2. Embustes bonapartistas
Hasta la
Primera Guerra Mundial y durante algo más de un siglo, Gran Bretaña se
consolidó no sólo como la potencia imperial hegemónica sino también como la
principal fuente de oferta de recursos para los países que buscaban
financiación externa. En el lapso transcurrido entre la llamada Gran Guerra y
el inicio de la Segunda Guerra Mundial, esa supremacía se fue desvaneciendo y
fue gradualmente reemplazada por los Estados Unidos. Este país, después de
avanzar a cualquier precio en sus territorios aledaños, comenzó primero a
consolidar de manera creciente sus inversiones en los lugares más cercanos a su
región para, luego de su decisiva intervención en el conflicto bélico
1939-1945, pasar a darle forma a la reconstrucción financiera internacional de
acuerdo con sus intereses que, claramente, se relacionaban con su estrategia y
posicionamiento dentro del sistema económico mundial. Ya no solamente se dedicó
a la producción de armas para el aprovisionamiento de los países europeos que
participaban en las hostilidades; también, tras el fin de la contienda,
implementó la reconstrucción de dichas naciones mediante el denominado Plan
Marshall, un programa que tuvo dos razones fundamentales, una económica y otra
política. La primera, para recuperar las economías europeas e incluirlas como
potenciales mercados para sus productos; la segunda, para frenar la influencia
de la Unión Soviética en Europa, una medida que desembocó en la denominada
Guerra Fría pero no impidió el surgimiento de la época dorada del capitalismo
estadounidense.
Treinta
años antes, Lenin había publicado “Imperializm, kak vysshaya stadiya
kapitalizma” (El imperialismo, etapa superior del capitalismo), una obra hoy
considerada clásica en materia socioeconómica, en la que decía: “No sólo
existen dos grupos fundamentales de países -los que poseen colonias y las
colonias-, sino también, es característico de la época, las formas variadas de
países dependientes que, desde un punto de vista formal, son políticamente
independientes pero que en realidad se hallan envueltos en las redes de la
dependencia financiera y diplomática”. Y más aún, citaba expresamente a la
Argentina, país que, tras el fin de la colonización española, había pasado a
depender del por entonces floreciente imperialismo británico. “Un ejemplo de
esta forma de dependencia, la semicolonial -continúa Lenin- lo proporciona la
Argentina. No es difícil imaginar qué sólidos vínculos establece el capital
financiero -y su fiel ‘amiga’ la diplomacia- de Inglaterra con la burguesía
argentina, con los círculos que controlan toda la vida económica y política de
ese país”. Este análisis resulta irrefutable con sólo observar los sucesos
acontecidos en nuestro país durante la época de entreguerras: golpe de estado a
cargo del general José Félix Uriburu (1868-1932) en 1930, episodio que dio
comienzo a lo que más tarde se conoció como “Década infame” y, tres años más
tarde, la firma del Pacto Roca-Runciman, un tratado comercial por el cual Gran
Bretaña se comprometía a seguir comprando carnes argentinas siempre y cuando
sus precios fueran los más bajos mientras que, como contraparte, la Argentina
aceptaba liberar de impuestos a todos los productos británicos, se comprometía
a no instalar frigoríficos nacionales y le otorgaba el monopolio de los
transportes públicos de la capital a una corporación inglesa. Por entonces, sin
siquiera ruborizarse, uno de los más conspicuos representantes de la burguesía
nacional, el senador nacional Matías Sánchez Sorondo (1880-1959) afirmaba sin
ambages: “Aunque esto moleste nuestro orgullo nacional, si queremos defender la
vida del país tenemos que colocarnos en situación de colonia inglesa en materia
de carnes. Esto no se puede decir en la Cámara, pero es la verdad. Digamos a
Inglaterra: nosotros les proveeremos a ustedes de carnes; pero ustedes serán
los únicos que nos proveerán de todo lo que necesitamos; si precisamos máquinas
americanas, vendrán de Inglaterra”.
Apenas un
lustro después, con Estados Unidos perfilándose ya como el mayor de los países
imperialistas del mundo, Trotsky daba una conferencia en su exilio en Coyoacán
junto al miembro de la Liga Comunista de América Charles Curtiss (1908-1993) y
otros militantes. En ella, tal como lo contara su secretario personal Jean van
Heijenoort (1912-1986) en “With Trostky in exile. From Prinkipo to Coyoacan” (Con
Trotsky en el exilio. De Prinkipo a Coyoacán), predecía que “la política del
imperialismo yanqui necesariamente aumentará la resistencia revolucionaria de
los pueblos latinoamericanos a los que debe explotar con creciente intensidad.
Esta resistencia, a su vez chocará con la más feroz represión y tentativas de
supresión por parte de los Estados Unidos, los que se revelarán aún más
plenamente como el gendarme de la explotación imperialista extranjera y un
puntal de las dictaduras nativas. Por su misma posición, por consiguiente,
Washington, al servicio de Wall Street, desempeñará un papel crecientemente
reaccionario en los países latinoamericanos. Así, los Estados Unidos aparecen
como el amo predominante y agresivo de América Latina, listo para proteger su
poder con las armas, en la mano contra cualquier asalto serio de sus rivales
imperialistas o contra cualquier tentativa de los pueblos de América Latina
para liberarse de su expoliadora dominación”.
No fue
necesario dejar pasar mucho tiempo para que esta aseveración se confirmara. En
un proceso que había comenzado a principios del siglo XX, Costa Rica, Cuba,
Guatemala, Haití, Honduras, México, Nicaragua, Panamá y República Dominicana se
convirtieron en territorios dominados por el imperialismo estadounidense con la
complicidad de las oligarquías locales que configuraron un aparato estatal
burocrático para posibilitar su dominio. Esto se amparó en un discurso que,
cínicamente, puso de relieve el respeto a la democracia, a la
institucionalidad, al orden establecido y al desarrollo económico. Sudamérica
tampoco se vio libre de semejantes apotegmas. En Argentina, por ejemplo, en un reportaje
realizado a Perón por el “New York Times” días antes de las elecciones de 1946,
el futuro presidente argentino caracterizó a la administración de Franklin D.
Roosevelt (1882-1945) como modelo y ejemplo de la democracia social y señaló que
los caminos a transitar en los temas económico, social y laboral de la
Argentina se inspirarían en las políticas norteamericanas.
Estas
declaraciones halagüeñas y de tono conciliador tenían que ver con el hecho de
que nunca las relaciones diplomáticas entre Argentina y Estados Unidos habían
llegado a un nivel tan álgido como durante los últimos meses de la Segunda
Guerra Mundial. La tensión se profundizó desde que, en junio de 1943, una logia
de oficiales entre los que se encontraba Perón -el GOU (Grupo Obra de Unificación)-,
había tomado el poder mediante un golpe militar y se negó a plegarse a la
posición de Estados Unidos y los aliados -como lo hicieron el resto de las
repúblicas americanas que rompieron relaciones diplomáticas con el Eje
(Alemania, Italia y Japón)- e inclusive desistió de tomar represalias contra
las actividades del régimen nazi en el país. Esto produjo, entre otras
acciones, la cancelación de las ayudas militares, sanciones económicas y
múltiples ataques verbales. Fue entonces que, luego de un viaje secreto de
Perón a Washington, en enero de 1944 Argentina rompió relaciones con Alemania y
Japón a cambio del ofrecimiento del gobierno estadounidense de reconocer el
régimen militar si éste, además, declaraba la guerra al Eje y convocaba a elecciones.
Fue así que, más temprano que tarde, el gobierno de facto argentino intervino
empresas alemanas, clausuró diarios considerados pro nazis, anunció el retorno
a la normalidad institucional y el 27 de marzo de 1945 declaró la guerra a
Japón y a Alemania. Pocos días después, el resto de las repúblicas americanas
en conjunto reanudaron sus relaciones diplomáticas con la Argentina.
No
obstante todos estos signos de avenencia con Estados Unidos, el 12 de febrero
de 1946 -faltando dos semanas para las elecciones-, apareció publicado en
Washington el “Blue Book” (Libro Azul) -un panfleto del cual los fragmentos más
destacados fueron reproducidos en todos los diarios del país- firmado por el
subsecretario de Estado y fugaz embajador en la Argentina Spruille Braden
(1894-1978). En él alegaba tener “testimonios incontrovertibles” sobre las
actividades de espionaje y nombres de agentes nazis y colaboracionistas en
Argentina. En la lista figuraban muchos de los principales funcionarios del
gobierno militar de entonces, entre los que figuraba el de quien ocupara,
sucesivamente, la titularidad del Departamento Nacional de Trabajo, la
Secretaría de Trabajo y Previsión, el Ministerio de Guerra y la Vicepresidencia
de la Nación: Juan Domingo Perón. Las elecciones presidenciales que debían
devolver la democracia a la Argentina originalmente se habían pautado para el 7
de abril de 1946, pero las tensiones internas dentro de la dictadura del GOU
presidida por el general Edelmiro Farrell (1887-1980), la destitución del
coronel Perón -hombre fuerte del régimen- y su regreso tras la movilización
popular del 17 de octubre del ‘45, adelantaron esa fecha al 24 de febrero.
Como
propaganda de su campaña electoral Perón no sólo utilizó las reformas laborales
que había llevado adelante durante su gestión (convenios colectivos de trabajo,
indemnizaciones por despido, fundación de escuelas técnicas para obreros,
promulgación del estatuto del peón de campo, creación de tribunales de trabajo,
aprobación del régimen de jubilaciones para empleados de comercio,
afianzamiento de las relaciones con las tres grandes centrales sindicales de la
época -CGT1, CGT2 y la Unión Sindical Argentina- entre otras normativas);
también sacó provecho de las declaraciones de Braden al plantear directamente
la disyuntiva que serviría para movilizar el entusiasmo del electorado
empapelando las calles con la consigna que a la postre sería la definitoria de
su campaña electoral: “Braden o Perón”. En esto mucho tuvo que ver el rol
desempeñado por los sindicatos, los que, con sus arengas, convencieron a los
trabajadores de que enfrentar a Braden simbolizaba enfrentar al capital
concentrado de la Argentina, enfrentar a los patrones y hasta al “Gran
Capitalismo”. Una grandilocuencia que la política económica implementada tras
las elecciones se encargaría de refutar. También fue decisivo el hecho de que
muchos sectores de la burguesía local conformados fundamentalmente por los
grupos financieros, pero también por los industriales (necesitados de la
renovación de maquinarias y equipos) y los agropecuarios (que veían limitado el
mercado europeo), dieron su apoyo a su candidatura. En este marco de oscilación
entre la burguesía nacional y la clase obrera, fueron contundentes las palabras
pronunciadas por el entonces embajador inglés David Kelly (1891-1959): “El odio
histérico de los ricos y la mal aconsejada campaña del embajador Braden
fortalecieron de tal manera su dominio sobre las masas que pudo prescindir de
cualquier otra clase de apoyo”.
La prensa
norteamericana reaccionó rápidamente tras el triunfo del peronismo. La revista
“Life”, por ejemplo, publicó un artículo en el que, entre otras cosas, decía:
“Perón es mucho más apreciado en la Argentina que lo que Braden o la prensa de
los Estados Unidos estaban dispuestos a admitir en el otoño pasado. Sus
reformas económicas, no muy distintas de las de la primera época del 'New
Deal', le aseguraron una enorme masa adicta rural y urbana”. Por su parte, el
“South American Journal” destacó que “las elecciones argentinas constituyen la
mayor derrota diplomática que ha sufrido Estados Unidos en los últimos tiempos,
y le ha sido infligida por los electores argentinos”. De todas maneras, los
sectores económica y políticamente más poderosos de los Estados Unidos -que ya
visualizaban como potencial enemigo a la Unión Soviética y su grupo de países
satélites-, vieron como mal menor el triunfo de Perón, sobre todo después de
escuchar su discurso del 12 de Febrero de 1946. Dijo Perón: “Es curioso
observar el afán con que los dirigentes comunistas proclaman su fe democrática,
olvidando que la doctrina marxista de la dictadura del proletariado y la
práctica de la Unión Soviética son eminentemente totalitarias. Pero, ¡qué le
vamos a hacer! Los comunistas argentinos son flacos de memoria… El contubernio
al que han llegado es sencillamente repugnante y representa la mayor traición
que se ha podido cometer contra las masas proletarias. Usando una palabra que a
ellos les gusta mucho, podríamos decir que son los verdaderos representantes
del continuismo, pero del continuismo con la política de esclavitud y miseria
de los trabajadores”. Es evidente que para los paladines del imperialismo
estadounidense era hora de ganar aliados en el hemisferio occidental y no de
expulsarlos de su órbita. Perón bien podía ser uno de ellos. Además, tal como
cuenta el economista argentino Alieto Guadagni (1932) en su libro “Braden o
Perón”, “el personal de la embajada (se refiere a la de Estados Unidos) estaba
estratégicamente distribuido”.
Esta idea
se profundizó con la llegada de Dwight Eisenhower (1890-1969) a la presidencia
de Estados Unidos en 1953, época en la cual Argentina atravesaba una severa
crisis económica debido a la caída de la producción industrial y la baja
internacional de los precios agrícolas que siguió a la recuperación europea de
postguerra. Para el gobierno estadounidense era una prioridad frenar la influencia
soviética en América Latina. Consideraba la Guerra Fría como una cruzada moral
y no tenía escrúpulos en apoyar a dictaduras vernáculas como las de Colombia,
Cuba, Guatemala, Nicaragua, República Dominicana o Venezuela cuando eran
funcionales a sus intereses, es decir, que crearan un clima atractivo para la
entrada de capitales extranjeros y adoptaran una fuerte política anticomunista.
No resultó extraño entonces que Perón fuera percibido como un aliado.
Por otro
lado, convencido de que una Tercera Guerra Mundial era inevitable, Perón señaló
a funcionarios norteamericanos que la Argentina se aliaría inmediatamente con
Estados Unidos, y hasta llegó a mandar a decir por medio del embajador
estadounidense en el país que, por ser un general más antiguo (Eisenhower), él
(Perón) cumpliría sus órdenes. Tales expresiones de sumisión produjeron un giro
notable en la política norteamericana hacia la Argentina, hasta el punto que,
por ejemplo, las medidas peronistas contra la libertad de prensa y el control
del sindicalismo pasaron a ser consideradas cuestiones internas de la Argentina
y Estados Unidos no insistió en que se realizaran cambios en ellas para un
acercamiento oficial. Para su embajada en Buenos Aires, Estados Unidos debía conservar
la confianza de Perón de manera de “superar la etapa de peligro que comenzó
cuando expuso sus intenciones amistosas y terminará sólo cuando la opinión
pública norteamericana acepte a la Argentina del mismo modo en que aceptó a
Franco o Trujillo, y por la misma razón: la cooperación contra el enemigo
común, el comunismo”.
Hacia
fines de 1954 el gobierno tomó varias medidas que afectaron a la Iglesia
Católica: eliminó la enseñanza religiosa en las escuelas públicas, aprobó la
ley de divorcio, derogó varios feriados nacionales correspondientes a
celebraciones de la religión católica y dejó sin efecto la exención de
impuestos a las instituciones religiosas. Estas medidas generaron el rechazo no
sólo de una parte de la población civil sino también de un sector de las
Fuerzas Armadas y, además, le produjeron una gran pérdida de poder político al
gobierno. Ya en 1955 el panorama social se ensombreció de manera concluyente.
El 16 de junio, un grupo de oficiales de la Marina y la Fuerza Aérea se rebeló
contra Perón y llevó adelante a lo largo del día tres bombardeos sobre la Plaza
de Mayo que causaron más de trescientas muertes (en su gran mayoría civiles) y
unos ochocientos heridos. La respuesta no se hizo esperar. Esa misma noche grupos
peronistas saquearon e incendiaron la Curia Eclesiástica y una decena de
iglesias. Perón, fiel a su costumbre, pasó del “no sé si el pueblo no se
cansará algún día y determinará hacer justicia con su propia mano” de unos días
antes al “dejo de ser el jefe de una revolución para ser el presidente de todos
los argentinos, amigos o adversarios. He llegado a la conclusión de que en este
momento es necesaria la pacificación” de unos días después.
No
obstante esa superficial conclusión, en el país seguían apareciendo militantes
no peronistas detenidos, torturados y hasta muertos -en la mayoría de los
casos-por efectivos de la Policía
Federal, una práctica que había comenzado en 1948 con unas obreras telefónicas
y seguido a lo largo de los años con dirigentes azucareros, miembros de los
pueblos originarios pigalá, wichi y mocoví, estudiantes de la Federación
Universitaria de Buenos Aires (FUBA), obreros ferroviarios, profesores
universitarios, trabajadores de prensa y militantes socialistas y comunistas.
Fueron centenares de argentinos que sufrieron la picana eléctrica y otros
métodos de tortura durante el gobierno de Perón sin que se castigara a sus ejecutores,
un tormento que padecieron desde el dirigente sindical Cipriano Reyes (1906-2001),
fundador del Partido Laborista y hombre clave en la organización de la
movilización del 17 de octubre, hasta Atahualpa Yupanqui (1908-1992), uno de
los más importantes músicos del folklore argentino reconocido a nivel mundial. Mientras
tanto, Perón declaraba sentirse “cada día más orgulloso de la Policía Federal”.
En un
clima cada vez más enrarecido, Perón ofreció su renuncia un par de veces, la
que no fue aceptada por las autoridades del Partido Peronista. El 31 de agosto
de 1955 hablaría por última vez desde los balcones de la Casa Rosada y, al
mejor estilo de su admirado Mussolini en los balcones del Palazzo Venezia,
arengó a sus partidarios: “Compañeros y compañeras: Hemos dado suficientes
pruebas de nuestra prudencia. Daremos ahora suficientes pruebas de nuestra
energía. Que cada uno sepa que donde esté un peronista estará una trinchera que
defiende los derechos de un pueblo. ¡Y que sepan también que hemos de defender
los derechos y las conquistas del pueblo argentino aunque tengamos que terminar
con todos ellos! ¡A la violencia le hemos de contestar con una violencia mayor!
Con nuestra tolerancia exagerada nos hemos ganado el derecho de reprimirlos
violentamente. Y desde ya establecemos como una conducta permanente para
nuestro Movimiento: aquel que en cualquier lugar intente alterar el orden en
contra de las autoridades constituidas o en contra de la Ley o de la
Constitución, ¡puede ser muerto por cualquier argentino! Esta conducta, que ha
de seguir todo peronista, no solamente va dirigida contra los que ejecutan,
sino también contra los que conspiran o inciten. Hemos de restablecer la
tranquilidad entre el gobierno, sus instituciones y el pueblo, por la acción
del gobierno, las instituciones y el pueblo mismo. La consigna para todo
peronista, esté aislado o dentro de una organización es contestar a una acción
violenta con otra más violenta. ¡Y cuando uno de los nuestros caiga, caerán
cinco de los de ellos!”.
Una semana
después, la CGT ofreció al Ejército crear milicias populares en defensa de las
instituciones y el gobierno peronista, una propuesta que generó alarma en las
Fuerzas Armadas y prácticamente selló el destino de Perón, quien finalmente
sería derrocado por un alzamiento militar que comenzó el 16 de septiembre y
concluiría cinco días más tarde. Llamativamente, pese a la oferta de armar
milicias populares en su defensa, los sindicatos no se movilizaron, como
tampoco lo habían hecho unos meses antes cuando Perón entregó la exploración y la
explotación petrolera hasta entonces en manos de la empresa estatal YPF a la estadounidense
Standard Oil. Más aún, durante el transcurso de las jornadas golpistas el Secretario
General de la CGT se dirigió a los trabajadores pidiendo “mantener la más
absoluta calma y continuar sus tareas, recibiendo únicamente directivas de esta
central obrera. Cada trabajador en su puesto, por el camino de la armonía”. Archivos
de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), desclasificados años después,
dejaron a las claras que la relación entre Perón y los Estados Unidos era
conveniente y pragmática y las misiones estadounidenses en la Argentina
exitosas, todo lo cual llevó a descartar cualquier tipo de intervencionismo
norteamericano en la gestación y consumación de la que pasaría a conocerse como
Revolución Libertadora. Perón partió rumbo al exilio que lo llevaría
sucesivamente a Paraguay, Panamá, Nicaragua, Venezuela, República Dominicana y
finalmente España, países todos ellos ¿casualmente? gobernados por dictadores
militares o gobernantes de facto que gozaban del visto bueno de Estados Unidos.