7 de agosto de 2021

Túpac Amaru II y la sublevación que conmovió los cimientos del Virreinato del Perú

En 1770, moría en Ma­drid el nota­ble pintor veneciano Giambattista Tiepolo, el mismo año que veían la luz grandes personalidades como Ludwig van Beethoven, Manuel Belgrano, George Canning, Wilhelm Friedrich Hegel, Friedrich Hölderlin y William Wordsworth. Por otra parte, el explora­dor y capitán de la Marina Real británica James Cook (1728-1779) desembarcaba en Tahití, luego de haber invadido la costa oriental de Australia y fundado la ciudad de Sidney, mientras una joven de quince años -María Antonieta de Habsburgo- contraía matrimonio con Louis Auguste, el Delfín de Francia, en una boda fastuosa cuyos festejos con fuegos artificiales causaron un incendio que produjo ochocientas muertes. Ambos consortes también estaban desti­nados a un trágico final.
Mientras todo esto ocurría, comenzaba en la América colonial uno de los dramas más memorables de su historia: la rebe­lión de José Gabriel Túpac Amaru; un alzamiento que se iba a extender hasta 1783 trastornando los cimientos del Virreinato del Perú al sembrar la semilla de la insurrec­ción criolla en toda la latitud del subcontinente, lo que eclosionaría en triunfo menos de tres décadas más tarde.
Pero a la vez, la bárbara ejecución de Túpac Amaru y su familia conmovería también los principios políticos y religio­sos de las dilatadas colonias españolas, convirtiéndose en una lápida ilevantable para su poderío, en una penosa desmentida de las teorías de los filohispanistas y católicos que aún más de doscientos años después, insisten en elogiar la supuesta man­sedumbre del gobierno colonial.
Mientras en aquel lapso de trece años se gestaba la tragedia de Túpac Amaru, el mundo circundante experimentaba otras vibraciones, como la influencia arrasadora ejercida por un libro aparecido hacía algún tiempo: "El contrato social" (Du contrat social) de Jean Jacques Rousseau (1712-1778) o como la revolución de las colonias inglesas en el norte de Améri­ca, que había dado origen a una nueva nación: los Estados Unidos, un fenómeno que se ensamblaría en la región española del hemisferio con el drama de Túpac Amaru para provocar agudas tensiones ideológicas y sociales.
José Gabriel Condorcanqui Noguera nunca utili­zó estos apellidos, sino que optó por Túpac Amaru como una forma de asentar orgullosamente su ascendencia incaica, porque efectivamente era descendiente del cacique de aquel nombre que había sido ajusticiado en 1572 por orden de Francisco Álvarez de Toledo (1515-1582), quien fuera el quinto virrey del Perú.


De manera que su familia ya tenía tras de sí dos siglos de tragedia. Esos antecedentes le permitieron a José Gabriel reclamar el cacicazgo de los pue­blos de Surimana, Pampamarca y Tungasuca, lo que le fue concedido en 1767. Bien lo dice el historiador polaco radicado en la Argentina, Boleslao Lewin (1908-1998), en su notable trabajo "La rebelión de Túpac Amaru y los orígenes de la Independencia de Hispanoamérica" de 1957: "José Gabriel Túpac Amaru se formó en un ambiente impregnado de nostalgia por el antiguo esplendor incaico y por el rechazo del dominio colonial hispano. Esta era la atmósfera familiar y ambiental que aspiró, pero de ahí a tomar la gravísima decisión de sublevarse contra el poder español con el fin de establecer una monarquía propia, hay un abismo muy grande. Túpac Amaru tomó sobre sí el riesgo mortal de dar el salto sobre ese precipicio. Naturalmente, tuvo motivos personales y generales: la tentati­va de desposeerlo de su cacicazgo y del título incaico al que éste estaba unido, la prepotencia de los funcionarios coloniales aun en relación a él, que era descendiente directo de los antiguos monarcas del país, la degradante condición de sus paisanos, las ideas igualitarias de la época y el ejemplo de inmensas colonias del mismo continente que lograron su independencia".
Túpac Amaru comenzó a ejecutar una serie de medidas en beneficio de la población indígena. Trató de que el gobierno colonial atemperara su política de dureza social y económica, pero tropezó con la obstinación de los corregidores. Intercedió también ante las autoridades religiosas y otros funcionarios menores, con muy variados resultados. Hasta que el 4 de noviembre de 1780 estalló lo que se conoce como "El grito de Tinta" (el corregimiento donde se centralizó la acción del inca rebelde), es decir, la sublevación formal. Ella empezó por el apresamiento del corregidor provincial Antonio de Arriaga (1727-1780), a quien Túpac Amaru obligó a extender dos órdenes: una de pago y otra para entregar todo el armamento existente en las dependencias oficiales. El botín no fue desdeñable: va­rias barras de oro, veintidós mil pesos en metálico y unas cuantas bestias de carga.
Luego emitió un bando en el que decía: "Los Reyes de Castilla me han tenido usurpada la corona y dominio de mis gentes, cerca de tres siglos, pensionándome los vasallos con insoportables gabelas, tributos, piezas, lanzas, aduanas, alcabalas, estancos, catastros, diezmos, quintos, virreyes, audiencias, corregidores, y demás ministros: todos iguales en la tiranía, vendiendo la justicia en almoneda con los escribanos de esta fe, a quien más puja y a quien más da, entrando en esto los empleos eclesiásticos y seculares, sin temor de Dios; estropeando como a bestias a los naturales del reino; quitando las vidas a todos los que no supieren robar, todo digno del más severo reparo. Por eso, y por los clamores que con generalidad han llegado al Cielo, en el nombre de Dios Todopoderoso, ordenamos y mandamos, que ninguna de las personas dichas, pague ni obedezca en cosa alguna a los ministros europeos intrusos".
"Tupac Amaru tomó el camino inicial de la dureza, para hacer comprender a las autori­dades virreinales la seriedad de su campaña -dice el historiador argentino Armando Alonso Piñeiro (1934-2020) en "La rebelión de Túpac Amaru" (1977)-. El corregidor Arriaga fue ejecutado públicamente en la horca. Luego, en rápida acción, el inca marchó sobre otras ciudades, mientras a su paso huían los principales funcionarios coloniales, alar­mados por el cariz que tomaba la insurrec­ción popular. Túpac Amaru destruía los indignos obrajes en los que habían sucum­bido generaciones de indios, abolía impues­tos y mejoraba las condiciones generales de trabajo. Se produjeron también encuentros armados con los españoles, librándose re­cios combates en los que las fuerzas del inca salían victoriosas".
Pero el ejército español rehizo sus filas y no tardó en organizar una temible ofensiva con un total de casi 18.000 hom­bres. El encuentro decisivo se produjo el 6 de abril de 1781, siendo vencidas las tro­pas del cacique indio, y cayendo preso el mismo Túpac Amaru. El 18 de mayo se llevaron a cabo las ejecuciones contra los nueve principales acusados: José Gabriel Túpac Amaru, su esposa Micaela, Antonio Oblitas (quien había ejecutado al corregidor Arriaga), José Verdejo, Andrés Castelo, Antonio Bastidas, Francisco Túpac Amaru, Toma­sa Condemaita y el hijo del jefe rebelde Hipólito Túpac Amaru.
Uno a uno fueron ahorcados, pero a Francisco e Hipólito previamente les cor­taron la lengua. A Tomasa Condemaita, la mataron mediante el garrote. El docu­mento oficial de la ejecución explicaba se­guidamente: "Luego subió la india Micae­la al tablado, donde asimismo a presencia del marido se le cortó la lengua, y se le dio garrote, en que padeció infinito, porque teniendo el pescuezo muy delgado, no podía el torno ahogarla, y fue menester que los verdugos, echándole lazos al pescuezo, tirando de una y otra parte, y dándole patadas en el estómago y pechos, la acabasen de matar. Cerró la función el rebelde José Gabriel, a quien se le sacó a media plaza. Allí le cortó la lengua el verdugo, y despojado de los grillos y esposas, lo pusieron en el suelo, atáronle a las manos y pies cuatro lazos, y asidos éstos a la cinta de cuatro caballos tiraban cuatro mestizos a cuatro disuntas partes. Espectáculo que jamás se había visto en esta ciudad. No sé si porque los caballos no fuesen muy fuertes o el indio en realidad fuese de fierro, no pudieron abso­lutamente dividirlo, después de un largo rato lo tuvieron tironeando, de modo que lo tenían en el aire en un estado que parecía una araña, en tanto que el Visita­dor, movido de compasión, despachó una orden mandando le cortase el verdu­go la cabeza, como se ejecutó. Después se condujo el cuerpo debajo de la horca, donde se le sacaron los brazos y los pies. Eso mismo se ejecutó con la mujer, y a los demás se les sacaron las cabezas para dirigirlas a diversos pueblos. Los cuerpos del indio y su mujer se llevaron a Picchu, donde estaba formada una hoguera en la que fueron arrojados y reducidos a ceni­zas, las que arrojaron al aire y al riachue­lo que por allí corre. De este modo acabaron José Gabriel Túpac Amaru y Micaela Bastidas, cuya soberbia y arrogancia llegó a tanto que se denominaron reyes del Perú".
A pesar de la ejecución de Tupac Amaru y de su familia, los españoles no lograron sofocar la rebelión. El jefe de la sublevación tenía lazos familiares con los hermanos Catari. El apresamiento de uno de ellos, Tomás, fue una de las tantas chispas que extendieron la rebelión. Después de la ejecución de Condorcanqui, la sublevación continuó, dirigida por Diego Cristóbal, Andrés y Miguel Túpac Amaru y un hermano de Tomás, Julián, recordado como Túpac Catari (otros dos hermanos, Dámaso y Nicolás, habían sido ajusticiados entre abril y mayo). Fue lo que se recuerda como la "segunda fase", que se extendió -con distintas manifestaciones- desde Nueva Granada hasta el Río de la Plata y en la que Andrés se destacó como político (llevó muchos criollos a su causa) y como estratega (recurrió a la hidráulica, desviando el curso de los ríos, para dirigir sus aguas sobre villas sitiadas).
Entre 1781 y 1784 tuvieron en jaque a los españoles, quienes terminaron capturándolos poco a poco con algunos triunfos militares y muchas delaciones. Túpac Catari cayó en 1781: uno de sus colaboradores lo llevó a una emboscada española. Él y su mujer, Bartolina Sisa, corrieron la misma suerte que José Gabriel y Micaela. También fue asesinada una hermana de Catari. 
El destino de Diego Cristóbal fue tan trágico como el de su hermano y el de Túpac Catari: a pesar de una amnistía que hubo en 1782, lo apresaron en 1783 y lo condenaron aunque nunca llegaron a tener pruebas contra él: lo atenazaron con tenazas al rojo y lo colgaron hasta morir.
La lista de las ciudades sublevadas y de los dirigentes que encabezaron las revueltas es extensa. Entre estos últimos, se destacan Vilca Aspasa, quien no creyó en la amnistía y siguió peleando hasta que fue muerto en 1784 y la cacica Marcela Castro. Ambos murieron con horribles suplicios. El saldo de la gran rebelión fue el más impactante de la historia colonial de levantamientos, más de 100.000 muertos de una población de 1.200.000 personas, lo cual provocó un colapso demográfico en el sur andino. Gran parte de las bajas no se produjeron durante las batallas, sino en la represión española posterior que duró varios años. Las medidas de la Corona para evitar que una rebelión de la envergadura de la de Túpac Amaru se repitiera fueron inmediatas. El ministro de Indias José de Gálvez (1720-1787) organizó una gran represión en contra de cualquier aliado de la rebelión, además de los parientes de los dirigentes, inclusive se aplicó el quintado que consistió en ejecutar a cada quinto hombre en las aldeas donde se apoyó a Túpac Amaru.
Dice el profesor de Historia y escritor argentino Felipe Pigna (1959) en su obra "Túpac Amaru": "Todos los historiadores serios coinciden en señalar que se trató del movimiento social más importante de la historia colonial del continente. Y los más recalcitrantes hispanistas admiten que el Imperio corrió un serio riesgo de desaparecer", y agrega más adelante: "A pesar de la barbarie, los asesinos de Túpac Amaru y de su familia ya no podrían descansar tranquilos. Años después de perpetrada su masacre, en todo el territorio americano era otro el catecismo que se leía, eran otras las enseñanzas que se aprendían; la dignidad comenzaba a campear y el habitante originario iba a acostumbrándose a caminar erguido".