Aunque no
haya alcanzado la fama pública tan ampliamente como otros de los miembros de la
llamada Frankfurter Schule (Escuela de Frankfurt), como por ejemplo Max
Horkheimer (1895-1973), Herbert Marcuse (1898-1979), Erich Fromm (1900-1980) o
Theodor Adorno (1903-1969), el filósofo y crítico literario Walter Benjamin
(1892-1940) ha sido quizá el más influyente de los miembros de ese grupo de por
sí decisivo en la historia del pensamiento europeo. Es probable que la vida de
Benjamin, relativamente breve y poco llamativa en lo exterior, haya contribuido
a este desconocimiento que, sin embargo, empezó a disiparse gracias a la obra
de editores e investigadores de distintos países del mundo a partir de la
conmemoración del centenario de su nacimiento.
Conocida
es la evolución del pensamiento del filósofo alemán. En su juventud se sintió
atraído por las experiencias místicas y la reflexión religiosa, sin duda bajo
la gravitación de su raigambre judía. De la década de 1920 data su acercamiento
al materialismo histórico, que no habría de abandonar hasta su muerte, aunque
en realidad ocupó un lugar secundario en sus mejores obras.
La verdadera
importancia de su pensamiento reside, probablemente, en la agudeza con que
trató un múltiple abanico de temas estéticos y literarios, adelantándose a los
críticos y sociólogos de la cultura que sólo tiempo después de su muerte,
comenzaron a interrelacionar los distintos campos de la actividad cultural. Con un
enorme talento, Benjamin analizó lúcidamente desde la obra de Johann W. Von
Goethe (1749-1832), Charles Baudelaire (1821-1867), Marcel Proust (1871-1922) y
Franz Kafka (1883-1924), hasta la mitología del cine mudo y la extraña gloria
de Charles Chaplin (1889-1977), pasando por los alcances de la novela policial,
la música de Jacques Offenbach (1819-1880), los versos infantiles y la tarea de
los traductores.
Sobre el
autor de “In der strafkolonie” (En la colonia penitenciaria) y “Ein hungerkünstler”
(Un artista del hambre) Benjamin escribió varios ensayos, entre ellos “Franz
Kafka. Beim bau der chinesischen mauer” (Franz Kafka. La construcción de la
muralla china) y “Franz Kafka. Zur zehnten wiederkehr seines todestages” (Fanz
Kafka. En el décimo aniversario de su muerte). Precisamente ese año, 1934,
también escribió el que sería considerado uno de sus más célebres ensayos, al
que tituló “Franz Kafka (1934)”.
En su
introducción, Benjamin se refiere al caso de Grigori Potemkin (1739-1791),
canciller y amante de la emperatriz Catalina II de Rusia (1729-1796), y lo hace
en estos términos: “Se cuenta: Potemkin sufría de depresiones recurrentes, a
intervalos regulares, durante las cuales nadie se le podía acercar, y la
entrada a su estancia se hallaba severamente prohibida. En la corte no se
hablaba nunca de esta enfermedad, sobre todo porque se sabía que cualquier
comentario sobre ella desagradaba a la emperatriz Catalina. Una de estas
depresiones del canciller duró en forma particular. Provocó serios
inconvenientes: en los despachos se acumulaban documentos que no podían seguir
su curso sin la firma de Potemkin y respecto a los cuales la emperatriz
reclamaba decisiones. Los altos funcionarios no sabían qué hacer. En estas
circunstancias, el pequeño e insignificante copista Shuvalkin llegó por azar a
las antecámaras ministeriales donde los consejeros se hallaban reunidos como de
costumbre, para llorar y lamentarse. ‘¿Qué ocurre, excelencias? ¿En qué puedo
servir a vuestras excelencias?’, preguntó el solícito Shuvalkin. Le explicaron
la situación, lamentándose de no poder valerse de sus servicios. ‘Si es sólo
eso, mis señores -respondió Shuvalkin-, les ruego que me den los documentos’.
“Los
consejeros -continúa Benjamin- , que no tenían nada que perder, accedieron a su
pedido, y Shuvalkin, con el fajo de documentos bajo el brazo, se dirigió a
través de galerías y corredores hasta el dormitorio de Potemkin. Sin llamar a
la puerta ni detenerse, puso la mano en el picaporte. El cuarto no estaba
cerrado. En la penumbra, Potemkin se hallaba sentado en la cama, envuelto en
una bata gastada, royéndose las uñas. Shuvalkin se acercó al escritorio, mojó
la pluma en el tintero y, sin decir palabra, tomó un documento al azar, lo
colocó sobre las rodillas de Potemkin y le puso la lapicera en la mano. Tras
echar una mirada ausente al intruso, Potemkin firmó como en un sueño; luego
firmó otro documento y luego todos. Cuando tuvo en la mano el último documento,
Shuvalkin se alejó sin ceremonias, tal como había llegado, con su dossier bajo
el brazo. Con los documentos en alto, en un gesto de triunfo, Shuvalkin entró
en la antecámara. Los consejeros se le precipitaron al encuentro, sacándole los
papeles de las manos. Conteniendo la respiración, se inclinaron sobre los
documentos; ninguno dijo una palabra; permanecieron como petrificados.
Nuevamente Shuvalkin se acercó a ellos, nuevamente se informó con solicitud de
la causa de su consternación. Entonces también sus ojos vieron la firma. Un
documento tras otro estaba firmado: Shuvalkin, Shuvalkin, Shuvalkin...".
“Esta
historia -prosigue Benjamin- es como un heraldo que anuncia con dos siglos de
anticipación la obra de Kafka. El enigma que en ella se encuentra es el mismo
de Kafka. El mundo de las cancillerías y de las oficinas, de los cuartos
oscuros, gastados y húmedos, es el mundo de Kafka...”. Indudablemente, Benjamin
propuso con este texto una perfecta metáfora del sombrío sendero que transitan
los personajes kafkianos y una certera alusión a la civilización dominada por
la técnica y la burocracia. La nebulosa y muchas veces absurda problemática del
mundo laboral fue un tema insistente y hasta obsesivo en la obra del escritor
checo, especialmente en sus novelas “Der prozess” (El proceso), “Das schloss” (El
castillo) y “Amerika” (América), y en la novela corta “Die verwandlung” (La
metamorfosis).
Un año
antes de la publicación del ensayo de Benjamin, exactamente en octubre de 1933,
la totalidad de la obra de Kafka había sido incluida en la “Lista de la
literatura perjudicial e indeseable” que el partido del por entonces canciller
Adolf Hitler (1889-1945) -el Nationalsozialistische Deutsche Arbeiter Partei (Partido
Nacionalsocialista Obrero Alemán)- había creado, por lo que sus libros fueron
condenados a la hoguera en acto público. Ese mismo año Benjamin se exilió en París,
donde fue acogido por el dramaturgo alemán Bertolt Brecht (1898-1956) y se vinculó
al círculo del escritor francés Georges Bataille (1897-1962).
Los
primeros tiempos de su nueva vida fueron difíciles hasta que el Institut für
Sozialforschung, el instituto de investigación social fundado en Frankfurt en
1923 que también tuvo que trasladarse de Alemania debido a la creciente
influencia de los nazis, lo incluyó entre sus miembros y le abrió las páginas
de su revista “Zeitschift für Sozialforschung” (Revista de Investigación Social).
Allí aparecerían algunos de sus mejores textos mientras seguía reuniendo
material para su nunca terminado “Das passagenwerk” (El libro de los pasajes).
Finalmente,
al llegar a España con la intención de embarcarse hacia los Estados Unidos, el
27 de setiembre de 1940 el filósofo se suicidó en el pequeño pueblo de Portbou,
cercano a la frontera francoespañola, frente a la amenaza de ser entregado a
las tropas nazis que terminaban de ocupar Francia, marcando de ese modo su
definitiva disconformidad ante un mundo cuyo derrumbe presentía.
En sus
últimos tiempos había vuelto a escribir sobre Potemkin y Kafka. Sobre el
primero lo hizo esta vez refiriéndose a “Bronenósets Potiomkin” (El acorazado
Potemkin), película que el cineasta soviético Serguéi Eisenstein (1898-1948)
rodó en 1925 al conmemorarse el vigésimo aniversario del fallido golpe
revolucionario de 1905. En esa oportunidad, la tripulación del buque de guerra
que llevaba el nombre del militar y político ruso partícipe fundamental en la Guerra
de Crimea y creador de la flota del Mar Negro, se rebeló contra los oficiales
de la armada zarista en el puerto de Odesa.
Para
Benjamin, el cine había modificado la consciencia de los espectadores ya que “hizo
saltar por los aires todo este mundo carcelario como la dinamita, en décimas de
segundo, de modo que entre sus ruinas desperdigadas vamos ahora viajando hacia
la aventura. Con él surge realmente una nueva región de la consciencia”. Las
esperanzas revolucionarias de Benjamin en cuanto al cine eran animadas por su
certeza de que eran las revoluciones técnicas las que creaban fracturas en las tendencias
artísticas, y que esas mismas fracturas eran las que constituían el desarrollo
artístico. Para él, el cine era “una de las más formidables fracturas de las
formaciones artísticas. Es el único prisma que al hombre de hoy le descompone
su entorno inmediato, le exige una actitud deconstructiva”.
Coincidiendo
con su amiga Hannah Arendt (1906-1975), la filósofa y teórica política alemana
que lo calificaba como “el marxista más extraño que he conocido”, a Benjamin le
atraía del cine el hecho de que podía ser llevado a las masas por primera vez
en la historia del arte, haciendo hincapié en el hecho de que, con la
reproducción masiva del arte, se transformaba por completo su función social
dado que su fundamento dejaba de ser ritual para pasar a ser político. En ese
sentido, distinguía el cine “legitimador de la dominación” -como el de sentido
propagandístico que realizaba en esa época la cineasta alemana Leni Riefenstahl
(1902-2003)- del “rupturista del sometimiento” -como el de carácter crítico que
realizaba Eisenstein-.
“‘El
acorazado Potemkin’ -escribió Benjamin- es un filme ideológicamente recubierto
y calculado en todos sus detalles, al modo en que lo está el arco de un puente.
Cuanto mayor es la fuerza con la que es golpeado, tanto mayor la belleza con la
que retumba. ‘Potemkin’ es sin duda un película grande, inusualmente bien
hecha. Hay mucho arte malo de tendencia, incluido por cierto el socialista. Son
obras determinadas por el efecto y con reflejos gastados, que utilizan
esquemas. Por el contrario, la película ‘Potemkin’ está ideológicamente
recubierta y correctamente calculada en todos sus detalles”.
En cuanto
al autor de “Betrachtung” (Contemplación) y “Briefe an Felice” (Cartas a Felice),
Benjamin escribió: “La obra de Kafka es una obra profética. Las singularidades
sumamente precisas de las que está repleta la vida tratada en esta obra deben
ser entendidas por el lector sólo como pequeños signos, indicios y síntomas de
desplazamientos que el escritor siente abriéndose paso en todas las relaciones,
sin poder él mismo adaptarse a los nuevos órdenes. De modo que no le queda nada
más que, con una sorpresa en la que por cierto se mezcla el horror pánico,
responder a las casi incomprensibles distorsiones de la existencia que delatan
el ascenso de estas leyes. Kafka está tan colmado de estas cosas que no es
imaginable ningún suceso que no quede distorsionado bajo su descripción -que
aquí no quiere decir otra cosa que indagación-. En otras palabras, todo lo que
él describe hace declaraciones sobre algo distinto de sí mismo”.
El periodista
español Andrés Seoane (1989), en un artículo publicado en enero de 2018 en la
revista “El Cultural”, decía: “La vida de Walter Benjamin fue fiel reflejo de
la época que le tocó vivir, esa brutal primera mitad del siglo XX donde tantas
cosas desaparecerían para no volver jamás. Pero entre tanta oscuridad, el
filósofo alemán fue capaz de alumbrar una obra límpida y luminosa cuya
influencia ha ido creciendo exponencialmente tras su muerte hasta ser capital
en la actualidad”.
Efectivamente,
con el paso de los años sus obras pasaron a constituirse en una referencia
ineludible para cantidad de reflexiones y debates. Entre ellas merecen citarse
“Das kunstwerk im zeitalter seiner technischen reproduzierbarkeit” (La obra de
arte en la época de su reproductibilidad técnica), “Einhabnstrasse” (Calle de
sentido único) y, sobre todo, su “Geschichtsphilosophische tesen” (Tesis sobre
la filosofía de la Historia). También dejó para la posteridad una gran cantidad
de artículos publicados en revistas y periódicos, cuadernos y una copiosa
correspondencia.