15 de agosto de 2021

Geishas. Una crónica del siglo XIX


Una antigua crónica de fines del siglo XIX cuenta la historia de una geisha llamada Umeya que "brilló como una estrella en el mundo de la flor y el sauce". Umechiyo (Flor de cerezo) tenía apenas ocho años cuando fue vendida por su familia a una okiya (casa de geishas). La mayoría de las jovencitas de las zonas campesinas, azotadas por los resabios de las casas feudales, eran vendidas como Umechiyo por una buena suma de dinero. La familia solucionaba con esto sus problemas de miseria y, además, pensaba que le aseguraba a la muchacha una vida mejor.
La niña fue a vivir a una okiya que administraba una ex geisha. Allí había otras seis niñas llamadas oshakus (doncellas), ocho geishas mayores, dos sirvientas y un hakoya (un anciano cuyo trabajo era vestir con kimono a las jóvenes y anudar las delicadas y largas fajas a sus cuerpos). En un primer momento, Umechiyo se sintió orgullosa de haber podido ayudar a su familia. Nunca supo el precio pagado por ella, pero vio su nombre anotado en un cuaderno donde figuraron desde entonces todos sus gastos de comida y educación. Mucho más tarde, Umechiyo comprendería para qué servía este cuaderno.
A las cinco de la mañana, las jóvenes oshakus tomaban sus clases de odori (baile), kiyomoto (canto) y shamisen (guitarra japonesa de tres cuerdas). Debían apresurarse a terminar sus ejercicios antes de que se levantaran las geishas mayores, para no interrumpir su rutina diaria. Las oshakus desayunaban y comían, en la cocina, alimentos muy inferiores a los de las geishas. Con el tiempo sabría Umechiyo que esta diferencia constituía uno más de los juegos de competencia establecidos por la señora de la okiya, cuyo propósito era dejar sentado que una muchacha debía apresurarse a ser geisha para tener una vida mejor.
Luego comenzaban las clases de chanoyu (ceremonia del té), oshuji (caligrafía japonesa) y lecciones de historia, artes y matemáticas, un bagaje cultural muy avanzado en su época, tanto para una mujer como para un hombre, ya que buena parte de la población no sabía leer ni escribir. Todo esto, para agradar a los ricos señores, ya que el atributo indispensable de una geisha era tener una conversación fluida, agradable e inteligente; la belleza resultaba secundaria. El éxito dependía en última instancia de la rapidez y agudeza de sus respuestas. Por lo tanto, junto a su preparación en temas de arte e historia, debía conocer profundamente los de política y los del comercio, que eran los que más abundaban en las reuniones de hombres.
La señora de la okiya les contaba a menudo la historia de una famosa geisha de Kioto que había llegado por su habilidad política a ser un verdadero poder oculto tras la figura del estadista Takayoshi Kido (1833-1877), quien fue uno de los inspiradores de la caída del régimen despótico de Tokugawa Yoshinobu (1837-1913) en el Japón. Según el cronista de la época, eran las geishas las que estaban mejor informadas de los acontecimientos y de la verdadera opinión de un político: sólo en su presencia éste discutía con la verdad o expresaba su verdadero pensamiento. "Por ello -dice el cronista- las geishas llegaron a conocer más profundamente la situación política del Japón de esa época desde su mundo solitario y bello".
Umechiyo aprendió además que era de mal gusto dejar asomar los sentimientos al rostro: tristezas o alegrías exageradas debían quedar ocultas. Ella se habría avergonzado mucho si alguien hubiera notado la nostalgia que a veces le embargaba. Tampoco era bueno para una geisha enamorarse. Por lo general, cuando esto ocurría, se enamoraban de jóvenes alegres sin dinero o de aprendices de actores del kabuki (teatro japonés tradicional). Esto era entonces imposible. Ninguna geisha podía escapar de su dorada prisión. La okiya jamás aceptaba perder el dinero invertido. Esta disciplina fue aprendida duramente por Umechiyo. Las geishas mayores, por su parte, trataban de no enseñarles demasiado sus experiencias. Ellas sabían que todas esas jóvenes se preparaban para competir en su mundo y que seguramente serían preferidas porque eran doncellas recién iniciadas.
Dice el cronista que Umechiyo relataba esto con una gran tristeza en sus ojos y curiosamente recordaba los momentos en que el estudio le resultaba duro y monótono. Entonces sus calificaciones (que eran puestas en el cuaderno con una estampilla de flores) no solían ser buenas. La flor de cerezo era una nota regular. La señora entonces la miraba fijamente con ojos muy fríos y le decía "es bueno ir a ver las flores al campo, pero no es buena una flor de cerezo en las calificaciones de una geisha". La nota óptima era una flor de peonía. Para Umechiyo fue una suerte que su vida de niña transcurriera en la abundancia y la buena educación. Al contrario de las otras niñas campesinas, su familia había sido muy rica, pero la enfermedad de su padre (comerciante), resultó un desastre para los suyos. Ya en la absoluta miseria, sus tíos decidieron venderla.
A los diecisiete años ya llamaba la atención por su gracia y talento, pero por entonces sólo servía el té en las fiestas de los grandes señores. El mundo de las relaciones era privativo de las geishas, no de una oshaku. Cuando cumplió dieciocho años, al levantarse una mañana, Umechiyo presintió que su vida cambiaría. Recibió un trato especial. La señora de la okiya la observaba con mayor cariño; era evidente que tenía planes para ella. Se bañó casi en el mismo horario de las geishas, con agua muy caliente. Las oshakus siempre eran las últimas y sólo tenían agua fría. Comió luego espléndidamente. Cuando las geishas iban a una reunión importante, debían comer muy bien, porque hubiera resultado de mal gusto mirar con avidez el platillo de su cliente.
A la hora de vestirse, Umechiyo recibió la gran sorpresa. La señora apareció con un kimono muy bello. Estaba dedicado a su nombre, Flor de cerezo, y habían tardado tres meses en hacerlo. Un árbol de cerezo con flores recién entreabiertas era el motivo, magníficamente realizado. Todas las jóvenes admiraron su nuevo kimono. Luego entró el hakoya con una faja de cuatro metros, tejida en hilo de oro. El bordado era un pájaro "que viene y se queda en el árbol de ciruelo -le dijo el anciano- como vendrá un patrón y se quedará en ti para siempre", mientras le alababa sus pies y sus manos. Ella comprendió que la alentaba, como hacía con todas las muchachas. También su peinado cambió: fue más alto y se le colocaron adornos especiales y caros. Cuando terminó su arreglo, la señora la acompañó hasta la puerta y frotando dos piedras hizo chispas sobre sus hombros, para alejar la mala suerte.
Después de todos estos rituales, Umechiyo partió definitivamente para el karyukai (el mundo de la flor y el sauce), un distrito especial en las ciudades en donde viven y trabajan las geishas. En el gran salón de fiestas ella llamó la atención por su juventud y belleza, por su gracia y talento. Los invitados se disputaban su compañía. Esa misma noche cambió su vida. Un rico comerciante de sesenta años decidió pagar todos los gastos para que Umechiyo se convirtiera pronto en una geisha. Cuando Umechiyo estuvo preparada para transformarse en itsupón (una sola pieza), es decir geisha auténtica, hizo su debut. El patrón pagó a la okiya una gran suma de dinero: más de 40.000 dólares de hoy en la fiesta de presentación, y además todos los gastos que habían sido anotados en el cuaderno de la joven, desde los ocho años. En realidad, el patrón la compraba a la okiya, como se compra un objeto cualquiera.
Ella recordaba haberse preparado como para una boda. En realidad lo era. Aunque su patrón era casado y tenía hijos, en el "mundo de la flor y el sauce" nadie la criticaría. Su señor le regaló un anillo de brillantes y a la fiesta fueron invitados las geishas más importantes y los más ricos comerciantes. Su dueño adquirió entonces un gran prestigio, ya que era una gran demostración de poder económico ser patrón de una doncella joven, bella y talentosa como Umechiyo. Ese día ella llevó una tabla donde anotó su nuevo nombre de geisha, Umeya, que quedaría registrado como el de todas las geishas.
A partir de allí fue invitada a todas las fiestas de relieve y sus conversaciones políticas atrajeron el interés de los hombres importantes de la época para orgullo de su dueño, quien muy pronto decidió sacarla definitivamente de la okiya, para lo cual pagó otra gran suma de dinero. Umechiyo creyó entonces que su dueño la amaba, pero una geisha mayor le hizo entender que era una cuestión de prestigio para él. Las reglas impedían tener dos geishas a la vez; él necesitaba una nueva para demostrar que seguía ascendiendo económicamente y, por otra parte, no quería dejar a Umeya, tan famosa, porque si la compraba un comerciante inferior hubiera significado su desprestigio. Así, Umeya pasó a ser la concubina de su patrón. Tenía una bella casa con dos sirvientas, que a la vez la vigilaban. Recordaba haber pasado ahí días de total soledad; no podía hablar con nadie y sentía nostalgia de la okiya, donde podía compartir, aunque muy superficialmente, su vida con otras muchachas.
Todos estos cambios la habían hecho comprender que ella era menos que una sirvienta. Se parecía más a una esclava, socialmente despreciada, un objeto de lujo que no existía para nadie. Al poco tiempo tuvo un hijo, que no pudo llevar el nombre del padre. Dice el cronista que Umechiyo recordaba con gran tristeza aquellos años de encierro y soledad. Pero sobre todo la humillación que debía vivir cada Año Nuevo. Entonces, su deber de concubina era visitar a la esposa de su patrón. Entraba por la puerta de servicio y permanecía todo el tiempo de pie. La señora tardaba mucho en venir a saludarla. Le agradecía los cuidados que había tenido para su esposo durante el año y luego le regalaba un kimono usado por ella. Umechiyo no podía hablar, su voz hubiera ofendido la casa. Cuando se iba, la señora regaba con abundante sal el lugar donde había estado parada y lo hacía barrer para limpiarlo de su presencia.
Un día, después de un corto tiempo en que el señor no llegó a visitarla, Umechiyo envió a una sirvienta a preguntar por él. Le informaron que había muerto hacía una semana y que la señora estaba satisfecha de que hubiera sucedido esto en su casa, evitándose así una gran vergüenza ante la sociedad. En un sobre le enviaba una cantidad de dinero. Esto no alcanzaba para la manutención de dos personas. Umechiyo sabía que la geisha no tenía espacio fuera del mundo del placer y de las okiyas. Su inteligencia le hizo comprender rápidamente la situación, pero no tuvo el valor para huir de aquel mundo con su hijo y enfrentar a una sociedad que la despreciaría. Así es como volvió a la okiya de donde había salido. Tuvo nuevo cuaderno de gastos y distintos patrones, todos de menor prestigio social que su antiguo dueño. Cuando se sintió vieja, aunque no lo era, se dedicó a dar clases de baile y shamisen (un instrumento musical de tres cuerdas). Al cumplir su hijo dieciocho años, avergonzado del trabajo de su madre, se fue para siempre; nunca volvería a verlo.
El cronista conoció a Umechiyo en un asilo de ancianos. Ella no estaba muy vieja, pero su rostro mostraba como cicatrices de quemaduras las manchas que le había provocado la pasta blanca con plomo que había usado para maquillarse durante su vida como geisha. Una incipiente calvicie afeaba su cabeza. La forma de sentarse, la elegancia en el trato, su educación y las maneras serviciales la señalaban como a una geisha. Como esto significaba la última escala social, sus compañeros ancianos la mandaban a servir. Umechiyo-Umeya lo hacía con la misma suavidad y dulzura con que antes se había inclinado ante los poderosos. Cada año se celebraba una fiesta en el asilo; entonces ella sacaba sus kimonos, se arreglaba cuidadosamente y cantaba y bailaba como en sus mejores años. Todo esto ante un público miserable que casi no veía ni oía. Para ella este era un día hermoso. No sentía vergüenza de su pasado y era el único momento en que se le perdonaba su vida de geisha. Era el único momento, al fin, en que podía conservar sus débiles lazos humanos con la vida.
La figura de las geishas vivió sus momentos de esplendor entre los siglos XVIII y XIX y, aunque hoy en día siguen existiendo, son muy pocas las que ejercen esa profesión. Lo hacen sobretodo en Kioto, la ciudad que hasta 1868 fuera la capital de Japón. Cuando en 1997 el escritor estadounidense Arthur Golden (1956) publicó “Memoirs of a geisha” (Memorias de una geisha), novela en la cual narraba que la geisha Mineko Iwasaki (1949) había sido vendida por sus padres y que su virginidad había sido subastada al mejor postor cuando se hizo profesional, se generó una gran polémica sobre el tema. Sería la propia Iwasaki quien, con la publicación de “Geisha, a life” (Vida de una geisha), su autobiografía aparecida en 2004, se encargaría de desmentirlo y acusarlo de ofrecer una representación inexacta de la verdadera vida de una geisha. Las geishas -al menos formalmente- no son prostitutas; su principal labor no es el disfrute sexual sino el placer estético. Son artistas educadas y conocedoras de las milenarias tradiciones japonesas, destinadas a actuar en reuniones sean públicas o privadas. Hoy por hoy, el turismo de alto nivel es la última tabla de salvación del arte tradicional y el estilo de vida de las geishas.