Jean Bricmont asevera que la paz sólo puede estar basada en el Derecho Internacional y que el derecho de injerencia, al igual que la manipulación de los derechos humanos, sirve de disfraz a la ley del más fuerte. Si el Derecho Internacional contemporáneo tiene como objetivo, como dice el preámbulo de la Carta de las Naciones Unidas, "proteger a las generaciones futuras del azote de la guerra", el principio básico para lograrlo es que ningún país tiene derecho a enviar sus tropas a otro sin el consentimiento del gobierno de este último. "Gobierno -dice Bricmont- no quiere decir aquí 'gobierno electo', sino simplemente que controle efectivamente las fuerzas armadas porque es ése el factor que determina que haya o no guerra cuando se atraviesan las fronteras". Durante las últimas décadas, el mundo vio perecer a millones de personas bajo el fuego estadounidense en Vietnam, Camboya y Laos, y a muchas otras morir en sus guerras por delegación en América Latina o Africa del Sur. También el mundo ha sido testigo de cómo civiles inocentes eran asesinados por bombas estadounidenses en Irak, Afganistán y Pakistán, o ha sido espectador impotente del criminal ataque israelí sobre el Líbano y Gaza. "El objetivo del Derecho Internacional -afirma Bricmont- no es resolver la totalidad de los problemas. Como prácticamente todo el resto del Derecho, trata de ser un mal menor comparado con la ausencia de Derecho". Y se pregunta: "¿Puede Irán acaso ocupar al vecino Afganistán? ¿Brasil, por lo menos tan democrático como Estados Unidos, puede invadir Irak para instaurar allí una democracia? ¿Puede el Congo atacar Ruanda como autodefensa? ¿Puede Bangla Desh inmiscuirse en los asuntos internos de Estados Unidos para imponerle una reducción de sus emisiones de gases de efecto invernadero y 'prevenir' así los daños relacionados con el calentamiento global a los que está expuesto ese país? Si el ataque 'preventivo' estadounidense contra Irak es legítimo, ¿por qué no lo fueron los ataques iraquíes contra Irán o contra Kuwait? Peor aún, ¿por qué el ataque japonés contra Pearl Harbor no fue un ataque preventivo legítimo?". La toma de conciencia sobre la idea de que el Derecho Internacional debe ser respetado y que los conflictos entre Estados deben poder ser controlados mediante una instancia internacional constituye para Bricmont un progreso esencial en la historia de la humanidad, "comparable a la abolición del poder monárquico y de la aristocracia, a la abolición de la esclavitud, al desarrollo de la libertad de expresión, al reconocimiento de los derechos sindicales y de los derechos de la mujer e incluso a la idea de la seguridad social". Justamente a estos temas hace referencia Bricmont en la tercera parte de la entrevista con David Casassas y Yannick Vanderborght de la revista "Sin Permiso".
Dice usted oponerse a la lógica del "ni-ni", a esa lógica del "ni con unos ni con otros". ¿Conviene decir, tranquilamente y a las claras, que hay "buenos" y "malos", que hay agresores y agredidos?
No hay ninguna guerra en la que alguna de las dos partes deje de acusar a la otra de violar las Convenciones de Ginebra y en la que organizaciones independientes dejen de constatar que, efectivamente, ambas partes las violan. Dado que esto es así, no se trata de oponerse a las Convenciones de Ginebra o al Derecho Internacional humanitario, pero sí es preciso denunciar que son instrumentos insuficientes. Es más, hay episodios en los que las Convenciones de Ginebra y el Derecho Internacional humanitario terminan ocultando la cuestión de las responsabilidades de guerra. A mí me parece que hablar de estas cuestiones, de las responsabilidades de guerra, es algo imprescindible. No basta con velar por que las partes que están en guerra respeten las Convenciones de Ginebra, como si de un juego entre iguales se tratara. De entrada, porque esas convenciones no se respetan; pero, sobre todo, porque esta actitud termina encubriendo a los verdaderos responsables de las guerras. ¡Hablemos de los orígenes de las guerras, de sus responsables! Esto es algo muy importante, sobre todo en casos flagrantes como el de la antigua Yugoslavia o el de Irak, en los que los países invadidos en ningún momento habían agredido previamente a los invasores. Hay que hablar a las claras de las razones de las guerras.
Todo cuanto usted plantea parece sugerir la necesidad de pensar y actuar políticamente con una idea de verdad como telón de fondo. Sin embargo, es una idea que la posmodernidad parece haber querido negar.
Sí, ¡claro que hay que dar a la idea de verdad la mayor centralidad! Me parece algo tan evidente… El problema es que a mucha gente que se dice de izquierdas le ocurre lo mismo que a nuestro amigo Ratzinger: confunden una noción de verdad que apunta a certezas a priori, absolutas, no empíricas, incontestables, reveladas, con otra noción de verdad, que hago mía, que es la moderna, la que tiene que ver con la contrastación empírica, con la disposición a ponerlo todo en cuestión y a tratar de averiguar cuál es la naturaleza de las cosas. Resulta muy revelador observar cómo en este punto los posmodernos y Ratzinger caminan de la mano. En cualquier caso, la cuestión es que todo esto de la verdad no tiene que ver con esencias absolutas, monolíticamente ciertas, arraigadas en constructos metafísicos acerca de Dios, sino con el acceso y el contacto con el mundo, un mundo que existe y que tiene una estructura que, por lo menos hasta cierto punto, podemos llegar a descubrir. Sin esta base, no podemos pretender abordar cuestiones relevantes del mundo en el que vivimos como las razones que condujeron a la guerra de Irak o las responsabilidades que de ella se derivan. Sin una idea de verdad, ¿qué sentido tiene ir a ver qué decía el "Downing Street Memo"? ¿Qué sentido tiene tratar de descubrir si había o no armas de destrucción masiva? Tiene tan poco sentido como lo tendría el que yo viniera y me pusiera a trabajar como físico poniendo en duda la existencia de los átomos.
En alguna ocasión ha hecho usted un llamamiento a un pensamiento político históricamente consciente que nos permita analizar y comprender, por ejemplo, los efectos del colonialismo y de los distintos postcolonialismos. ¿En qué medida las injerencias de ayer son la causa de los conflictos de hoy? Y, ¿en qué medida las injerencias de hoy pueden ser la causa de nuevos conflictos mañana?
Hago referencia a la historia porque la historia entraña una auténtica dialéctica de la violencia. No podemos olvidar el pasado si queremos entender la conformación del presente como resultado de todo un reguero de conflictos que se han sucedido a lo largo del tiempo. Pero, al mismo tiempo, hay que evitar el error, muy frecuente en la actualidad, de querer resolver hoy los problemas del pasado. Una vez más, se trata de una actitud religiosa de la que es preciso deshacerse. Claro está que los conflictos se encadenan históricamente, que las guerras de hoy echan sus raíces en las guerras de ayer y sientan las bases de las posibles guerras del mañana, pero soy de la opinión de que no es conveniente tratar de buscar la manera de resolver en la actualidad el problema del colonialismo. Porque el problema del colonialismo está ya resuelto, pues el colonialismo, en sentido estricto, ya no existe en ningún lugar quizás con la excepción de Palestina. La descolonización ya tuvo lugar, de modo que los problemas, hoy, son otros, por mucho que estén relacionados con el pasado colonial y deban explicarse haciendo referencia al pasado colonial. Pondré dos ejemplos. Primer ejemplo: una persona descendiente de esclavos no sufre la esclavitud; tiene otros problemas, en parte originados por la esclavitud a la que fueron sometidos sus antepasados, pero sus problemas de hoy son otros. Segundo ejemplo: no podemos hacer alusión al Holocausto, que hoy ya no existe y que además tuvo lugar en Europa, para tratar de resolver los problemas a los que se enfrentan los pueblos de Oriente Medio. Hacerlo es puro surrealismo.
De todos modos, hacer abstracción de realidades históricas como el colonialismo permite el surgimiento de ideas como la consabida receta neoliberal según la cual los problemas de los países en desarrollo se terminarán el día en que podamos exportar a estos países capitalismo en grandes dosis, como si el subdesarrollo no naciera de relaciones de poder que se manifiestan en el capitalismo de hoy pero que en parte arrancan del pasado colonial, ¿no le parece?
Posiblemente, pero es preciso que no tendamos a culpar al colonialismo de todos los problemas que afligen hoy los países en vías de desarrollo. Para empezar, las realidades que los colonos encontraron en su día no fueron las mismas en todo el mundo: había regiones relativamente desarrolladas en comparación con Europa -se dice, por ejemplo, que la India estaba tan desarrollada como Inglaterra, por lo menos en ciertos aspectos-, mientras que en otras regiones la situación era bien distinta. Y ello hizo que las relaciones entre los colonizadores y los pueblos colonizados no tomaran siempre la misma forma. Ahora bien, ello no excluye que podamos detectar, en el mundo contemporáneo, ciertos fenómenos que merecen la más urgente de las atenciones políticas y que son el resultado de la organización colonial del mundo que tuvo lugar en el pasado. Estoy pensando en cuestiones cruciales para entender la naturaleza de esto que se ha dado en llamar globalización como, por ejemplo, la gestión de la explosión demográfica que el mundo ha experimentando desde 1945 a esta parte. Pero conviene evitar insistir demasiado en la idea de que el hecho de que haya países que son pobres se debe solamente a que en el pasado hubo colonialismo. Al fin y al cabo, tampoco se trata de regiones que hubiesen sido ricas antes de la llegada de los europeos. Por regla general, lo que había eran regímenes más o menos autárquicos, con niveles muy elementales de alfabetización y con altos índices de mortalidad infantil, que a menudo sufrían el azote de interminables guerras intestinas. El hecho de que los métodos de los colonizadores fueran salvajes y pasaran por brutales masacres no nos ha de empujar a idealizar la situación existente antes de su llegada.
Digámoslo de otro modo. ¿Cree usted que los belgas tienen alguna responsabilidad especial para con los congoleños, del mismo modo que los españoles la podrían tener con respecto a los pueblos de Latinoamérica?
¿Soy responsable ante los judíos por la masacre que sufrieron antes y durante la Segunda Guerra Mundial? ¿Tienen los alemanes de hoy alguna responsabilidad para con los judíos? Si filosóficamente se es racionalista, se tiene que asumir que la gente sólo es responsable de sus propias acciones, no de las de sus padres o de las de sus abuelos. Ahora bien, ello no excluye algo crucial, a saber: que yo, como todos los belgas de mi generación, fui criado en un ambiente en el que sobrevolaba una historia y una visión de Africa completamente colonialista y racista, y que lo mejor que podríamos hacer hoy todos los belgas es deshacernos de esta visión cuanto antes. Pero esto no equivale a resolver los problemas del pasado; esto equivale a resolver los problemas del presente, los problemas míos y de mi generación con respecto a cierta visión del mundo, del pasado, de la historia, de la cultura.
¿ Y qué hay de las empresas transnacionales que operan en el mundo de hoy, en parte sobre los caminos abiertos por los viejos estados coloniales? Los efectos nocivos de su actividad constituyen auténticos problemas del presente, ¿no es así?
Sí, esto es un fenómeno del presente. Y la cuestión es cómo hacerle frente. Pero no podemos limitarnos a decir que hay que hacerle frente porque Leopoldo II cometió crímenes. De lo que se trata, una vez más, es de ver cuáles son los efectos de la actividad de estas empresas. Necesitamos una aproximación consecuencialista que nos permita evaluar hasta qué punto son beneficiosas o resultan dañinas. Ahora bien, no hace falta decir que, también a escala transnacional, las empresas están funcionando como lo han hecho siempre bajo el capitalismo: persiguiendo los mayores y más rápidos niveles de beneficios posibles a toda costa, lo que puede resultar enormemente perjudicial para un gran número personas. Por supuesto, hay que reaccionar ante esta realidad, pero hay que hacerlo a través de un análisis consecuencialista que ponga de manifiesto que hoy, en la actualidad, las cosas se podrían y se deberían hacer de otro modo, no que en el pasado se hubieran podido y debido hacer de otro modo.
Volvamos a la actualidad. La falta de contra-modelos se percibe de forma particularmente clara cuando cierta izquierda indefinida se encuentra frente a los problemas que usted pone de relieve cuando habla del "imperialismo humanitario". ¿Qué es el "imperialismo humanitario"? ¿A qué se deben las dificultades con las que las izquierdas se tropiezan a la hora de hacerle frente?
Lo que yo llamo "imperialismo humanitario" es la justificación humanitaria de las guerras imperiales actuales. Por ejemplo, pese a que la guerra en Irak venía justificada primordialmente por la supuesta presencia de armas de destrucción masiva, había otra justificación oficial que apuntaba a razones de tipo humanitario: acabar con una dictadura opresiva. Cierto es que justificación en sentido estricto no podía haber ninguna, porque no tuvimos un debate honesto, claro y franco acerca de las razones de la guerra. Pero lo sorprendente no fue que hubiera gente que dijera que Estados Unidos e Israel habían sido atacados y que, por lo tanto, ambos países debían poder defenderse -este discurso era conocido y previsible-; lo verdaderamente sorprendente fue cómo se creó un clima psicológico que tenía que ver con la idea de que no se podía apoyar el régimen iraquí y que caló en muchos ambientes y organizaciones. Todo ello hasta el punto de que la oposición a la guerra de Irak no pudo alcanzar la magnitud que logró la oposición que despertó la guerra de Vietnam. Bien es cierto que el movimiento contra la guerra de Vietnam descansaba sobre las ilusiones que había despertado todo aquel clima revolucionario que se extendía a escala mundial en aquella época. Y bien es cierto también que aquel clima revolucionario no se apoyaba en un programa conjunto y homogéneo. Finalmente, como es sabido, todos cuantos participaron en todo aquello han ido cambiando, en direcciones distintas, con el paso del tiempo. Quizás por ello no se pudo levantar una voz unánime y sostenida contra la guerra de Irak.
Si los derechos humanos pueden funcionar como pretexto para el nuevo imperialismo, ¿puede ser que el problema sea el concepto mismo de "derechos humanos"? ¿Cree usted que es un concepto operativo?
Yo no estoy contra del concepto en sí; lo relevante es su utilización. En la Declaración Universal de los Derechos Humanos se reconocen tanto los derechos políticos individuales como los derechos económicos y sociales. Pues bien, yo me opongo al discurso de los derechos humanos cuando sólo se toman en consideración los derechos políticos individuales. Porque los derechos políticos individuales son perfectamente compatibles con una sociedad en la que una persona lo posee todo, gracias a lo cual puede comprar los gobernantes y determinar su actuación, a la vez que conformar cierto tipo de opinión pública, mientras que todos los demás, pese a estar a salvo de la tortura o del encarcelamiento por motivos políticos, no tienen absolutamente nada. No me parece que éste sea un escenario satisfactorio. Y lo grave es que, de hecho, se puede decir, quizás con algunos matices, que es precisamente esto lo que está sucediendo a escala mundial. La visión liberal de los derechos es esto: que el grupo de derechos realmente importante es el formado por los derechos políticos y que todo lo demás se dará por añadidura. Yo no puedo mostrarme más en desacuerdo con esta visión de derechas de los derechos, si se me permite el juego de palabras. Pero si tomamos la Declaración en su conjunto, nada tengo que objetar. Eso sí: en este caso es preciso darse cuenta de que el ideal que recoge la Declaración es un ideal todavía inalcanzado y no creo yo que lo vayamos a alcanzar mañana mismo. De nuevo, hay quienes vienen y nos dicen que es preciso priorizar los derechos políticos individuales, que los demás llegarán más adelante. Y, de nuevo, debo decir que a mí esto no me convence. No me convence en absoluto, por ejemplo, la idea de que trabajando sólo desde la óptica de los derechos políticos individuales, porque los otros vendrán después, vayamos a lograr que la gente de Bagdad o de Afganistán pueda hacer algo tan sencillo como andar por la calle, como andar por la calle para ir a buscar a los niños a la escuela. Cuando hay una especie de guerra de todos contra todos, ¿cómo proceder?
Algunos propondrían un Leviatán…
La verdad es que no sé qué hay que hacer cuando la vida social se asemeja a una auténtica guerra de todos contra todos. Tiendo a pensar que es preciso superar la idea del Leviatán. O quizás tenga sentido como etapa intermedia. Pero no lo sé, todo esto es muy complejo. De hecho, me parece comprensible que, en situaciones de este tipo, en las que ni se puede andar por la calle, aparezca la figura de un líder carismático o la tentación de secundar un poder político fuerte. En cualquier caso, si nos parece que una vida civilizada, que una verdadera democracia es un régimen en el que no se puede salir de casa por temor a la violencia que se ha adueñado de las calles; si nos parece que una democracia es compatible con eso y con un Parlamento que tampoco se atreve a salir de la Zona Verde, creo que no andamos por el buen camino. No basta con introducir las elecciones, esa idea de que, con las elecciones en la mano, no importa todo lo demás. ¡Ahí está el resultado!
Los derechos políticos e individuales, pues, no tienen sentido si no van acompañados de los económicos y sociales. ¿Es esto lo que está usted sugiriendo?
Así es. Si no reflexionamos de forma global en torno a la organización de la sociedad, estamos perdidos. El comunismo, en tanto que experiencia histórica, estaba en lo cierto cuando recalcaba la necesidad de luchar por los derechos económicos y sociales. Pero se quedaba corto: era preciso también unir tales derechos a los políticos e individuales. Primero arreglemos los problemas económicos y sociales, decían los comunistas, y, con el advenimiento de la sociedad comunista, la Declaración de los Derechos del Hombre entera se realizará plenamente. De hecho, en el plano teórico, el comunismo es compatible con la Declaración de los Derechos del Hombre, con la salvedad de que, según la perspectiva comunista, la Declaración sólo podrá ser realizada sobre la base de la propiedad pública de los medios de producción -eso los separa de los liberales clásicos, claro, quienes consideran que la Declaración es compatible con la propiedad privada de los medios de producción-. Sea como sea, el caso es que unos priorizan los derechos económicos y sociales, mientras que los otros priorizan los políticos e individuales. Y lo cierto es que, en el plano político-práctico, podríamos decir a quienes organizaron sociedades en nombre del comunismo que tampoco los derechos económicos y sociales se realizaron completamente bajo sus regímenes, del mismo modo que deberíamos decir hoy a quienes dicen tratar de establecer la democracia en Irak y Afganistán que ni siquiera los derechos políticos e individuales están siendo realizados bajo sus regímenes. Es preciso, insisto, reflexionar de forma global en torno al modo en que queremos organizar nuestras sociedades.
Sí, insiste usted en la necesidad de esta reflexión global. ¿A qué se refiere con ello?
Lo que de verdad me preocupa es la supremacía, en la actualidad, de una filosofía absolutista, religiosa, incapaz de ver que en todo hay pros y contras, y que de lo que se trata es de hacer el menor daño posible. A mi modo de ver, la filosofía de los derechos humanos, que a priori no es religiosa, se ha convertido en la religión de nuestro tiempo. Es una filosofía que se vive como una religión. Y la gente tiene reacciones emocionales que son propias de la actitud religiosa ante al sacrilegio: "¿Cómo? ¿Defiende usted a Fidel Castro? ¡Será posible! ¿Cómo se atreve?". Esto es lo que trato de combatir: este tipo de actitudes.
Retomemos el hilo de la cuestión de los derechos. Ciertas experiencias políticas como algunas de las que podemos observar hoy en Latinoamérica nos llevan a pensar que la seguridad material, garantizada por ejemplo a través de la reapropiación pública de los recursos naturales, constituye una condición necesaria para que las libertades se hagan efectivas. ¿Cuál es su opinión al respecto?
En general, no me gusta dar consejos o juzgar lo que ocurre en regiones que no conozco bien. Lo que sí puedo decir es que observo con interés la tendencia que muestran varios países no alineados del Sur a compartir una forma de hacer política que pasa por la no injerencia, por la cooperación, por la disposición a debatir las cosas. En el Norte, en cambio, son muchos los que, también desde los movimientos radicales, están dispuestos en todo momento a decir a los cubanos, a Chávez o a Evo Morales lo que tienen que hacer. Pero si me preguntan, por ejemplo, qué opino de las nacionalizaciones, diré que estoy a favor de ellas, siempre y cuando se puedan encontrar formas de nacionalización que sorteen el problema de la estatización, de la burocratización. La aparición de un Estado burocrático y clientelar es una realidad posible y nociva, y no hemos de negarla por el simple hecho de que la derecha se haya referido a ella como argumento contra la intervención del Estado. Por supuesto, no creo que el tipo de mercados libres que propone la derecha sea una solución para estos posibles problemas, porque tales mercados pueden generar problemas todavía peores. De lo que se trata, creo yo, es de crear un mecanismo eficaz para combatir la burocratización en las empresas nacionalizadas. Dicho esto, quisiera añadir que la cuestión de la reapropiación de recursos naturales entraña, insisto en ello de nuevo, el peligro de caer otra vez en una retórica absolutista, en este caso relativa a la justicia. ¡Claro que es justo que el Estado boliviano trabaje en favor de una reapropiación de los recursos naturales! Pero lo peligroso sería defender esta opción sin señalar que existe el peligro de que dentro de veinte años las empresas nacionalizadas se encuentren en manos de un grupo de amigos. Por supuesto, no estoy diciendo que las cosas tengan que ser así, pero el riesgo existe. En esto soy un poco utilitarista: me interesan las consecuencias de las cosas, y no me gustan los grandes principios o las grandes recetas que nos impiden analizar las situaciones bien de cerca.
Dice usted que hay realidades ante las que es preciso reaccionar. ¿Cuáles son las formas de resistencia que le parecen necesarias? ¿Cómo evalúa la acción del movimiento altermundialista? ¿Y la de los partidos que, de algún modo u otro, tratan de oponerse al tipo de globalización que estamos presenciando?
Hay algo fundamental que me preocupa por encima de todo esto: la ausencia total de movimientos bien articulados de oposición a las guerras imperiales. A veces, antes de que comience el conflicto armado, la gente sí sale a la calle, pero esto son vendavales que en poco tiempo languidecen y desaparecen. Falta un seguimiento riguroso y organizado de los conflictos. Sin él, las cosas se tienden a olvidar y, lo que es peor, nuevas amenazas de nuevas guerras -la posible guerra contra Irán, por ejemplo- no traen consigo nuevos ciclos de movilizaciones. De hecho, soy de la opinión que si el Pentágono no ha lanzado ya la guerra contra Irán no es porque tema un movimiento social y político de oposición a la guerra -no puede temerlo, sencillamente, porque no lo hay-, sino porque estima que podría agravar el caos generado en la región, lo que podría ser contraproducente para los propios intereses estadounidenses. La gente está paralizada. Esto es lo que se logra a través de las grandes operaciones mediáticas de satanización de personajes como Sadam Hussein o Mahmoud Ahmadinejad: paralizar a la gente. La gente no se atreve a oponerse a las guerras y de hacerlo de forma sostenida a lo largo del tiempo, en buena medida por temor a que se la asocie con estos personajes diabólicos.
20 de febrero de 2011
Jean Bricmont. Acerca de la política y la filosofía (2)
En la introducción de "Impostures intellectuelles" (Imposturas intelectuales) que Jean Bricmont coescribió con el físico y matemático estadounidense Alan Sokal (1955), dicen los autores: "Al parecer, amplios sectores pertenecientes al ámbito de las humanidades y de las ciencias sociales han adoptado una filosofía que llamaremos -a falta de un término mejor- 'posmodernismo', una corriente intelectual caracterizada por el rechazo más o menos explícito de la tradición racionalista de la Ilustración, por elaboraciones teóricas desconectadas de cualquier prueba empírica, y por un relativismo cognitivo y cultural que considera que la ciencia no es nada más que una 'narración', un 'mito' o una construcción social". En ese contexto, la idea de ambos físicos fue denunciar el empleo abusivo de diversos conceptos y términos científicos -"bien utilizando ideas científicas sacadas por completo de contexto, sin justificar en lo más mínimo ese procedimiento, o bien lanzando al rostro de sus lectores no científicos montones de términos propios de la jerga científica, sin preocuparse para nada de si resultan pertinentes, ni siquiera de si tienen sentido"-, por parte de figuras que, en mayor o menor medida, gozan de una notoriedad importante en todo el mundo. Así, Bricmont y Sokal seleccionaron textos que ilustran a las claras las mistificaciones físico-matemáticas -ocultas tras una jerga imponente y una aparente erudición científica- de autores como Badiou, Baudrillard, Deleuze, Guattari, Irigaray, Kristeva, Lacan, Latour, Serres o Virilio. Los pasajes escogidos son más que elocuentes. Un ejemplo lo da el médico psiquiatra y psicoanalista francés Jacques Lacan (1901-1981) quien, en "Position de l'inconscient" (Posición del inconsciente), afirma: "El órgano eréctil y la raíz cuadrada de menos 1: así, calculando esa significación según el álgebra que utilizamos, a saber: S (significante) sobre s (significado) es igual a S (el enunciado). Con S igual a 1, tenemos s igual a la raíz cuadrada de menos 1. Es así como el órgano eréctil viene a simbolizar el lugar del goce, no en sí mismo, ni siquiera en forma de imagen, sino como parte que falta de la imagen deseada: por eso es igualable a la raíz cuadrada de menos 1. De ahí que sea el equivalente del goce que restituye, a través del coeficiente de su enunciado, a la función de falta de significante"; o en "L'étourdit" (El atolondrado): "La cinta de Moebius puede ser considerada la base de una suerte de inscripción esencial en el origen, en el nudo que constituye el sujeto. Un toro, una botella de Klein, una superficie cortada al través, son capaces de recibir tal corte. Y esta diversidad es muy importante ya que explica muchas cosas acerca de la estructura de la enfermedad mental. Si se puede simbolizar el sujeto mediante un corte fundamental semejante al de una cinta de Moebius, del mismo modo se puede mostrar que un corte en un toro corresponde al sujeto neurótico, y en una superficie entrecruzada, a otro tipo de enfermedad mental". Otro caso es el de Bruno Latour (1947), filósofo y antropólogo francés, que en un artículo aparecido en la revista "La Recherche" asegura que el faraón egipcio Ramsés II "no pudo morir de tuberculosis ya que el bacilo no fue descubierto por Koch hasta 1882". Otro francés, el filósofo y sociólogo Jean Baudrillard (1929-2007) dice en "La Guerre du Golfe n'a pas eu lieu" (La Guerra del Golfo no ha tenido lugar) que "el espacio de la guerra es definitivamente no euclidiano" porque "el espacio euclídeo es el progreso en línea recta de la Ilustración, y el no euclídeo es aquel en que las trayectorias se desvían por una curvatura maléfica. En el espacio euclidiano de la historia, el camino más rápido de un punto a otro es la línea recta, la del progreso y la democracia. Pero esto no es válido nada más que para el espacio lineal de las luces. En el nuestro, el espacio no euclidiano del fin de siglo, una curva maléfica desvía invenciblemente todas las trayectorias. Ligada sin dudas a la esfericidad del tiempo (visible al horizonte del fin de siglo como aquella de la tierra al horizonte del fin de la jornada) o a la sutil distorsión del campo de gravedad". Para Luce Irigaray (1932), psicoanalista, socióloga y feminista belga, según declara en "Une chance de vivre" (La oportunidad de vivir), "cada fase de la economía sexual femenina posee una temporalidad propia unida a los ritmos cósmicos. El hecho de que las mujeres se hayan sentido tan amenazadas por el accidente de Chernobyl tiene sus orígenes en esa relación irreductible que existe entre sus cuerpos y el universo", y agrega: "también Nietzsche percibía su ego como un núcleo atómico amenazado de explosión (a pesar de que el núcleo atómico se descubrió en 1911, años después de muerto el filósofo alemán), pero para nosotros, ¿qué representa esa relatividad general que gobierna más allá de las centrales nucleares y que pone en duda nuestra inercia corporal, necesaria condición de vida?". Y va más allá en "Le sujet de la science est-il sexué?" (¿Es sexuado el asunto de la ciencia?) cuando dice: "¿La ecuación E=mc2 es una ecuación sexuada? Tal vez. Hagamos la hipótesis afirmativa en la medida en que privilegia la velocidad de la luz respecto de otras velocidades que son vitales para nosotros. Lo que me hace pensar en la posibilidad de la naturaleza sexuada de la ecuación no es, directamente, su utilización en los armamentos nucleares, sino por el hecho de haber privilegiado lo que va más aprisa"; o cuando asevera en "Ce sexe qui n’en est pas un" (Ese sexo que no es uno): "El privilegio de la mecánica de sólidos sobre la de fluidos, y las dificultades de la ciencia con el flujo turbulento, se debe a la asociación de los fluidos con lo femenino. Mientras los hombres tienen órganos sexuales protuberantes que se ponen rígidos, las mujeres tienen aberturas que liberan sangre menstrual y fluido vaginal. Aunque los hombres en ocasiones también fluyen al expeler semen esto no se enfatiza. Es la rigidez del órgano masculino lo que cuenta, no su complicidad con el fluir. Estas idealizaciones se reinscriben en las matemáticas, que conciben los fluidos como planos laminares y otras formas sólidas modificadas. Así como las mujeres en las teorías y el lenguaje masculino existen sólo como no-hombres, los fluidos han sido erradicados de la ciencia, existiendo sólo como no-sólidos. Desde esta perspectiva, no es raro que la ciencia no haya sido capaz de construir un modelo exitoso de la turbulencia". Por su parte, la psicoanalista búlgara Julia Kristeva (1941) en su ensayo "La révolution du langage poétique" (La revolución del lenguaje poético) elabora una teoría formal del lenguaje poético recurriendo a términos matemáticos. Así, toma de la teoría de conjuntos el axioma de elección (dada una colección de conjuntos, cada uno de ellos con al menos un elemento, existe un conjunto formado por un elemento elegido de cada uno de aquellos) y lo vincula al poeta Isidore Lucien Ducasse (1846-1870): "Lautreamont fue uno de los primeros en practicar conscientemente este teorema", soslayando un pequeño detalle: el axioma de elección fue formulado en 1904. Y ahondando en la teoría de conjuntos dice la ensayista: "Cada individuo u organismo social es un conjunto, entonces el conjunto de todos los conjuntos, que debería ser el Estado, no existe. Es una ficción, como descubrió Marx". Para Karl Marx (1818-1883) el Estado es el órgano de opresión de una determinada clase sobre otra, producto del carácter irreconciliable entre ambas, pero de ninguna manera es una ficción. Un ejemplo más: Paul Virilio (1932), teórico cultural y urbanista francés, se interroga en "L'Espace critique" (El espacio crítico): "Cuando la profundidad del tiempo sucede a las profundidades de campo del espacio sensible, cuando la conmutación de la interfaz suplanta la delimitación de las superficies y la transparencia renueva las apariencias, ¿no tendríamos derecho a preguntarnos si lo que aún seguimos llamando espacio no es sino luz, una luz subliminal, paraóptica, de la que la luz del Sol sería sólo una fase, un reflejo?". Otro filósofo francés, Michel Serres (1930), en "Eléments d'histoire des sciences" (Elementos de historia de las ciencias) dice, refiriéndose al sistema monárquico absolutista que imperaba en Francia antes de la Revolución de 1789, que "el clero ocupaba una posición muy precisa en la sociedad. Dominante y dominada, ni dominada ni dominante, dicha posición, interior a cada clase dominante o dominada, no pertenecía a ninguna de las dos, ni a la dominada ni a la dominante". Alain Badiou (1937), filósofo, dramaturgo y novelista francés nacido en Marruecos, recurre a la hipótesis del continuo de la teoría de conjuntos (no existen conjuntos cuyo tamaño esté comprendido estrictamente entre el de los números enteros y el de los números reales) en "Theorie du Suject" (Teoría del Sujeto) para aseverar que "la política triunfa matemáticamente sobre el realismo sindical porque la hipótesis del continuo no es demostrable". Por último, Gilles Deleuze (1925-1995) y Felix Guattari (1930-1992), filósofos franceses ambos dos, escribieron varias obras en colaboración, entre ellas "L'anti-Edipe" (El anti Edipo). A ella pertenece el siguiente párrafo: "Aquí se observa perfectamente que no existe ninguna correspondencia biunívoca entre los eslabones lineales significativos o de arqueoescritura, según los autores, y esta catálisis maquinal multidimensional, multirreferencial. La simetría de escala, la transversalidad, el carácter pático no discursivo de su expansión: todas estas dimensiones nos llevan más allá de la lógica del tercio excluso y nos invitan a renunciar al binarismo ontológico que ya hemos denunciado anteriormente". Lo que sigue es la segunda parte de la larga entrevista que Bricmont concedió a la revista "Sin Permiso".
Volvamos, si le parece, a la cuestión de las imposturas. ¿Existe algún tipo de relación entre las "imposturas intelectuales" y la "impostura política"? Las armas de destrucción masiva iraquíes, por ejemplo, ¿eran una metáfora mal utilizada, una exageración con finalidades pedagógicas o una verdadera impostura?
Si leemos con atención el llamado "Downing Street Memo", que es un conjunto de informes internos del gobierno británico que da fe de las conversaciones mantenidas con Estados Unidos durante el verano de 2002 y que alguien quiso que viera la luz -es sabido que Blair tenía muchos enemigos en su entorno-, nos encontramos con que ambas administraciones, la británica y la estadounidense, dicen explícitamente que van a utilizar el pretexto de las armas de destrucción masiva. En concreto, se dice que la estrategia que hay que seguir consiste en enviar inspectores de Naciones Unidas a Irak para provocar a Sadam Hussein, quien se supone que reaccionará oponiéndose a las inspecciones, lo que, en último término, podrá ser utilizado como "motivo de guerra". Pues bien, lo inquietante de todo esto es que si yo, que formaba parte de una asociación pacifista belga, hubiese aludido a esta realidad en aquel momento, se me hubiera tachado inmediatamente de partidario del régimen de Sadam Hussein, cuando en realidad no hubiera hecho otra cosa que decir algo que era cierto. Todo el mundo estaba convencido de que lo verdaderamente importante era desarmar pacíficamente el peligroso régimen iraquí. No había que entrar en guerra -decían muchos-, pero sí había que enviar a los inspectores para eliminar las armas de destrucción masiva. Y resulta interesante recordar que ya en aquella época había inspectores de Naciones Unidas que dimitían de sus cargos porque se daban cuenta de que sus inspecciones eran utilizadas con la única finalidad de terminar con el régimen iraquí, lo que nada tenía que ver con el verdadero objetivo de la tarea que les había sido encomendada.
Se había propagado una gran impostura, pues.
Se pueden hacer dos interpretaciones de todos estos hechos. La primera consiste en decir que se engañó a los inspectores proporcionándoles información falsa para que vieran lo que se esperaba de ellos que vieran. La segunda apunta a que todos sabían que la realidad era otra: que no había armas de destrucción masiva y que de lo que se trataba era de preparar el terreno para poder derribar militarmente el régimen de Sadam Hussein. Al "Downing Street Memo" me remito, que es una fuente que no ha sido desmentida, que yo sepa.
Decía usted hace un momento que tanto su filosofía política como sus análisis de la realidad se hallan en solución de continuidad con el proyecto ético-político de la Ilustración.
¡Por supuesto! Yo no quiero apartarme ni un ápice del proyecto de la Ilustración. Y me doy cuenta de que hay gente que sí pretende orillarlo, lo que me inquieta de veras. Esta misma mañana, viniendo a la universidad, leía un artículo publicado en "Il Manifesto" sobre el discurso del Papa en Ratisbona. Pues bien, lo verdaderamente asombroso es que su ataque no se ceñía al Islam, sino que iba dirigido, por encima de todo, contra la razón científica. Era la ciencia moderna, el empirismo, esto es, el rechazo de las verdades a priori, aquello que el Papa estaba combatiendo: hay que volver, venía a decir, a lo que conformó la metafísica clásica, la metafísica anterior a la Ilustración. Quiero decir que enemigos de la Ilustración los hay por todas partes: entre los cristianos fundamentalistas, entre parte de los sionistas religiosos, entre ciertos sectores del hinduismo y del budismo -incluido el Dalai Lama-, hasta dentro de ciertos grupos de indígenas de Latinoamérica. Mucha gente nos dice hoy que es preciso volver a colocar la religión en el centro de la vida social. Obviamente, no puedo estar más en desacuerdo con esta tesis, pues lo que creo que hay que hacer es eliminar la religión de la vida pública, incluido el discurso sobre los derechos humanos en la medida en que adquiera tintes cuasi-religiosos. Lo que creo que hay que hacer es tratar de buscar una forma de organizar nuestras sociedades lo más racionalmente posible, sin principios a priori, sin verdades intocables, etcétera. Fíjense que en este sentido, pese a que, como muchos dicen, el marxismo fue una continuación del proyecto de la Ilustración, los comunistas que se hicieron con el poder en determinados países -estoy pensando en la revolución cultural china, o en la época más dura del estalinismo- dejaron de ser herederos de la Ilustración, pues el propio comunismo se convirtió en una auténtica religión para muchos.
¿De qué modo, pues, podemos hoy considerarnos socialistas, en el sentido más amplio del término, entendiendo el socialismo como una continuación del proyecto de la Ilustración?
En este punto Bertrand Russell constituye una auténtica referencia para mí. Se habla poco de él en relación con estos temas, pero cuando uno estudia sus escritos sobre el bolchevismo, su historia de las ideas del siglo XIX, cuando uno lee su "Roads to freedom" (Los caminos de la libertad), encuentra una interesantísima reflexión sobre el socialismo hecha desde el punto de vista de la Ilustración. Y hallamos en Russell a alguien que no está fanáticamente en contra de la idea de interés propio, contra los beneficios, contra la propiedad privada: al fin y al cabo, nos dice Russell -y en esto estoy totalmente de acuerdo con él-, todo esto ha de ser enjuiciado a través de sus consecuencias. Porque hay en la izquierda una actitud religiosa que se manifiesta de muchas maneras, y entre ellas destaca la que pasa por sostener la idea de que los seres humanos deben ser puros, esto es, deben comportarse de un modo netamente altruista, deben consagrarse en cuerpo y alma al servicio del pueblo. Y esto es peligroso, porque los seres humanos no somos perfectos. Es muy importante pues, que encontremos soluciones compatibles con esta realidad que nos viene dada. No hacerlo equivale, una vez más, a comportarse de un modo religioso.
Se desprende de sus palabras que este pensar religioso se ha con vertido en un fenómeno ubicuo.
Sin ir más lejos, resulta curioso observar que, en la actualidad -y pienso especialmente en Francia-, mucha gente que se dice de izquierdas y defensora de la Ilustración resulta ser fanáticamente anti-musulamana, razón por la cual apoya las políticas imperialistas en Oriente Medio. Al mismo tiempo, aquellos que se oponen a estas políticas muy a menudo se muestran favorables a los ataques contra la Ilustración que provienen de esa parte del mundo. Conozco a muchas personas que no son religiosas pero que son posmodernas en el sentido académico del término y que piensan que la Ilustración lleva consigo la semilla del colonialismo. Yo creo que el problema de fondo -insisto- es la actitud religiosa que alimenta estas posiciones, una actitud que no está necesariamente ligada a la presencia de un dios, sino a la costumbre de defender unas opiniones de forma excesiva, fanática, irracional, sin atender a los datos empíricos que podamos poseer.
Una de las ideas centrales del programa de la Ilustración es la idea de progreso. ¿Cree usted que hay que hay que seguir otorgándole un espacio?
Por supuesto que sí. ¡No podríamos ser progresistas si no pensáramos que existe la posibilidad de un progreso! La clave está en las instituciones que podamos crear e ir mejorando. El hombre no es perfecto, pero su comportamiento depende de las circunstancias en las que se encuentra. De lo que se trata es de actuar sobre las circunstancias. Y es precisamente la convicción de que se puede actuar sobre las circunstancias lo que me permite creer en el progreso. Permítanme un ejemplo un tanto delicado. El 1 de julio de 1916, fecha en la que empezó la Batalla del Somme, hubo cincuenta mil bajas y murieron veinte mil
personas, pero ello no fue óbice para que la guerra continuara. En la actualidad, cien muertos del lado israelita durante la guerra del Líbano o tres mil del lado estadounidense durante la guerra de Irak son razón suficiente para que se levante un notable revuelo y, en el caso del Líbano, para que la guerra se pare. A mí esto me parece un progreso, sí. Y me parece un progreso también el hecho de que hoy, desde el preciso instante en el que una guerra empieza, entre en juego el derecho internacional y la ONU se movilice, por mucho que luego la saboteen. Esto, en 1914, no ocurría. La presencia de un derecho internacional, con todas sus limitaciones, es un progreso. Decir esto no me impide denunciar la hipocresía con la que tan a menudo se recurre a él. Pero que esté ahí supone ya un progreso. Lo mismo ocurre con elementos centrales del proyecto de la Ilustración como la democracia o los derechos del hombre: el hecho de que se apele a ellos de forma hipócrita no los invalida como objetivos que merece la pena alcanzar.
Volvamos, si le parece, a la cuestión de las imposturas. ¿Existe algún tipo de relación entre las "imposturas intelectuales" y la "impostura política"? Las armas de destrucción masiva iraquíes, por ejemplo, ¿eran una metáfora mal utilizada, una exageración con finalidades pedagógicas o una verdadera impostura?
Si leemos con atención el llamado "Downing Street Memo", que es un conjunto de informes internos del gobierno británico que da fe de las conversaciones mantenidas con Estados Unidos durante el verano de 2002 y que alguien quiso que viera la luz -es sabido que Blair tenía muchos enemigos en su entorno-, nos encontramos con que ambas administraciones, la británica y la estadounidense, dicen explícitamente que van a utilizar el pretexto de las armas de destrucción masiva. En concreto, se dice que la estrategia que hay que seguir consiste en enviar inspectores de Naciones Unidas a Irak para provocar a Sadam Hussein, quien se supone que reaccionará oponiéndose a las inspecciones, lo que, en último término, podrá ser utilizado como "motivo de guerra". Pues bien, lo inquietante de todo esto es que si yo, que formaba parte de una asociación pacifista belga, hubiese aludido a esta realidad en aquel momento, se me hubiera tachado inmediatamente de partidario del régimen de Sadam Hussein, cuando en realidad no hubiera hecho otra cosa que decir algo que era cierto. Todo el mundo estaba convencido de que lo verdaderamente importante era desarmar pacíficamente el peligroso régimen iraquí. No había que entrar en guerra -decían muchos-, pero sí había que enviar a los inspectores para eliminar las armas de destrucción masiva. Y resulta interesante recordar que ya en aquella época había inspectores de Naciones Unidas que dimitían de sus cargos porque se daban cuenta de que sus inspecciones eran utilizadas con la única finalidad de terminar con el régimen iraquí, lo que nada tenía que ver con el verdadero objetivo de la tarea que les había sido encomendada.
Se había propagado una gran impostura, pues.
Se pueden hacer dos interpretaciones de todos estos hechos. La primera consiste en decir que se engañó a los inspectores proporcionándoles información falsa para que vieran lo que se esperaba de ellos que vieran. La segunda apunta a que todos sabían que la realidad era otra: que no había armas de destrucción masiva y que de lo que se trataba era de preparar el terreno para poder derribar militarmente el régimen de Sadam Hussein. Al "Downing Street Memo" me remito, que es una fuente que no ha sido desmentida, que yo sepa.
Decía usted hace un momento que tanto su filosofía política como sus análisis de la realidad se hallan en solución de continuidad con el proyecto ético-político de la Ilustración.
¡Por supuesto! Yo no quiero apartarme ni un ápice del proyecto de la Ilustración. Y me doy cuenta de que hay gente que sí pretende orillarlo, lo que me inquieta de veras. Esta misma mañana, viniendo a la universidad, leía un artículo publicado en "Il Manifesto" sobre el discurso del Papa en Ratisbona. Pues bien, lo verdaderamente asombroso es que su ataque no se ceñía al Islam, sino que iba dirigido, por encima de todo, contra la razón científica. Era la ciencia moderna, el empirismo, esto es, el rechazo de las verdades a priori, aquello que el Papa estaba combatiendo: hay que volver, venía a decir, a lo que conformó la metafísica clásica, la metafísica anterior a la Ilustración. Quiero decir que enemigos de la Ilustración los hay por todas partes: entre los cristianos fundamentalistas, entre parte de los sionistas religiosos, entre ciertos sectores del hinduismo y del budismo -incluido el Dalai Lama-, hasta dentro de ciertos grupos de indígenas de Latinoamérica. Mucha gente nos dice hoy que es preciso volver a colocar la religión en el centro de la vida social. Obviamente, no puedo estar más en desacuerdo con esta tesis, pues lo que creo que hay que hacer es eliminar la religión de la vida pública, incluido el discurso sobre los derechos humanos en la medida en que adquiera tintes cuasi-religiosos. Lo que creo que hay que hacer es tratar de buscar una forma de organizar nuestras sociedades lo más racionalmente posible, sin principios a priori, sin verdades intocables, etcétera. Fíjense que en este sentido, pese a que, como muchos dicen, el marxismo fue una continuación del proyecto de la Ilustración, los comunistas que se hicieron con el poder en determinados países -estoy pensando en la revolución cultural china, o en la época más dura del estalinismo- dejaron de ser herederos de la Ilustración, pues el propio comunismo se convirtió en una auténtica religión para muchos.
¿De qué modo, pues, podemos hoy considerarnos socialistas, en el sentido más amplio del término, entendiendo el socialismo como una continuación del proyecto de la Ilustración?
En este punto Bertrand Russell constituye una auténtica referencia para mí. Se habla poco de él en relación con estos temas, pero cuando uno estudia sus escritos sobre el bolchevismo, su historia de las ideas del siglo XIX, cuando uno lee su "Roads to freedom" (Los caminos de la libertad), encuentra una interesantísima reflexión sobre el socialismo hecha desde el punto de vista de la Ilustración. Y hallamos en Russell a alguien que no está fanáticamente en contra de la idea de interés propio, contra los beneficios, contra la propiedad privada: al fin y al cabo, nos dice Russell -y en esto estoy totalmente de acuerdo con él-, todo esto ha de ser enjuiciado a través de sus consecuencias. Porque hay en la izquierda una actitud religiosa que se manifiesta de muchas maneras, y entre ellas destaca la que pasa por sostener la idea de que los seres humanos deben ser puros, esto es, deben comportarse de un modo netamente altruista, deben consagrarse en cuerpo y alma al servicio del pueblo. Y esto es peligroso, porque los seres humanos no somos perfectos. Es muy importante pues, que encontremos soluciones compatibles con esta realidad que nos viene dada. No hacerlo equivale, una vez más, a comportarse de un modo religioso.
Se desprende de sus palabras que este pensar religioso se ha con vertido en un fenómeno ubicuo.
Sin ir más lejos, resulta curioso observar que, en la actualidad -y pienso especialmente en Francia-, mucha gente que se dice de izquierdas y defensora de la Ilustración resulta ser fanáticamente anti-musulamana, razón por la cual apoya las políticas imperialistas en Oriente Medio. Al mismo tiempo, aquellos que se oponen a estas políticas muy a menudo se muestran favorables a los ataques contra la Ilustración que provienen de esa parte del mundo. Conozco a muchas personas que no son religiosas pero que son posmodernas en el sentido académico del término y que piensan que la Ilustración lleva consigo la semilla del colonialismo. Yo creo que el problema de fondo -insisto- es la actitud religiosa que alimenta estas posiciones, una actitud que no está necesariamente ligada a la presencia de un dios, sino a la costumbre de defender unas opiniones de forma excesiva, fanática, irracional, sin atender a los datos empíricos que podamos poseer.
Una de las ideas centrales del programa de la Ilustración es la idea de progreso. ¿Cree usted que hay que hay que seguir otorgándole un espacio?
Por supuesto que sí. ¡No podríamos ser progresistas si no pensáramos que existe la posibilidad de un progreso! La clave está en las instituciones que podamos crear e ir mejorando. El hombre no es perfecto, pero su comportamiento depende de las circunstancias en las que se encuentra. De lo que se trata es de actuar sobre las circunstancias. Y es precisamente la convicción de que se puede actuar sobre las circunstancias lo que me permite creer en el progreso. Permítanme un ejemplo un tanto delicado. El 1 de julio de 1916, fecha en la que empezó la Batalla del Somme, hubo cincuenta mil bajas y murieron veinte mil
personas, pero ello no fue óbice para que la guerra continuara. En la actualidad, cien muertos del lado israelita durante la guerra del Líbano o tres mil del lado estadounidense durante la guerra de Irak son razón suficiente para que se levante un notable revuelo y, en el caso del Líbano, para que la guerra se pare. A mí esto me parece un progreso, sí. Y me parece un progreso también el hecho de que hoy, desde el preciso instante en el que una guerra empieza, entre en juego el derecho internacional y la ONU se movilice, por mucho que luego la saboteen. Esto, en 1914, no ocurría. La presencia de un derecho internacional, con todas sus limitaciones, es un progreso. Decir esto no me impide denunciar la hipocresía con la que tan a menudo se recurre a él. Pero que esté ahí supone ya un progreso. Lo mismo ocurre con elementos centrales del proyecto de la Ilustración como la democracia o los derechos del hombre: el hecho de que se apele a ellos de forma hipócrita no los invalida como objetivos que merece la pena alcanzar.
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