La dramaturga, narradora,
directora teatral y docente argentina Carla Maliandi nació en octubre de 1976
en Venezuela. Durante la instauración del Proceso de Reorganización Nacional,
la cruel dictadura cívico-militar-clerical que gobernó la Argentina desde el 24
de marzo de 1976 hasta el 10 de diciembre de 1983, sus padres habían viajado a
Alemania, primero, y luego a Venezuela, dado que las condiciones para ejercer
la filosofía en esos momentos eran muy difíciles y muy incómodas. Su padre fue
el filósofo Ricardo Maliandi (1930-2015), graduado como profesor de Filosofía
en la Universidad Nacional de La Plata, doctorado en Filosofía por la
Universidad Johannes Gutenberg de Maguncia, Alemania, y profesor titular de
Ética en la Universidad de La Plata, en la Universidad de Buenos Aires, en la
Universidad Nacional de Mar del Plata y en la Universidad Nacional de Lanús. Y
su madre fue la filósofa Graciela Fernández (1935-2013), doctorada en Filosofía
por la Universidad de Buenos Aires, profesora titular de Historia de la
Filosofía Moderna en la Universidad Nacional de Mar del Plata y profesora del
Doctorado en Filosofía de la Universidad Nacional de Lanús. Ambos fueron por
muchos años investigadores del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas
y Técnicas (CONICET) y autores de numerosos ensayos y artículos sobre
Filosofía.
Carla Maliandi cursó el Doctorado en Filosofía en la Universidad Nacional de Lanús (UNLa) y completó sus estudios de grado y posgrado en Actuación en la Universidad Nacional de las Artes, donde actualmente es profesora. Junto a las docentes y dramaturgas argentinas Bibiana Ricciardi (1966) y Aldana Cal (1977) fundó la Compañía Rioplatensas, un colectivo autoral que incluye un programa de televisión que se transmite por el Canal (á) y un ciclo de encuentros generados por un colectivo de mujeres integrado por narradoras, dramaturgas, ilustradoras, músicas y actrices que reflexionan y desarrollan una comunicación con los universos literarios de distintas escritoras y pensadoras del Río de Plata y los utilizan para generar nuevas creaciones: monólogos, ilustraciones, canciones, etc. Según señalaron las creadoras, el colectivo Rioplatensas se conformó “a partir del interés por experimentar una escritura que trascienda las individualidades. Esta búsqueda derivó en distintas producciones textuales, entre ellas la de pensar y recrear el universo de las mujeres escritoras, artistas y pensadoras del Río de la Plata. Un mismo río, tan ancho que parece un mar, tan oscuro que parece barro, junta dos ciudades capitales: Montevideo y Buenos Aires. En una, el oleaje llega a la orilla y dibuja una playa, en la otra, la ciudad lo empuja y le da la espalda, ignorándolo. En cada extremo del río hay mujeres rioplatensas. Así queremos llamarnos y llamar a las mujeres que nos precedieron, abriendo camino, compartiendo el horizonte”.
Carla Maliandi escribió y
dirigió las obras de teatro “Lo que quise yo”, “Por la sombra”, “Aeropuerto (el
viaje inmóvil)”, “Contusión” y “La tercera posición”, y participó en diversos
festivales teatrales tanto nacionales como internacionales. Su
primera novela, “La habitación alemana”, fue publicada en 2017 y traducida al
inglés, francés y alemán. En 2021 publicó “La estirpe” su segunda novela, la
cual también fue traducida al portugués. Ha publicado textos en varias
antologías, entre ellos el cuento “Indios” en “Zona de cuentos” de la editorial
Interzona; el relato basado en recuerdos familiares “Guárdame, duro armazón” en “El bombardeo. Plaza
de Mayo, junio de 1955” de la editorial Alfaguara;
las piezas teatrales “Espejo en el desierto” en “Textos en el horno. Una feria
de textos inéditos” de la editorial del Instituto Universitario Nacional del
Arte y “Regen (Lluvia)” de la editorial del Instituto Nacional del Teatro; y el ensayo “Sentido
político en la construcción de dramaturgias contemporáneas. Notas para seguir
pensando lo político y sus paradojas” en la revista digital “Territorio Teatral”
nº 11. Además ha publicado artículos en los suplementos culturales “Ñ” del
diario “Clarín” y “Radar” del diario “Página/12”, y en el semanario “Miradas al
Sur” que dirige el docente universitario, periodista y escritor argentino Eduardo
Anguita (1953).
Lo
que sigue a continuación es el antes mencionado cuento “Indios”, relato que
formó parte de la antología “Zona de cuentos” junto a narraciones de otros autores
argentinos como Luis Acardi Lobo, Osvaldo Baigorria, Hernán Bergara, Santiago
Craig, Andrea Cuello, Horacio Mohando, Jorge Oscar Piva, Carlos Quinto, Fernando
Rodríguez y Fernando Rouaux.
INDIOS
No quiero ir. No me gustan
los campamentos. Se lo digo a la maestra cuando empieza el recreo y todos los
chicos ya están en el patio. Ella, mientras borra el pizarrón, me contesta que
es un plan de lo más lindo y que me va a terminar gustando. Me mira con el
borrador en la mano y dice que el airecito soleado me va a venir bien, que
estoy siempre muy paliducha. Me explica que será como jugar a los indios, dice
como haciendo una lista: van a vivir en carpas y cocinarse sus alimentos,
lavarse su ropa, hacer artesanías y van a poder correr por el campo que mucha
falta les hace a los nenes de departamento.
No hay opción, todos los chicos del grado van a ir, Mi mamá me compra una campera con corderito, un jogging nuevo y me prepara el bolso. Yo rezo para que se rompa el micro antes de entrar a provincia y que nos hagan volver, pero sé que la catramina destartalada va a resistir hasta llegar a Rauch. Mis compañeros le cantan al chofer unas cosas que me hacen reír, pero después se ponen a gritar y a pisar cajas de Cepita vacías contra el suelo. Hacen mucho mido y gritan todo el tiempo. Me hacen doler la cabeza. Quisiera bajarme pero no me dejarían, además la ciudad ya quedó atrás.
Cuando llegamos nos muestran el pueblo, una iglesia y un museo con reliquias militares. Nos guía una señora empleada del museo, nos cuenta que ese lugar se llama Rauch en homenaje al militar Federico Rauch que peleó contra los indios en la frontera y en las guerras civiles argentinas. La señora tiene la voz gruesa, olor a cigarrillo y parece cansada. Hay una pintura colgada en una pared: un malón de indios corriendo por el campo, uno le clavó una lanza a un hombre militar que está a punto de caer de un caballo. Los indios lo tienen acorralado y el hombre que se aferra a las riendas del caballo no tiene escapatoria. Un cartel abajo dice “Muerte de Federico Rauch”. La señora nos muestra con un puntero sables colgados en la pared y otras armas en la vitrina. Algunos de mis compañeros le preguntan cosas sobre las guerras y los muertos, pero la señora contesta que nosotros somos muy chiquitos y que lo único que debemos aprender es a amar a nuestra patria.
Después nos hacen subir de vuelta al micro hasta llegar al campamento que queda más lejos, donde no hay nada, en el campo. Ahí nos recibe el coordinador, está vestido con ropa de gimnasia y tiene un silbato colgado al cuello. Nos mira por arriba de la cabeza, nos cuenta en voz alta, yo soy la número once. Nos dice que recordemos nuestro número para organizarnos mejor en las competencias, y para no perdernos. Nos explica cuáles son las actividades para esos días: hay que izar la bandera muy temprano, preparar el desayuno, lavar los baños, correr carreras de embolsados, pelar papas para el almuerzo, lavar los platos, hacer artesanías, pelar papas para la cena y después de la cena lo peor, lo que el coordinador llama “actividad de supervivencia”: hay que salir a cazar cuises. Le pregunto si yo puedo hacer otra cosa. El coordinador, sin mirarme, me contesta que es obligatorio. Después nos da una vara de caña a cada uno y nos enseña a tallarle la punta.
El día es largo, estúpido y agotador. Yo pienso en mi casa, en qué estará haciendo mi hermanito y en cuánto me gustaría estar ahí. Seguramente esté viendo la tele o jugando con los Rastis cerca de la estufa. A la noche, cuando termino de lavar mi plato, salgo a ver el cielo. Mi mamá me había dicho que en el campo las estrellas brillaban mucho más que en Capital pero esta noche el cielo está muy nublado y no se ve nada. Tengo frio, mucho frío y pienso que si me voy a la carpa ahora el coordinador no se va a dar cuenta. Somos un montón de chicos, ¿qué va notar que yo no estoy? Si ni sabe mi nombre, ni me puso atención en todo el día. Para mí mejor. Además de tonto me parece feo, tiene la cara toda picada de viruela, usa un gel asqueroso en el pelo y cuando se ríe pone la boca para abajo como si en realidad estuviera enojado. Pienso en la maestra, pienso que me va a preguntar cuando volvamos a colegio, si al final me gustó venir. ¿Cómo le puede gustar a alguien todo esto?
Cuando sea grande no voy a venir nunca al campo. Voy a vivir cerca de los cines y voy a ir a comer a restaurantes todas las noches con amigos que tomen vino y hablen de cosas interesantes y hagamos chistes que los demás no entiendan. Si la maestra nos pregunta seguro que todos van a decir que les gustó venir acá y es mentira. Hoy hacía tanto frío que Analía se hizo pis. Yo me di cuenta por la cara que puso y porque tenía todo el pantalón mojado. Jerónimo tampoco está contento, no quiso coser el escudito en el taller de artesanías ni tomar el mate cocido de la merienda y como castigo a la noche lo mandaron a cenar afuera, al lado de las canillas donde se lavan los platos que acá llaman marmitas. Yo le regalé mi caña porque me dio lástima. A él le gustó tener dos lanzas y las talló hasta dejarlas recontra afiladas. Si me voy ahora a dormir nadie se va a dar cuenta.
Camino lento hacia la carpa, tratando de no pensar en nada, con la linterna apagada. Nadie me llama ni escucho el silbato del coordinador y lo tomo como un triunfo. Me meto en la carpa, bajo con cuidado el cierre de la puerta, me saco las zapatillas y me acuesto vestida en la bolsa de dormir sin hacer ningún ruido. Tapada hasta la nariz me acurruco esperando poder soñar algo lindo, pero escucho lo que pasa afuera y no me puedo dormir: el coordinador ordena que se agrupen para empezar la actividad de la noche. Ahora se enumeran, cruzo los dedos para que no se den cuenta de que falta un número. Georgina grita diez y Martín grita doce, y así siguen y me alegro porque creo que el peligro ya pasó. Me parece que ya se están alejando pero una luz ilumina mi puerta, alguien se acerca y sube con fuerza el cierre. El coordinador me encandila con la linterna, no lo veo pero lo reconozco por el olor a desodorante y el brillo que le sale del pelo con gel. Me dice que me levante, que tengo que ir a cazar cuises como todos, que no me haga la mosquita muerta. Le digo que tengo frio y que tengo sueño. Él no me escucha y me pregunta dónde está mi lanza. Le cuento lo que hice con esa caña y él me mira un instante a los ojos por primera vez. Recuperala, me dice. Volvemos con los demás, mientras caminamos me doy cuenta de que el coordinador está contento. Le encanta ir a cazar cuises y llevarnos a todos con él. Me pregunto qué otras cosas raras le gustará hacer y si a veces será bueno. Jerónimo me devuelve la caña cuando se la pido y me pregunta para qué se la regalé. No le explico nada porque me da mucho cansancio y seguimos.
Atravesamos un alambrado y a mí se me engancha el pantalón nuevo, cuando tironeo lo rompo y me dan ganas de llorar pero me aguanto. El campo ahora es como un desierto solitario, lejos de todo. Vamos detrás del coordinador que nos explica cómo tendríamos que tirar la lanza cuando aparezca un cuis. Él tiene mucha experiencia, nos cuenta que lo hace casi todas las noches y que con los cuises que caza alimentan a las aves de rapiña que crían ahí en Rauch. Nos lo cuenta mientras avanzamos a oscuras por el barro y en un momento nos recomienda que tiremos una vez al aire para practicar. Ya va mucho más adelante que nosotros y grita: que tire primero la número once. Todos me miran. Cuando tiro se ríen porque la lanza cae ahí nomás. Yo tengo los dedos congelados y me quiero poner los guantes pero el coordinador nos dijo que no iremos con guantes porque eso nos hace menos hábiles. Todos quieren ser los más hábiles y los más ágiles para impresionarlo. Yo sé que si tiro de nuevo más concentrada me va a salir mejor. Fijo la vista en la nuca del coordinador y tiro de nuevo. No pienso en que le voy a dar, pero la lanza vuela fuertísimo como una flecha y se le clava en el cuello.
Se hace un silencio de todos los ruidos y de todas las voces. Con la lanza clavada el coordinador se da vuelta y nos mira a todos, tiene los ojos rojos y muy abiertos y avanza furioso hacia nosotros. Nos mira con odio y con asombro. Nunca vi una cara así. Yo quiero gritar pero la voz no me sale. Jerónimo dice algo que no entiendo y le tira su lanza al pecho. Con las dos lanzas clavadas el coordinador sigue avanzando. Se nos acerca dando un gruñido horrible. Analía y Martín le tiran también las suyas. Le dan en la panza y en una pierna. Los que tienen linterna lo iluminan: con las cuatro lanzas clavadas en el cuerpo, se tambalea un rato hasta que cae al piso. Respira agitado, tragando el aire con gemidos y me parece que nos insulta. Los demás chicos que lo miran desde arriba también le tiran. Las lanzas caen rapidísimo, se le meten en todas partes, una se le clava en un ojo que estalla en sangre. Nos quedamos todos ahí, sin decir nada. Lo vemos retorcerse en el barro hasta que se queda quieto, con la boca abierta y el ojo que le quedó entero mirando el cielo. Empieza a llover y las gotas le bajan muy despacio por el pelo con gel, por la cara, por la campera de gimnasia. Nosotros también nos estamos mojando. Martín se agacha y le toca la cara con la punta de los dedos. ¿Está muerto?, pregunta Analía. No respira, contesta Martín. Yo recupero la voz y grito muy fuerte. Y gritamos todos y salimos corriendo bajo la lluvia. Avanzamos por el barro dando alaridos pero nadie nos escucha. El campo está oscuro, mudo y más inmenso que un desierto.
Carla Maliandi cursó el Doctorado en Filosofía en la Universidad Nacional de Lanús (UNLa) y completó sus estudios de grado y posgrado en Actuación en la Universidad Nacional de las Artes, donde actualmente es profesora. Junto a las docentes y dramaturgas argentinas Bibiana Ricciardi (1966) y Aldana Cal (1977) fundó la Compañía Rioplatensas, un colectivo autoral que incluye un programa de televisión que se transmite por el Canal (á) y un ciclo de encuentros generados por un colectivo de mujeres integrado por narradoras, dramaturgas, ilustradoras, músicas y actrices que reflexionan y desarrollan una comunicación con los universos literarios de distintas escritoras y pensadoras del Río de Plata y los utilizan para generar nuevas creaciones: monólogos, ilustraciones, canciones, etc. Según señalaron las creadoras, el colectivo Rioplatensas se conformó “a partir del interés por experimentar una escritura que trascienda las individualidades. Esta búsqueda derivó en distintas producciones textuales, entre ellas la de pensar y recrear el universo de las mujeres escritoras, artistas y pensadoras del Río de la Plata. Un mismo río, tan ancho que parece un mar, tan oscuro que parece barro, junta dos ciudades capitales: Montevideo y Buenos Aires. En una, el oleaje llega a la orilla y dibuja una playa, en la otra, la ciudad lo empuja y le da la espalda, ignorándolo. En cada extremo del río hay mujeres rioplatensas. Así queremos llamarnos y llamar a las mujeres que nos precedieron, abriendo camino, compartiendo el horizonte”.
No hay opción, todos los chicos del grado van a ir, Mi mamá me compra una campera con corderito, un jogging nuevo y me prepara el bolso. Yo rezo para que se rompa el micro antes de entrar a provincia y que nos hagan volver, pero sé que la catramina destartalada va a resistir hasta llegar a Rauch. Mis compañeros le cantan al chofer unas cosas que me hacen reír, pero después se ponen a gritar y a pisar cajas de Cepita vacías contra el suelo. Hacen mucho mido y gritan todo el tiempo. Me hacen doler la cabeza. Quisiera bajarme pero no me dejarían, además la ciudad ya quedó atrás.
Cuando llegamos nos muestran el pueblo, una iglesia y un museo con reliquias militares. Nos guía una señora empleada del museo, nos cuenta que ese lugar se llama Rauch en homenaje al militar Federico Rauch que peleó contra los indios en la frontera y en las guerras civiles argentinas. La señora tiene la voz gruesa, olor a cigarrillo y parece cansada. Hay una pintura colgada en una pared: un malón de indios corriendo por el campo, uno le clavó una lanza a un hombre militar que está a punto de caer de un caballo. Los indios lo tienen acorralado y el hombre que se aferra a las riendas del caballo no tiene escapatoria. Un cartel abajo dice “Muerte de Federico Rauch”. La señora nos muestra con un puntero sables colgados en la pared y otras armas en la vitrina. Algunos de mis compañeros le preguntan cosas sobre las guerras y los muertos, pero la señora contesta que nosotros somos muy chiquitos y que lo único que debemos aprender es a amar a nuestra patria.
Después nos hacen subir de vuelta al micro hasta llegar al campamento que queda más lejos, donde no hay nada, en el campo. Ahí nos recibe el coordinador, está vestido con ropa de gimnasia y tiene un silbato colgado al cuello. Nos mira por arriba de la cabeza, nos cuenta en voz alta, yo soy la número once. Nos dice que recordemos nuestro número para organizarnos mejor en las competencias, y para no perdernos. Nos explica cuáles son las actividades para esos días: hay que izar la bandera muy temprano, preparar el desayuno, lavar los baños, correr carreras de embolsados, pelar papas para el almuerzo, lavar los platos, hacer artesanías, pelar papas para la cena y después de la cena lo peor, lo que el coordinador llama “actividad de supervivencia”: hay que salir a cazar cuises. Le pregunto si yo puedo hacer otra cosa. El coordinador, sin mirarme, me contesta que es obligatorio. Después nos da una vara de caña a cada uno y nos enseña a tallarle la punta.
El día es largo, estúpido y agotador. Yo pienso en mi casa, en qué estará haciendo mi hermanito y en cuánto me gustaría estar ahí. Seguramente esté viendo la tele o jugando con los Rastis cerca de la estufa. A la noche, cuando termino de lavar mi plato, salgo a ver el cielo. Mi mamá me había dicho que en el campo las estrellas brillaban mucho más que en Capital pero esta noche el cielo está muy nublado y no se ve nada. Tengo frio, mucho frío y pienso que si me voy a la carpa ahora el coordinador no se va a dar cuenta. Somos un montón de chicos, ¿qué va notar que yo no estoy? Si ni sabe mi nombre, ni me puso atención en todo el día. Para mí mejor. Además de tonto me parece feo, tiene la cara toda picada de viruela, usa un gel asqueroso en el pelo y cuando se ríe pone la boca para abajo como si en realidad estuviera enojado. Pienso en la maestra, pienso que me va a preguntar cuando volvamos a colegio, si al final me gustó venir. ¿Cómo le puede gustar a alguien todo esto?
Cuando sea grande no voy a venir nunca al campo. Voy a vivir cerca de los cines y voy a ir a comer a restaurantes todas las noches con amigos que tomen vino y hablen de cosas interesantes y hagamos chistes que los demás no entiendan. Si la maestra nos pregunta seguro que todos van a decir que les gustó venir acá y es mentira. Hoy hacía tanto frío que Analía se hizo pis. Yo me di cuenta por la cara que puso y porque tenía todo el pantalón mojado. Jerónimo tampoco está contento, no quiso coser el escudito en el taller de artesanías ni tomar el mate cocido de la merienda y como castigo a la noche lo mandaron a cenar afuera, al lado de las canillas donde se lavan los platos que acá llaman marmitas. Yo le regalé mi caña porque me dio lástima. A él le gustó tener dos lanzas y las talló hasta dejarlas recontra afiladas. Si me voy ahora a dormir nadie se va a dar cuenta.
Camino lento hacia la carpa, tratando de no pensar en nada, con la linterna apagada. Nadie me llama ni escucho el silbato del coordinador y lo tomo como un triunfo. Me meto en la carpa, bajo con cuidado el cierre de la puerta, me saco las zapatillas y me acuesto vestida en la bolsa de dormir sin hacer ningún ruido. Tapada hasta la nariz me acurruco esperando poder soñar algo lindo, pero escucho lo que pasa afuera y no me puedo dormir: el coordinador ordena que se agrupen para empezar la actividad de la noche. Ahora se enumeran, cruzo los dedos para que no se den cuenta de que falta un número. Georgina grita diez y Martín grita doce, y así siguen y me alegro porque creo que el peligro ya pasó. Me parece que ya se están alejando pero una luz ilumina mi puerta, alguien se acerca y sube con fuerza el cierre. El coordinador me encandila con la linterna, no lo veo pero lo reconozco por el olor a desodorante y el brillo que le sale del pelo con gel. Me dice que me levante, que tengo que ir a cazar cuises como todos, que no me haga la mosquita muerta. Le digo que tengo frio y que tengo sueño. Él no me escucha y me pregunta dónde está mi lanza. Le cuento lo que hice con esa caña y él me mira un instante a los ojos por primera vez. Recuperala, me dice. Volvemos con los demás, mientras caminamos me doy cuenta de que el coordinador está contento. Le encanta ir a cazar cuises y llevarnos a todos con él. Me pregunto qué otras cosas raras le gustará hacer y si a veces será bueno. Jerónimo me devuelve la caña cuando se la pido y me pregunta para qué se la regalé. No le explico nada porque me da mucho cansancio y seguimos.
Atravesamos un alambrado y a mí se me engancha el pantalón nuevo, cuando tironeo lo rompo y me dan ganas de llorar pero me aguanto. El campo ahora es como un desierto solitario, lejos de todo. Vamos detrás del coordinador que nos explica cómo tendríamos que tirar la lanza cuando aparezca un cuis. Él tiene mucha experiencia, nos cuenta que lo hace casi todas las noches y que con los cuises que caza alimentan a las aves de rapiña que crían ahí en Rauch. Nos lo cuenta mientras avanzamos a oscuras por el barro y en un momento nos recomienda que tiremos una vez al aire para practicar. Ya va mucho más adelante que nosotros y grita: que tire primero la número once. Todos me miran. Cuando tiro se ríen porque la lanza cae ahí nomás. Yo tengo los dedos congelados y me quiero poner los guantes pero el coordinador nos dijo que no iremos con guantes porque eso nos hace menos hábiles. Todos quieren ser los más hábiles y los más ágiles para impresionarlo. Yo sé que si tiro de nuevo más concentrada me va a salir mejor. Fijo la vista en la nuca del coordinador y tiro de nuevo. No pienso en que le voy a dar, pero la lanza vuela fuertísimo como una flecha y se le clava en el cuello.
Se hace un silencio de todos los ruidos y de todas las voces. Con la lanza clavada el coordinador se da vuelta y nos mira a todos, tiene los ojos rojos y muy abiertos y avanza furioso hacia nosotros. Nos mira con odio y con asombro. Nunca vi una cara así. Yo quiero gritar pero la voz no me sale. Jerónimo dice algo que no entiendo y le tira su lanza al pecho. Con las dos lanzas clavadas el coordinador sigue avanzando. Se nos acerca dando un gruñido horrible. Analía y Martín le tiran también las suyas. Le dan en la panza y en una pierna. Los que tienen linterna lo iluminan: con las cuatro lanzas clavadas en el cuerpo, se tambalea un rato hasta que cae al piso. Respira agitado, tragando el aire con gemidos y me parece que nos insulta. Los demás chicos que lo miran desde arriba también le tiran. Las lanzas caen rapidísimo, se le meten en todas partes, una se le clava en un ojo que estalla en sangre. Nos quedamos todos ahí, sin decir nada. Lo vemos retorcerse en el barro hasta que se queda quieto, con la boca abierta y el ojo que le quedó entero mirando el cielo. Empieza a llover y las gotas le bajan muy despacio por el pelo con gel, por la cara, por la campera de gimnasia. Nosotros también nos estamos mojando. Martín se agacha y le toca la cara con la punta de los dedos. ¿Está muerto?, pregunta Analía. No respira, contesta Martín. Yo recupero la voz y grito muy fuerte. Y gritamos todos y salimos corriendo bajo la lluvia. Avanzamos por el barro dando alaridos pero nadie nos escucha. El campo está oscuro, mudo y más inmenso que un desierto.

