Blas Matamoro (1942). Escritor y periodista nacido en Buenos Aires y residente en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México). Dirigió "Cuadernos Hispanoamericanos" y colabora en diversos medios como crítico literario y musical. En el campo de la narrativa es autor de los libros "Hijos de ciego", "Olimpo", "Viaje prohibido", "Nieblas", "Las tres carabelas", "El pasadizo" y "Los bigotes de la Gioconda". Entre sus ensayos destacan "La ciudad del tango. Tango histórico y sociedad", "Por el camino de Proust", "Jorge Luis Borges o el juego trascendente", "Oligarquía y literatura", "Genio y figura de Victoria Ocampo", "Saint Exupéry: el principito en los infiernos", "Saber y literatura. Por una epistemología de la crítica literaria" y "Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales". El prólogo a "La invención de Morel", un manifiesto borgeano contra el realismo, da pie a una discusión y a nuevas lecturas de esa novela infinita. Así lo entiende y lo analiza Matamoro en "La polémica sobre la novela psicológica", artículo publicado en la revista "Ñ" nº 570 el 30 de agosto de 2014.
Al prologar "La invención de Morel" en 1940, Borges adoctrina acerca del rigor que exhiben las novelas de aventuras y aun las policíacas, de modelo inglés, "novelas-problema" que, estrictamente, no lo son sino cuentos con un solo punto de tensión: la identidad del criminal frente a lo informe de las novelas psicológicas que transcriben la realidad. Sus bestias negras son los rusos -los conocía pobremente, unas pocas páginas de "Los hermanos Karamazov", según atestigua Bioy en sus memorias- y Proust, al que no había leído, según opinión de Victoria Ocampo. En Borges, desde luego, no hay psicología. No es que falte sino que no hay, porque la psicología es proceso y todo proceso es concreto y a Borges lo concreto, a contar de la inmediatez sensible, le es ajeno y no lo necesita.
La polémica quedó abierta. En el estudio de Roger Caillois sobre lo policíaco, incluido luego en "Approches de l'imaginaire" (Acercamientos a lo imaginario) y algún diálogo en "El túnel" de Sabato, que parece una respuesta diferida a aquel prólogo, la oposición sigue y cambia de color. La oposición es ahora entre la "gran" novela y el ejercicio menor que comporta una investigación sobre enigmas que acaban siendo razonables. Bioy, según Borges, escapa a tal riesgo pero "La invención de Morel" es un ejemplo de enigma resuelto razonablemente y es una narración psicológica y una historia de amor (lo señaló en su momento Enrique Pezzoni) y una deriva metafísica sobre la calidad de lo real, tanto de eso-que-está-ahí como de quien lo observa, sombras por ambos lados (lo señaló en su momento Octavio Paz). Y hasta -agrego de mi cuenta- una alegoría histórica.
Más al fondo, la discusión alcanza a la existencia de la realidad como materia del arte, según la formula el realismo, y la posible y paralela existencia de la literatura fantástica. De ésta pienso que es una categoría inoperante, pues toda literatura es fantástica en tanto objetivación de una fantasía. En cuanto a la realidad, empieza por la realidad del texto mismo, hecho de algo tan objetivo y real como lo es el lenguaje. La diferencia, en cuanto atañe a Bioy, radica en que la realidad que interesa al escritor es lo inhabitual y lo extraordinario, excluyendo de éste lo sobrenatural. Los realistas, por el contrario, trabajan con la realidad como lo habitual, ordinario y esperable, partiendo de un pacto supuesto entre texto y lector: ambos conocen la misma realidad y esperan que la escritura la confirme.
En la literatura argentina, la crítica al realismo tiene tradición. Lugones la hace desde el gótico, Poe y la confluencia del naturalismo y el modernismo, el gusto por lo raro, lo escaso, lo excepcional, lo anormal. Cortázar, más tarde, optará por el surrealismo: lo sobrerreal aparece a la mirada atenta que descubre lo inesperado en la expectativa, mediante un instrumento, la palabra escrita, desde luego, pero también o antes, la cámara del fotógrafo, que ve más que el fotógrafo, ilusionado por las babas del Diablo.
Considerar que toda novela psicológica es informe supone cargarse una línea bastante sólida. ¿Informes las novelas de Madame Lafayette, Stendhal, Flaubert, Meredith, Fontane o Leopoldo Alas? Dejo a un lado a los dichosos rusos para no embrollar el discurso. Falta al razonamiento borgeano un elemento esencial a la literatura, un elemento retórico y, como a Borges le gustaría adjetivar, ficticio: la verosimilitud. Una aventura, una pesquisa detectivesca o una historia sentimental valen si el código de lo verosímil que propone el escritor está bien empleado. Tampoco me parece válido pensar que una novela sea una simple o compleja trama, ya que ella existe unida, indisolublemente, a la materia narrada. Para labrar un texto que fuera pura trama formal haría falta un medio insignificante, intraducible, no referencial. Por ejemplo, la música. La palabra es otra cosa, esa otra cosa que habitualmente Borges manejó con extrema pericia.
Apunté antes que "La invención de Morel" es una historia de amor. Digo más: de amor romántico. Es el cuento en que un enamorado de carne y hueso se fascina por una mujer que no lo mira ni le contesta y a la cual no se atreve a tocar. Finalmente, sabe que es un fantasma, una mujer ideal, una idea visible de mujer, para colmo llamada Faustine, en femenino: una discípula del Demonio. Sometida al mago tecnócrata Morel, de quien tal vez sea amante, se refugia en una alcoba para practicar "ménages à trois". Para unirse a ella, el enamorado se hará matar. Los amantes románticos, separados por las peripecias de este mundo, se alían en la muerte, en la wagneriana "Liebestod".
También es "La invención de Morel" una historia psicológica, la de un hombre que, sintiéndose culpable de haber matado a alguien, huye de sus perseguidores y llega a una isla donde prospera una peste mortal. Llega a su Purgatorio y se higieniza con un amor incorpóreo que da sentido a una muerte con aura de suicidio.
¿Puede reducirse este libro a una trama pura y abstracta como si fuera un relato que nada relata, un relato fetiche que sólo vale por lo que es y no por lo que hace decir a los lectores? Se ha entendido que Morel evoca a Tomás Moro y que su isla es una irrisión de la isla utópica, a su vez ironizada por Wells en la isla del doctor Moreau. Desde luego, la mecanización fantasmática de la vida como un artefacto perfecto que, al revés de la historia, transcurre sin pasar porque lo signa la repetición del eterno retorno, todo eso puede ser una reminiscencia del país llamado Utopía. Pero hay algo más, y es la alegoría histórica que puede leerse si fechamos su ejecución.
¿Qué tal si admitimos que la isla de Morel alude a la Argentina de 1940? En la tierra firme de la historia está ocurriendo la mayor catástrofe hasta ahora registrada en el planeta, la Segunda Guerra Mundial. Para los autómatas de Morel, tal lejanía referencial no existe. El es el amo del cuento, el fundador del sistema que ha convertido a sus descendientes en una población de fantasmas, encargados de reiterar unas escenas deleitables del pasado, con fox-trots y pasodobles como fondo musical. Un pasado que se niega a pasar y a convertirse en historia porque vuelve a su comienzo para llegar a su término que es su comienzo. La historia está compuesta de eventos singulares, irrepetibles, concretos, productos y víctimas del "momentum", la aparición y la destrucción seguida de otra aparición y así sucesivamente. Por eso da lugar al relato, para perpetuar lo que ha pasado, lo que es el pasado y evitar su disolución en el tiempo. La isla de Morel, como la Argentina posterior a la crisis del Treinta, que es la crisis de la Argentina del Ochenta, del país fundado por Morel, es un pantano histórico, una isla de marismas donde crecen vegetaciones salvajes y una máquina infernal reitera escenas sin fecha, escenas que juegan a una ficta inmortalidad.
Entonces: la cuestión que plantea Borges, la realización de una novela de aventuras con una trama interesante, lleva a preguntarnos si es posible contar una historia que no sea un episodio de la Historia, lo que le ocurre a un escritor -Adolfo Bioy Casares, digamos- y lo que nos ocurre a todos. Dicho con cierto énfasis bombástico: la universalidad de la literatura. Por insistir en sus ejemplos: "El proceso" de Kafka -libro informe, si me apuran, inconcluso- es un cuento interesante que nos permite reflexionar, por ejemplo, sobre la legalidad de la Ley. Y "Una vuelta de tuerca" de Henry James, más que una ingeniosa trama -tiene varias, dicho sea de paso, tejidas de ambigüedad- se monta sobre la psicología perversa de la infancia, capaz de seducir y aterrorizar a una institutriz mayor de edad. Y así, según el juicio ya citado de Octavio Paz, el amor del narrador por Faustine es una percepción privilegiada de la calidad metafísica de nuestra vida en la historia. Lo que vemos son sombras porque somos unas sombras. Pero no las que arrojan una piedra o un árbol, pues somos unas sombras que dejamos nuestros signos en la superficie de la piedra y en la corteza del árbol.
Había una vez unos escritores realistas que se instalaban muy seguros de su realidad al transcribirla en sus libros. Y hubo otra vez en que unos escritores no realistas se instalaron en la realidad que construían sus libros. Y hay ahora unos lectores que construimos con todos ellos esa cosa inconclusa, episódicamente formal y perpetuamente informe que llamamos nuestra realidad histórica.