20 de febrero de 2011

Jean Bricmont. Acerca de la política y la filosofía (3)

Jean Bricmont asevera que la paz sólo puede estar basada en el Derecho Internacional y que el derecho de injerencia, al igual que la manipulación de los derechos humanos, sirve de disfraz a la ley del más fuerte. Si el Derecho Internacional contemporáneo tiene como objetivo, como dice el preámbulo de la Carta de las Naciones Unidas, "proteger a las generaciones futuras del azote de la guerra", el principio básico para lograrlo es que ningún país tiene derecho a enviar sus tropas a otro sin el consentimiento del gobierno de este último. "Gobierno -dice Bricmont- no quiere decir aquí 'gobierno electo', sino simplemente que controle efectivamente las fuerzas armadas porque es ése el factor que determina que haya o no guerra cuando se atraviesan las fronteras". Durante las últimas décadas, el mundo vio perecer a millones de personas bajo el fuego estadounidense en Vietnam, Camboya y Laos, y a muchas otras morir en sus guerras por delegación en América Latina o Africa del Sur. También el mundo ha sido testigo de cómo civiles inocentes eran asesinados por bombas estadounidenses en Irak, Afganistán y Pakistán, o ha sido espectador impotente del criminal ataque israelí sobre el Líbano y Gaza. "El objetivo del Derecho Internacional -afirma Bricmont- no es resolver la totalidad de los problemas. Como prácticamente todo el resto del Derecho, trata de ser un mal menor comparado con la ausencia de Derecho". Y se pregunta: "¿Puede Irán acaso ocupar al vecino Afganistán? ¿Brasil, por lo menos tan democrático como Estados Unidos, puede invadir Irak para instaurar allí una democracia? ¿Puede el Congo atacar Ruanda como autodefensa? ¿Puede Bangla Desh inmiscuirse en los asuntos internos de Estados Unidos para imponerle una reducción de sus emisiones de gases de efecto invernadero y 'prevenir' así los daños relacionados con el calentamiento global a los que está expuesto ese país? Si el ataque 'preventivo' estadounidense contra Irak es legítimo, ¿por qué no lo fueron los ataques iraquíes contra Irán o contra Kuwait? Peor aún, ¿por qué el ataque japonés contra Pearl Harbor no fue un ataque preventivo legítimo?". La toma de conciencia sobre la idea de que el Derecho Internacional debe ser respetado y que los conflictos entre Estados deben poder ser controlados mediante una instancia internacional constituye para Bricmont un progreso esencial en la historia de la humanidad, "comparable a la abolición del poder monárquico y de la aristocracia, a la abolición de la esclavitud, al desarrollo de la libertad de expresión, al reconocimiento de los derechos sindicales y de los derechos de la mujer e incluso a la idea de la seguridad social". Justamente a estos temas hace referencia Bricmont en la tercera parte de la entrevista con David Casassas y Yannick Vanderborght de la revista "Sin Permiso".


Dice usted oponerse a la lógica del "ni-ni", a esa lógica del "ni con unos ni con otros". ¿Conviene decir, tranquilamente y a las claras, que hay "buenos" y "malos", que hay agresores y agredidos?

No hay ninguna guerra en la que alguna de las dos partes deje de acusar a la otra de violar las Convenciones de Ginebra y en la que organizaciones independientes dejen de constatar que, efectivamente, ambas partes las violan. Dado que esto es así, no se trata de oponerse a las Convenciones de Ginebra o al Derecho Internacional humanitario, pero sí es preciso denunciar que son instrumentos insuficientes. Es más, hay episodios en los que las Convenciones de Ginebra y el Derecho Internacional humanitario terminan ocultando la cuestión de las responsabilidades de guerra. A mí me parece que hablar de estas cuestiones, de las responsabilidades de guerra, es algo imprescindible. No basta con velar por que las partes que están en guerra respeten las Convenciones de Ginebra, como si de un juego entre iguales se tratara. De entrada, porque esas convenciones no se respetan; pero, sobre todo, porque esta actitud termina encubriendo a los verdaderos responsables de las guerras. ¡Hablemos de los orígenes de las guerras, de sus responsables! Esto es algo muy importante, sobre todo en casos flagrantes como el de la antigua Yugoslavia o el de Irak, en los que los países invadidos en ningún momento habían agredido previamente a los invasores. Hay que hablar a las claras de las razones de las guerras.

Todo cuanto usted plantea parece sugerir la necesidad de pensar y actuar políticamente con una idea de verdad como telón de fondo. Sin embargo, es una idea que la posmodernidad parece haber querido negar.

Sí, ¡claro que hay que dar a la idea de verdad la mayor centralidad! Me parece algo tan evidente… El problema es que a mucha gente que se dice de izquierdas le ocurre lo mismo que a nuestro amigo Ratzinger: confunden una noción de verdad que apunta a certezas a priori, absolutas, no empíricas, incontestables, reveladas, con otra noción de verdad, que hago mía, que es la moderna, la que tiene que ver con la contrastación empírica, con la disposición a ponerlo todo en cuestión y a tratar de averiguar cuál es la naturaleza de las cosas. Resulta muy revelador observar cómo en este punto los posmodernos y Ratzinger caminan de la mano. En cualquier caso, la cuestión es que todo esto de la verdad no tiene que ver con esencias absolutas, monolíticamente ciertas, arraigadas en constructos metafísicos acerca de Dios, sino con el acceso y el contacto con el mundo, un mundo que existe y que tiene una estructura que, por lo menos hasta cierto punto, podemos llegar a descubrir. Sin esta base, no podemos pretender abordar cuestiones relevantes del mundo en el que vivimos como las razones que condujeron a la guerra de Irak o las responsabilidades que de ella se derivan. Sin una idea de verdad, ¿qué sentido tiene ir a ver qué decía el "Downing Street Memo"? ¿Qué sentido tiene tratar de descubrir si había o no armas de destrucción masiva? Tiene tan poco sentido como lo tendría el que yo viniera y me pusiera a trabajar como físico poniendo en duda la existencia de los átomos.

En alguna ocasión ha hecho usted un llamamiento a un pensamiento político históricamente consciente que nos permita analizar y comprender, por ejemplo, los efectos del colonialismo y de los distintos postcolonialismos. ¿En qué medida las injerencias de ayer son la causa de los conflictos de hoy? Y, ¿en qué medida las injerencias de hoy pueden ser la causa de nuevos conflictos mañana?

Hago referencia a la historia porque la historia entraña una auténtica dialéctica de la violencia. No podemos olvidar el pasado si queremos entender la conformación del presente como resultado de todo un reguero de conflictos que se han sucedido a lo largo del tiempo. Pero, al mismo tiempo, hay que evitar el error, muy frecuente en la actualidad, de querer resolver hoy los problemas del pasado. Una vez más, se trata de una actitud religiosa de la que es preciso deshacerse. Claro está que los conflictos se encadenan históricamente, que las guerras de hoy echan sus raíces en las guerras de ayer y sientan las bases de las posibles guerras del mañana, pero soy de la opinión de que no es conveniente tratar de buscar la manera de resolver en la actualidad el problema del colonialismo. Porque el problema del colonialismo está ya resuelto, pues el colonialismo, en sentido estricto, ya no existe en ningún lugar quizás con la excepción de Palestina. La descolonización ya tuvo lugar, de modo que los problemas, hoy, son otros, por mucho que estén relacionados con el pasado colonial y deban explicarse haciendo referencia al pasado colonial. Pondré dos ejemplos. Primer ejemplo: una persona descendiente de esclavos no sufre la esclavitud; tiene otros problemas, en parte originados por la esclavitud a la que fueron sometidos sus antepasados, pero sus problemas de hoy son otros. Segundo ejemplo: no podemos hacer alusión al Holocausto, que hoy ya no existe y que además tuvo lugar en Europa, para tratar de resolver los problemas a los que se enfrentan los pueblos de Oriente Medio. Hacerlo es puro surrealismo.

De todos modos, hacer abstracción de realidades históricas como el colonialismo permite el surgimiento de ideas como la consabida receta neoliberal según la cual los problemas de los países en desarrollo se terminarán el día en que podamos exportar a estos países capitalismo en grandes dosis, como si el subdesarrollo no naciera de relaciones de poder que se manifiestan en el capitalismo de hoy pero que en parte arrancan del pasado colonial, ¿no le parece?

Posiblemente, pero es preciso que no tendamos a culpar al colonialismo de todos los problemas que afligen hoy los países en vías de desarrollo. Para empezar, las realidades que los colonos encontraron en su día no fueron las mismas en todo el mundo: había regiones relativamente desarrolladas en comparación con Europa -se dice, por ejemplo, que la India estaba tan desarrollada como Inglaterra, por lo menos en ciertos aspectos-, mientras que en otras regiones la situación era bien distinta. Y ello hizo que las relaciones entre los colonizadores y los pueblos colonizados no tomaran siempre la misma forma. Ahora bien, ello no excluye que podamos detectar, en el mundo contemporáneo, ciertos fenómenos que merecen la más urgente de las atenciones políticas y que son el resultado de la organización colonial del mundo que tuvo lugar en el pasado. Estoy pensando en cuestiones cruciales para entender la naturaleza de esto que se ha dado en llamar globalización como, por ejemplo, la gestión de la explosión demográfica que el mundo ha experimentando desde 1945 a esta parte. Pero conviene evitar insistir demasiado en la idea de que el hecho de que haya países que son pobres se debe solamente a que en el pasado hubo colonialismo. Al fin y al cabo, tampoco se trata de regiones que hubiesen sido ricas antes de la llegada de los europeos. Por regla general, lo que había eran regímenes más o menos autárquicos, con niveles muy elementales de alfabetización y con altos índices de mortalidad infantil, que a menudo sufrían el azote de interminables guerras intestinas. El hecho de que los métodos de los colonizadores fueran salvajes y pasaran por brutales masacres no nos ha de empujar a idealizar la situación existente antes de su llegada.

Digámoslo de otro modo. ¿Cree usted que los belgas tienen alguna responsabilidad especial para con los congoleños, del mismo modo que los españoles la podrían tener con respecto a los pueblos de Latinoamérica?

¿Soy responsable ante los judíos por la masacre que sufrieron antes y durante la Segunda Guerra Mundial? ¿Tienen los alemanes de hoy alguna responsabilidad para con los judíos? Si filosóficamente se es racionalista, se tiene que asumir que la gente sólo es responsable de sus propias acciones, no de las de sus padres o de las de sus abuelos. Ahora bien, ello no excluye algo crucial, a saber: que yo, como todos los belgas de mi generación, fui criado en un ambiente en el que sobrevolaba una historia y una visión de Africa completamente colonialista y racista, y que lo mejor que podríamos hacer hoy todos los belgas es deshacernos de esta visión cuanto antes. Pero esto no equivale a resolver los problemas del pasado; esto equivale a resolver los problemas del presente, los problemas míos y de mi generación con respecto a cierta visión del mundo, del pasado, de la historia, de la cultura.

¿ Y qué hay de las empresas transnacionales que operan en el mundo de hoy, en parte sobre los caminos abiertos por los viejos estados coloniales? Los efectos nocivos de su actividad constituyen auténticos problemas del presente, ¿no es así?

Sí, esto es un fenómeno del presente. Y la cuestión es cómo hacerle frente. Pero no podemos limitarnos a decir que hay que hacerle frente porque Leopoldo II cometió crímenes. De lo que se trata, una vez más, es de ver cuáles son los efectos de la actividad de estas empresas. Necesitamos una aproximación consecuencialista que nos permita evaluar hasta qué punto son beneficiosas o resultan dañinas. Ahora bien, no hace falta decir que, también a escala transnacional, las empresas están funcionando como lo han hecho siempre bajo el capitalismo: persiguiendo los mayores y más rápidos niveles de beneficios posibles a toda costa, lo que puede resultar enormemente perjudicial para un gran número personas. Por supuesto, hay que reaccionar ante esta realidad, pero hay que hacerlo a través de un análisis consecuencialista que ponga de manifiesto que hoy, en la actualidad, las cosas se podrían y se deberían hacer de otro modo, no que en el pasado se hubieran podido y debido hacer de otro modo.

Volvamos a la actualidad. La falta de contra-modelos se percibe de forma particularmente clara cuando cierta izquierda indefinida se encuentra frente a los problemas que usted pone de relieve cuando habla del "imperialismo humanitario". ¿Qué es el "imperialismo humanitario"? ¿A qué se deben las dificultades con las que las izquierdas se tropiezan a la hora de hacerle frente?

Lo que yo llamo "imperialismo humanitario" es la justificación humanitaria de las guerras imperiales actuales. Por ejemplo, pese a que la guerra en Irak venía justificada primordialmente por la supuesta presencia de armas de destrucción masiva, había otra justificación oficial que apuntaba a razones de tipo humanitario: acabar con una dictadura opresiva. Cierto es que justificación en sentido estricto no podía haber ninguna, porque no tuvimos un debate honesto, claro y franco acerca de las razones de la guerra. Pero lo sorprendente no fue que hubiera gente que dijera que Estados Unidos e Israel habían sido atacados y que, por lo tanto, ambos países debían poder defenderse -este discurso era conocido y previsible-; lo verdaderamente sorprendente fue cómo se creó un clima psicológico que tenía que ver con la idea de que no se podía apoyar el régimen iraquí y que caló en muchos ambientes y organizaciones. Todo ello hasta el punto de que la oposición a la guerra de Irak no pudo alcanzar la magnitud que logró la oposición que despertó la guerra de Vietnam. Bien es cierto que el movimiento contra la guerra de Vietnam descansaba sobre las ilusiones que había despertado todo aquel clima revolucionario que se extendía a escala mundial en aquella época. Y bien es cierto también que aquel clima revolucionario no se apoyaba en un programa conjunto y homogéneo. Finalmente, como es sabido, todos cuantos participaron en todo aquello han ido cambiando, en direcciones distintas, con el paso del tiempo. Quizás por ello no se pudo levantar una voz unánime y sostenida contra la guerra de Irak.

Si los derechos humanos pueden funcionar como pretexto para el nuevo imperialismo, ¿puede ser que el problema sea el concepto mismo de "derechos humanos"? ¿Cree usted que es un concepto operativo?

Yo no estoy contra del concepto en sí; lo relevante es su utilización. En la Declaración Universal de los Derechos Humanos se reconocen tanto los derechos políticos individuales como los derechos económicos y sociales. Pues bien, yo me opongo al discurso de los derechos humanos cuando sólo se toman en consideración los derechos políticos individuales. Porque los derechos políticos individuales son perfectamente compatibles con una sociedad en la que una persona lo posee todo, gracias a lo cual puede comprar los gobernantes y determinar su actuación, a la vez que conformar cierto tipo de opinión pública, mientras que todos los demás, pese a estar a salvo de la tortura o del encarcelamiento por motivos políticos, no tienen absolutamente nada. No me parece que éste sea un escenario satisfactorio. Y lo grave es que, de hecho, se puede decir, quizás con algunos matices, que es precisamente esto lo que está sucediendo a escala mundial. La visión liberal de los derechos es esto: que el grupo de derechos realmente importante es el formado por los derechos políticos y que todo lo demás se dará por añadidura. Yo no puedo mostrarme más en desacuerdo con esta visión de derechas de los derechos, si se me permite el juego de palabras. Pero si tomamos la Declaración en su conjunto, nada tengo que objetar. Eso sí: en este caso es preciso darse cuenta de que el ideal que recoge la Declaración es un ideal todavía inalcanzado y no creo yo que lo vayamos a alcanzar mañana mismo. De nuevo, hay quienes vienen y nos dicen que es preciso priorizar los derechos políticos individuales, que los demás llegarán más adelante. Y, de nuevo, debo decir que a mí esto no me convence. No me convence en absoluto, por ejemplo, la idea de que trabajando sólo desde la óptica de los derechos políticos individuales, porque los otros vendrán después, vayamos a lograr que la gente de Bagdad o de Afganistán pueda hacer algo tan sencillo como andar por la calle, como andar por la calle para ir a buscar a los niños a la escuela. Cuando hay una especie de guerra de todos contra todos, ¿cómo proceder?

Algunos propondrían un Leviatán…

La verdad es que no sé qué hay que hacer cuando la vida social se asemeja a una auténtica guerra de todos contra todos. Tiendo a pensar que es preciso superar la idea del Leviatán. O quizás tenga sentido como etapa intermedia. Pero no lo sé, todo esto es muy complejo. De hecho, me parece comprensible que, en situaciones de este tipo, en las que ni se puede andar por la calle, aparezca la figura de un líder carismático o la tentación de secundar un poder político fuerte. En cualquier caso, si nos parece que una vida civilizada, que una verdadera democracia es un régimen en el que no se puede salir de casa por temor a la violencia que se ha adueñado de las calles; si nos parece que una democracia es compatible con eso y con un Parlamento que tampoco se atreve a salir de la Zona Verde, creo que no andamos por el buen camino. No basta con introducir las elecciones, esa idea de que, con las elecciones en la mano, no importa todo lo demás. ¡Ahí está el resultado!

Los derechos políticos e individuales, pues, no tienen sentido si no van acompañados de los económicos y sociales. ¿Es esto lo que está usted sugiriendo?

Así es. Si no reflexionamos de forma global en torno a la organización de la sociedad, estamos perdidos. El comunismo, en tanto que experiencia histórica, estaba en lo cierto cuando recalcaba la necesidad de luchar por los derechos económicos y sociales. Pero se quedaba corto: era preciso también unir tales derechos a los políticos e individuales. Primero arreglemos los problemas económicos y sociales, decían los comunistas, y, con el advenimiento de la sociedad comunista, la Declaración de los Derechos del Hombre entera se realizará plenamente. De hecho, en el plano teórico, el comunismo es compatible con la Declaración de los Derechos del Hombre, con la salvedad de que, según la perspectiva comunista, la Declaración sólo podrá ser realizada sobre la base de la propiedad pública de los medios de producción -eso los separa de los liberales clásicos, claro, quienes consideran que la Declaración es compatible con la propiedad privada de los medios de producción-. Sea como sea, el caso es que unos priorizan los derechos económicos y sociales, mientras que los otros priorizan los políticos e individuales. Y lo cierto es que, en el plano político-práctico, podríamos decir a quienes organizaron sociedades en nombre del comunismo que tampoco los derechos económicos y sociales se realizaron completamente bajo sus regímenes, del mismo modo que deberíamos decir hoy a quienes dicen tratar de establecer la democracia en Irak y Afganistán que ni siquiera los derechos políticos e individuales están siendo realizados bajo sus regímenes. Es preciso, insisto, reflexionar de forma global en torno al modo en que queremos organizar nuestras sociedades.

Sí, insiste usted en la necesidad de esta reflexión global. ¿A qué se refiere con ello?

Lo que de verdad me preocupa es la supremacía, en la actualidad, de una filosofía absolutista, religiosa, incapaz de ver que en todo hay pros y contras, y que de lo que se trata es de hacer el menor daño posible. A mi modo de ver, la filosofía de los derechos humanos, que a priori no es religiosa, se ha convertido en la religión de nuestro tiempo. Es una filosofía que se vive como una religión. Y la gente tiene reacciones emocionales que son propias de la actitud religiosa ante al sacrilegio: "¿Cómo? ¿Defiende usted a Fidel Castro? ¡Será posible! ¿Cómo se atreve?". Esto es lo que trato de combatir: este tipo de actitudes.

Retomemos el hilo de la cuestión de los derechos. Ciertas experiencias políticas como algunas de las que podemos observar hoy en Latinoamérica nos llevan a pensar que la seguridad material, garantizada por ejemplo a través de la reapropiación pública de los recursos naturales, constituye una condición necesaria para que las libertades se hagan efectivas. ¿Cuál es su opinión al respecto?

En general, no me gusta dar consejos o juzgar lo que ocurre en regiones que no conozco bien. Lo que sí puedo decir es que observo con interés la tendencia que muestran varios países no alineados del Sur a compartir una forma de hacer política que pasa por la no injerencia, por la cooperación, por la disposición a debatir las cosas. En el Norte, en cambio, son muchos los que, también desde los movimientos radicales, están dispuestos en todo momento a decir a los cubanos, a Chávez o a Evo Morales lo que tienen que hacer. Pero si me preguntan, por ejemplo, qué opino de las nacionalizaciones, diré que estoy a favor de ellas, siempre y cuando se puedan encontrar formas de nacionalización que sorteen el problema de la estatización, de la burocratización. La aparición de un Estado burocrático y clientelar es una realidad posible y nociva, y no hemos de negarla por el simple hecho de que la derecha se haya referido a ella como argumento contra la intervención del Estado. Por supuesto, no creo que el tipo de mercados libres que propone la derecha sea una solución para estos posibles problemas, porque tales mercados pueden generar problemas todavía peores. De lo que se trata, creo yo, es de crear un mecanismo eficaz para combatir la burocratización en las empresas nacionalizadas. Dicho esto, quisiera añadir que la cuestión de la reapropiación de recursos naturales entraña, insisto en ello de nuevo, el peligro de caer otra vez en una retórica absolutista, en este caso relativa a la justicia. ¡Claro que es justo que el Estado boliviano trabaje en favor de una reapropiación de los recursos naturales! Pero lo peligroso sería defender esta opción sin señalar que existe el peligro de que dentro de veinte años las empresas nacionalizadas se encuentren en manos de un grupo de amigos. Por supuesto, no estoy diciendo que las cosas tengan que ser así, pero el riesgo existe. En esto soy un poco utilitarista: me interesan las consecuencias de las cosas, y no me gustan los grandes principios o las grandes recetas que nos impiden analizar las situaciones bien de cerca.

Dice usted que hay realidades ante las que es preciso reaccionar. ¿Cuáles son las formas de resistencia que le parecen necesarias? ¿Cómo evalúa la acción del movimiento altermundialista? ¿Y la de los partidos que, de algún modo u otro, tratan de oponerse al tipo de globalización que estamos presenciando?

Hay algo fundamental que me preocupa por encima de todo esto: la ausencia total de movimientos bien articulados de oposición a las guerras imperiales. A veces, antes de que comience el conflicto armado, la gente sí sale a la calle, pero esto son vendavales que en poco tiempo languidecen y desaparecen. Falta un seguimiento riguroso y organizado de los conflictos. Sin él, las cosas se tienden a olvidar y, lo que es peor, nuevas amenazas de nuevas guerras -la posible guerra contra Irán, por ejemplo- no traen consigo nuevos ciclos de movilizaciones. De hecho, soy de la opinión que si el Pentágono no ha lanzado ya la guerra contra Irán no es porque tema un movimiento social y político de oposición a la guerra -no puede temerlo, sencillamente, porque no lo hay-, sino porque estima que podría agravar el caos generado en la región, lo que podría ser contraproducente para los propios intereses estadounidenses. La gente está paralizada. Esto es lo que se logra a través de las grandes operaciones mediáticas de satanización de personajes como Sadam Hussein o Mahmoud Ahmadinejad: paralizar a la gente. La gente no se atreve a oponerse a las guerras y de hacerlo de forma sostenida a lo largo del tiempo, en buena medida por temor a que se la asocie con estos personajes diabólicos.