10 de agosto de 2020

Walter Benjamin, el nexo entre Potemkin y Kafka

Aunque no haya alcanzado la fama pública tan ampliamente como otros de los miembros de la llamada Frankfurter Schule (Escuela de Frankfurt), como por ejemplo Max Horkheimer (1895-1973), Herbert Marcuse (1898-1979), Erich Fromm (1900-1980) o Theodor Adorno (1903-1969), el filósofo y crítico literario Walter Benjamin (1892-1940) ha sido quizá el más influyente de los miembros de ese grupo de por sí decisivo en la historia del pensamiento europeo. Es probable que la vida de Benjamin, relativamente breve y poco llamativa en lo exterior, haya contribuido a este desconocimiento que, sin embargo, empezó a disiparse gracias a la obra de editores e investigadores de distintos países del mundo a partir de la conmemoración del centenario de su nacimiento.
Conocida es la evolución del pensamiento del filósofo alemán. En su juventud se sintió atraído por las experiencias místicas y la reflexión religiosa, sin duda bajo la gravitación de su raigambre judía. De la década de 1920 data su acercamiento al materialismo histórico, que no habría de abandonar hasta su muerte, aunque en realidad ocupó un lugar secundario en sus mejores obras.
La verdadera importancia de su pensamiento reside, probablemente, en la agudeza con que trató un múltiple abanico de temas estéticos y literarios, adelantándose a los críticos y sociólogos de la cultura que sólo tiempo después de su muerte, comenzaron a interrelacionar los distintos campos de la actividad cultural. Con un enorme talento, Benjamin analizó lúcidamente desde la obra de Johann W. Von Goethe (1749-1832), Charles Baudelaire (1821-1867), Marcel Proust (1871-1922) y Franz Kafka (1883-1924), hasta la mitología del cine mudo y la extraña gloria de Charles Chaplin (1889-1977), pasando por los alcances de la novela policial, la música de Jacques Offenbach (1819-1880), los versos infantiles y la tarea de los traductores.
Sobre el autor de “In der strafkolonie” (En la colonia penitenciaria) y “Ein hungerkünstler” (Un artista del hambre) Benjamin escribió varios ensayos, entre ellos “Franz Kafka. Beim bau der chinesischen mauer” (Franz Kafka. La construcción de la muralla china) y “Franz Kafka. Zur zehnten wiederkehr seines todestages” (Fanz Kafka. En el décimo aniversario de su muerte). Precisamente ese año, 1934, también escribió el que sería considerado uno de sus más célebres ensayos, al que tituló “Franz Kafka (1934)”.
En su introducción, Benjamin se refiere al caso de Grigori Potemkin (1739-1791), canciller y amante de la emperatriz Catalina II de Rusia (1729-1796), y lo hace en estos términos: “Se cuenta: Potemkin sufría de depresiones recurrentes, a intervalos regulares, durante las cuales nadie se le podía acercar, y la entrada a su estancia se hallaba severamente prohibida. En la corte no se hablaba nunca de esta enfermedad, sobre todo porque se sabía que cualquier comentario sobre ella desagradaba a la emperatriz Catalina. Una de estas depresiones del canciller duró en forma particular. Provocó serios inconvenientes: en los despachos se acumulaban documentos que no podían seguir su curso sin la firma de Potemkin y respecto a los cuales la emperatriz reclamaba decisiones. Los altos funcionarios no sabían qué hacer. En estas circunstancias, el pequeño e insignificante copista Shuvalkin llegó por azar a las antecámaras ministeriales donde los consejeros se hallaban reunidos como de costumbre, para llorar y lamentarse. ‘¿Qué ocurre, excelencias? ¿En qué puedo servir a vuestras excelencias?’, preguntó el solícito Shuvalkin. Le explicaron la situación, lamentándose de no poder valerse de sus servicios. ‘Si es sólo eso, mis señores -respondió Shuvalkin-, les ruego que me den los documentos’.
“Los consejeros -continúa Benjamin- , que no tenían nada que perder, accedieron a su pedido, y Shuvalkin, con el fajo de documentos bajo el brazo, se dirigió a través de galerías y corredores hasta el dormitorio de Potemkin. Sin llamar a la puerta ni detenerse, puso la mano en el picaporte. El cuarto no estaba cerrado. En la penumbra, Potemkin se hallaba sentado en la cama, envuelto en una bata gastada, royéndose las uñas. Shuvalkin se acercó al escritorio, mojó la pluma en el tintero y, sin decir palabra, tomó un documento al azar, lo colocó sobre las rodillas de Potemkin y le puso la lapicera en la mano. Tras echar una mirada ausente al intruso, Potemkin firmó como en un sueño; luego firmó otro documento y luego todos. Cuando tuvo en la mano el último documento, Shuvalkin se alejó sin ceremonias, tal como había llegado, con su dossier bajo el brazo. Con los documentos en alto, en un gesto de triunfo, Shuvalkin entró en la antecámara. Los consejeros se le precipitaron al encuentro, sacándole los papeles de las manos. Conteniendo la respiración, se inclinaron sobre los documentos; ninguno dijo una palabra; permanecieron como petrificados. Nuevamente Shuvalkin se acercó a ellos, nuevamente se informó con solicitud de la causa de su consternación. Entonces también sus ojos vieron la firma. Un documento tras otro estaba firmado: Shuvalkin, Shuvalkin, Shuvalkin...".


“Esta historia -prosigue Benjamin- es como un heraldo que anuncia con dos siglos de anticipación la obra de Kafka. El enigma que en ella se encuentra es el mismo de Kafka. El mundo de las cancillerías y de las oficinas, de los cuartos oscuros, gastados y húmedos, es el mundo de Kafka...”. Indudablemente, Benjamin propuso con este texto una perfecta metáfora del sombrío sendero que transitan los personajes kafkianos y una certera alusión a la civilización dominada por la técnica y la burocracia. La nebulosa y muchas veces absurda problemática del mundo laboral fue un tema insistente y hasta obsesivo en la obra del escritor checo, especialmente en sus novelas “Der prozess” (El proceso), “Das schloss” (El castillo) y “Amerika” (América), y en la novela corta “Die verwandlung” (La metamorfosis).
Un año antes de la publicación del ensayo de Benjamin, exactamente en octubre de 1933, la totalidad de la obra de Kafka había sido incluida en la “Lista de la literatura perjudicial e indeseable” que el partido del por entonces canciller Adolf Hitler (1889-1945) -el Nationalsozialistische Deutsche Arbeiter Partei (Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán)- había creado, por lo que sus libros fueron condenados a la hoguera en acto público. Ese mismo año Benjamin se exilió en París, donde fue acogido por el dramaturgo alemán Bertolt Brecht (1898-1956) y se vinculó al círculo del escritor francés Georges Bataille (1897-1962).
Los primeros tiempos de su nueva vida fueron difíciles hasta que el Institut für Sozialforschung, el instituto de investigación social fundado en Frankfurt en 1923 que también tuvo que trasladarse de Alemania debido a la creciente influencia de los nazis, lo incluyó entre sus miembros y le abrió las páginas de su revista “Zeitschift für Sozialforschung” (Revista de Investigación Social). Allí aparecerían algunos de sus mejores textos mientras seguía reuniendo material para su nunca terminado “Das passagenwerk” (El libro de los pasajes).
Finalmente, al llegar a España con la intención de embarcarse hacia los Estados Unidos, el 27 de setiembre de 1940 el filósofo se suicidó en el pequeño pueblo de Portbou, cercano a la frontera francoespañola, frente a la amenaza de ser entregado a las tropas nazis que terminaban de ocupar Francia, marcando de ese modo su definitiva disconformidad ante un mundo cuyo derrumbe presentía.


En sus últimos tiempos había vuelto a escribir sobre Potemkin y Kafka. Sobre el primero lo hizo esta vez refiriéndose a “Bronenósets Potiomkin” (El acorazado Potemkin), película que el cineasta soviético Serguéi Eisenstein (1898-1948) rodó en 1925 al conmemorarse el vigésimo aniversario del fallido golpe revolucionario de 1905. En esa oportunidad, la tripulación del buque de guerra que llevaba el nombre del militar y político ruso partícipe fundamental en la Guerra de Crimea y creador de la flota del Mar Negro, se rebeló contra los oficiales de la armada zarista en el puerto de Odesa.
Para Benjamin, el cine había modificado la consciencia de los espectadores ya que “hizo saltar por los aires todo este mundo carcelario como la dinamita, en décimas de segundo, de modo que entre sus ruinas desperdigadas vamos ahora viajando hacia la aventura. Con él surge realmente una nueva región de la consciencia”. Las esperanzas revolucionarias de Benjamin en cuanto al cine eran animadas por su certeza de que eran las revoluciones técnicas las que creaban fracturas en las tendencias artísticas, y que esas mismas fracturas eran las que constituían el desarrollo artístico. Para él, el cine era “una de las más formidables fracturas de las formaciones artísticas. Es el único prisma que al hombre de hoy le descompone su entorno inmediato, le exige una actitud deconstructiva”.
Coincidiendo con su amiga Hannah Arendt (1906-1975), la filósofa y teórica política alemana que lo calificaba como “el marxista más extraño que he conocido”, a Benjamin le atraía del cine el hecho de que podía ser llevado a las masas por primera vez en la historia del arte, haciendo hincapié en el hecho de que, con la reproducción masiva del arte, se transformaba por completo su función social dado que su fundamento dejaba de ser ritual para pasar a ser político. En ese sentido, distinguía el cine “legitimador de la dominación” -como el de sentido propagandístico que realizaba en esa época la cineasta alemana Leni Riefenstahl (1902-2003)- del “rupturista del sometimiento” -como el de carácter crítico que realizaba Eisenstein-.
“‘El acorazado Potemkin’ -escribió Benjamin- es un filme ideológicamente recubierto y calculado en todos sus detalles, al modo en que lo está el arco de un puente. Cuanto mayor es la fuerza con la que es golpeado, tanto mayor la belleza con la que retumba. ‘Potemkin’ es sin duda un película grande, inusualmente bien hecha. Hay mucho arte malo de tendencia, incluido por cierto el socialista. Son obras determinadas por el efecto y con reflejos gastados, que utilizan esquemas. Por el contrario, la película ‘Potemkin’ está ideológicamente recubierta y correctamente calculada en todos sus detalles”.


En cuanto al autor de “Betrachtung” (Contemplación) y “Briefe an Felice” (Cartas a Felice), Benjamin escribió: “La obra de Kafka es una obra profética. Las singularidades sumamente precisas de las que está repleta la vida tratada en esta obra deben ser entendidas por el lector sólo como pequeños signos, indicios y síntomas de desplazamientos que el escritor siente abriéndose paso en todas las relaciones, sin poder él mismo adaptarse a los nuevos órdenes. De modo que no le queda nada más que, con una sorpresa en la que por cierto se mezcla el horror pánico, responder a las casi incomprensibles distorsiones de la existencia que delatan el ascenso de estas leyes. Kafka está tan colmado de estas cosas que no es imaginable ningún suceso que no quede distorsionado bajo su descripción -que aquí no quiere decir otra cosa que indagación-. En otras palabras, todo lo que él describe hace declaraciones sobre algo distinto de sí mismo”.
El periodista español Andrés Seoane (1989), en un artículo publicado en enero de 2018 en la revista “El Cultural”, decía: “La vida de Walter Benjamin fue fiel reflejo de la época que le tocó vivir, esa brutal primera mitad del siglo XX donde tantas cosas desaparecerían para no volver jamás. Pero entre tanta oscuridad, el filósofo alemán fue capaz de alumbrar una obra límpida y luminosa cuya influencia ha ido creciendo exponencialmente tras su muerte hasta ser capital en la actualidad”.
Efectivamente, con el paso de los años sus obras pasaron a constituirse en una referencia ineludible para cantidad de reflexiones y debates. Entre ellas merecen citarse “Das kunstwerk im zeitalter seiner technischen reproduzierbarkeit” (La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica), “Einhabnstrasse” (Calle de sentido único) y, sobre todo, su “Geschichtsphilosophische tesen” (Tesis sobre la filosofía de la Historia). También dejó para la posteridad una gran cantidad de artículos publicados en revistas y periódicos, cuadernos y una copiosa correspondencia.