28 de septiembre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (VIII) 2º parte. Crónica coyuntural

Circunstancias (como germen de la identidad)
3. En camino hacia el paraíso


El filósofo francés Michel Foucault (1926-1984) analizaba por aquellos años en su “L'archéologie du savoir” (La arqueología del saber) la relación entre el sujeto y la verdad basándose en las instituciones del poder antes que en las cuestiones de carácter ideológico. Para Foucault, cada sociedad tiene su política general de la verdad, es decir, las técnicas y los procedimientos que están valorizados para la obtención de la verdad. Según él, quien detenta el poder es quien tiene la capacidad para imponer su verdad como la verdad para el otro: “El poder crea la verdad, lo que existe es la verdad que el poder puede repetir hasta que un sujeto lo cree como su verdad. Tiene la prorrogativa de imponerla y sofocar otras verdades posibles. Utiliza todo lo que pueda encontrar para penetrar en la conciencia de los sujetos y sujetarlos”. El análisis de Foucault reveló de este modo las reglas que gobiernan las aseveraciones que pueden ser tomadas como verdaderas o falsas en diferentes épocas y que terminan por ordenar y controlar a la sociedad y a los individuos.
Un ejemplo práctico de este análisis puede encontrarse en el famoso discurso que Perón diera en la Bolsa de Comercio en 1944. Por entonces decía: “Señores capitalistas, no se asusten de mi sindicalismo. Nunca mejor que ahora estarán seguros ya que también soy capitalista porque tengo estancia y en ella operarios. Lo que quiero es organizar estatalmente a los trabajadores para que el Estado los dirija y marque rumbos. De esta manera se neutralizan en su seno las corrientes ideológicas y revolucionarias que puedan poner en peligro nuestra sociedad capitalista en la posguerra. A los obreros hay que darle algunas mejoras y serán una fuerza fácilmente manejable”. Con estas palabras, lo que hizo fue establecer una verdad que controló a buena parte de la sociedad por muchos años. El mismo Perón crearía otra verdad cuando tiempo después asegurase que “no hay país en el mundo cuya economía sea libre. Cuando no la orienta el gobierno la orientan los grandes consorcios financieros; con esta diferencia: el gobierno la orienta en beneficio de todos los habitantes del país y los consorcios capitalistas hacia sus cajas registradoras. Nosotros no intentamos de ninguna manera sustituir un hombre por otro sino un sistema por otro sistema. No buscamos el triunfo de un hombre o de otro sino el triunfo de una clase mayoritaria que conforma el pueblo argentino: la clase trabajadora. Y porque buscamos el poder para esa clase mayoritaria es que debemos prevenirnos contra el posible espíritu revolucionario de la burguesía. Para la burguesía, la toma del poder significa el fin de su revolución. Para el proletariado -la clase trabajadora toda del país- la toma del poder es el principio de esta revolución que anhelamos para el cambio total de las viejas y caducas estructuras demo-liberales”. Una vez más, el doble discurso.


En los años ’70, todavía hubo muchos que creyeron en esta nueva verdad, pero otros muchos ya no. La etapa abierta en la provincia de Córdoba en mayo de 1969 con la insurrección obrera, estudiantil y popular conocida como el “Cordobazo” -que fuera liderada principalmente por el dirigente sindical del gremio de Luz y Fuerza Agustín Tosco (1930-1975)- inauguró en la Argentina un ciclo revolucionario en el que estaba planteada la conquista de la independencia de clase del movimiento obrero, la lucha por la dirección de las masas y, por lo tanto, la cuestión de la hegemonía social, la cuestión del poder. Los avances y retrocesos del movimiento obrero y de su vanguardia militante marcaron a partir de aquella pueblada los ritmos y objetivos de la política argentina dentro del marco de la incipiente crisis capitalista internacional y signada por el agotamiento histórico del nacionalismo burgués vernáculo. El despliegue arrollador y la radicalización política de la vanguardia de la clase trabajadora y la de la militancia radicalizada constituyeron una amenaza para la dominación de la burguesía. Las acciones independientes de las masas obreras y populares que quebraron a la dictadura de la llamada Revolución Argentina; el clasismo cordobés; las experiencias de control obrero; las huelgas salvajes y de resistencia al Pacto Social firmado entre el gobierno peronista, la burocracia sindical y los empresarios; las comisiones internas recuperadas de manos de las direcciones sindicales tradicionales y la extendida militancia de las organizaciones de izquierda dieron forma embrionaria a un doble poder, es decir, según la interpretación foucaultiana, a una doble verdad.
Por un lado, para la clase dominante constituida por una alianza entre los grandes grupos económicos nacionales, gran parte de la burguesía terrateniente y el nacionalismo católico y ultramontano de un sector de las Fuerzas Armadas, la verdad pasaba por la creación de condiciones políticas, económicas y sociales para atraer inversiones que dinamizaran la economía y la implementación de subsidios a las grandes patronales para estimular el crecimiento industrial a costa del endeudamiento externo. Pero, mientras los respetables representantes del capital apostaban al peronismo como factor estabilizador, para las juventudes de las clases medias, la clase obrera y una parte de la pequeña burguesía, la verdad pasaba por la necesidad de alterar un orden económico-social señalado como fuente de las desigualdades económicas y las injusticias sociales, y lograr una distribución más equitativa del ingreso, es decir, más favorable a los sectores populares y las capas medias de la población. Como producto de ese antagonismo surgieron una importante cantidad de agrupaciones y espacios de signos político-ideológicos diversos que encauzaron la militancia de un número cada vez mayor de jóvenes de distintas clases sociales. Algunos de ellos optaron por una militancia exclusivamente gremial incorporándose a los sindicatos o a los centros de estudiantes sin ingresar a ninguna organización política. Otros desplegaron diversas actividades de solidaridad y ayuda en villas y barrios pobres. También, desde luego, estuvieron los que se decidieron por hacerlo, sobre todo, dentro de las organizaciones político-militares de mayor relevancia y capacidad de movilización por entonces: Montoneros, peronista, y el PRT-ERP (Partido Revolucionario de los Trabajadores y su brazo armado, el Ejército Revolucionario del Pueblo), de tradición marxista.


Pertenecer a alguna de estas organizaciones no implicaba necesariamente tomar las armas y desplegar acciones guerrilleras. Tanto una como otra desarrollaron además una intensa labor política en ámbitos variados como colegios, universidades, fábricas, sindicatos, villas, etcétera. Algunos militantes tenían asignadas tareas de prensa y difusión, otros tareas gremiales o de agitación y propaganda, pero todos ellos fueron actores clave de la movilización política y social de entonces. La actividad de los que optaron por la lucha armada incluía acciones de distinta envergadura según el grado de compromiso dentro de la organización. Desde el reparto en villas y barrios pobres de alimentos expropiados, la toma de fábricas y la autodefensa en caso de represión policial o enfrentamientos en manifestaciones, hasta el secuestro extorsivo de empresarios y el asalto a bancos para recaudar dinero o la toma de cuarteles de las Fuerzas Armadas para abastecerse de armamentos. En todos los casos, los ideales de aquellos militantes no surgieron de la nada sino que tenían su raíz en la forma misma de organización social que dio origen el capitalismo y la lucha de las masas por sus reivindicaciones. Esto nos remite a las “Geschichtsphilosophische thesen” (Tesis sobre el concepto  de la historia) en las que el filósofo alemán Walter Benjamin (1892-1940) hablaba de los “tiempos de oscuridad en los que serán los humildes e ignorados los que dinamitarán la historia”, y los definía como los “sepultureros que crea la propia burguesía, sujetos colectivos y no trascendentales que tienen su raíz en el lugar que les es dado en el modo de producción capitalista”.
Lógicamente se puede argumentar, con un razonable grado de verosimilitud, que de lo que se trató fue simplemente de un cierto determinismo de la voluntad, de una suerte de anhelo heroico propio de la efervescencia de los años ‘70, un tiempo exento de dudas en el que se apostaba a la construcción de un sujeto revolucionario en la vida cotidiana, una vida en la que se hacía difícil advertir qué desajustes tolerar entre los avatares y deseos ordinarios y la urgente impaciencia por la realización de la revolución. Tal vez tuviese razón el crítico literario británico Terry Eagleton (1943) cuando decía en “Towards a revolutionary criticism” (Hacia una crítica revolucionaria) que “las revoluciones en la economía, la técnica, la ciencia, la familia, la moral y la vida diaria se desarrollan en complejas acciones recíprocas y no permiten a la sociedad alcanzar un equilibrio”. O tan sólo se tratase del sueño utópico de estas organizaciones revolucionarias de crear por primera vez la posibilidad de racionalizar los procesos de toma de decisiones sociales al incluir tendencialmente a todos los participantes y afectados a pesar de la supervivencia de estructuras y mentalidades reaccionarias y conservadoras tanto en los sectores dominantes como en los propios movimientos populares. Un sueño utópico que se basaba en la suposición de que la historia, tanto argentina como latinoamericana, estaba llegando a su meta; que tras un largo pasado de dominaciones coloniales llegaba la hora de la liberación y de la madurez de América Latina.
Al respecto decía el sociólogo alemán Ernst Bloch (1885-1977) en “Geist der utopie” (El espíritu de la utopía): "La utopía es una crítica de la ideología dominante en la medida en que es una reconstrucción de la sociedad presente mediante su desplazamiento y una proyección de sus estructuras en un discurso de ficción. En esto difiere del discurso filosófico de la ideología, que es la expresión totalizadora de la realidad dada y su justificación ideal. La utopía desplaza y proyecta esta realidad bajo la forma de una totalidad no conceptual, ficticia, de una figura producida en y por el discurso, pero que funciona a otro nivel y en otro régimen que el discurso político, histórico o filosófico". Los militantes revolucionarios, al parecer, se apoyaron más en el postulado de Benjamin que afirmaba que “la función de la utopía política es iluminar la zona de lo que merece ser destruido”, y actuaron en consecuencia. Así, en medio de la paradoja encarnada por la prosecución de la lucha de clases que defendía la izquierda y la pobreza del credo peronista que ordenaba a los trabajadores a limitarse a ir “de casa al trabajo y del trabajo a casa”, la juventud politizada y el movimiento obrero argentino en la década del ’70 vivieron, no obstante, uno de sus tiempos más fértiles en cuanto a militancia y potencialidad revolucionaria. En las fábricas se vivía un cuestionamiento indócil al control capitalista, y en los colegios y universidades se destacaba una amplia vanguardia radicalizada con objetivos de cambio en el orden social. Estas tendencias revolucionarias fueron capitalizadas mayoritariamente por las organizaciones maoístas y guevaristas, pero también sirvieron para revitalizar a las viejas corrientes trotskistas que existían en la Argentina desde fines de la década del ’20.


A comienzos de los años ’60 la defenestración de Iósif Stalin (1878-1953) en la URSS, el estallido de la IV Internacional, la ruptura de las relaciones chino-soviéticas, la guerra de Vietnam y el triunfo de la Revolución Cubana fueron fenómenos todos ellos que generaron un sinfín de discusiones teóricas sobre la revolución social y produjeron una renovación y un replanteo dentro del marxismo argentino con su inevitable secuela de dispersiones y crisis. La serie de discusiones y pugnas al interior de los partidos representativos de esa ideología derivaron en la formación de distintas tendencias internas con posiciones encontradas y en la creación de varios partidos y organizaciones. Con el avance de los acontecimientos, tanto nacionales como internacionales, se profundizó decididamente el proceso de radicalización política en la Argentina, se multiplicaron las alternativas políticas a los partidos tradicionales y, entre esos nuevos agrupamientos, estuvieron las organizaciones armadas que cumplirían un papel relevante en el escenario de los años posteriores. Por entonces, en América Latina la influencia de Ernesto “Che” Guevara fue decisiva en los sectores de la izquierda radicalizada que criticaba al reformismo y reivindicaba la vía armada y la guerra revolucionaria. El surgimiento de estas corrientes políticas pareció significar una derrota ideológica para los partidarios de la revolución por etapas y darles la razón a los partidarios de la teoría de la revolución permanente. Se discutía la caracterización de la situación política y el debate giraba en torno a las vías y los medios para la conquista del poder. En tanto los comunistas pro-soviéticos hablaban de “impaciencia pequeñoburguesa” y los maoístas proponían que los militantes debían respetar la voluntad de las masas y evitar por todos los medios el “aventurerismo”, los guevaristas rechazaban la práctica electoral bajo la consigna “ni golpe ni elección, revolución”. La juventud peronista radicalizada, por su parte, se mantenía dentro de las fronteras del viejo movimiento burgués que era el peronismo y sostenía la política del frente popular y la conciliación de clases.
Lo cierto es que en ese mundo lujurioso, inexplorado y de desigualdades feroces que era (y si­gue siendo) Latinoamérica, había ocurrido, en este continente y en idioma español, una revolución social. Hasta entonces, las revoluciones capaces de marcar la historia habían acontecido en Francia, en Rusia o en China. Pero, a partir de 1959 podían pasar también de este lado del mundo. Ese hecho histórico le reafirmó el sentido al término "Latinoamérica" y echó una luz nueva sobre ese fenómeno diverso y espléndido que es su geografía y su gente. Justamente al estudiar la historia latinoamericana y el comportamiento de sus clases sociales, en 1963 Guevara planteó en “Guerra de guerrillas: un método” que lo que existía en América Latina era una alianza objetiva entre los terratenientes “tradicionales” y las burguesías “modernizadoras”. La alternativa no pasaba entonces por confrontar artificialmente tradición y modernidad, terratenientes y burguesía industrial, oligarquía y frente nacional. Su planteo era tajante: “No hay más cambios que hacer: o revolución socialista o caricatura de revolución”. Esta lógica se aproximaba, particularmente, a un aspecto de la teoría trotskista de la revolución permanente: el de la dinámica de la revolución y la transformación de la revolución democrática en socialista. Pero, por otra parte, el triunfo de la Revolución Cubana sacudió un supuesto clave de dicha teoría: la dirección de la clase obrera y su partido marxista en una alianza de clases revolucionaria. En Cuba, al igual que en China años antes, sectores de la clase media urbana y el campesinado fueron, en ocasiones, los caudillos revolucionarios.


Para el marxismo, el campo de acción decisivo de los revolucionarios es la lucha de clases. El presupuesto de cualquier cambio (por ejemplo el de las clases explotadas) es el desarrollo de esa lucha de clases. La iniciativa de las fuerzas revolucionarias debe consistir en la preparación de las condiciones subjetivas de la lucha de clases y en intervenir en las condiciones objetivas dadas, para permitir que las masas y su vanguardia avancen lo más posible en el camino de la lucha y la organización revolucionaria. Esas condiciones objetivas tienen que ver con la situación concreta de la sociedad y la fortaleza o debilidad eventuales de las clases dominantes, así como el peso y la inclinación política de las clases intermedias, entre otros aspectos. Estas diferencias conceptuales entre guevaristas y trotskistas -en cuanto a sostener que el sujeto potencialmente revolucionario es el campesinado o que es la clase obrera la que tiene que asumir el papel de vanguardia revolucionaria del pueblo oprimido para generar las condiciones revolucionarias- llevaron a nuevas disputas y divisiones. Esto, naturalmente, fue aprovechado por las clases dominantes que, a pesar de los roces entre sus figuras políticas, civiles o militares, sus corporaciones económicas y sus partidos representativos, supieron encontrar las estrategias que orientaron su accionar frente al escenario catastrófico de la economía de aquellos años.
Los partidos y organizaciones marxistas de entonces de alguna manera olvidaron lo que decía el revolucionario ruso León Trotsky: “El proletariado sólo puede adquirir confianza en su poderío, indispensable para lanzarse a la insurrección, cuando descubre ante sus ojos una clara perspectiva, cuando tiene la posibilidad de verificar objetivamente una relación de fuerzas que evoluciona a favor suyo y cuando se sabe dirigido por una jefatura inteligente, firme y audaz. Esto nos conduce a una condición importante para la conquista del poder: el partido revolucionario, como vanguardia sólidamente unida y templada de la clase”. O aquello de que la premisa real de una revolución “consiste en la incapacidad del régimen social existente para resolver los problemas fundamentales del desarrollo de un país. Pero ni aún así la revolución será posible si entre los diversos componentes de la sociedad no aparece una nueva clase capaz de tomar las riendas de la nación para resolver los problemas planteados por la historia. Una revolución se abre camino cuando las tareas objetivas, producto de las contradicciones económicas y de clase, logran proyectarse en la conciencia de las masas humanas conscientes, la modifican y establecen una nueva relación política de fuerzas”.
Mientras el régimen social de entonces no encontraba los caminos para resolver los problemas fundamentales del desarrollo del país, no hubo una “jefatura inteligente” ni una “vanguardia sólidamente unida” que lograse hacer evolucionar a favor de los trabajadores (por lo menos, en la medida necesaria) la relación de fuerzas de la que hablaba Trotsky. Sus partidarios más aplicados se concentraban desde fines de los años ’50 en Palabra Obrera (PO), partido capitaneado por Nahuel Moreno, quien era partidario de la táctica del entrismo y proponía la creación de un partido obrero originado y desarrollado en los sindicatos, los que eran dirigidos casi exclusivamente por el peronismo. Mientras tanto, en el norte del país nacía el Frente Revolucionario Indoamericano Popular (FRIP) como materialización de una idea americanista antiimperialista y con fuertes reivindicaciones indigenistas. La organización era dirigida por Mario Santucho (1936-1976) quien, luego de su viaje a Cuba en 1961, se volcó decididamente por la táctica del foquismo e impulsó la creación de un partido revolucionario obrero. En 1963 se acordó la conformación de un frente único entre ambas organizaciones, lo que acercó a Santucho al marxismo especialmente a través de la lectura que hacía Moreno del trotskismo, concepción que influenció a la organización aunque en muchos aspectos fue conflictiva desde el comienzo. A pesar de estas diferencias, las dos organizaciones se fusionaron en 1965 dando nacimiento al Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT).


En 1966, mientras en el país se instalaba la dictadura militar autodenominada “Revolución Argentina” comandada por Juan Carlos Onganía (1914-1995), el PRT se incorporó a la IV Internacional trotskista, pero las diferencias entre las dos vertientes fundadoras fueron profundizándose hasta llevar en 1968 a la fractura del partido en dos grupos: el PRT-La Verdad, liderado por Moreno, y el PRT-El Combatiente, liderado por Santucho. Ambos romperían en 1973 con la IV Internacional por mantener serias discrepancias con Ernest Mandel (1923-1995), su líder por entonces. En 1972, Moreno fundó el Partido Socialista de los Trabajadores. Tras el golpe militar de 1976, exiliado en Colombia, organizó la Brigada Simón Bolívar, un grupo de voluntarios que luchó en Nicaragua junto al Frente Sandinista de Liberación Nacional. Santucho, por su lado, fundó en 1970 el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y propugnó por la lucha político militar como prolongación de la política. Ninguno de los dos logró llevar adelante la consigna trotskista para la conquista del poder, aquella de la formación de un partido revolucionario, como vanguardia sólidamente unida y templada de la clase.
De todos modos, un análisis serio de aquella época debe necesariamente centrarse en la notable acción del movimiento de masas y la existencia de una amplia vanguardia obrera antiburocrática y no sólo en el accionar de las organizaciones guerrilleras. Fue, en todos los casos, claramente una lucha histórica cuya forma fue determinada por el inestable equilibrio de las relaciones de fuerza entre las clases sociales, las que, en última instancia, siempre determinan las tendencias de la economía y, por ende, el ritmo de la historia. Pasado el período sangriento de la dictadura se instaló en el país una relativa “estabilidad democrática” que perdura hasta nuestros días. Una democracia marcada por la generalización de la corrupción, la continuidad de las desigualdades sociales, la profundización de la pobreza estructural y las sucesivas crisis económicas. Es muy probable que esa tan promocionada estabilidad se deba mucho más a la derrota del proceso revolucionario y la aguda lucha de clases que se produjeron en las décadas del ’60 y ’70 del pasado siglo que a una supuesta maduración cívica de la sociedad argentina.

23 de septiembre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (VII) 2º parte. Crónica coyuntural

Circunstancias (como germen de la identidad)
2. Composición de lugar


La Argentina de los años ’60 y ’70, al igual que el resto de los países latinoamericanos -con sus diferencias y similitudes-, vivía un proceso de inestabilidad y desaceleración del crecimiento económico. La crisis se manifestó, visiblemente, en los profundos desajustes financieros con flotación de los tipos de cambio, severas devaluaciones y alzas desmesuradas de las tasas de interés, en el crecimiento de los niveles inflacionarios con la consecuente reducción del poder adquisitivo de los salarios, en el estancamiento de la producción de alimentos y la escasez en la distribución del mercado interno, en un fuerte proceso de transnacionalización de empresas, especialmente las relacionadas con la agroindustria, y en el sempiterno envío de dinero al exterior por parte de las oligarquías locales. A la par, el crecimiento acelerado de la deuda externa -cuyo pago sustraía anualmente enormes cantidades que podían utilizarse en actividades productivas o en la satisfacción de necesidades sociales- ofreció el marco apropiado para la desestabilización política e institucional. Tampoco habría que dejar de mencionar la periódica y reiterada intervención de las Fuerzas Armadas en la escena política argentina que, con su retahíla de golpes de estado, más allá de ejercer su tarea específica de defender la soberanía de la Nación, en la práctica estuvieron al servicio de los intereses de los sectores dominantes que constituían el núcleo del poder y actuaron abiertamente como árbitros de la política nacional. En ese contexto, entre los intelectuales, los estudiantes y también en una parte de los sectores medios, se fue conformando una corriente de pensamiento crítico de la tradición liberal, tradición a la que se planteaba como alternativa un pensamiento antiimperialista que debía buscar sus raíces e identidad en la cultura latinoamericana. El resultado de esta reorientación ideológica fue la formación de una corriente de pensamiento que se conoció como “izquierda nacional”.
Simultáneamente, la crisis de dirección política de las clases dominantes y aquel crecimiento de la intervención de las Fuerzas Armadas en la vida política produjeron un conflicto de legitimidades entre los actores políticos con el ulterior descreimiento en la democracia formal-electoral en amplios sectores de la población, el aumento del descontento y una creciente certidumbre en cuanto a la necesidad de un cambio generalizado de sus condiciones de vida. La magnitud de estos acontecimientos y procesos dictaron la dinámica del importante activismo de masas como forma de protesta social que se manifestó en diversas “puebladas”, grandes movilizaciones populares y el surgimiento del clasismo en el movimiento obrero como respuesta a la burocracia sindical nacida en los años ’50 y aliada al poder dictatorial de turno. En este contexto, para amplios sectores de la sociedad argentina, en los años ‘60 y ‘70 la violencia política se convirtió en un fenómeno cotidiano al que se aceptaba como lógico e inevitable. Así, se hizo frecuente el uso de la expresión “la violencia de arriba engendra la violencia de abajo” para justificar el derecho del oprimido a liberarse del opresor. La violencia popular fue considerada por muchos como sinónimo de equidad y un camino legítimo para transformar un orden social considerado injusto: “en manos del pueblo, la violencia no es violencia, es justicia”.


“Para entender el significado del concepto de movilización social -escribió el filósofo y sociólogo alemán Max Weber (1864-1920) en “Wirtschaft und gesellschaft” (Economía y sociedad)- debe empezarse por considerar el estado en que a menudo se encuentra una gran parte de la población, sobre todo si es predominantemente rural o marginal y de escaso nivel tecnológico y educacional, con tendencia a aceptar en forma pasiva las convenciones y fuentes tradicionales de autoridad. Este estado de desprevención va acompañado de muy limitadas comunicaciones entre grupos sociales y de muy lentos cambios en sus actitudes. A partir de esta con­dición de máxima pasividad se produce, bajo determinadas circunstancias, un primer proceso de salida de la matriz de la indiferencia político-social. A ese proceso se lo denomina movilización social. Implica estar más preocupado por lo que ocurre en el campo político, poniendo en duda la validez de las normas y prestigios sociales pasivamente antes aceptados. Se buscan nuevas salidas, nuevos liderazgos, pero todavía con poca claridad acerca del campo de la política y de la ideología y escasa capacidad organizativa propia. Se está en un estado de disponibilidad justamente porque se ha re­chazado, básicamente, el sistema de liderazgos, normas y prestigios tradicionales sin haber aún optado en forma deliberada por otro”.
Los movimien­tos sociales surgen entonces cuando gran parte de la comunidad se ve estimulada por con­mociones o tensiones del orden social a buscar cambios en forma intencionada. Para la consideración de los hechos de esos cambios sociales es útil representarse a la sociedad como un sistema cuyo equilibrio se halla constantemente pertur­bado y, en alguna medida, restablecido. Como ninguna sociedad es absolutamente estática, es necesario describir este equilibrio como dinámico o en movimiento, y en consecuencia, siempre parcial. En el análisis de esos cambios se deben incluir las influen­cias de otras culturas que se convierten en parte de una nueva, las fuentes institucionalizadas del cambio que son aprobadas y aceptadas, las funciones latentes de las instituciones y estructuras sociales existentes, las ten­siones que surgen en aquellas zonas donde la sociedad no se halla completa o efectivamente integrada, y los intentos organizados para producir cambios. Como esos cambios son continuos y pueden ser iniciados en muchos puntos de la sociedad, es necesario examinar los procesos mediante los cuales las innovaciones se difunden hacia toda la sociedad y se resuelven las tensiones y conflictos. La evaluación de la importancia relativa de las variables que operan en los cambios sociales y culturales es importante tanto por razones pragmáticas como teóricas. Si una parte de la sociedad pretende introducir cambios sociales, debe al menos ser capaz de distinguir las variables de menor significación de aquellas que desempeñan un papel central. Debe comprender qué varia­bles se hallan sujetas a control y manejo y cuáles no. Algo que la izquierda argentina más intransigente de los años ’70, es posible, no justipreció adecuadamente.


En aquellos años, la Argentina -y Latinoamérica toda- vivía un momento de transición y de crisis de los valores de la cultura dominante; la producción cultural y el campo intelectual se hallaban en un notable proceso de transformación. La Revolución Cubana, el Mayo francés, la Primavera de Praga, el Movimiento Estudiantil mexicano de Tlatelolco, el triunfo de la Unidad Popular en Chile, la derrota militar de Estados Unidos en Vietnam y el auge del tercermundismo crearon un marco internacional que parecía extremadamente favorable a los movimientos de liberación nacional. La noción guevarista del surgimiento del “hombre nuevo” hizo pensar a muchos intelectuales que el país atravesaba una situación pre-revolucionaria, previa a la lucha definitiva por el resquebrajamiento de la hegemonía burguesa y la construcción del socialismo. La convicción de que un nuevo modelo de sociedad produciría hombres diferentes y mejores y nuevas sensibilidades, llevó a una parte de la sociedad a una acentuada radicalización política que se puso de manifiesto con la emergencia de organizaciones armadas como alternativa a la crisis orgánica que vivía el país. Esto, naturalmente, generó infinidad de controversias, debates y polémicas. Desde quienes, dentro de las distintas vertientes del socialismo, proponían la búsqueda de una articulación entre el trabajo y la militancia, entre la cultura y la revolución, entre las armas y las palabras, con la convicción de que ello contenía las respuestas al momento de crisis social, política y cultural, hasta quienes eran cuestionados en tanto sus críticas eran llevadas adelante dentro de los límites de tolerancia instituidos por la cultura hegemónica. Pero, por encima de esas diferencias, había un sentido de pertenencia a la izquierda revolucionaria.
Distinto es el caso de la militancia peronista. Proscripto desde el golpe militar de 1955, el movimiento que expresaba -guste o no- la identi­dad política del proletariado estaba excluido de toda participación políti­ca y el nombre de Perón ni siquiera estaba autorizado a pronunciarse. Se lo nombraba como el “tirano prófugo” o el “dictador depuesto”. A partir de 1969, una generación de jó­venes eligió al peronismo como bande­ra de lucha alentada por el propio Perón desde el exilio: “La hora de los pueblos ha llegado y las revoluciones nacionales en Latinoamérica son un hecho irreversible. El actual equilibrio será roto porque es infantil pensar que se pueden superar sin revolución las resistencias de las oligarquías y de los monopolios inversionistas del imperialismo”. Para muchos de ellos, sobre todo para los que provenían del marxismo y buscaban identificarse con la clase obrera, no había militancia posible al margen de la identidad política de dicha clase; toda militancia, por consiguiente, debía darse dentro del peronismo. Nació así, a contramano de los postulados de la izquierda tradicional, el híbrido fascistoide conocido como “izquierda pe­ronista”, una enrevesada amalgama de nacionalismo, catolicismo y socialismo que pretendió, mediante la táctica del entrismo, insertarse en el peronismo (arquetipo paradigmático del fascismo criollo) y revolucionarlo desde aden­tro con la aventurera intención de crearle condiciones revolucionarias que no tendría otra posi­bilidad sino aceptar.
Dice el antes mentado historiador argentino Pablo Pozzi en un artículo: “No se puede entender la historia argentina contemporánea si prescindimos de la clase obrera, y no se puede comprender a esta última si no tomamos en cuenta el papel desarrollado por la izquierda en su seno, con sus virtudes y defectos”. Pero Perón, claro, tenía otros planes. Dejó de hablar de la muerte violenta de la sociedad de consumo, de la necesidad de hacer desaparecer a la sociedad enajenada y de llamar patraña a la opción electoral. Respaldó y utilizó a la militancia juvenil -a la que denominaba “juventud maravillosa”- para llegar por tercera vez al poder por la vía electoral y, una vez logrado el gobierno, se dedicó a encaramar políticamente a la derecha del mo­vimiento, la de siempre, la original, la histórica, con la idea siniestra de "barrer a la izquierda con la derecha". Se inició así una caza de brujas contra militantes de izquierda, periodistas, abogados, gente de la cultura y líderes sindicales y barriales no encuadrados en el peronismo ortodoxo.


La diferencia con la izquierda radicalizada y no peronista no pasaba tanto por el pronóstico histórico general de que el triunfo de la liberación nacional llevaría al socialismo, sino sobre que ese proceso pudiera ocurrir desde el peronismo. La izquierda radicalizada pensaba, con acierto, que el peronismo tenía límites de clase precisos. La izquierda peronista -las “formaciones especiales”, tal como las llamaba Perón- en cambio, veía el desenlace socialista como muy probable pensando, erróneamente, que existía una profunda división entre el peronismo burgués -burocrático, acomodaticio, institucional- y el peronismo revolucionario que reivindicaba a la clase obrera. Perón, por entonces, se sinceraba: “Nadie puede hacerme responsable de una sola idea que no cuente con su apropiado reverso. Con la Iglesia, el Ejército, el petróleo, la reforma agraria, las formaciones especiales, la libertad de prensa, he mantenido siempre dos actitudes, dos o más planes, dos o más líneas doctrinarias, por mi naturaleza adversa a todo sectarismo y porque soy un conductor. No puedo andar midiendo las cosas con la vara de un solo dogma”. Mientras tanto, esa entidad abstracta llamada "pueblo pe­ronista" no quería ni la revolu­ción ni el accionar guerri­llero. Sencillamente se dedicó a mirar hacia otro lado cuando la matanza de Ezeiza o ante los asesinatos de la Triple A respaldados por el propio Perón: “O dejan de perturbar la vida del país o los obligaremos a hacerlo con los medios disponibles, los cuales, créame, no son pocos”. La vía libre a la impunidad del terrorismo de Estado no comenzó el 24 de marzo de 1976 como neciamente suele afirmarse. Comenzó bastante antes, estando Perón en el gobierno. Así lo atestiguan documentos de la época: “En todos los distritos se organizará un sistema de inteligencia que estará vinculado con el organismo central que se creará. Se aconseja emplear todos los elementos de que dispone el Estado para impedir los planes del enemigo y para reprimirlo con todo su rigor”.
En síntesis, uno de los aspectos que quedan más claros de la historia de aquellos años es que existió una militancia fuertemente ligada a las luchas sociales de la época con un cierto nivel de influencia de masas mucho mayor de lo que pueden indicar su cantidad de militantes. A diferencia del bochornoso espectáculo que ofrecen día a día los venales prosélitos (es difícil llamarlos militantes) de cualquiera de las versiones de los últimos gobiernos peronistas, por aquellos años a nadie de la izquierda se le cruzaba por la mente justificar el enriquecimiento sin límites de la lumpen burguesía estatista. Es verdad que hubo -muchas, demasiadas- disputas, crisis y rupturas, producto de errores, malas evaluaciones y autocríticas poco profundas, pero todas se dieron en el contexto del debate sobre las vías revolucionarias para la toma del poder. No fueron producto de una discusión partidaria entre estudiantes en un café cercano a la facultad ni de dirigentes políticos reunidos en alguna lujosa mansión de un barrio cerrado. Más bien reproducían las virtudes y los defectos de las discusiones en el seno de las vanguardias populares.


La mayoría de las agrupaciones de izquierda que surgió en este período se constituyó en oposición a la “vieja izquierda”, aquella representada por el Partido Socialista tradicional -dirigido por Américo Ghioldi (1899-1984)- y, fundamentalmente, por el Partido Comunista -presidido durante casi una década por Victorio Codovilla (1894-1970)-, cuyo dogmatismo, propuestas y discursos políticos resultaban cada vez más ajenos a la realidad local y a la urgencia de los tiempos. Lo que discutía el conjunto de la militancia política era como lograr un cambio social orientado hacia la construcción de una sociedad más igualitaria que garantizara para todos el acceso a la salud, a la educación, al trabajo, a la vivienda y a un salario digno. Para toda ella, resultaba claro que una condición necesaria era que la Argentina pusiera fin a su dependencia económica del capital extranjero. Para lograrlo, los peronistas de izquierda proponían el capitalismo nacional, esto es, un capitalismo independiente del capital extranjero dirigido por un Estado propietario de los principales medios de producción y comercialización, dando por sentado que existía en el país una burguesía nacional cuyos intereses económicos y políticos eran compatibles con los de los trabajadores y el pueblo. Fuera del peronismo, las agrupaciones marxistas adherían a la idea del socialismo tomando como referencia los modelos ensayados en Cuba, Europa del Este, China o Vietnam, y pensaban que la burguesía nacional era tan sólo un aliado circunstancial dado que sus intereses económicos entrarían en conflicto con los intereses de la clase obrera a la hora de construir un nuevo orden.
En principio, el centro del debate pasaba por los severos cuestionamientos al modelo soviético, cuya particularidad más ostensible era el carácter de su burocracia, una burocracia que no era una herencia del zarismo legada al nuevo Estado surgido de la Revolución de Octubre sino una degeneración del propio Partido Comunista de la Unión Soviética. Esa descomposición reconoce múltiples causas, entre ellas el abandono de toda perspectiva revolucionaria internacional para acogerse a la engañosa teoría del socialismo en un sólo país y la subsiguiente conversión de la Unión Soviética en un “Estado obrero degenerado”, según algunos analistas, o en un “capitalismo de Estado”, según otros. La naturaleza de clase del Estado ruso fue, durante el correr de los años, la piedra de toque en las discusiones tanto teóricas como ideológicas de las organizaciones revolucionarias. Las condiciones en que se produjo el proceso de degeneración de la Revolución Rusa adquiriendo una fisonomía estática, burocrática y totalitaria se emparentan con el hecho de que, aunque la propiedad fuese estatal, ello no implicaba que los medios de producción fuesen controlados por la clase trabajadora. Por lo tanto, las relaciones de producción no se diferenciaban en lo sustancial de las relaciones capitalistas. Esta tesitura fue considerada por el escritor y revolucionario ruso Victor Serge (1890-1947) quien en 1937 definió a la Unión Soviética como “un Estado dirigido por la policía secreta” y advirtió sobre la posibilidad de una tendencia general al capitalismo de Estado, por las nacionalizaciones que “permitirán responder durante un periodo a las necesidades de reconstrucción pero que no tienen nada que ver con la real socialización de los medios de producción”. Otro tanto haría en 1955 el escritor y activista político palestino-británico Tony Cliff (1917-2000): “En la URSS no existía propiedad privada y la economía estaba planificada, pero existía una nueva clase creada alrededor de la burocracia estalinista que controlaba los medios de producción y que explotaba a la clase trabajadora. No había control obrero y el Estado estaba en manos de la clase dirigente que lo usaba para explotar a la clase trabajadora con un totalitarismo férreo, también en los centros de trabajo y con la misma lógica de acumulación de las potencias capitalistas”. El sociólogo francés Pierre Naville (1904-1993) pensaba algo similar en 1970 cuando escribió: “Stalin y su escuela hicieron lo mismo que la burguesía: a latigazos apartaron a los obreros soviéticos de la crítica de las relaciones sociales en las que viven. Mistificaron al trabajo así como la burguesía había mistificado el capital, y por las mismas razones: porque el trabajo vivo es la fuente real del valor (de cambio y de uso) y el trabajador no debía aprender a criticar el modo de producción en el cual produce y sigue siendo explotado”.



Otros temas de controversia dentro de la izquierda revolucionaria argentina eran la Revolución China y su desarrollo desde la Larga Marcha hasta la Revolución Cultural y, naturalmente, la Revolución Cubana y su evolución desde la campaña de Sierra Maestra y la entrada triunfal en La Habana hasta su alineamiento con la burocrática Unión Soviética. De la primera se discutía la congruencia de su identificación del campesinado y no el proletariado como la verdadera clase revolucionaria; de la segunda, la oportunidad de la teoría del foquismo como concepción revolucionaria. En la triunfante Revolución Cubana se produjo, en cierto sentido, una amalgama de las posturas en discusión: el carácter continental de la revolución, su naturaleza socialista, el triunfo asegurado por la vía armada, la dirección en manos de la pequeña burguesía aliada a su vez con las masas campesinas, y la esterilidad de los partidos comunistas locales. Todo dentro del ámbito existente caracterizado por el “estatuto neocolonial de América Latina, el carácter disfuncional del capitalismo en la región, la inexistencia de canales democráticos de expresión y reforma, y la inviabilidad de cualquier forma de desarrollo no socialista” que el ensayista mexicano Jorge Castañeda (1953) sintetizó en “La utopía desarmada”.
El éxito de la “teoría del foco” guerrillero en Cuba, en definitiva, sirvió como efecto demostración. Su triunfo en la isla caribeña lo revistió de enorme prestigio como teoría y praxis de la revolución en América Latina. Fue así que algunas de las organizaciones de izquierda, tanto peronistas como no peronistas, incluyeron la actividad armada como parte de su accionar político, aunque para algunas no estaban aún dadas las condiciones y para otras lo que se debatía eran las modalidades específicas que debía asumir la lucha armada: si debía concentrarse en las ciudades o en las áreas rurales, si implicaba la formación de milicias populares o ejércitos regulares y en qué momentos de la movilización de masas debía intensificarse su accionar. Como quiera que fuese, para los militantes de entonces parecía tener plena vigencia aquella frase anotada el 24 de septiembre de 1904 por el escritor francés Jules Renard (1864-1910) en su “Journal” (Diario): "No puedo dejar de pensar en el socialismo. Hay en él un mundo nuevo, no para labrarse una posición, sino para sacrificarse por él". Y en la vertiginosa Argentina de entonces todo esto era real, era inminente. Todo parecía estar al alcance de la mano. Y se corrieron todos los riesgos y se jugó con todos los fuegos.

18 de septiembre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (VI) 2º parte. Crónica coyuntural

Circunstancias (como germen de la identidad)
1. Cuadro de situación

En 1725 Giambattista Vico (1668-1744) publicaba sus célebres “Principi di una sciencia nuova d’intorno alla natura delle nazioni” (Principios de una ciencia nueva sobre la naturaleza de las naciones), la obra conclusiva de sus ideas sobre el estudio de la Historia. Para el filósofo italiano, ésta poseía un flujo constante -guiado por una suerte de providencia natural- que presentaba desbordamientos periódicos, crisis cíclicas (orden y desorden) que marcaban el fin y el comienzo de nuevas épocas de forma precisa y regular. Considerado el precursor de la Filosofía de la Historia, si bien aceptaba la existencia de leyes y regularidades en la Historia, Vico reconocía el carácter impredecible del ser humano en el tiempo y el espacio, y sostenía que, en ese contexto, el historiador se encontraba ante una dificultad extrema para comprender y describir las verdaderas vivencias de lo humano. En ese sentido, el gran historiador inglés Thomas Carlyle (1795-1881) consideraba que la labor del historiador era con frecuencia ingrata. Ante simples interrogantes como qué sucedió y por qué, o qué pudo haber ocurrido y por qué no ocurrió, la tarea del historiador “nunca deja de estar sujeta a los titubeos de sus juicios morales, ideológicos y políticos”. Así, los esfuerzos que realizase para recuperar procesos y personas que se encontrasen enterrados bajo montañas de prejuicios, mitos y maledicencias, a pesar de las pequeñas dosis de verdad que pudiese recuperar, no siempre eran coronados con el éxito. La conclusión sería entonces que, la faena de devolverle a esos procesos y personas el perfil justo y verdadero, no es nada sencilla y suele conllevar grandes desilusiones y frustraciones.
Muchas veces se tiene la sensación de que es vano intentar esta empresa mientras los resultados conseguidos -fragmenta­rios, insuficientes tal vez- no actúen en la política y en la edu­cación. Esto es dicho pensando en todo lo que ensombrece nuestra época y en lo que tal conocimiento podría contribuir a que aumentase el nú­mero de individuos cuyo juicio abandonase la rigidez y adoptase cierta apertura emocional e intelectual a la vez que intentase razonar, una probabilidad que, por cierto, se ha venido frustran­do continuamente conducida, entre otras cosas, por lo que el lingüista y filósofo estadounidense Noam Chomsky (1928) denomina en “Silent weapons for quiet wars” (Armas silenciosas para guerras tranquilas) las “estrategias de manipulación”. Una de ellas, la “estrategia de la distracción”, tiene como elemento primordial para el control social el desvío de la atención del público de los problemas importantes y de los cambios decididos por las elites políticas y económicas mediante la técnica del aluvión de continuas distracciones y de informaciones insignificantes que propagan los medios de comunicación audiovisuales para impedirle al individuo interesarse por los conocimientos esenciales como pueden ser la historia, la economía, las biociencias, la ecología o la psicología social.


El actual estado de situación de las sociedades (aun las más avanzadas culturalmente) parece retrotraernos al pesimismo que manifestaba hace ya un siglo y medio el filólogo e historiador alemán Theodor Mommsen (1817-1903) cuando escribía apesadumbrado que “se equivocan quienes suponen que por medio de la razón es posible conseguir algo. Yo mismo lo creía en años pasados, pero es inútil, completamen­te inútil. Lo que yo o cualquier otro pudiera decir son, en definitiva, argumentos, lógicos y éti­cos, que muy pocos querrán escuchar. La mayoría sólo escucha su propio odio y envidia, sus propios bajísimos instintos. Todo lo demás no cuenta para ellos. Son sordos a la razón, al derecho y a la moral. No es posible influir en ellos”. Por eso mismo su coterráneo, el escritor Georg Herwegh (1817-1875) insistía por la misma época en que toda “la educación debe aspirar únicamente a convertir el ser humano en un hombre libre, o mejor dicho, debe aspirar a conservar la libertad innata, a desarrollarla, a darle contenido y plenitud”. Hoy más que nunca parecería ser cada vez más azaroso descubrir y entender cómo cambiar al mundo. Sin embargo, hace unos cincuenta años esta posibilidad, por lo menos en Sudamérica, parecía estar al alcance de la mano. La aspiración a desarrollar aquella libertad innata, a desarrollarla, a darle contenido y plenitud, se vislumbró a la luz de las sucesivas crisis económicas cada vez más agudas y a la creciente miseria de los trabajadores que, se suponía, engendraría su solidaridad en la lucha por aquel anhelo de que, después de toda la miseria, se iniciaría la verdadera historia de la humani­dad.
Una ojeada histórica sobre la evolución de ese pensamiento filosófico permite determinar al menos dos elementos esenciales: la "concepción del yo" y la "concepción del universo", tal como las definiera el filósofo alemán Johannes Hessen (1889-1971) en su “Erkenntnistheorie” (Teoría del conocimiento). Entre ambos elemen­tos existió siempre un peculiar antagonismo, pero en aquellos momentos, para una parte de los sectores progresistas más lúcidos de la sociedad, ambos elementos dejaron de ser una coyuntura alternativa (o el uno o el otro), para pasar a ser una oportunidad acumulativa (tanto el uno como el otro). Es decir, la cohesión de ambos elementos: la concepción del yo y la concepción del universo. Esto es, aquello que el periodista y escritor uruguayo Eduardo Galeano (1940-2015) poéticamente precisase como "el alucinante viaje del yo al nosotros", es decir, la toma de conciencia de los individuos (cada uno de ellos un “yo”) en pos de lo que se dio en lla­mar la liberación de América Latina (toda ella el “nosotros”).
Fue inevitable, en ese contexto, que resonaran como una “verdad revelada” las palabras que el Che Guevara había escrito en abril de 1967 en la revista “Tricontinental” que se editaba en La Habana: “En América Latina existe una situación convulsiva, caracteriza­da por la existencia de una débil burguesía que, fundida de ma­nera indisoluble con los terratenientes, constituye la oligarquía dominante en nuestros países. Un mayor sometimiento y una dependencia casi absoluta de estas oligarquías al imperialismo, determinan la intensa polarización de fuerzas en el continente: por un lado, la alianza oligarco-imperialista y por otro, los pue­blos. El enorme potencial revolucionario de los pueblos sólo es­pera ser canalizado por una dirección consecuente, por una vanguardia revolucionaria, para desarrollar o emprender la lu­cha. Las burguesías autóctonas han perdido toda su capacidad de oposición al imperialismo -si alguna vez la tuvieron- y sólo for­man su furgón de cola. No hay cambios que hacer, o revolución socialista o caricatura de revolución”.


Aquí se conjugaron entonces dos posiciones epistemológicas: el racionalismo, según el cual la fuente principal del conocimiento humano se basa en el pensamien­to, en la razón; y el empirismo, que sostiene que la única fuente del conocimiento humano es la experiencia. Mientras el racionalismo se deja llevar por una idea determinada, por un ideal (la liberación de América Latina, en este caso), el empiris­mo parte de los hechos concretos (el por entonces reciente triunfo de la Revolución Cubana). Ambas teorías filosóficas confluyeron y actuaron como disparador para que diversas organizaciones políticas, la clase obrera y el movimiento estudiantil fuesen coprotagonistas en esa etapa de la historia -tanto argentina como sudamericana-, pero también sirvieron para poner de relieve las disidencias metodológicas en cuanto a cuál era el camino más adecuado para llevar adelante la tan ansiada “revolución socialista”. Para algunos había que comenzar por la construcción de un partido revolucionario, para otros, éste no sería más que un eslabón del populismo burgués.
Sobre esa disyuntiva, además, y desde un plano estrictamente filosófico, surgieron enormes contradicciones. Las ideas del político y revolucionario ruso Lev Davidovich Bronstein, quien pasara a la historia como León Trotsky, no podían estar ausentes en este debate. La estrecha relación entre política y filosofía no había sido un asunto extraño a sus intereses y así lo había demostrado en muchos de sus escritos. Quien fuera uno de los protagonistas de los debates políticos y teóricos más lúcidos del marxismo en el siglo XX, insistió en que las diferencias filosóficas llevaban, a la larga, a diferencias políticas. Para él, la mezcla de empirismo y racionalismo, el pragmatismo, era de algún modo una actitud de desdén hacia la dialéctica como lógica de las contradicciones y, sin un pensamiento que permitiese captar esas contradicciones que siempre presenta la historia, difícil sería enfrentar los desafíos de la lucha de clases. Para Trotsky, la dialéctica era el concepto esencial del marxismo para discutir con otras tendencias -desde el plano teórico- la construcción de una nueva sociedad. La Historia no era una simple obra de teatro con moraleja en la que la justicia siempre triunfa. Para Trotsky, un estudio histórico en profundidad revelaba motivaciones y tendencias en el proceso social y, por ende, también determinaba la acción política que debía ser desarrollada para transformar la realidad. Esta filosofía de la Historia de Trotsky generó no pocos problemas de reconciliación entre las distintas facciones marxistas que planteaban la necesidad de la revolución socialista en un país económicamente atrasado como lo era la Argentina.
Antonio Labriola (1843-1904), filósofo italiano a quien Trotsky le debe tanto como al ya mencionado teórico ruso Plejánov para su formación marxista, decía en “I problemi della filosofia della storia” (Los problemas de la filosofía de la historia) que “las grandes ideas no las porta en la espalda un solo hombre, ni caminan sobre el hilo del razonamiento de un discurso. Es necesario pioneros y lentos trabajadores de todos los días, espíritus ardientes y calmos polemistas, entusiastas y críticos, destructores y reconstructores, y que cada uno haga su parte”. El propio Trotsky ampliaría este concepto hacia el final de su vida cuando escribió: “El pensamiento revolucionario no tiene nada en común con la adoración de ídolos. Los programas y los pronósticos se ponen a prueba y se corrigen a la luz de la experiencia, que es criterio supremo de la razón humana”. Sin embargo, la influencia del Che Guevara y su especie de "trotskismo parti­cular" que practicó en su intento de llevar adelante la revolución socialista en Bolivia, experiencia en la que desarrolló contactos con representantes de todas las corrientes de izquierda, fueran ellas trotskistas, maoístas, prosoviéticas o demócratas radicales, tuvo un peso enorme en las decisiones tanto tácticas como estratégicas de los revolucionarios argentinos. Esto fue así en la mayoría de las agrupaciones marxistas, pero también incidió tanto en vastos sectores de la clase media identificados con el populismo y el nacionalismo y cuya radicalización se debió más a factores políticos y culturales que a sociales y económicos, como en otros sectores tradicionalistas de la misma capa social afines al catolicismo que, influidos por el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, buscaron comprometerse con las condiciones laborales y de vida de los trabajadores.


De todas formas, mucho antes de que el guevarismo tuviese semejante preponderancia, la figura de Trotsky ya había impactado en el espacio de la izquierda argentina a partir de la Revolución de Octubre y creció cuando formó la Oposición de Izquierda como grupo disidente en el seno de la Internacional Comunista (IC), primero, y conformó la IV Internacional después. Según detalla el periodista e historiador argentino Emilio Corbière (1943-2004) en su obra “Orígenes del comunismo argentino”, tras la fundación del Partido Comunista (PC) en enero de 1918 como consecuencia de la ruptura con el viejo Partido Socialista (que había sido fundado en junio de 1896), “la proliferación de corrientes con sus respectivas ortodoxias ideológicas no siempre reforzó la  impermeabilidad de cada una de estas tendencias. Por el contrario fue tomando forma a lo largo de la década del ‘20 un sistema de presiones y fugas que involucraba a los terceristas y a los bolsones de izquierda que subsistían en el Partido Socialista”. Mientras éste adhería a posiciones social demócratas reformistas, el PC pasó a engrosar las filas de la Tercera Internacional fundada por Vladímir Ilich Uliánov, el ínclito Lenin, principal dirigente de la Revolución de Octubre.
En 1922 se produjo en el seno del PC la ruptura de un grupo que se distanció de la ortodoxia y el monolitismo de la Internacional Comunista. Entre ellos se encontraban algunos de los futuros militantes trotskistas de los años ‘30. Esta corriente pronto se ramificó en varios partidos, entre los que se destacaron el Partido Comunista Obrero (POC) y el Partido Comunista de la Región Argentina (PCRA). Mientras tanto, hacia 1932, cuando el PC argentino adoptaba el curso de estalinización de la amplísima mayoría de los partidos comunistas del mundo, en el PS surgió una corriente de disidentes que formaron el comité argentino de la Oposición de Izquierda y denunciaron la situación en la Rusia estalinista. Este fue, de hecho, el nacimiento del trotskismo en la Argentina. Estos sectores reivindicaban el marxismo como método de análisis a la vez que denunciaban el carácter de clase de la democracia parlamentaria. A estas reivindicaciones clásicas se sumaron otras más ligadas a la coyuntura de la lucha de clases a nivel mundial lo que, también, originó numerosos debates en torno al clima de las ideas de la época, un tiempo pródigo en acontecimientos cruciales para el futuro del socialismo.
El escenario de fondo estaba enmarcado por la crisis económica del año ’29 que generó en Estados Unidos el recrudecimiento del populismo clasista, un movimiento conformado por agricultores pobres, pequeños comerciantes rurales y algunos grupos de la clase obrera; los regímenes fascistas que gobernaban Italia desde 1922 y Alemania desde 1933; la Guerra Civil española que se desarrolló entre 1936 y 1939; el fenómeno del Frente Popular en Francia, una coalición del proletariado con la pequeña burguesía que gobernó entre 1936 y 1938; y la profundización de la burocracia soviética y los criminales procesos de Moscú, entre los más significativos. Todos estos hechos fueron, naturalmente, profusamente analizados por Trotsky, a la sazón, ya en el exilio. Las discusiones en el seno del socialismo en torno a estos sucesos generaron la efervescencia y radicalización de algunos sectores que se acercaron a la causa de Trotsky, cuyo prestigio intelectual e influencia crecían a la par de los prejuicios, deformaciones y maledicencias propaladas por el estalinismo.


En Argentina, durante la llamada “década infame” -aquella del “fraude patriótico”- sobresalió la figura de Liborio Justo (1902-2003) quien, tras una fugaz militancia en el Partido Comunista, fundó la Liga Obrera Revolucionaria que sentó las bases del trotskismo en la Argentina. Aunque más adelante mantendría discrepancias con todos los núcleos trotskistas y se convertiría en un librepensador marxista, se esforzó por poner en pie lo que sería la sección argentina de la IV Internacional y publicó una serie de folletos en los que planteó la caracterización de la Argentina como país semicolonial, oprimido por el imperialismo inglés y norteamericano. Mientras tanto, inmersos en discusiones doctrinarias sobre la naturaleza del capitalismo argentino y el carácter de la revolución a realizar, fueron surgiendo en Buenos Aires, Rosario, Córdoba, La Plata, Mendoza, Bahía Blanca, Tucumán y otros puntos del país, grupos de filiación trotskista dedicados al trabajo de discusión teórica y a tímidos intentos de inserción en el medio obrero. En esos menesteres sobresalieron, entre muchas otras, las figuras de Pedro Milesi (1888-1981), Angélica Mendoza (1889-1960), Mateo Fossa (1896-1973) y Héctor Raurich (1903-1963).
A mediados de la década del ‘30 las agrupaciones más combativas de la izquierda eran el Grupo Obrero Revolucionario (GOR), la Liga Obrera Socialista (LOS) y el Partido Socialista Obrero (PSO). Este último nació como una fuerza política de cierta gravitación y en su congreso constituyente hizo suya la bandera de la lucha por la liberación nacional, la formación de un Frente Popular que incluyese la  democracia obrera, la libre coexistencia de todas las tendencias socialistas dentro del partido de la clase, la unidad sindical, la lucha contra el reformismo y el estalinismo, y también planteó la posibilidad de realizar entrismo en la socialdemocracia. Esta táctica motivó la abierta oposición de los grupos trotskistas que integraban el partido y, cuando los grupos filo estalinistas terminaron de consolidar definitivamente su dominio del aparato del PSO, aquellos se retiraron y más adelante se integrarían a otros grupos trotskistas que se iban conformando: la Unión Obrera Revolucionaria (UOR), el Frente Obrero (FO), el Grupo Cuarta Internacional (GCI), el Movimiento Obrero Revolucionario (MOR) y el Grupo Obrero Marxista (GOM).
Al calor del fenómeno peronista, un proceso que comprometía a la amplísima mayoría de la clase obrera argentina, los grupos trotskistas se enfrentaron con enormes dificultades para analizar el trascendental proceso político que estaba ocurriendo. Para algunos era necesario llevar adelante una revolución democrático burguesa por medio de un movimiento nacional formado por el proletariado, el campesinado, la pequeña burguesía y la burguesía industrial. Para otros, era imposible tejer alianzas con sectores de la burguesía dada su estrecha ligazón con el imperialismo y sólo el proletariado en alianza con el campesinado podría llevar a cabo la revolución. Lo cierto es que, tanto unos como otros, se esforzaron por encontrar respuestas a todos los aspectos que ofrecía aquella realidad tan compleja: el carácter del país, su relación con el imperialismo, la situación del proletariado y sus organizaciones, los cambios políticos y el surgimiento de un fenómeno cuyo significado aparecía contradictorio y cuyas consecuencias resultaban difíciles de prever. A diferencia del resto de la izquierda, los trotskistas buscaron un camino hacia la clase obrera y sus análisis se orientaron en este sentido.


Desde el punto de vista historiográfico, son valiosos para entender estos acontecimientos los aportes realizados por Alberto J. Pla (1926-2008) y el antes citado Milcíades Peña, autores de, entre otros, “América Latina Siglo XX. Economía, sociedad, revolución” y “La burguesía nacional en América Latina”, el primero; y “Masas, caudillos y elites. La dependencia argentina de Yrigoyen a Perón” y “La clase dirigente argentina frente al imperialismo”, el segundo. En estas obras, ambos historiadores fueron más allá del análisis simplista de caracterizar al peronismo como una expresión de la dictadura fascista en la Argentina, o como una manifestación política de cuño nacionalista que retomaba las tradiciones de los grandes caudillos argentinos. Desde el punto de vista político, se destacaron Homero Cristali (1912-1981), conocido como J. Posadas; Esteban Rey (1915-2003) y Hugo Bressano (1924-1987), conocido como Nahuel Moreno. Posadas, si bien admitía que Perón era un “agente de la burguesía industrial”, consideraba progresista su “lucha contra el imperialismo” y apoyó sus “medidas reales que conducían a ese objetivo”. Rey, mientras tanto, desarrolló una variante de trotskismo proletarista entre los obreros del noroeste argentino pero terminó intentando explicar al peronismo desde una perspectiva de “izquierda nacional”. Moreno, por su parte, dentro del contexto del ascenso del peronismo y la crisis de las viejas conducciones sindicales a cargo del PC y del PS, logró por primera vez alcanzar un cierto grado de penetración dentro del movimiento obrero y ocupó un rol relevante en la oposición sindical al régimen del coronel Perón. La corriente por él dirigida se nutrió de numerosos cuadros estudiantiles y obreros provenientes del socialismo y consiguió una importante inserción entre los trabajadores del primer cordón del gran Buenos Aires. Más adelante iniciaría una polémica experiencia de entrismo en el peronismo y tuvo una participación relevante en distintos conflictos gremiales de los años ‘60.
La participación de las agrupaciones trotskistas en la resistencia a la Revolución Libertadora y en la formación del sindicalismo clasista fue intensa. Durante los años del auge de las organizaciones armadas, defendieron la lucha por la organización de los trabajadores en sindicatos combativos contra la teoría del foco guerrillero, pero, más allá de esto, en las décadas siguientes la diáspora trotskista en la Argentina adquirió un grado de dispersión y fragmentación tal vez mayor aún que el experimentado durante el medio siglo anterior, alimentado muchas veces por un exceso de personalismo y la falta de vocación de diálogo de sus mayores dirigentes, lo que no hizo más que favorecer a los intereses de la reacción. Fatalmente, en las organizaciones existentes siguió habiendo una diferencia, a veces abismal, entre Trotsky y los dirigentes que asumieron su nombre y representación. No obstante ello, los conceptos teóricos y prácticos de filosofía política que expresara Trotsky siguen siendo de lo más sólidos y consistentes del siglo XX. Sus teorías tienen hoy una potencia política inigualable y muchos de sus pronósticos se cumplieron cabalmente, generando resultados imprevistos incluso para los propios trotskistas.

11 de septiembre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (V) 2º parte. Crónica coyuntural

Prolegómenos (como ejercicio de la memoria)
3. En busca del tiempo perdido

El proyecto redistribucionista del peronismo sentó las bases pa­ra una alianza entre los trabajadores y la burguesía nacional. Los cambios producidos durante dicho proceso en la economía y a nivel del Estado implicaron una efec­tiva democratización que se tradujo en el acceso al poder polí­tico de la clase burguesa en su conjunto. Con el peronismo, el Estado adquirió un carácter capitalista "puro" al institucionalizarse en su seno tanto el predominio de la fracción industrial de la burguesía como la presencia y el peso social de la clase obrera. Efectivamente, por entonces el Estado se convirtió en el órgano de un nuevo sistema de alianzas donde se encontraban representadas las fuerzas armadas, la burguesía nacional y las clases trabajadoras sobre la base de un progra­ma económico que apuntaba a la transferencia del excedente del sector agroexportador a la industria. Esto generó una nueva etapa en el desarrollo económico argentino. Se profundizó la industrialización sustitutiva ampliando el mercado interno a través de una redistribución de los ingresos (los asalariados llegaron a percibir el 50% de la renta nacional), de leyes sociales y de una mayor intervención del Estado. Se nacionalizaron además los principales servicios públicos (ferrocarriles, electricidad, teléfono, etc.), se crearon empresas estatales de aviación y navegación fluvial y marítima, y se rescató la deuda externa. No obstante ello, la gravitación creciente de las empresas extranjeras, a partir de princi­pios de la década del ‘50, cuando las industrias dinámicas adquirieron el papel hegemónico en el sector industrial y en el conjunto de la economía nacional, frustró tempranamente la formación de intereses locales que pudieran asumir la conducción de los sectores líderes, cuya expansión se apoyaba en las propias exigencias de la demanda interna y en la transformación del sistema productivo. En 1949 el plan económico entró en crisis dado que los términos de intercambio comercial comenzaron a ser desfavorables, las exportaciones argentinas disminuyeron sensiblemente y cayó la existencia de divisas disponibles. Esto generó dificultades a los empresarios industriales para importar maquinaria y materias primas, lo que puso en evidencia la debilidad de los cimientos de la industrialización peronista y el comienzo de los ciclos económicos con altibajos propios del desarrollo industrial en los países periféricos.
La crisis, agudizada por dos sucesivas sequías, llevó al gobierno a poner en marcha en 1952 un nuevo plan económico, mucho más austero, entre cuyos objetivos estaba el de detener la inflación y resolver el problema del déficit en la balanza de pagos. Para ello se apeló al capital extranjero (incluyendo concesiones petrolíferas a empresas norteamericanas) y se establecieron relaciones diplomáticas con los países del bloque soviético, sin por ello descuidar los vínculos con la Europa capitalista. Así, la dependencia de Argentina respecto de bienes de capital, tecnología y divisas hizo que el proceso de industrialización emprendido bajo el manto del populismo y el nacionalismo se agotara una vez disipada la “naturaleza singular” que posibilitó su origen. Las limitaciones de una acumulación de capital centrada en bienes de consumo, de baja escala, eficiencia y productividad, con infraestructura energética y de transportes endeble, evidenciaron la incapacidad para alcanzar un nivel de desarrollo autosostenido. El resultado inevitable fue, por consiguiente, que aquel régimen que dijo resistir al imperialismo, llegado a este punto, se transformase en uno de sus más esmerados aliados. De todos maneras, en septiembre de 1955 y en el marco de un enfrentamiento creciente con la Iglesia Católica y con sectores opositores que le reprochaban la existencia de un Estado omnipresente y una creciente restricción a las libertades públicas y al accionar de la otras fuerzas políticas, Perón se vio desplazado del poder por un golpe de estado cívico-militar a pesar de que contaba todavía con un amplio apoyo popular. No obstante, terminó abandonando ignominiosamente la escena sin apelar a la movilización de las masas y entregó el poder sin resistencia a la reacción burguesa. Como resultado de este período puede aseverarse que el marco capitalista en que operaron sus reformas quedó intacto, lo que implicó que éstas quedaran rápidamente vaciadas de contenido.


Es que, a partir de su doctrina de “comunidad organiza­da”, el régimen peronista concedió enorme poder a las corpora­ciones (sindicatos manejados verticalmente desde el Estado, cle­ro y fuerzas armadas) en desmedro de la democracia representativa. Como lógica consecuencia de un esquema de este tipo, a medida que se iban acentuando las dificultades económicas fueron redu­ciéndose los márgenes de la libertad de expresión y del derecho al disenso. Pero lo que constituye la verdadera estafa del peronismo es el sistemático esfuerzo de domesticación e instrumentación del mo­vimiento obrero que caracteri­zó las relaciones entre Perón y los sindicatos. No es de extrañar entonces que la masiva participación po­pular de los orígenes del peronismo fuera poco a poco reduciéndose a una rígida organización del consenso basada en el más estricto verticalismo. Ya hacia fines de la década del '40, con la consolidación del Esta­do populista, la CGT (Confederación General del Trabajo) se había convertido en un apéndice del Partido Justicialista. Los sindicatos habían perdido así casi por completo su autonomía y se transformaron en correa de transmisión de las políticas del gobierno, desvir­tuando sus fines como organismo representativo de los intereses de los trabajadores. El reconocimiento explícito del materia­lismo histórico y de la lucha de clases que había guiado al movi­miento obrero argentino durante gran parte de su existencia se había convertido en profesión de fe de la doctrina peronista.
Después de la caída de Perón, durante las dos décadas siguientes se sucedieron períodos de avance de la industria con otros de estancamiento, producidos por políticas de estabilización que favorecieron a los sectores agroexportadores. En la etapa de auge, ante el aumento de la producción industrial vinculada al consumo local, se incrementaron las importaciones para comprar bienes de capital e insumos básicos, y se redujeron las exportaciones por la mayor demanda interna originada en la suba del salario real y de los niveles de ingresos. Pero el déficit en la balanza comercial y la disminución de las divisas llevaron a una devaluación que provocó un aumento del precio de los productos agrarios exportables y de los insumos importados. Todo esto se tradujo en una crisis del sector externo, inflación y políticas monetarias restrictivas. La puja intersectorial se expresó, además, en sucesivos golpes de estado. Durante el breve gobierno de la autodenominada “Revolución Libertadora”, se intentó la “desperonización” de la sociedad argentina, proscribiendo al partido en ese entonces mayoritario. En materia económica se adoptaron medidas de liberalización de la economía con el objetivo de incorporar al país al mercado internacional. El gobierno adhirió al FMI y los organismos financieros internacionales y se redujo en gran medida el grado de intervención del Estado en la economía nacional. En resumidas cuentas, la “Revolución Libertadora” significó una vuelta a la ortodoxia económica. El golpe de 1955 acercó a la Argentina a los lineamientos de la política exterior impulsada por Estados Unidos para todo el hemisferio en el marco de la Guerra Fría.


En cambio, desde 1958, el gobierno de Arturo Frondizi (1908-1995), apoyado en las elecciones por el proscrito peronismo, reorientó la política exterior en función de su proyecto desarrollista. Se puso en marcha una nueva política económica que apuntaba al despegue de las industrias básicas (energía, acero, química, papel, maquinarias y equipos, automotores), para el cual era fundamental el autoabastecimiento petrolero y la tecnificación del agro. A fin de alcanzar estos objetivos el gobierno decidió apelar al capital extranjero firmando polémicos contratos petroleros con empresas estadounidenses. El proyecto desarrollista concordaba, de hecho, con los planes de expansión e inversión en América Latina de las grandes compañías transnacionales. Esto permitió un fuerte crecimiento del sector industrial y, hacia 1962, se logró el autoabastecimiento de petróleo. Pero pronto Frondizi perdió el apoyo del sindicalismo peronista con sus políticas de estabilización, se enajenó el apoyo de sectores políticos y debió enfrentar planteos militares, que terminaron en su deposición tras haber aceptado, en elecciones parciales, la participación electoral del peronismo. Su actitud comprensiva con Cuba, negándose a seguir a Estados Unidos en su planteo de expulsarla de la OEA y la visita secreta en Buenos Aires de Ernesto Guevara (1928-1967) provocaron un gran revuelo entre los militares. Esa política ambivalente derivó finalmente en su caída por otro golpe de estado. Tras el interinato de su vicepresidente, cuyo equipo de economistas liberales intentó retornar sin éxito a medidas económicas ortodoxas en medio de una profunda crisis del sector externo mientras en política exterior se aceptaba nuevamente el liderazgo norteamericano, le siguió un gobierno elegido con la proscripción del peronismo, el del radical Arturo Illia (1900-1983), que adoptó, por el contrario, una política nacionalista moderada cuyos objetivos eran limitar la presencia de capital extranjero (anuló los contratos petroleros firmados por Frondizi), alentar el mercado interno (hubo aumentos salariales, impuestos a las importaciones y disminución de las tarifas de los servicios públicos) y redistribuir ingresos.
Contó con una buena coyuntura económica (grandes exportaciones y balanza comercial positiva), lo cual permitió disminuir la deuda externa y dinamizar la economía. Intentó también diversificar la inserción internacional y abrir nuevos mercados, como el chino. Pero todo esto no sirvió, sin embargo, porque su gobierno era políticamente débil y los militares terminaron derribándolo en 1966 por un nuevo golpe militar: la “Revolución Argentina”, tal el nombre autoasignado. Este profundizó la modernización industrial a través de nuevas inversiones de capitales externos y, a pesar de no poder superar algunos de sus principales problemas, la economía argentina creció y el sector industrial comenzó a exportar sus productos. No obstante, todos estos aparentes cambios estuvieron signados por una profunda crisis orgánica, aquella que el periodista y activista político italiano Antonio Gramsci (1891-1937) definiera en "Noterelle sulla política del Machiavelli" (Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno) como crisis de hegemonía del bloque social dominante. Esta se da cuando “los partidos tradicionales, con una forma de organización da­da y con determinados hombres que los constituyen, represen­tan y dirigen, ya no son reconocidos como expresión propia de su clase o de una fracción de ella. En tales casos, lo más probable es que se refuerce la posición relativa del poder de la burocracia (civil o militar), de la alta finanza, de la Iglesia y en general de todos los organismos relati­vamente independientes de las fluctuaciones de la opinión pública. En cada país el proceso es diverso, aunque el contenido es la crisis de hegemonía de la clase dirigente, que tiene lugar o bien porque la clase dirigente ha fracasado en alguna grande empresa o bien porque vastas masas (especialmente de campesinos y de pequeño-burgueses intelectuales) han pasado de golpe de la pasividad política a una cierta actividad y ponen reivindicaciones que en su conjunto inorgánico constituyen una revolución. Se habla de crisis de autoridad y ello es precisa­mente la crisis de hegemonía, o crisis del Estado en su conjun­to”.


En el caso de la Argentina, esta crisis orgánica se fue profundi­zando hasta culminar en una situación revolucionaria, es decir, una fase de extrema vulnerabilidad del sistema, en la que éste se vio debilitado por la vacancia hegemónica y acosado por una in­tensa actividad y movilización de los sectores populares, levantamientos obreros y la radicalización estudiantil. En ese contexto se sucedieron los gobiernos militares hasta 1973, cuando retornó el peronismo al poder. Paralelamente, la burocracia sindical fue asumiendo funciones de dirigencia política y, durante la segunda mitad de la década del '60, su tendencia cor­porativa y anticomunista la llevó a apoyar el proyecto autoritario de los militares en el poder, en un primer momento, y a no atinar una respuesta coherente después, cuan­do se desencadenó la ofensiva de éstos contra los sin­dicatos. A raíz de ello, a medida que crecía el descontento antidictatorial tam­bién ella se vio rebasada y desplazada por la dinámica de la movilización popular. Durante ese lapso se asistió a la formación de las primeras organizaciones armadas que intentaron aplicar es­trategias de guerra revolucionaria para la toma del poder.
Mientras tanto, en el plano económico, la crisis del modelo de industrialización por sustitución de importaciones dio paso a la formación de una industria oligopólica que se limitó a establecer su control sobre un mercado interno restringido sin insuflar una nueva dinámica al conjunto de la economía. Peor aún, las políticas de tipo liberal ortodoxo instrumentadas por la mayoría de los gobiernos del periodo estrangularon dicho mercado por­que los aumentos de la productividad no se reflejaron adecuada­mente en la correlación entre precios y salarios. La principal concentración del poder económico se dio en las empresas extranjeras y en las empresas públicas. En torno de estas empresas se nuclearon intereses financieros y comerciales y empresas de capital nacional. Por su parte, la burguesía agraria fue reabsorbida como socia menor de la industria oligopólica. La alianza entre los sectores más con­centrados de las burguesías rural y urbana se renovó en esta fase con el predominio de la última y en una clara perspectiva de subordinación al capital financiero internacional. Cuando a comienzos de la década del ‘70 el sector externo entró nuevamente en crisis, salieron a la superficie las inconsistencias del programa: la expansión de las importaciones, estimuladas por la liberación de las mismas, influyó en el estancamiento de las exportaciones y la consecuente crisis del balance de pagos. Al mismo tiempo, la tasa de inflación dio un salto drástico, revelando la quiebra del esquema, por lo que se articularon un conjunto de medidas de corto plazo y de cambios drásticos en varios campos de la política económica. Se elevaron las inver­siones públicas con el doble propósito de la expansión de la infra­estructura y de la demanda global, se reabrieron las negociaciones de los convenios colectivos de tra­bajo como instrumento clave para fortalecer la posición negociadora de los trabajadores y contribuir a rectificar, al menos, una de las causas del deterioro de su participación en el ingreso nacional, y se dispuso la adopción de controles directos de precios, en particular sobre productos estratégicos y en artículos de consumo popular.


La democracia representativa, de todas formas, había quedado definitivamente abolida. El ejercicio dictatorial del poder permitió al Estado acallar los reclamos sectoriales e imprimir un rumbo definido a la economía. Se exacerbaron los conflictos sectoriales y la puja por la distribución, un ingrediente importante para comprender la movilización y politización de esos años. “Desde mediados de la década de 1960 -dice el historiador argentino Luis Alberto Romero (1944) en “La crisis argentina. Una mirada al siglo XX”- fue visible que un título universitario estaba lejos de garantizar una buena posición social; que el obrero altamente calificado rara vez se convertiría en pequeño tallerista, y que la anhelada casa propia solo sería una casilla o un rancho mejorados. Es posible advertir en estos cambios las raíces de una mayor crispación en los conflictos sociales. La movilización de la sociedad, hasta entonces aquietada por la represión autoritaria, se inició a fines de 1968 y tuvo un primer episodio espectacular en el Cordobazo de mayo de 1969. De ahí en más, se desplegó, en un crescendo que no se detuvo hasta 1973, cuando asumió el gobierno peronista; después se mantuvo, pero sin la unanimidad e inocencia iniciales”.
El contexto histórico en el que se dieron estos acontecimientos tiene que ver con los planes de estabilización y ajuste estructural impulsados por los acuerdos con los principales organismos de crédito internacional y con la modernización estructural producto del surgimiento de industrias de punta con fuerte inversión de capital extranjero que exigían una alta calificación técnica de la fuerza de trabajo. Tal como explica el historiador argentino Pablo Pozzi (1953) en “Los setentistas. Izquierda y clase obrera (1969-1976)”, “el ingreso a los colegios técnicos y las universidades de importantes sectores de esta fracción de la clase obrera así como la radicalización de los sectores juveniles procedentes de las clases medias urbanas, conformó una fuerza social que devendrá fuerza política en el contexto de las luchas contra las dictaduras, pero que trascenderá la reivindicación democrática para cuestionar el régimen social mismo. Sin esta caracterización general es difícil comprender la fortaleza de la coordinadoras fabriles así como los cuerpos de delegados en diferentes facultades. Por otro lado, la clase obrera sufrió un proceso de heterogeneización entre una masa obrera no calificada vinculada con las industrias del patrón de acumulación característico de la industrialización por sustitución de importaciones y una nueva masa obrera calificada y especializada. El dinamismo político de este sector se vio influenciado por la experiencia política de la proscripción del peronismo y la intervención de corrientes marxistas revolucionarias con diversos grados de penetración en los cordones industriales”.
La confluencia de las luchas dentro del peronismo y las agrupaciones marxistas revolucionarias se expresó, en cuanto a organizaciones políticas, en la conformación del PRT (Partido Revolucionario de los Trabajadores) y en cuanto a organizaciones sindicales, en la CGT de los Argentinos, la cual originó el llamado “clasismo obrero” de destacada actuación en las luchas callejeras que irrumpieron en la escena política entre fines de los ‘60 y primeros años de la década siguiente.
El sindicalismo clasista nutrió las filas de las organizaciones armadas más importantes durante este período: el Ejército Revolucionario del Pueblo (brazo armado del PRT), los Montoneros y las Fuerzas Armadas Revolucionarias. La primera de ellas, el ERP -cuyo objetivo era la revolución socialista-, intentó una profundización de la participación popular a través de una combinación de lucha de masas y acciones guerrilleras guiado por la percepción de que ambas formas de lucha se retroalimentaban mutuamente, aunque no descartaba la posibilidad de desarrollar una política de alianzas que permitiese su participación electoral presentando candidatos obreros y un programa antiimperialista. Las FAR, por su parte, que en un primer momento compartieron esta idea, encontraron que Marx era incomprensible y no tardaron en encolumnarse dentro del peronismo junto con Montoneros y, ambas facciones, apostaron por el “socialismo nacional” entendiendo que la clase trabajadora “no estaba todavía madura” para una acción histórica independiente y sólo después de una experiencia con la “revolución nacional” se podría llegar a la “madurez” para la “etapa socialista” y para la construcción de grandes partidos socialistas de masas. Tardíamente, ambas organizaciones, ya fusionadas, habrían de descubrir que la izquierda le producía alergia al peronismo y emprendieron el camino del neofascismo similar al de sus enemigos: las Fuerzas Armadas.


La Argentina seguía siendo, en concreto, una sociedad colonial avanzada. La amplia mayoría de su población, la dichosa y circunspecta clase media, proseguía con su aspiración principal: la adquisición de bienes materiales o la posibilidad de enriquecerse sin escrúpulos y al margen de los síntomas de agotamiento de la tendencia expansiva de la economía que ya se advertían por entonces. Confiaban en que el retorno de Perón al poder fuera también el retorno de la bonanza de 1945 tras la firma de un “pacto social” entre la cúpula de los empresarios y la cúpula sindical, quienes se comprometieron a mantener estables los precios y los salarios. No pasó mucho tiempo para que esa quimera se desvaneciera y la economía entrase en la espiral de inflación y parálisis propia de las crisis clásicas. Hasta el propio Perón pudo constatar la estructural infidelidad de sus firmantes. Las corporaciones, tanto empresariales como sindicales, podían ofrecer el sacrificio de su vida (“la vida por Perón” era la consigna), pero no el de sus intereses. La mayoritaria clase media, como siempre con objetivos políticos indefinidos y pocos ideales e invariablemente propensa a la protesta sin participación, llevó a la presidencia a Héctor Cámpora (1909-1980) y luego llenó la Plaza de Mayo frente a la Casa de Gobierno cuando Perón asumió el poder como presidente en octubre de 1973 después de haberse sacado a Cámpora del camino con una parodia de sucesión constitucional.
“Dieciocho años después de su partida en una cañonera paraguaya, volvía a gobernar por tercera vez en la Argentina el General Perón. Sólo pudo hacerlo durante 260 días. Ya era una viva leyenda. ‘Estoy desencarnado’ decía, ‘estoy más allá del bien y del mal’. Todo había cambiado en tan largo lapso. El protagonista, el país y el mundo. En lugar de aquel vigoroso sexagenario de 1955, entraba a la Casa de Gobierno un caudillo anciano, herido de muerte en el corazón. Los médicos le predicaban reposo y pocos disgustos”, contaba Jorge Abelardo Ramos (1921-1994), historiador y creador de la corriente política e ideológica llamada Izquierda Nacional, en “La era del Peronismo. 1943-1976”. Más adelante, esa misma porción de la población aclamaría al dictador de turno cuando la Argentina ganó el campeonato mundial de fútbol en 1978 mientras en el país se cometían innumerables crímenes de lesa humanidad, vivaría a otro general cuando ordenó la invasión de las Islas Malvinas y aclamaría al presidente Raúl Alfonsín (1927-2009) cuando asumió el gobierno en diciembre de 1983. La Argentina, ya se ha dicho, seguía siendo una sociedad colonial avanzada.