28 de septiembre de 2014

Cuentos selectos (X). Ray Bradbury: "El caminante"

Corre la década de los '40. Un joven nacido en Waukegan, Illinois, que había terminado la escuela secundaria en 1938 y se había ganado la vida hasta entonces como vendedor de periódicos, pasaba todo el tiempo posible en las bibliotecas públicas de Los Angeles leyendo a Poe, a Verne, a Rice Burroughs, a Wells, a Steinbeck. Escribía desde niño, incluso publicó su primera historia en una revista de aficionados siendo un adolescente hasta que, en 1941, consiguió que la revista "Super Science Stories" le pagara por el cuento "Pendulum" (Péndulo) que había escrito con un amigo. Su primer éxito literario se lo brindaría Truman Capote (1924-1984) cuando eligió la historia "Homecoming" (Reunión de familia) para publicarla en "Mademoiselle", una prestigiosa revista que se editaba en Nueva York. Entonces se dedicó a escribir a tiempo completo, publicando en diversos medios numerosos relatos breves que, en 1950, serían recopilados en un volumen titulado "The martian chronicles" (Crónicas marcianas) y, al año siguiente, en otro llamado "The illustrated man" (El hombre ilustrado).
Los libros obtuvieron una buena acogida tanto por parte del público como por la crítica, lo que no implicó el desahogo económico para su autor. Un día un editor le espetó con laconismo: "No queremos historias cortas porque nadie las lee, queremos una novela". Ray Douglas Bradbury (1920-2012), de él se trata, no se amedrentó. "Tenía poco dinero -recordaría mucho después-, estaba recién casado y quería escribir, así que iba a un sótano de la Universidad de California en donde había unas máquinas de escribir a las que tenía que ponerle 10 centavos de dólar cada media hora. En nueve días gasté nueve dólares y con eso hice la primera versión de 'Fahrenheit 451'". La novela, cuyo título alude a la temperatura en que el papel empieza a arder, narra la historia de una ciudad del futuro dominada por los medios audiovisuales y en la que están prohibidos los libros, por lo que los bomberos, brazos ejecutores de un Estado totalitario, se encargan de quemarlos.
"Con la punta de bronce del soplete en sus puños, con aquella gigantesca serpiente escupiendo su petróleo venenoso sobre el mundo, la sangre latía en su cabeza y sus manos eran las de un fantástico director tocando todas las sinfonías del fuego y de las llamas para destruir los guiñapos y ruinas de la Historia. Con su casco simbólico en que aparecía grabado el número 451 bien plantado sobre su impasible cabeza y sus ojos convertidos en una llama anaranjada ante el pensamiento de lo que iba a ocurrir, encendió el deflagrador y la casa quedo rodeada por un fuego devorador que inflamó el cielo del atardecer con colores rojos, amarillos y negros. Quería, por encima de todo, como en el antiguo juego, empujar a un malvavisco hacia la hoguera, en tanto que los libros se elevaban convertidos en torbellinos incandescentes y eran aventados por un aire que el incendio ennegrecía". Ante semejante emergencia, un grupo de hombres recluidos en los bosques decide memorizar textos enteros de filosofía y literatura para preservar la cultura.
Mientras tanto las "Crónicas marcianas" llegaban a Argentina en 1955 de la mano de Francisco Porrúa (1922), un visionario editor y traductor literario español que años más tarde editaría obras inmortales como "Rayuela" de Julio Cortázar (1914-1984) y "Cien años de soledad" de Gabriel García Márquez (1927-2014). Él tradujo el libro bajo el seudónimo de Francisco Abelenda y contrató como prologuista nada menos que a Jorge Luis Borges (1899-1986). "¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto -es Borges quien lo hace-, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de terror y de soledad? ¿Cómo pueden tocarme estas fantasías, y de una manera tan íntima? Toda literatura (me atrevo a contestar) es simbólica; hay unas pocas experiencias fundamentales y es indiferente que un escritor, para transmitirlas, recurra a lo fantástico o a lo real".
Luego, con el correr de los años, llegarían entre muchas otras obras las colecciones de cuentos "The golden apples of the sun" (Las doradas manzanas del sol), "The october country" (El país de octubre), "A Medicine for melancholy" (Remedio para melancólicos), "The machyneries of joy" (Las maquinarias de la alegría) y "A memory of murder" (Memoria de crímenes); las novelas "Dandelion wine" (El vino del estío), "Something wicked this way comes" (La feria de las tinieblas), "The Halloween tree" (El árbol de las brujas), "Death is a lonely business" (La muerte es un asunto solitario), "A graveyard for lunatics" (Cementerio para lunáticos) y "Green shadows, white whale" (Sombras verdes, ballena blanca); las obras teatrales "The wonderful ice cream suit" (El maravilloso traje de color vainilla) y "Pillar of fire" (Columna de fuego); y numerosos guiones de películas y series de televisión.
Para Bradbury, la ciencia era un detalle y el futuro era apenas una circunstancia y un lugar a enseñar. Ese porvenir se vislumbró el 7 de agosto de 1951 cuando apareció en la revista "The Reporter" el cuento "The pedestrian" (El caminante). En él se narran los paseos nocturnos que el protagonista, Leonard Mead, suele dar mientras el resto de los habitantes de la ciudad se encuentra en sus casas observando el televisor. En la historia, Bradbury de alguna manera anticipa el sedentarismo de los suburbios de Estados Unidos y la inquietante soledad de esas calles por las que nadie camina. Mead es lo que Charles Baudelaire (1821-1867) caracterizó como un "caminante que pasea por las calles de la ciudad con el fin de comprenderla e interpretarla"; un "espectador urbano, detective aficionado e investigador de la ciudad", como lo definiera Walter Benjamin (1892-1940) o, tal como precisase Susan Sontag (1933-2004), un "paseante solitario que explora, que acecha, que cruza el infierno urbano, el caminante observador que descubre la ciudad como un paisaje de extremos voluptuosos". El cuento aparecería dos años después formando parte del libro "Las doradas manzanas del Sol", un libro que, tal como dijera Bradbury de todos los libros, "tienen dos olores: el olor a nuevo, que es bueno, y el olor a libro usado, que es todavía mejor".

EL CAMINANTE

Entrar en aquel silencio que era la ciudad a las ocho de una brumosa noche de noviembre, pisar la acera de cemento y las grietas alquitranadas, y caminar, con las manos en los bolsillos, a través de los silencios, nada le gustaba más al señor Leonard Mead. Se detenía en una bocacalle y miraba a lo largo de las avenidas iluminadas por la luna, en las cuatro direcciones, decidiendo qué camino tomar. Pero realmente no importaba pues estaba
solo en aquel mundo del año 2052, o era como si estuviese solo. Y una vez que se decidía, caminaba otra vez lanzando ante él formas de aire frío, como humo de cigarro.
A veces caminaba durante horas y kilómetros y volvía a su casa a medianoche. Y pasaba ante casas de ventanas oscuras y parecía como si pasease por un cementerio; sólo unos débiles resplandores de luz de luciérnaga brillaban a veces tras las ventanas. Unos repentinos fantasmas grises parecían manifestarse en las paredes interiores de un cuarto, donde aún no habían cerrado las cortinas a la noche. O se oían unos murmullos y susurros en un edificio sepulcral donde aún no habían cerrado una ventana. El señor Leonard Mead se detenía, estiraba la cabeza, escuchaba, miraba, y seguía caminando, sin que sus pisadas resonaran en la acera.
Durante un tiempo había pensado ponerse unos botines para pasear de noche, pues entonces los perros, en intermitentes jaurías, acompañarían su paseo con ladridos al oír el ruido de los tacos, y se encenderían luces y aparecerían caras, y toda una calle se sobresaltaría ante el paso de la solitaria figura, él mismo, en las primeras horas de una noche de noviembre.


En esta noche particular, el señor Mead inició su paseo caminando hacia el oeste, hacia el mar oculto. Había una agradable escarcha cristalina en el aire, que le lastimaba la nariz, y sus pulmones eran como un árbol de Navidad. Podía sentir la luz fría que entraba y salía, y todas las ramas cubiertas de nieve invisible. El señor Mead escuchaba satisfecho el débil susurro de sus zapatos blandos en las hojas otoñales, y silbaba quedamente una fría canción entre dientes, recogiendo ocasionalmente una hoja al pasar, examinando el esqueleto de su estructura en los raros faroles, oliendo su herrumbrado olor.
"Hola, los de adentro -les murmuraba a todas las casas, de todas las aceras-. ¿Qué hay esta noche en el canal 4, el canal 7, el canal 9? ¿Por dónde corren los cowboys? ¿No viene ya la caballería de los Estados Unidos por aquella loma?". La calle era silenciosa y larga y desierta, y sólo su sombra se movía, como la sombra de un halcón en el campo. Si cerraba los ojos y se quedaba muy quieto, inmóvil, podía imaginarse en el centro de una llanura, un desierto de Arizona, invernal y sin vientos, sin ninguna casa en mil kilómetros a la redonda, sin otra compañía que los cauces secos de los ríos, las calles. "¿Qué pasa ahora? -les preguntó a las casas, mirando su reloj de pulsera-. Las ocho y media. ¿Hora de una docena de variados crímenes? ¿Un programa de adivinanzas? ¿Una revista política? ¿Un comediante que se cae del escenario?". ¿Era un murmullo de risas el que venía desde aquella casa a la luz de la luna? El señor Mead titubeó y siguió su camino. No se oía nada más. Trastabilló en un saliente de la acera. El cemento desaparecía ya bajo las hierbas y las flores.
Luego de diez años de caminatas, de noche y de día, en miles de kilómetros, nunca había encontrado a otra persona que se paseara como él. Llegó a una parte cubierta de tréboles donde dos carreteras cruzaban la ciudad. Durante el día se sucedían allí tronadoras oleadas de autos, con un gran susurro de insectos. Los coches escarabajos corrían hacia lejanas metas tratando de pasarse unos a otros, exhalando un incienso débil. Pero ahora estas carreteras eran como arroyos en una seca estación, sólo piedras y luz de luna.
Leonard Mead dobló por una calle lateral hacia su casa. Estaba a una manzana de su destino cuando un coche solitario apareció de pronto en una esquina y lanzó sobre él un brillante cono de luz blanca. Leonard Mead se quedó paralizado, casi como una polilla nocturna, atontado por la luz. Una voz metálica llamó:
- Quieto. ¡Quédese ahí! ¡No se mueva!
Mead se detuvo.
- ¡Arriba las manos!
- Pero... -dijo Mead.
- ¡Arriba las manos, o dispararemos!
La policía, por supuesto, pero qué cosa rara e increíble; en una ciudad de tres millones de habitantes sólo había un coche de policía. ¿No era así? Un año antes, en 2052, el año de la elección, las fuerzas policiales habían sido reducidas de tres coches a uno. El crimen disminuía cada vez más; no había necesidad de policía, salvo este coche solitario que iba y venía por las calles desiertas.


- ¿Su nombre? -dijo el coche de policía con un susurro metálico.
Mead, con la luz del reflector en sus ojos, no podía ver a los hombres.
- Leonard Mead -dijo.
- ¡Más alto!
- ¡Leonard Mead!
- ¿Ocupación o profesión?
- Imagino que ustedes me llamarían un escritor.
- Sin profesión -dijo el coche de policía como si se hablara a sí mismo.
La luz inmovilizaba al señor Mead, como una pieza de museo atravesada por una aguja.
- Sí, puede ser así -dijo.
No escribía desde hacía años. Ya no vendían libros ni revistas. Todo ocurría ahora en casa, como tumbas, pensó, continuando sus fantasías. Las tumbas, mal iluminadas por la luz de la televisión, donde la gente estaba como muerta, con una luz multicolor que les rozaba la cara pero que nunca los tocaba realmente.
- Sin profesión -dijo la voz de fonógrafo, siseando-. ¿Qué estaba haciendo afuera?
- Caminando -dijo Leonard Mead.
- ¡Caminando!
- Sólo caminando -dijo Mead simplemente, pero sintiendo un frío en la cara.
- ¿Caminando, sólo caminando, caminando?
- Sí, señor.
- ¿Caminando hacia dónde? ¿Para qué?
- Caminando para tomar aire. Caminando para ver.
- ¡Su dirección!
- Calle Saint James 11, sur.
- ¿Hay aire en su casa, tiene usted acondicionador de aire, señor Mead?
- Sí.
- ¿Y tiene usted televisor?
- No.
- ¿No?
Se oyó un suave crujido que era en sí mismo una acusación.
- ¿Es usted casado, señor Mead?
- No.
- No es casado -dijo la voz de la policía detrás del rayo brillante.
La luna estaba alta y brillaba entre las estrellas, y las casas eran grises y silenciosas.
- Nadie me quiere -dijo Leonard Mead con una sonrisa.
- ¡No hable si no le preguntan!
Leonard Mead esperó en la noche fría.
- ¿Sólo caminando, señor Mead?
- Sí.
- Pero no ha dicho para qué.
- Lo he dicho; para tomar aire, y ver, y caminar simplemente.
- ¿Ha hecho esto a menudo?
- Todas las noches durante años.
El coche de policía estaba en el centro de la calle, con su garganta de radio que zumbaba débilmente.
- Bueno, señor Mead -dijo el coche.
- ¿Eso es todo? -preguntó Mead cortésmente.
- Sí -dijo la voz-. Acérquese.
Se oyó un suspiro, un chasquido. La portezuela trasera del coche se abrió de par en par.
- Entre.
- Un minuto. ¡No he hecho nada!
- Entre.
- ¡Protesto!
- Señor Mead...
Mead entró como un hombre que de pronto se sintiera borracho. Cuando pasó junto a la ventanilla delantera del coche, miró adentro. Tal como esperaba, no había nadie en el asiento delantero, nadie en el coche.
- Entre.
Mead se apoyó en la portezuela y miró el asiento trasero, que era un pequeño calabozo, una cárcel en miniatura con barrotes. Olía a antiséptico; olía a demasiado limpio y duro y metálico. No había allí nada blando.
- Si tuviera una esposa que le sirviera de coartada... -dijo la voz de hierro-. Pero...
- ¿Hacia dónde me llevan?
El coche titubeó, dejó oír un débil y chirriante zumbido, como si en alguna parte algo estuviese informando, dejando caer tarjetas perforadas bajo ojos eléctricos.
- Al Centro Psiquiátrico de Investigación de Tendencias Regresivas.
Mead entró. La puerta se cerró con un golpe blando. El coche policía rodó por las avenidas nocturnas, lanzando adelante sus débiles luces. Pasaron ante una casa en una calle un momento después. Una casa más en una ciudad de casas oscuras. Pero en todas las ventanas de esta casa había una resplandeciente claridad amarilla, rectangular y cálida en la fría oscuridad.
- Mi casa -dijo Leonard Mead.
Nadie le respondió. El coche corrió por los cauces secos de las calles, alejándose, dejando
atrás las calles desiertas con las aceras desiertas, sin escucharse ningún otro sonido, ni hubo ningún otro movimiento en todo el resto de la helada noche de noviembre.

10 de septiembre de 2014

La inmortalidad de Bioy Casares (5). Durmiendo al sol (Osvaldo Soriano)

Bioy Casares confesó alguna vez que para él la vida y la literatura eran la misma cosa, que adeudaba tanto a los libros como a su intensa existencia. Siempre admitió no conocer la angustia de la página en blanco. Creyó, además, que el cuento terminaría derrotando a la novela pues puede tener todas las virtudes de la novela sin sus defectos, principalmente, su extensión. En la introducción de sus obras escogidas, que aparecieron bajo el título "La invención y la trama", el escritor y periodista Marcelo Pichón Riviére (1944) dividió la obra del escritor argentino en tres edades narrativas: "En su juventud Bioy Casares se deja dominar por el inventor; en su madurez, por el narrador; en su vejez, por el escritor satírico". Bioy Casares fue parte del corazón de la literatura argentina del siglo XX, llevando adelante una obra que desde "La invención de Morel" abrió caminos imaginativos nunca transitados hasta entonces, permitiéndose una libertad narrativa que cimentó en novelas y cuentos que le valieron el Premio Cervantes en 1990 y el reconocimiento internacional. "Feliz, simpática, satírica, irónica, ligera -dice el poeta argentino Fernando Bogado (1984) en 'Un argentino exquisito'-, la prosa de Adolfo Bioy Casares parece dueña de esa risa que celebra el ingenio verbal y que se entrega a las más diversas ficciones con el objetivo de participar de un juego intelectual. Frente al modelo parco, pero también frente a la idea de que el escritor no puede tener una vida aventurera -en todos los sentidos del término, sentidos que Bioy supo explorar-, la obra y la figura de Adolfo Bioy Casares tal vez está a punto de conocer su momento de mayor gloria, leído completo, sin sombras que se proyecten y con el grado justo de autonomía e independencia que su obra se merece".

Osvaldo Soriano (1943-1997). Narrador y periodista argentino que reflejó con irónica objetividad la realidad de su país. Pasó su infancia y adolescencia en Mar del Plata, su ciudad natal, y en las provincias de San Luis y Río Negro, cuyos paisajes evocaría en su obra y en sus columnas periodísticas. Fue futbolista y, tras variados empleos, se dedicó al periodismo político, deportivo y cultural. Forjado en las redacciones, trabajó en la revista "Primera Plana" y en el diario "La Opinión". En 1973 publicó la novela "Triste, solitario y final", considerada su mejor obra. Tras el golpe militar de 1976 abandonó Argentina. Vivió en México, Bruselas y París hasta su regreso en 1984. Desde entonces y hasta su muerte colaboró en el diario "Página/12". Sus novelas se basan en tramas de trazado muy profundo, a través de una sintaxis y un léxico descarnados, según modelos narrativos que llevan al lenguaje cinematográfico y a la novela negra americana. Su conciencia estilística, articulada para alcanzar normas, temas y mitos colectivos, y su tono narrativo descuidado y elíptico, que le permite su bagaje de nociones y conocimientos comunes, dan una medida exacta de su obra, la que se compone, además de la ya citada, de "No habrá más penas ni olvido", "Cuarteles de invierno", "Una sombra ya pronto serás", "El ojo de la patria", "A sus plantas rendido un león" y "La hora sin sombra" (novelas); y "Artistas, locos y criminales", "Rebeldes, soñadores y fugitivos", "Cuentos de los años felices", "Piratas, fantasmas y dinosaurios", "Arqueros, ilusionistas y goleadores" y "Cómicos, tiranos y leyendas" (cuentos y artículos periodísticos). "Durmiendo al sol" es un texto de Soriano que fue publicado en "Página/12" el 25 de noviembre de 1990 a propósito del Premio Cervantes otorgado a Adolfo Bioy Casares.

Se debe morir de risa, Bioy, ahora que todos se lanzan al elogio y la idolatría. El, que es tímido y despistado, ni siquiera sabía que existe el Premio Cervantes. Le avisaron que lo había ganado mientras dormía cubierto con su poncho en una pieza del hotel, allá en Madrid. Ya los franceses le habían dado la Legión de Honor y los porteños lo habían nombrado Ciudadano Ilustre de Buenos Aires, pero, como ha escrito Vlady Kociancich, hasta ahora se lo había "leído y elogiado en silencio". El Premio Cervantes tiene por lo menos dos ventajas sobre todos los otros: siempre lo ganan los grandes y se lo llevan por razones estrictamente literarias. Pero también tiene un inconveniente: hay que llegar a viejo -pasar los setenta es aconsejable- para que el rey Juan Carlos se decida a reconocer el mérito. Esto excluye a casi todos los fumadores y borrachos empedernidos, salvo Juan Carlos Onetti, que es inmortal.
Bioy Casares ha escrito decenas de cuentos tan inolvidables como "El perjurio de la nieve" y "El atajo" y por lo menos cuatro novelas que quedan como clásicos de la literatura de este siglo: "La invención de Morel", "El sueño de los héroes", "Plan de evasión", "Diario de la guerra del cerdo" y mi preferida, "Dormir al sol".
Si se lo ha leído en silencio, se lo edita en secreto: la semana pasada me fue imposible conseguir "Plan de evasión" en cinco librerías de la calle Corrientes. En la más grande sólo tenían "Dormir al sol" -dos ejemplares- y "La aventura de un fotógrafo en La Plata". Todavía se consigue sin caminar mucho el "Diccionario del argentino exquisito" y unos pocos ejemplares de "La invención de Morel". Que yo sepa, no hay ningún ensayo editado sobre su obra; sólo libros de reportajes y el muy meticuloso "ABC" de Daniel Martino.
De todos los novelistas argentinos, Bioy es el que tiene la obra más vasta y perdurable. Los críticos lo ponían a la sombra de su amigo Borges, y como Bioy Casares detesta mostrarse y hablar de sí mismo, el reconocimiento le llega tardío, un poco ridículo para quienes lo pronuncian. Cuando publicó la exquisita "Aventuras de un fotógrafo..." hubo, incluso, algún joven crítico que le dio consejos sobre el arte de escribir. Suele suceder: en un país donde muchos charlatanes que detestan la literatura se creen tocados por el genio de Bernhard, los cuentos y las afirmaciones de Bioy suenan a fantásticos: "El encanto de la novela es que existan personas reales pero sin embargo inventadas, el encanto de que uno conviva con ellas", decía en 1976. Y también, en 1978: "Nada es indispensable, salvo que el escritor sea humilde y trate de que la lectura sea entretenida".
Con declaraciones como ésas sólo el valeroso rey de España podría premiarlo. Más grave aún: "En cuanto a las novelas que parecen anunciar el fin de la novela, yo creo que más bien anuncian un justificado cansancio por la tesonera y poco sutil busca de originalidades que empezó con el dadaísmo y con el surrealismo. Algún día tendrá que morir esa longeva modernidad".
Al recorrer la recopilación de Daniel Martino, cualquiera se da cuenta de hasta qué punto Bioy les cae pesado a quienes manejan el ilusorio poder de la República de las Letras. Por fortuna ahí están sus cuentos y novelas traducidos a dieciséis idiomas de difícil conquista. Por escritores como Bioy el director de "Libération", Serge July, puede decir: "América Latina no pesa en el mundo, por ahora es una potencia literaria. Se habla mucho de sus escritores. Ellos son los grandes hombres de América Latina".
Nada le cuesta más a un escritor argentino que reconocer los méritos de otro, sobre todo si está vivo y lo tiene cerca: no es casual que Roberto Arlt se haya muerto con fama de analfabeto y que sólo los talentos contemporáneos de Cortázar, Manuel Puig y Juan José Saer -que estaban o están lejos- ocupen las páginas de las revistas literarias y las cátedras de Letras; se admitió a Borges, claro, pero se decía de él que era un escritor extranjero, o del siglo XIX. Bioy Casares, que vive acá a la vuelta, ha sido un hueso duro de roer; "La invención de Morel" o "Dormir al sol" le habrían bastado a un escritor de Francia o de España para ganarse el reconocimiento de su siglo; acá Bioy no terminaba de gustarle a la izquierda -que en otro tiempo hacía los gustos y los prestigios- ni a la derecha, que es demasiado egoísta para elevarlo más allá de un suplemento literario.


Ahora, por fin, logra unanimidad, o casi. Porque Francia y España lo consagran. "El mundo atribuye sus infortunios a las conspiraciones y maquinaciones de grandes malvados. Entiendo que se subestima la estupidez", ha escrito Bioy en el "Diccionario del argentino exquisito". Lo mismo pensaba Cortázar, que lo admiraba como a un maestro. Los dos, alguna vez, escribieron el mismo cuento ("Un viaje o el mago inmortal", en la versión de Bioy; "La puerta condenada", en la de Cortázar) y lo comentaron con entusiasmo en 1973, cuando el autor de "Rayuela" vino a la Argentina. Uno y otro sufrían ataques y desprecios mientras escribían libros que alumbraban con lo fantástico un mundo que según Bioy se "cae en cincuenta mil pedazos".
Después no volvieron a verse. En París, Cortázar lo citaba con tanta admiración que algunos amigos ecuatorianos o chilenos corrían a buscar la edición de "El sueño de los héroes" que publicó Alianza de Madrid y se consigue en la gigantesca librería de la FNAC. Yo había perdido mi biblioteca en la mudanza y a veces lograba que algún amigo me llevara desde Buenos Aires los libros de Emecé.
Años después, en la Feria del Libro, Bioy se me acercó para hablarme con una voz baja y muy bella y quedamos, vagamente, en volver a vernos. Borges vivía todavía y yo no me había animado a conocerlo porque me intimidaba demasiado. Cortázar podía ser hosco y discutido y eso facilitaba las cosas; iba a gritar por Carlos Monzón cuando peleaba en Francia; firmaba petitorios y manifiestos. Imagino, en cambio, un Bioy tan leve y exquisito que me es difícil verlo caminar por los mismos lugares que recorren sus personajes: la calle General Hornos, el parque Chacabuco, el camino de Rauch a Las Flores. Lo veo en su escritorio con los anteojos caídos sobre la nariz y un pesado libro entre las manos. Quizás en la penumbra de un cuarto, con una muchacha de ojos claros, o discutiendo un texto de Carlyle con Silvina Ocampo; en la estancia de Pardo con botas y poncho, aunque no a caballo. En fin, lo veo escribiendo de mañana con una sutil lapicera en un cuaderno que para mí siempre es el mismo.
Me equivoco, sin duda, pero lo pienso feliz, ahora. "La vanidad es incompatible con la dicha", le dijo en una entrevista por teléfono a Carlos Ulanovsky. Y sobre la celebridad: "Con tantos reportajes me siento un charlatán de feria". ¿En quiénes pensaba en esos momentos fugaces? "En Vázquez el farmacéutico, en el panadero de Callao y Posadas, en el diariero de Alvear y Ayacucho".
No es cierto, como quiere la leyenda, que no se lo lea. Se vendieron más de cincuenta mil ejemplares de "Dormir al sol", veinte mil de "Historias fantásticas", quizá cien mil de "La invención de Morel". Ocurre que no lo vemos por televisión ni lo oímos denunciar infortunios; es demasiado pudoroso para suponer que su voz importa tanto como su palabra. "Para sobrellevar la historia contemporánea, lo mejor es escribirla", anotó en sus apuntes.
Regresa en estos días a Buenos Aires. En abril tendrá que volver a España para recibir el Cervantes de manos del rey. "Muchas veces a lo largo de mi vida he soñado con la idea de recibir una noticia que altere mi destino", dice Félix Ramos en "Dormir al sol". Una noticia así, quizás. Este verano Bioy andará desconcertado por esos barrios fantasmales que Arlt y él inventaron. Por ahí caminan sus héroes pequeños, creados con un talento gigantesco, tal vez irrepetible en la vacía posmodernidad. "Me gustaría escribir novelas que el lector recordara como sueños", ha dicho. Justamente, de eso se trata: de Emilio Gauna que recordó su propia muerte; del Perseguido y de Faustine en la isla; de los viejos acosados y de Lucio Bordenave, relojero. Un universo soñado en días de insomnio fantástico, durmiendo a pleno sol.

8 de septiembre de 2014

La inmortalidad de Bioy Casares (4). La polémica sobre la novela psicológica (Blas Matamoro)

De las obras previas al encuentro con Borges, quedan algunas referencias que Bioy hacía cada tanto para explicar los motivos de su lograda paciencia frente a la escritura de una obra literaria: "Prólogo" (1929), "17 disparos contra lo porvenir" (1933), "Caos" (1934), "La nueva tormenta o La vida múltiple de Juan Ruteno" (1935), "La estatua casera" (1936) y "Luis Greve, muerto" (1937). Sobre el final de esta lista, en 1935, ambos comenzaron una colaboración literaria antológica disparada por la redacción en conjunto de un ya legendario folleto de La Martona dedicado a ensalzar las bondades de la leche cuajada. "La invención de Morel" apareció cinco años después de la creación oficial de esta sociedad de escritores. Si el primer Bioy se reconocía como admirador de la prosa explosiva de los escritores de entreguerras, en esta breve novela su estilo fue mucho más medido, puntilloso, tratando de evitar todo patetismo y concentrado en presentar una "trama perfecta", tal como declaró el propio Borges en el prólogo. La novela se convirtió uno de los hitos latinoamericanos de la literatura llamada de ciencia ficción. El tema de la inmortalidad está en su origen, y la fascinación de Bioy Casares por los espejos y el recuerdo de "La isla del Dr. Moreau" de H.G. Wells (1866-1946) y "El castillo en los Cárpatos" de Julio Verne (1828-1905), donde un científico crea un homúnculo y usa técnicas especiales para reproducir figuras humanas, son otras de sus arqueologías. Tras el fallecimiento de Bioy en 1999, "La invención de Morel" pasaría a ser su obra más renombrada, tanto por ser leída en las escuelas de nivel medio como por aparecer como referencia en más de una serie televisiva de culto masivo.

Blas Matamoro (1942). Escritor y periodista nacido en Buenos Aires y residente en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México). Dirigió "Cuadernos Hispanoamericanos" y colabora en diversos medios como crítico literario y musical. En el campo de la narrativa es autor de los libros "Hijos de ciego", "Olimpo", "Viaje prohibido", "Nieblas", "Las tres carabelas", "El pasadizo" y "Los bigotes de la Gioconda". Entre sus ensayos destacan "La ciudad del tango. Tango histórico y sociedad", "Por el camino de Proust", "Jorge Luis Borges o el juego trascendente", "Oligarquía y literatura", "Genio y figura de Victoria Ocampo", "Saint Exupéry: el principito en los infiernos", "Saber y literatura. Por una epistemología de la crítica literaria" y "Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales". El prólogo a "La invención de Morel", un manifiesto borgeano contra el realismo, da pie a una discusión y a nuevas lecturas de esa novela infinita. Así lo entiende y lo analiza Matamoro en "La polémica sobre la novela psicológica", artículo publicado en la revista "Ñ" nº 570 el 30 de agosto de 2014.

Al prologar "La invención de Morel" en 1940, Borges adoctrina acerca del rigor que exhiben las novelas de aventuras y aun las policíacas, de modelo inglés, "novelas-problema" que, estrictamente, no lo son sino cuentos con un solo punto de tensión: la identidad del criminal frente a lo informe de las novelas psicológicas que transcriben la realidad. Sus bestias negras son los rusos -los conocía pobremente, unas pocas páginas de "Los hermanos Karamazov", según atestigua Bioy en sus memorias- y Proust, al que no había leído, según opinión de Victoria Ocampo. En Borges, desde luego, no hay psicología. No es que falte sino que no hay, porque la psicología es proceso y todo proceso es concreto y a Borges lo concreto, a contar de la inmediatez sensible, le es ajeno y no lo necesita.
La polémica quedó abierta. En el estudio de Roger Caillois sobre lo policíaco, incluido luego en "Approches de l'imaginaire" (Acercamientos a lo imaginario) y algún diálogo en "El túnel" de Sabato, que parece una respuesta diferida a aquel prólogo, la oposición sigue y cambia de color. La oposición es ahora entre la "gran" novela y el ejercicio menor que comporta una investigación sobre enigmas que acaban siendo razonables. Bioy, según Borges, escapa a tal riesgo pero "La invención de Morel" es un ejemplo de enigma resuelto razonablemente y es una narración psicológica y una historia de amor (lo señaló en su momento Enrique Pezzoni) y una deriva metafísica sobre la calidad de lo real, tanto de eso-que-está-ahí como de quien lo observa, sombras por ambos lados (lo señaló en su momento Octavio Paz). Y hasta -agrego de mi cuenta- una alegoría histórica.
Más al fondo, la discusión alcanza a la existencia de la realidad como materia del arte, según la formula el realismo, y la posible y paralela existencia de la literatura fantástica. De ésta pienso que es una categoría inoperante, pues toda literatura es fantástica en tanto objetivación de una fantasía. En cuanto a la realidad, empieza por la realidad del texto mismo, hecho de algo tan objetivo y real como lo es el lenguaje. La diferencia, en cuanto atañe a Bioy, radica en que la realidad que interesa al escritor es lo inhabitual y lo extraordinario, excluyendo de éste lo sobrenatural. Los realistas, por el contrario, trabajan con la realidad como lo habitual, ordinario y esperable, partiendo de un pacto supuesto entre texto y lector: ambos conocen la misma realidad y esperan que la escritura la confirme.
En la literatura argentina, la crítica al realismo tiene tradición. Lugones la hace desde el gótico, Poe y la confluencia del naturalismo y el modernismo, el gusto por lo raro, lo escaso, lo excepcional, lo anormal. Cortázar, más tarde, optará por el surrealismo: lo sobrerreal aparece a la mirada atenta que descubre lo inesperado en la expectativa, mediante un instrumento, la palabra escrita, desde luego, pero también o antes, la cámara del fotógrafo, que ve más que el fotógrafo, ilusionado por las babas del Diablo.
Considerar que toda novela psicológica es informe supone cargarse una línea bastante sólida. ¿Informes las novelas de Madame Lafayette, Stendhal, Flaubert, Meredith, Fontane o Leopoldo Alas? Dejo a un lado a los dichosos rusos para no embrollar el discurso. Falta al razonamiento borgeano un elemento esencial a la literatura, un elemento retórico y, como a Borges le gustaría adjetivar, ficticio: la verosimilitud. Una aventura, una pesquisa detectivesca o una historia sentimental valen si el código de lo verosímil que propone el escritor está bien empleado. Tampoco me parece válido pensar que una novela sea una simple o compleja trama, ya que ella existe unida, indisolublemente, a la materia narrada. Para labrar un texto que fuera pura trama formal haría falta un medio insignificante, intraducible, no referencial. Por ejemplo, la música. La palabra es otra cosa, esa otra cosa que habitualmente Borges manejó con extrema pericia.
Apunté antes que "La invención de Morel" es una historia de amor. Digo más: de amor romántico. Es el cuento en que un enamorado de carne y hueso se fascina por una mujer que no lo mira ni le contesta y a la cual no se atreve a tocar. Finalmente, sabe que es un fantasma, una mujer ideal, una idea visible de mujer, para colmo llamada Faustine, en femenino: una discípula del Demonio. Sometida al mago tecnócrata Morel, de quien tal vez sea amante, se refugia en una alcoba para practicar "ménages à trois". Para unirse a ella, el enamorado se hará matar. Los amantes románticos, separados por las peripecias de este mundo, se alían en la muerte, en la wagneriana "Liebestod".
También es "La invención de Morel" una historia psicológica, la de un hombre que, sintiéndose culpable de haber matado a alguien, huye de sus perseguidores y llega a una isla donde prospera una peste mortal. Llega a su Purgatorio y se higieniza con un amor incorpóreo que da sentido a una muerte con aura de suicidio.


¿Puede reducirse este libro a una trama pura y abstracta como si fuera un relato que nada relata, un relato fetiche que sólo vale por lo que es y no por lo que hace decir a los lectores? Se ha entendido que Morel evoca a Tomás Moro y que su isla es una irrisión de la isla utópica, a su vez ironizada por Wells en la isla del doctor Moreau. Desde luego, la mecanización fantasmática de la vida como un artefacto perfecto que, al revés de la historia, transcurre sin pasar porque lo signa la repetición del eterno retorno, todo eso puede ser una reminiscencia del país llamado Utopía. Pero hay algo más, y es la alegoría histórica que puede leerse si fechamos su ejecución.
¿Qué tal si admitimos que la isla de Morel alude a la Argentina de 1940? En la tierra firme de la historia está ocurriendo la mayor catástrofe hasta ahora registrada en el planeta, la Segunda Guerra Mundial. Para los autómatas de Morel, tal lejanía referencial no existe. El es el amo del cuento, el fundador del sistema que ha convertido a sus descendientes en una población de fantasmas, encargados de reiterar unas escenas deleitables del pasado, con fox-trots y pasodobles como fondo musical. Un pasado que se niega a pasar y a convertirse en historia porque vuelve a su comienzo para llegar a su término que es su comienzo. La historia está compuesta de eventos singulares, irrepetibles, concretos, productos y víctimas del "momentum", la aparición y la destrucción seguida de otra aparición y así sucesivamente. Por eso da lugar al relato, para perpetuar lo que ha pasado, lo que es el pasado y evitar su disolución en el tiempo. La isla de Morel, como la Argentina posterior a la crisis del Treinta, que es la crisis de la Argentina del Ochenta, del país fundado por Morel, es un pantano histórico, una isla de marismas donde crecen vegetaciones salvajes y una máquina infernal reitera escenas sin fecha, escenas que juegan a una ficta inmortalidad.
Entonces: la cuestión que plantea Borges, la realización de una novela de aventuras con una trama interesante, lleva a preguntarnos si es posible contar una historia que no sea un episodio de la Historia, lo que le ocurre a un escritor -Adolfo Bioy Casares, digamos- y lo que nos ocurre a todos. Dicho con cierto énfasis bombástico: la universalidad de la literatura. Por insistir en sus ejemplos: "El proceso" de Kafka -libro informe, si me apuran, inconcluso- es un cuento interesante que nos permite reflexionar, por ejemplo, sobre la legalidad de la Ley. Y "Una vuelta de tuerca" de Henry James, más que una ingeniosa trama -tiene varias, dicho sea de paso, tejidas de ambigüedad- se monta sobre la psicología perversa de la infancia, capaz de seducir y aterrorizar a una institutriz mayor de edad. Y así, según el juicio ya citado de Octavio Paz, el amor del narrador por Faustine es una percepción privilegiada de la calidad metafísica de nuestra vida en la historia. Lo que vemos son sombras porque somos unas sombras. Pero no las que arrojan una piedra o un árbol, pues somos unas sombras que dejamos nuestros signos en la superficie de la piedra y en la corteza del árbol.
Había una vez unos escritores realistas que se instalaban muy seguros de su realidad al transcribirla en sus libros. Y hubo otra vez en que unos escritores no realistas se instalaron en la realidad que construían sus libros. Y hay ahora unos lectores que construimos con todos ellos esa cosa inconclusa, episódicamente formal y perpetuamente informe que llamamos nuestra realidad histórica.

6 de septiembre de 2014

La inmortalidad de Bioy Casares (3). Un invierno memorable (Aníbal Jarkowski)

Veinte años después de la muerte de Borges, una editorial argentina puso en circulación un obeso volumen de mil setecientas páginas en el que Bioy Casares gastó los dos últimos años de su vida en la puesta a punto del quizás mejor retrato íntimo de su amigo. Dice el ensayista y editor colombiano Harold Alvarado Tenorio (1945): "Es asombroso certificar la incansable voluntad de Bioy por no dejar pasar detalle de lo que Borges le cuenta, le comenta, le trasmite en llamadas telefónicas, sobre su extenso círculo de amistades. Bioy, entre líneas, va dejando sentado que Borges tiene una puritana antipatía por los temas amorosos y la incomodidad que siente ante las alusiones literarias a la vida sexual, justificando muchas veces que lo erótico es inferior a lo épico". Así, Bioy recuerda las mujeres que le habían interesado al autor de "Fervor de Buenos Aires": Haydee Lange (1902-1970), la bella pelirroja libertina que fue una de las pasiones de madurez de Borges; Silvina Bullrich (1915-1990); Susana Soca (1907-1959); María Kodama (1937), con quien se casó por poder cuarenta y cinco días antes de morir; y Estela Canto (1919-1994), a quien Borges dedicó "El Aleph" y le regaló el manuscrito que luego ella vendería en una subasta pública. A ella, a pesar de todo, Bioy la consideró "un pilar de la rectitud".

Aníbal Jarkowski (1960). Escritor y ensayista nacido en Lanús, provincia de Buenos Aires. Desde 1986 es docente de la cátedra de Literatura Argentina II de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Publicó artículos en revistas como "Crisis", "Punto de Vista" y "Cuadernos Hispanoamericanos". Como crítico literario ha prologado varias antologías de autores argentinos y publicado artículos sobre Ricardo Güiraldes (1866-1927), Oliverio Girondo (1891-1967), Ezequiel Martínez Estrada (1895-1964), Roberto Arlt (1900-1942), David Viñas (1927-2011) y Manuel Puig (1932-1990), entre otros. Es autor de las novelas "Rojo amor", "Tres" y "El trabajo". En "Un invierno memorable", artículo aparecido en el nº 570 de la revista "Ñ" el 30 de agosto de 2014, Jarkowski se pregunta se fue Estela Canto la verdadera autora de "Luz era su nombre", la novela que conquistó en 1961 a un jurado integrado, entre otros, por Eduardo Mallea (1903-1982), Borges y Bioy Casares.

En su edición de 1961, el Premio Literario del diario "La Nación" ofreció 100.000 pesos a la "mejor novela inédita". Los originales debían tener una extensión aproximada a las cien páginas y los consideraría un jurado compuesto por Borges, Bioy Casares, Eduardo Mallea, Carmen Gándara y Leónidas de Vedia, quien por entonces dirigía el suplemento de cultura. El trabajo de los jurados ocupó algo más de tres meses. No es posible reconstruirlo en todos sus pormenores, aunque leyendo entradas del diario íntimo de Bioy puede saberse, por ejemplo, que el 20 de mayo recibió los originales en su casa y cuatro días después Borges y él comenzaron a leerlos. Para mediados de julio Bioy registró un curioso episodio. En el concurso de cuentos de "Vea y Lea", donde Borges y él habían sido jurados, el fallo asignó los dos primeros premios a sendos relatos que pertenecían a un mismo autor, Rodolfo Pérez Zelaschi. Para Bioy la cuestión comportaba una contrariedad ya que todo el mundo condenaría el hecho de que el autor se hubiese presentado con dos seudónimos, aunque la coincidencia, por desgraciada que fuese, indicaba que el jurado tenía "un gusto y un criterio seguros" si había premiado "dos veces al mismo autor, entre trescientos".
Más allá de ese episodio, cada noche, después de comer, Borges y Bioy continuaron su trabajo. En una ocasión, "después de eliminar ocho o diez originales", dieron con una novela cuyo narrador decía de un personaje que "cloqueó". Borges, "llorando de risa" comenzó a simular cloqueos y vaticinó que, en unas pocas páginas, el personaje pondría un huevo; luego, más sereno, observó que al escribir era legítimo ser expresivo, aunque "no tanto". Unos días más tarde encontraron "una buena novela para el concurso". Su título era "Luz era su nombre" y un indicio de su valor fue que discutieron acerca de los personajes "como si fueran reales". Para el 10 de agosto dieron con otro original que podía competir con el primero, lo que resultaba un módico consuelo ya que "en ciento ochenta novelas" sólo habían distinguido tres que merecían atención.
La noche siguiente deparó otra sorpresa; terminaron de leer "una novela no del todo mala". A juicio de Bioy el libro era "inferior al absurdamente titulado 'Luz era su nombre'", pero la lectura en común le sirvió para verificar con qué intensidad los reparos de orden moral determinaban los juicios estéticos de Borges. "Cuando leemos un capítulo en que varios personajes, en una inacabable noche de borrachera, se acuestan con la misma muchacha (un capítulo bastante bueno), Borges comenta: 'Esto no lo vamos a poder premiar. Nadie lo va a premiar'. Yo me digo: 'Aunque es verdad lo que dice, lo dice protestando el propio disgusto. Es él quien no querría premiarlo'". Sin que Bioy registre nuevos sobresaltos, el 27 de agosto ya no tienen originales para leer y conversan sobre la posibilidad de preparar "antologías de cuentos extraños"; recuerdan uno acerca de un restaurante donde sirven carne humana pasándola como si fuese de cordero.
El 5 de septiembre los jurados, con excepción de Gándara, se reunieron en las oficinas del diario. Borges y Bioy expusieron su opinión sobre quién debía ganar el premio. De Vedia se limitó a repetir, como si también fuesen suyos, los elogios que los dos amigos aplicaron a distintos originales. Mallea, por su parte, siguió su propio criterio y no vendió "su alma". Al fin, el jurado determinó por unanimidad que los 100.000 pesos debían ir para el autor de "Luz era su nombre". Cuando un escribano rasgó el sobre que guardaba los datos personales se reveló que era una mujer, Silvia Moyano del Barco. La novela se publicó por entregas en el diario a partir del 12 de noviembre y, en agosto del año siguiente, en forma de libro.
Aunque nadie creyó nunca que pudiera ser un buen negocio reeditarla, "Luz era su nombre" es una buena novela; sencilla en el estilo, ordenada en el desarrollo del argumento, eficaz en la elección de sus procedimientos formales e inquietante en su respuesta a la pregunta de hasta qué punto se puede maltratar a un tonto. Humberto Ventozzi es un mecánico de veintidós años que viaja a Buenos Aires para probar suerte en el ambiente del cine presentándose -igual que un escritor a un concurso- con un seudónimo, Camilo Larrañaga. Después de unos meses en una pensión miserable y dilapidar sus ahorros de años, no ha conseguido nada de lo que buscaba al dejar su pueblo y hace un último intento antes del regreso. Se ve como un "joven culto, serio, de temperamento artístico" y entonces envía una carta a una revista de contactos sentimentales donde se ofrece a alguna mujer "con intención de casamiento". Cupidum S.R.L., un simulacro de empresa que vive de esquilmar a solitarios incautos, responde a la carta, lo cita en una oficina del Centro y, a cambio de 500 pesos, lo pone en contacto con Adelina Güemes. A partir de entonces la mujer, arreglada con la empresa para que Ventozzi se endeude, le impone sucesivos caprichos y desaires hasta llevarlo a la desesperación.
Es comprensible que Borges y Bioy, al terminar de leer el original, discutieran acerca de la realidad de los personajes. Los maltratos crecientes que ella le impone y a los que él se somete aproximan la relación cada vez más a lo inverosímil, situación con la que cualquier lector que alguna vez se haya enamorado puede identificarse. No se trata de una obra maestra, aunque sí de una muy buena alumna. Su autora sabía que semejante argumento podía llevarse bien con la extensión de una novela corta, como lo exigía el concurso. Entendía la curiosa simpatía que puede despertar el enamorado bobo y la conveniencia de aplicar cualidades equívocas, contradictorias a la mujer idealizada. Sensatamente optó por la narración en primera persona para representar a un sujeto patético y comprendió el beneficio de no abundar en extravagancias sino desarrollar algunas con cuidado como, por ejemplo, hacer de una playa luminosa un lugar siniestro y hostil para el amor.
Cuando "Luz era su nombre" se publicó como libro, la editorial Kraft, a falta de datos biográficos relevantes de su autora, se atuvo a señalar en la solapa que "el último concurso de novelas cortas realizado por el diario 'La Nación' reveló a una escritora argentina de singular calidad". La observación no parecía falsa; Moyano del Barco tenía treinta y cinco años y era tan argentina como inédita. Quienes la conocían sabían que era profesora de escuela secundaria, pero a nadie se le habría ocurrido que, además, escribiera. Recién estaba en medio del camino de la vida, pero nunca más volvió a publicar. Después de firmar esa novela y cobrar los 100.000 pesos del premio, "su nombre y producción se perdieron en la oscuridad del olvido".
Un domingo de 1963 Bioy y Borges fueron a San Isidro para compartir la tarde con la "troupe" de Victoria Ocampo y unos ocasionales visitantes alemanes. De regreso, llevaron con ellos a Alicia Jurado, quien debió aprovecharse de la intimidad que ofrecía el auto para contarles que Estela Canto -conocida de los tres y objeto del amor de Borges entre 1944 y 1946- la había visitado y revelado que "entre ella y su hermano Patricio escribieron 'Luz era su nombre'". Habían distribuido distintos elementos -temas, tipos, símbolos, espacios- del gusto de cada uno de los jurados aunque, entendiendo que su condición de comunistas les impedía presentarse al premio, propusieron a Moyano del Barco -quien "por bruta no se negaría"- que prestara su nombre como autora del original; en el caso de ganar el concurso, dividirían el dinero con ella.
Borges rechazó de plano esa posibilidad; semejante deliberación al escribir le parecía inverosímil y la fábula pergeñada por Canto, en lugar de revelar ninguna astucia, mostraba que era "una sonsa". Bioy, por su parte, lamentó que un ardid tuviera como supuesto el prejuicio de que él y Borges serían capaces de impugnar a un autor por sus ideas políticas; para que toda duda quedara disipada recomendó a Jurado que pidiera a Golly Moyano algún otro manuscrito y lo cotejara con la novela, pero Jurado se negó a algo tan razonable. "Por nada voy a llamar a esa mujer".


Años más tarde, en abril de 1966, Borges se encontró con Estela Canto. Ella insistió en que junto a su hermano fueron los verdaderos autores de la novela premiada; ella había elaborado el argumento y Patricio lo había redactado. Borges volvió a rechazar lo que seguía creyendo una mentira. Por lo demás, no le interesaba conversar sobre el asunto; no se le ocurría que "personas incapaces de escribir libros para sí los escribieran para otros" y entendía que el libro, que ella juzgaba "extraordinario", en realidad era "bastante malo". El encuentro con Canto fue penoso para Borges, aunque a partir de él se le ocurrió el argumento para un posible cuento. En ese relato, un verdadero escritor se vengaba de un amigo regalándole un original para que lo firmara como propio. La consecuencia sería que a partir de entonces la vida del otro sería una sucesión de penurias, porque todos esperaban de él que escribiera sobre una y otra cosa y él nunca podría hacerlo.
Se escribió que "en la nouvelle, de cinco capítulos, cada uno de ellos estaba escrito a la manera y el gusto de los respectivos jurados para conquistarlos"; que con ese fin "incluía una cita de Dante para Borges, una discusión sobre arte, literatura y moral para Mallea y un verso de Gándara para Gándara"; que los hermanos Canto "pusieron un poco de suspenso y de acción policial para Borges y Bioy, un poco de religión para Carmen Gándara, un poco de interpretación del país para Mallea", lo que indica no sólo una divertida galería de clisés, sino que además varios dieron por cierto que Estela y Patricio Canto fueron los verdaderos autores sin la necesidad de leer siquiera la novela. "Luz era su nombre" no tiene cinco capítulos, sino once partes centrales y un epílogo; no ofrece discusiones estéticas ni interpretaciones del país -que resultarían inverosímiles-, y la cita corresponde a un autor todavía más vasto que Dante, ya que fue tomada del "Génesis". La lectura de la novela efectivamente permite distinguir apelaciones a favor de los jurados; en particular a tres de los cinco. La playa hostil, algunos motivos clásicos del relato policial, el tipo del enamorado bobo, la ridiculización de lugares comunes del machismo, el registro de pintorescos clisés lingüísticos convocan, junto a otros, hábitos de la literatura de Bioy. El retrato final de Adelina -"llevaba una vida retirada, casi modesta"; se dedicaba a "actividades artísticas y caritativas" y por discreción ocultaba sus donaciones a un asilo de niños huérfanos- y, en particular, la notable densidad simbólica que adquiere una "crucecita" con la que se la identifica, parecen premeditadas ofrendas para la satisfacción de una mujer como Gándara.
Más compleja, más inquietante, es la estrategia con la que la novela interpela a Borges, ya que no parece buscar nada más su aprobación como jurado, sino también ofrecerle el registro de una serie de intimidades que nadie más que él podría reconocer como idénticas a las del vínculo que, muchos años antes, había mantenido con Estela Canto. En cuanto a lo primero, la patética idealización de la figura de Adelina resulta equivalente a la que el narrador de "El aleph" aplica a Beatriz Viterbo, y es arduo no advertir que la "crucecita" de Adelina es la manifestación de un zahír, un mágico objeto indistinto que ocupa la atención y la memoria del narrador. Respecto de lo segundo, en cambio, distintas señas hacen referencia a íntimas cualidades de la relación entre Borges y Canto, tal como ella las recuperó en "Borges a contraluz", el libro que publicó en 1989. Los perfiles feministas de Adelina, su elogio de la aventura y su correspondiente desdén hacia ideales consolidados -la veneración de los hombres por la virginidad de las mujeres, por ejemplo-, la naturalización de una pasión consanguínea entre una tía y su sobrino -que establece consonancias, al mismo tiempo, con la de Beatriz Viterbo por su primo Carlos Argentino Daneri y la de Estela por su hermano Patricio- son algunos de los rasgos de un retrato que la autora de "Luz era su nombre" deslizó en la novela de suerte que nadie más que Borges pudiera reconocerla por debajo del seudónimo.
Cuando Hugo Beccacece escribió que "por una cuestión ética" Estela Canto "incurrió en un error que le costó caro", parece de lo más probable que hacía referencia tanto a que, por obediencia a principios partidarios, necesitó a Moyano para presentarse a un premio convocado por "La Nación", como a que el plan quedó en evidencia muy rápido y una silenciosa y enérgica sanción cayó desde entonces sobre su carrera literaria. Hacia 1961, Canto ya había publicado cinco novelas, una colección de cuentos y ganado algunos premios, entre ellos el Municipal de Literatura de 1945. Era una escritora de lo más solvente para llevar a los hechos un plan que, para alguien de escaso talento, resultaba inaccesible. No incurrió en plagio, pero acometió una empresa -presentarse a un concurso considerando el gusto de los jurados- que acaso sea más frecuente de lo que se cree y bastante razonable si se considera, por ejemplo, el dinero que cuesta imprimir, triplicar y enviar originales que casi siempre tienen al fuego por destino. Borges, por su parte, ganó numerosos premios, pero no se tiene noticia de que se haya presentado a concursos literarios.

4 de septiembre de 2014

La inmortalidad de Bioy Casares (2). Releer al cuentista (Elvio Gandolfo)

Bioy Casares fue un escritor coherente, dotado de un mundo propio, de claves precisas, de escritura sui generis con una nutrida producción literaria (novelas, cuentos, ensayos) que la crítica comenzó a valorar sobre todo a partir de los años '80 y más aún hoy al cumplirse el centenario de su nacimiento. Su escritura fue sinónimo de vida, sin que la fantasía que la caracterizó le restase ni un ápice de frescura, o, como describiese el escritor argentino Manuel Peyrou (1902-1974): "la literatura continuamente se renueva, descubre insospechados matices, está a punto de confundirse con la vida, o por lo menos, de correr a su lado, de mantener su ritmo insostenible". En 1962, en una charla con estudiantes de la Universidad del Mar del Plata, dijo Bioy Casares: "Cada vez que escribo me ocupo de las cosas de mi tiempo, las discuto, las defiendo o las ataco; pero lo que me mueve a escribir es generalmente una vislumbrada situación de la comedia humana o una situación fantástica o poética; rara vez es un propósito político. Se equivocaría quien suponga por esto que estoy en una torre de marfil, alejado de la vida. Para mí, vida y literatura fueron siempre una misma cosa. La literatura, denominación ingrata por sus asociaciones con la pedantería de escolastas y de escritores, para mí se confunde con los momentos más intensos de mi vida".

Elvio Gandolfo (1947). Nacido en San Rafael, Mendoza, a muy corta edad se trasladó a Rosario, donde dirigió con su padre la revista literaria "El Lagrimal Trifurca". Luego fue colaborador de la revista "El Péndulo" y escribió notas culturales en distintos semanarios y diarios de Montevideo y Buenos Aires, ciudades en donde reside alternadamente. Ha realizado numerosas traducciones, entre otras de William Shakespeare (1564-1616), Pierre Choderlos de Laclos (1741-1803), Henry James (1843-1916) y Tennessee Williams (1911-1983); y compilado varias antologías de géneros como el relato policial, la ciencia ficción y el suspenso. Es autor de varios poemarios, de tomos de ensayos y de crónicas, de las novelas "Boomerang" y "Ómnibus", y de los libros de cuentos "La reina de las nieves", "Caminando alrededor", "Sin creer en nada", "Rete Carótida", "Dos mujeres", "Ferrocarriles Argentinos", "Cuando Lidia vivía se quería morir" y "The book of writers". En el artículo "Releyendo a Bioy", publicado en el nº 570 de la revista "Ñ" el 30 de agosto de 2014, Gandolfo se pregunta qué libros atesoramos de un autor y por qué, y evoca sus encuentros con Bioy Casares y sus razones para elegir ciertos relatos.

Cuando voy a fijarme en la biblioteca qué es lo que guardé de Adolfo Bioy Casares para releer de su narrativa, hay dos libros: "La trama celeste" en edición de Alianza, y "El héroe de las mujeres" en reedición de Emecé (la abro, y se desencuaderna de inmediato). Cuando les leo el índice, me doy cuenta del motivo para guardarlos: en "La trama celeste", muy poco original en la elección, siempre admiré "En memoria de Paulina", el relato donde mejor ejerció el arte de la prestidigitación a pleno, no sólo para contar el tema del amor engañado por sí mismo, sino también por la mezcla rigurosa, no esforzada, del espacio y el tiempo. Es un clásico a secas. Veo que en el mismo libro incluye dos cuentos muy citados, "La trama celeste" y "El perjurio de la nieve". Pero ambos me siguen pareciendo menores en relación a "En memoria de Paulina".
En "La trama…", mientras uno lee, admira el cruce de referencias, la construcción de un mundo paralelo, otro. Pero cuando termina me desilusiona un poco el cuento dividido en un trayecto de ida y otro de vuelta, en especial si son historias de fantasía o ciencia ficción. Hasta la mitad avanza en una dirección, de allí en adelante recorre el camino al revés, como un recurso autoral, mecánico, más que generado por los personajes. En "El perjurio…", en su cuidadosa construcción de un misterio policial mezclado con lo fantástico, reaparece el orgullo excesivo del armado (el cruce de voces narrativas, por ejemplo), de la técnica. No sé qué pensé cuando lo leí por primera vez, pero ahora no puedo dejar de advertir la huella fuerte de las novelas-problema inglesas que Bioy y Borges tienen que haber leído mientras dirigían la colección de policiales "El séptimo círculo".
"El héroe de las mujeres" incluye otro texto disfrutable: "Una guerra perdida". Breve, irónico, con una distancia difícil de mantener: el tono del mujeriego (o "langa") resignado a ser asediado no por otros hombres sino por un curso de fijación de médanos, con el latido de los textos al parecer nimios por la extensión, que reinician su magia en la lectura ("Continuidad de los parques" de Cortázar, "El predicador y la isoca" de Hebe Uhart). Pero al ver el índice recuerdo que también lo guardé por "Lo desconocido atrae a la juventud" y su "efecto Rosario". Es un cuento con uso sereno de lo arcaico; a la ciudad le llaman "el Rosario". Al joven protagonista su encuentro con esa ciudad lejana en el tiempo (tranvías, mafia provinciana y lecherías) le permite crecer, con ayuda sobrenatural y femenina.
Al pensar en esta nota, y al ver "El lado de la sombra" a buen precio en la sólida edición de Tusquets, lo compré. Sobre todo para releer "Cavar un foso". Ahí Bioy parece hacer resonar una cuerda oculta de "El séptimo círculo": sus pocos títulos de "serie negra". El cuento es una especie de homenaje a las dos grandes novelas de James Cain ("El cartero llama dos veces", "Pacto de sangre"). Hay una pareja que ama y odia, un crimen violento por el eterno dinero, autos y carreteras, y final de destino fatal, aquí indicado por Bioy, más que expuesto.
No guardé ninguna novela. Como todos, oí hablar de la fama de "La invención de Morel". Cuando hice un extenso inventario de "La novela nueva en Argentina" en 1968, incluí a Bioy por él. Reconocía que ese libro de los años '40 encajaba bien en la difusión posterior general del "nouveau roman" francés (lo sigo pensando). Pero el último párrafo comenzaba: "La novela extrae su virtud y su defecto de su carácter cerrado, circular". Hace unas semanas la vi reeditada en una colección de bolsillo "del centenario" cuyas tapas parecen afiches circenses. Confieso (término del periodismo que me encanta porque sugiere mucho más de lo que dice) que me resultó impenetrable. La abandoné después de cuarenta páginas. Había leído en cambio con asombro, después de aquel balance, "Plan de evasión": con parámetros semejantes (universo cerrado, personaje central tipo "doctor loco"), era más existencial y angustiosa.
Con rubor reconozco que leí "El sueño de los héroes" hace apenas un par de años, después de un tiempo largo en la biblioteca (en edición de La Nación). Con rapidez digo que me pareció por cierto la chance de su gran novela, arruinada por un final de cuento trabajoso. Leí sin tropiezos "Diario de la guerra del cerdo" y "Dormir al sol", pero supe ya entonces, al cerrarlas, que no volvería a abrirlas. Es un mecanismo o manía de mi forma de leer que me permite mantener la cantidad de libros bajo control, con sangrías constantes, mediante venta o canje. Una vez más, confieso que sufrí una distracción. Guardo también, desde hace años, "Un campeón desparejo", que siempre me sorprende. Es una novela tan delgada que le cuesta tener lomo. Despliega sin embargo un recorrido de Buenos Aires minucioso y múltiple, con uso de esa "lengua popular" que Bioy reconstruye con pasión de arqueólogo. Los recorridos son abundantes porque el protagonista es "taximetrero". Hay un truco fantástico menor (un líquido que multiplica la fuerza), y sobre todo una historia de amor perdido que se frustra porque el hombre que la busca, al encontrarla hace lo que no debe, y la pierde del todo.


Las dos veces en que me crucé con Bioy Casares fueron en los años de su vejez. Una vez lo vi avanzar paso a paso por la Feria del libro, acompañado por una enfermera vestida con elegancia. Me llamaron la atención sus zapatos a la vez finísimos (como escritor, los consideré de inmediato italianos) y gastadísimos. La segunda vez fue en Montevideo, en la que tal vez haya sido su última visita a la ciudad. Intercambiamos algunas frases en un sitio incomodísimo, lleno de gente. Yo había ido no a entrevistarlo sino a darle algunas puntas a una entrevistadora poco conocedora de su obra. El encuentro inalterable fue posterior. Bioy ya se veía endeble, cuidadoso en los movimientos, pero entero. A poca distancia del diario donde yo trabajaba, en una calle lateral, un cine había sido reemplazado por un templo evangelista. Ahí estaba Bioy erguido, atento, con una libretita en la mano. Lo observé sin que me viera, copiando la inextricable frase promocional: "Asamblea general de milagros".
Ese es otro plano de él que me ha hecho guardar algunos libros más: "Descanso de caminantes" (supuestos "diarios íntimos", más bien colección de hechos pequeños y docenas de citas de libros o "tomadas del natural"), "La otra aventura" (ensayos) y "Palabra de Bioy" (una distendida, extensa y jugosa entrevista con Sergio López), cuya foto de tapa (en blanco y negro, apoyado en un bastón) me trae de inmediato a la memoria el Bioy que pasó por Montevideo.

2 de septiembre de 2014

La inmortalidad de Bioy Casares (1). Lo fantástico cotidiano (Pablo De Santis)

Este año es el centenario del nacimiento de Adolfo Bioy Casares (1914-1999), un degustador de la literatura que cautivó magistralmente con sus escritos. "Seductor y tímido, recluido en sus pasiones (los libros, las mujeres, los viajes, el campo) -dice la periodista argentina Silvia Hopenhayn (1966) en un artículo publicado en el diario 'La Nación' el 5 de febrero del corriente año-, no buscó deslumbrar con lo propio sino resaltar lo hallado. Más allá de su obra -por momentos, estremecedora, irónica y punzante-, participó de la difusión de textos geniales". En efecto, Bioy colaboró en 1950 en la edición de los "Clásicos Jackson" dirigida entre otros por el escritor mexicano Alfonso Reyes (1889-1959) con sendos tomos sobre poetas líricos ingleses. Junto con Silvina Ocampo (1906-1993) y Jorge Luis Borges (1899-1986) fue autor de la mítica "Antología de la literatura fantástica" de 1940. Con Borges rastreó los orígenes textuales de los conceptos del cielo y del infierno en el "Libro del cielo y del infierno" de 1960, una selección de fragmentos de libros de, entre otros, Francisco de Quevedo (1580-1645), John Milton (1608-1674), Emanuel Swedenborg (1688-1772), George Bernard Shaw (1856-1950), Bertrand Russell (1872-1970), Carl Gustav Jung (1875-1961) y Franz Kafka (1883-1924). Su afán de compartir excedió la antología: llegó a escribir con Borges las "Crónicas de Bustos Domeq", y con la Ocampo la novela "Los que aman, odian". "Su propia obra es frondosa, risueña, levemente oscura, plagada de mujeres temidas o temblorosas, probables fantasmas de sueños incunables -añade Hopenhayn-. Más que al fantasma mismo, Bioy apuntó a su creador, a preguntarse en medio de un cuento: ¿de quién es este fantasma?". De estos espectros sutiles y sentimentales está hecha su obra fantástica. "La invención de Morel", obra con la que inauguró su carrera literaria en 1940, marcó la irrupción de Bioy en un género que asomó de manera intermitente en sus novelas y que ocupó un lugar central en su obra cuentística.

Pablo De Santis (1963). Licenciado en Letras por la Universidad Nacional de Buenos Aires, comenzó su carrera escribiendo guiones de historietas. Trabajó durante muchos años como periodista y escribiendo para la televisión. Es autor del libro de cuentos "Espacio puro de tormenta"; de las novelas "El palacio de la noche", "Desde el ojo del pez", "Enciclopedia en la hoguera", "El inventor de juegos", "Páginas mezcladas", "Filosofía y Letras", "La traducción", "El teatro de la memoria", "El calígrafo de Voltaire", "La sexta lámpara", "El enigma de París", "Los anticuarios", "Crímenes y jardines" y "Trasnoche"; y de los libros de ensayos "Rico Tipo y las chicas de Divito" y "La historieta en la edad de la razón". El artículo "Lo fantástico cotidiano" apareció en el nº 570 de la revista "Ñ" el 30 de agosto de 2014.

Desde la publicación de "La invención de Morel" en 1940 hasta sus últimos libros, escritos al filo del siglo y de su vida, Adolfo Bioy Casares se dedicó a imaginar cosas imposibles, y a hacernos creer esos prodigios. Este aspecto de la narración lo obsesionó más que ningún otro: cómo dar verosimilitud a lo fantástico. En diálogo con Fernando Sorrentino ("Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares"), Bioy esboza con claridad este rasgo de su estética: "Parecería que, con el tiempo, nosotros hemos comprendido que en la literatura fantástica la elocuencia se consigue restándole casi importancia al hecho fantástico y que éste aparezca un poco mezclado con la realidad y que pueda haber una duda hasta qué punto es fantástico o no. Porque, si no, el lector no nos acompaña en la credulidad; si siente que algo es completamente irreal entonces no puede leerlo".
Bioy escondió sus primeros seis libros con celo ejemplar, y es probable que ese celo estuviera justificado. Le toca a "La invención de Morel" inaugurar su literatura. En términos estrictos, no es una novela fantástica sino de ciencia ficción, porque tiene una máquina en su centro. Pero la ciencia ficción y lo fantástico no representan sólo causalidades diferentes, lógicas diferentes, sino también sensibilidades distintas. Y en cuanto a sensibilidad, "La invención de Morel" pertenece al universo de lo fantástico. Porque la ciencia ficción ha preferido siempre la sátira a la tragedia, el mañana al pasado, la sociedad al individuo. Y "La invención de Morel" nos habla de la tragedia, del pasado y del individuo. Su tema, como es habitual en la obra de Bioy, es la mujer perdida y, en definitiva, la soledad del héroe.
Recordemos su argumento: un fugitivo arriba a una isla poblada por desconocidos. El fugitivo es venezolano; los otros, canadienses de habla francesa. Al principio el náufrago se esconde, y en sus horas de espía llega a enamorarse de una mujer hermosa a la que sólo puede contemplar. Al cabo de un tiempo descubre que sus compañeros de aventura son proyecciones de una máquina inventada por Morel, dueño de la isla y también espectro. La idea de la máquina proyectora de fantasmas ya estaba en "El castillo de los Cárpatos" de Julio Verne, pero en el relato de Bioy la operación que asegura esa modesta inmortalidad icónica lleva a la irrealidad y a la muerte. El fugitivo decide repetir el mecanismo para reencontrarse con su amada en el paraíso cíclico de los fantasmas y escapar así de su soledad de náufrago. En los cuentos de fantasmas el muerto es uno solo, condenado a irrumpir en la sociedad de los hombres; aquí la única sociedad la forman los fantasmas, y la muerte es el pago para entrar en el club exclusivo de Morel.
"Plan de evasión" (1945), su siguiente novela, es una fábula sobre el idealismo filosófico. Allí Bioy vuelve a elegir una isla como escenario (la Isla del diablo, famoso penal de la Guyana francesa) para luego jugar con la posibilidad de una prisión experimental en la cual ciertos estímulos de la percepción bastarían para crear el simulacro de un mundo ilimitado. Una combinación de procedimientos neurológicos con disposiciones arquitectónicas facilitaría en los reclusos la ilusión de la libertad. Al enigma central de la misteriosa prisión, se le agrega el crimen. Es la más ardua de las novelas de Bioy, quien todavía no había alcanzado ese tono amable con el lector que es uno de los secretos de su encanto.
"El sueño de los héroes" (1954), la gran novela de Bioy, parece al principio una ficción costumbrista: la reconstrucción de un carnaval de 1927 que comienza en los confines de la ciudad y termina en los bosques de Palermo. Los hechos triviales de la vida del protagonista sólo son perturbados por un sueño; al final comprendemos que en ese sueño estaba la clave de la historia, y que lo que creímos un relato realista era, como en otras ficciones de Bioy, una historia fantástica sobre la provisoria postergación de lo inevitable. Pero aquí Bioy abandona ya los escenarios exóticos para instalar lo fantástico en un escenario reconocible. Lo popular y lo colectivo (desde la barra de muchachos hasta la multitud del carnaval) tienen en esta novela unas características infernales, como advertirá temprano el lector y tarde Emilio Gauna, el protagonista.
Sus novelas siguientes, "Diario de la guerra del cerdo" (1969) y "Dormir al sol" (1973), visitan la Buenos Aires contemporánea. Héroes a su pesar, los protagonistas son hombres comunes a los que les ocurren cosas extraordinarias. Al jubilado Isidoro Vidal le toca ser testigo de algunas escaramuzas de la "guerra del cerdo", que más que guerra es una cacería. Grupos de jóvenes persiguen y matan a los mayores con un odio que se parece a la indiferencia. Los hábitos de Vidal se ven conmovidos por dos acontecimientos: la amenaza cotidiana de la muerte y la inesperada llegada del amor.
En "Dormir al sol" el relojero Lucio Bordenave, vecino de Plaza Irlanda, trata de arrancar a su mujer del misterioso frenopático donde ha sido internada por el malévolo doctor Samaniego. Cuando regresa a su casa, la mujer está ausente, extraña, y es la perra de la casa la que parece conservar el alma de su esposa. Como en sus mejores cuentos, hay un maravilloso equilibrio entre lo cotidiano y lo fantástico.


Hubo que esperar hasta 1985 para que apareciera su siguiente novela: "La aventura de un fotógrafo en La Plata". Es una historia desconcertante, donde lo fantástico está apenas sugerido por una especie de "vampirismo psicológico". A diferencia de lo que había hecho en sus novelas anteriores y en sus relatos, Bioy apuesta más al tono que al argumento, que se demora en aparecer.
Lo fantástico, intermitente en sus novelas, ha estado presente en casi todos sus relatos. Ocupa un lugar central en su cuentística "El perjurio de la nieve" (1945), que apareció por primera vez en un breve volumen de la colección Cuadernos de la quimera que dirigía Eduardo Mallea. El narrador y un vanidoso poeta viajan a algún paraje de la Patagonia y allí oyen hablar de una casa donde viven unas hermosas muchachas de ascendencia nórdica. La casa está aislada: nadie sale de la propiedad. Sus habitantes, familia y servidumbre, viven encerrados en una rutina que se cumple con exactitud. El propósito de esa repetición es detener el tiempo, ya que una de las hermosas hijas está enferma. Pero una noche alguien visita la casa y rompe el hechizo. El tiempo se cuela por el desgarrón de la rutina, y la muchacha muere.
"El perjurio de la nieve" es una curiosa mezcla de fantástico y de policial. Porque Bioy funda el mecanismo de la verosimilitud en un desplazamiento: el lector estará menos atento al hecho fantástico en sí que a la búsqueda del culpable que ha profanado el cerco sagrado. Como si lo fantástico necesitara, para funcionar, de un narrador que se finge distraído del prodigio central y más atento a los asuntos humanos que lo rodean.
Adolfo Bioy Casares publicó varias colecciones de cuentos: "La trama celeste", "Guirnalda con amores", "El lado de la sombra", "El gran serafín", "Historias desaforadas", "El héroe de las mujeres", "Una muñeca rusa"... Hay una notable cantidad de monstruos, en general nacidos de experimentos; hay rarísimas máquinas filosóficas, como el "noúmeno"; hay algún ser de otro planeta; hay mundos paralelos; hay encuentros con el diablo; hay réplicas de mujeres perdidas; hay un hombre que ha sido "jibarizado" es decir, convertido en una miniatura. Hay fantasmas y no falta el fin del mundo. "La trama celeste", historia de un viaje a un mundo paralelo donde Cartago no ha sido destruida, y "En memoria de Paulina", un cuento de fantasmas, están entre sus mejores relatos, y entre los mejores de la literatura argentina.
Casi desconocidos para sus lectores han quedado sus últimos libros: "Una magia modesta" (1997) y "De un mundo a otro" (1998). Pasemos por alto la fallida novela "Un campeón desparejo" (1993). Una magia modesta contiene dos cuentos ("Ovidio" e "Irse") y muchos relatos de pocas líneas. Algunos de estos cuentos breves son lindísimos, como "El dueño de la biblioteca". En "Ovidio" e "Irse" se reitera una idea que está en otras historias: una serie de contratiempos y hechos aleatorios van revelando, si se los mira con perspectiva, la mano del destino. "De un mundo a otro" es una rarísima y disparatada novela de ciencia ficción. Una astronauta se embarca en un viaje hacia un planeta lejano; para no perderla, el narrador, que es periodista, decide formar parte de la expedición. El cohete, aclaremos, es argentino y en la ceremonia de la partida se ejecuta la Marcha de San Lorenzo. Los enamorados llegan a un planeta habitado por hombres pájaros, donde habrán de vivir una serie de aventuras y malentendidos.
En el libro "Borges" -monumento a una amistad y a la escritura convertida en obsesión- encontramos este diálogo: "Come en casa Borges. Borges: 'Estoy escribiendo un cuento fantástico'. Bioy: 'Yo también'. Borges: 'Es lo que se espera de nosotros'".