, los judíos inspiraron un horror sagrado. Es llamativo que los cristianos pudieron escindirse entre católicos y protestantes e, inclusive, llegar a la guerra, lo que no impidió que en ambos bandos persistiera el odio hacia los judíos. Ese odio llegó hasta el siglo XX y le sirvió a Adolf Hitler (1889-1945) para justificar el Holocausto.


En opinión de diversos historiadores del nazismo, el origen del antisemitismo alemán que desembocó en aquella tragedia está en Lutero. Así lo consideraron, por ejemplo, los estadounidenses William Shirer (1904-1993) en "The rise and fall of the Third Reich" (Auge y caída Del Tercer Reich) y Robert Ashley Michael (1930-2014) en "A history of catholic antisemitism. The dark side of the Church" (Una historia del antisemitismo católico. El lado oscuro de la Iglesia), o el británico Paul Johnson (1928) en "The history of the jews" (La historia de los judíos).
Ahondando en esa opinión, el psiquiatra y filósofo alemán Karl Jaspers (1883-1969) escribió en su ensayo "Die schuldfrage. Von der politischen haftung Deutschlands" (El problema de la culpa. Sobre la responsabilidad política de Alemania) que en Lutero podían encontrase las bases del programa de política racial antisemita llevado adelante por el nazismo, basándose en que muchos de sus teóricos se apoyaron en las ideas luteranas sobre la absoluta intolerancia para con los judíos. De hecho, en los juicios de Núremberg, el argumento empleado por algunos dirigentes nacionalsocialistas para justificarse fue que se habían limitado a obedecer las enseñanzas de Lutero.
Obviamente esta mentalidad racista, intolerante e irreflexiva no es propiedad intrínseca de los antisemitas, también incluye, por citar sólo algunas de las más notorias, al empeño criminal de los judíos contra los musulmanes del pueblo palestino y a las prácticas de los fundamentalistas islámicos como arma de preservación de la pureza originaria ante la corrupción proveniente tanto del "pecado comunista" como de la "corrupta democracia liberal". Resulta evidente que las tres religiones monoteístas -el cristianismo, el islamismo y el judaísmo- poseen una faceta de intolerancia, de agresión, de violencia, de exclusión. Debido a sus ideas de ser el pueblo elegido, cada una de ellas tiene aspiraciones absolutistas que excluyen una auténtica tolerancia.
La estupidez humana no reconoce límites, ni temporales ni geográficos ni raciales ni de ninguna índole. Las religiones tampoco. La estupidez humana es tan vieja como el mundo. Las religiones también.

10 de agosto de 2020

Walter Benjamin, el nexo entre Potemkin y Kafka

Aunque no haya alcanzado la fama pública tan ampliamente como otros de los miembros de la llamada Frankfurter Schule (Escuela de Frankfurt), como por ejemplo Max Horkheimer (1895-1973), Herbert Marcuse (1898-1979), Erich Fromm (1900-1980) o Theodor Adorno (1903-1969), el filósofo y crítico literario Walter Benjamin (1892-1940) ha sido quizá el más influyente de los miembros de ese grupo de por sí decisivo en la historia del pensamiento europeo. Es probable que la vida de Benjamin, relativamente breve y poco llamativa en lo exterior, haya contribuido a este desconocimiento que, sin embargo, empezó a disiparse gracias a la obra de editores e investigadores de distintos países del mundo a partir de la conmemoración del centenario de su nacimiento.
Conocida es la evolución del pensamiento del filósofo alemán. En su juventud se sintió atraído por las experiencias místicas y la reflexión religiosa, sin duda bajo la gravitación de su raigambre judía. De la década de 1920 data su acercamiento al materialismo histórico, que no habría de abandonar hasta su muerte, aunque en realidad ocupó un lugar secundario en sus mejores obras.
La verdadera importancia de su pensamiento reside, probablemente, en la agudeza con que trató un múltiple abanico de temas estéticos y literarios, adelantándose a los críticos y sociólogos de la cultura que sólo tiempo después de su muerte, comenzaron a interrelacionar los distintos campos de la actividad cultural. Con un enorme talento, Benjamin analizó lúcidamente desde la obra de Johann W. Von Goethe (1749-1832), Charles Baudelaire (1821-1867), Marcel Proust (1871-1922) y Franz Kafka (1883-1924), hasta la mitología del cine mudo y la extraña gloria de Charles Chaplin (1889-1977), pasando por los alcances de la novela policial, la música de Jacques Offenbach (1819-1880), los versos infantiles y la tarea de los traductores.
Sobre el autor de “In der strafkolonie” (En la colonia penitenciaria) y “Ein hungerkünstler” (Un artista del hambre) Benjamin escribió varios ensayos, entre ellos “Franz Kafka. Beim bau der chinesischen mauer” (Franz Kafka. La construcción de la muralla china) y “Franz Kafka. Zur zehnten wiederkehr seines todestages” (Fanz Kafka. En el décimo aniversario de su muerte). Precisamente ese año, 1934, también escribió el que sería considerado uno de sus más célebres ensayos, al que tituló “Franz Kafka (1934)”.
En su introducción, Benjamin se refiere al caso de Grigori Potemkin (1739-1791), canciller y amante de la emperatriz Catalina II de Rusia (1729-1796), y lo hace en estos términos: “Se cuenta: Potemkin sufría de depresiones recurrentes, a intervalos regulares, durante las cuales nadie se le podía acercar, y la entrada a su estancia se hallaba severamente prohibida. En la corte no se hablaba nunca de esta enfermedad, sobre todo porque se sabía que cualquier comentario sobre ella desagradaba a la emperatriz Catalina. Una de estas depresiones del canciller duró en forma particular. Provocó serios inconvenientes: en los despachos se acumulaban documentos que no podían seguir su curso sin la firma de Potemkin y respecto a los cuales la emperatriz reclamaba decisiones. Los altos funcionarios no sabían qué hacer. En estas circunstancias, el pequeño e insignificante copista Shuvalkin llegó por azar a las antecámaras ministeriales donde los consejeros se hallaban reunidos como de costumbre, para llorar y lamentarse. ‘¿Qué ocurre, excelencias? ¿En qué puedo servir a vuestras excelencias?’, preguntó el solícito Shuvalkin. Le explicaron la situación, lamentándose de no poder valerse de sus servicios. ‘Si es sólo eso, mis señores -respondió Shuvalkin-, les ruego que me den los documentos’.
“Los consejeros -continúa Benjamin- , que no tenían nada que perder, accedieron a su pedido, y Shuvalkin, con el fajo de documentos bajo el brazo, se dirigió a través de galerías y corredores hasta el dormitorio de Potemkin. Sin llamar a la puerta ni detenerse, puso la mano en el picaporte. El cuarto no estaba cerrado. En la penumbra, Potemkin se hallaba sentado en la cama, envuelto en una bata gastada, royéndose las uñas. Shuvalkin se acercó al escritorio, mojó la pluma en el tintero y, sin decir palabra, tomó un documento al azar, lo colocó sobre las rodillas de Potemkin y le puso la lapicera en la mano. Tras echar una mirada ausente al intruso, Potemkin firmó como en un sueño; luego firmó otro documento y luego todos. Cuando tuvo en la mano el último documento, Shuvalkin se alejó sin ceremonias, tal como había llegado, con su dossier bajo el brazo. Con los documentos en alto, en un gesto de triunfo, Shuvalkin entró en la antecámara. Los consejeros se le precipitaron al encuentro, sacándole los papeles de las manos. Conteniendo la respiración, se inclinaron sobre los documentos; ninguno dijo una palabra; permanecieron como petrificados. Nuevamente Shuvalkin se acercó a ellos, nuevamente se informó con solicitud de la causa de su consternación. Entonces también sus ojos vieron la firma. Un documento tras otro estaba firmado: Shuvalkin, Shuvalkin, Shuvalkin...".


“Esta historia -prosigue Benjamin- es como un heraldo que anuncia con dos siglos de anticipación la obra de Kafka. El enigma que en ella se encuentra es el mismo de Kafka. El mundo de las cancillerías y de las oficinas, de los cuartos oscuros, gastados y húmedos, es el mundo de Kafka...”. Indudablemente, Benjamin propuso con este texto una perfecta metáfora del sombrío sendero que transitan los personajes kafkianos y una certera alusión a la civilización dominada por la técnica y la burocracia. La nebulosa y muchas veces absurda problemática del mundo laboral fue un tema insistente y hasta obsesivo en la obra del escritor checo, especialmente en sus novelas “Der prozess” (El proceso), “Das schloss” (El castillo) y “Amerika” (América), y en la novela corta “Die verwandlung” (La metamorfosis).
Un año antes de la publicación del ensayo de Benjamin, exactamente en octubre de 1933, la totalidad de la obra de Kafka había sido incluida en la “Lista de la literatura perjudicial e indeseable” que el partido del por entonces canciller Adolf Hitler (1889-1945) -el Nationalsozialistische Deutsche Arbeiter Partei (Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán)- había creado, por lo que sus libros fueron condenados a la hoguera en acto público. Ese mismo año Benjamin se exilió en París, donde fue acogido por el dramaturgo alemán Bertolt Brecht (1898-1956) y se vinculó al círculo del escritor francés Georges Bataille (1897-1962).
Los primeros tiempos de su nueva vida fueron difíciles hasta que el Institut für Sozialforschung, el instituto de investigación social fundado en Frankfurt en 1923 que también tuvo que trasladarse de Alemania debido a la creciente influencia de los nazis, lo incluyó entre sus miembros y le abrió las páginas de su revista “Zeitschift für Sozialforschung” (Revista de Investigación Social). Allí aparecerían algunos de sus mejores textos mientras seguía reuniendo material para su nunca terminado “Das passagenwerk” (El libro de los pasajes).
Finalmente, al llegar a España con la intención de embarcarse hacia los Estados Unidos, el 27 de setiembre de 1940 el filósofo se suicidó en el pequeño pueblo de Portbou, cercano a la frontera francoespañola, frente a la amenaza de ser entregado a las tropas nazis que terminaban de ocupar Francia, marcando de ese modo su definitiva disconformidad ante un mundo cuyo derrumbe presentía.


En sus últimos tiempos había vuelto a escribir sobre Potemkin y Kafka. Sobre el primero lo hizo esta vez refiriéndose a “Bronenósets Potiomkin” (El acorazado Potemkin), película que el cineasta soviético Serguéi Eisenstein (1898-1948) rodó en 1925 al conmemorarse el vigésimo aniversario del fallido golpe revolucionario de 1905. En esa oportunidad, la tripulación del buque de guerra que llevaba el nombre del militar y político ruso partícipe fundamental en la Guerra de Crimea y creador de la flota del Mar Negro, se rebeló contra los oficiales de la armada zarista en el puerto de Odesa.
Para Benjamin, el cine había modificado la consciencia de los espectadores ya que “hizo saltar por los aires todo este mundo carcelario como la dinamita, en décimas de segundo, de modo que entre sus ruinas desperdigadas vamos ahora viajando hacia la aventura. Con él surge realmente una nueva región de la consciencia”. Las esperanzas revolucionarias de Benjamin en cuanto al cine eran animadas por su certeza de que eran las revoluciones técnicas las que creaban fracturas en las tendencias artísticas, y que esas mismas fracturas eran las que constituían el desarrollo artístico. Para él, el cine era “una de las más formidables fracturas de las formaciones artísticas. Es el único prisma que al hombre de hoy le descompone su entorno inmediato, le exige una actitud deconstructiva”.
Coincidiendo con su amiga Hannah Arendt (1906-1975), la filósofa y teórica política alemana que lo calificaba como “el marxista más extraño que he conocido”, a Benjamin le atraía del cine el hecho de que podía ser llevado a las masas por primera vez en la historia del arte, haciendo hincapié en el hecho de que, con la reproducción masiva del arte, se transformaba por completo su función social dado que su fundamento dejaba de ser ritual para pasar a ser político. En ese sentido, distinguía el cine “legitimador de la dominación” -como el de sentido propagandístico que realizaba en esa época la cineasta alemana Leni Riefenstahl (1902-2003)- del “rupturista del sometimiento” -como el de carácter crítico que realizaba Eisenstein-.
“‘El acorazado Potemkin’ -escribió Benjamin- es un filme ideológicamente recubierto y calculado en todos sus detalles, al modo en que lo está el arco de un puente. Cuanto mayor es la fuerza con la que es golpeado, tanto mayor la belleza con la que retumba. ‘Potemkin’ es sin duda un película grande, inusualmente bien hecha. Hay mucho arte malo de tendencia, incluido por cierto el socialista. Son obras determinadas por el efecto y con reflejos gastados, que utilizan esquemas. Por el contrario, la película ‘Potemkin’ está ideológicamente recubierta y correctamente calculada en todos sus detalles”.


En cuanto al autor de “Betrachtung” (Contemplación) y “Briefe an Felice” (Cartas a Felice), Benjamin escribió: “La obra de Kafka es una obra profética. Las singularidades sumamente precisas de las que está repleta la vida tratada en esta obra deben ser entendidas por el lector sólo como pequeños signos, indicios y síntomas de desplazamientos que el escritor siente abriéndose paso en todas las relaciones, sin poder él mismo adaptarse a los nuevos órdenes. De modo que no le queda nada más que, con una sorpresa en la que por cierto se mezcla el horror pánico, responder a las casi incomprensibles distorsiones de la existencia que delatan el ascenso de estas leyes. Kafka está tan colmado de estas cosas que no es imaginable ningún suceso que no quede distorsionado bajo su descripción -que aquí no quiere decir otra cosa que indagación-. En otras palabras, todo lo que él describe hace declaraciones sobre algo distinto de sí mismo”.
El periodista español Andrés Seoane (1989), en un artículo publicado en enero de 2018 en la revista “El Cultural”, decía: “La vida de Walter Benjamin fue fiel reflejo de la época que le tocó vivir, esa brutal primera mitad del siglo XX donde tantas cosas desaparecerían para no volver jamás. Pero entre tanta oscuridad, el filósofo alemán fue capaz de alumbrar una obra límpida y luminosa cuya influencia ha ido creciendo exponencialmente tras su muerte hasta ser capital en la actualidad”.
Efectivamente, con el paso de los años sus obras pasaron a constituirse en una referencia ineludible para cantidad de reflexiones y debates. Entre ellas merecen citarse “Das kunstwerk im zeitalter seiner technischen reproduzierbarkeit” (La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica), “Einhabnstrasse” (Calle de sentido único) y, sobre todo, su “Geschichtsphilosophische tesen” (Tesis sobre la filosofía de la Historia). También dejó para la posteridad una gran cantidad de artículos publicados en revistas y periódicos, cuadernos y una copiosa correspondencia.