6 de septiembre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (IV) 2º parte. Crónica coyuntural

Prolegómenos (como ejercicio de la memoria)
2. Embustes bonapartistas

Hasta la Primera Guerra Mundial y durante algo más de un siglo, Gran Bretaña se consolidó no sólo como la potencia imperial hegemónica sino también como la principal fuente de oferta de recursos para los países que buscaban financiación externa. En el lapso transcurrido entre la llamada Gran Guerra y el inicio de la Segunda Guerra Mundial, esa supremacía se fue desvaneciendo y fue gradualmente reemplazada por los Estados Unidos. Este país, después de avanzar a cualquier precio en sus territorios aledaños, comenzó primero a consolidar de manera creciente sus inversiones en los lugares más cercanos a su región para, luego de su decisiva intervención en el conflicto bélico 1939-1945, pasar a darle forma a la reconstrucción financiera internacional de acuerdo con sus intereses que, claramente, se relacionaban con su estrategia y posicionamiento dentro del sistema económico mundial. Ya no solamente se dedicó a la producción de armas para el aprovisionamiento de los países europeos que participaban en las hostilidades; también, tras el fin de la contienda, implementó la reconstrucción de dichas naciones mediante el denominado Plan Marshall, un programa que tuvo dos razones fundamentales, una económica y otra política. La primera, para recuperar las economías europeas e incluirlas como potenciales mercados para sus productos; la segunda, para frenar la influencia de la Unión Soviética en Europa, una medida que desembocó en la denominada Guerra Fría pero no impidió el surgimiento de la época dorada del capitalismo estadounidense.
Treinta años antes, Lenin había publicado “Imperializm, kak vysshaya stadiya kapitalizma” (El imperialismo, etapa superior del capitalismo), una obra hoy considerada clásica en materia socioeconómica, en la que decía: “No sólo existen dos grupos fundamentales de países -los que poseen colonias y las colonias-, sino también, es característico de la época, las formas variadas de países dependientes que, desde un punto de vista formal, son políticamente independientes pero que en realidad se hallan envueltos en las redes de la dependencia financiera y diplomática”. Y más aún, citaba expresamente a la Argentina, país que, tras el fin de la colonización española, había pasado a depender del por entonces floreciente imperialismo británico. “Un ejemplo de esta forma de dependencia, la semicolonial -continúa Lenin- lo proporciona la Argentina. No es difícil imaginar qué sólidos vínculos establece el capital financiero -y su fiel ‘amiga’ la diplomacia- de Inglaterra con la burguesía argentina, con los círculos que controlan toda la vida económica y política de ese país”. Este análisis resulta irrefutable con sólo observar los sucesos acontecidos en nuestro país durante la época de entreguerras: golpe de estado a cargo del general José Félix Uriburu (1868-1932) en 1930, episodio que dio comienzo a lo que más tarde se conoció como “Década infame” y, tres años más tarde, la firma del Pacto Roca-Runciman, un tratado comercial por el cual Gran Bretaña se comprometía a seguir comprando carnes argentinas siempre y cuando sus precios fueran los más bajos mientras que, como contraparte, la Argentina aceptaba liberar de impuestos a todos los productos británicos, se comprometía a no instalar frigoríficos nacionales y le otorgaba el monopolio de los transportes públicos de la capital a una corporación inglesa. Por entonces, sin siquiera ruborizarse, uno de los más conspicuos representantes de la burguesía nacional, el senador nacional Matías Sánchez Sorondo (1880-1959) afirmaba sin ambages: “Aunque esto moleste nuestro orgullo nacional, si queremos defender la vida del país tenemos que colocarnos en situación de colonia inglesa en materia de carnes. Esto no se puede decir en la Cámara, pero es la verdad. Digamos a Inglaterra: nosotros les proveeremos a ustedes de carnes; pero ustedes serán los únicos que nos proveerán de todo lo que necesitamos; si precisamos máquinas americanas, vendrán de Inglaterra”.


Apenas un lustro después, con Estados Unidos perfilándose ya como el mayor de los países imperialistas del mundo, Trotsky daba una conferencia en su exilio en Coyoacán junto al miembro de la Liga Comunista de América Charles Curtiss (1908-1993) y otros militantes. En ella, tal como lo contara su secretario personal Jean van Heijenoort (1912-1986) en “With Trostky in exile. From Prinkipo to Coyoacan” (Con Trotsky en el exilio. De Prinkipo a Coyoacán), predecía que “la política del imperialismo yanqui necesariamente aumentará la resistencia revolucionaria de los pueblos latinoamericanos a los que debe explotar con creciente intensidad. Esta resistencia, a su vez chocará con la más feroz represión y tentativas de supresión por parte de los Estados Unidos, los que se revelarán aún más plenamente como el gendarme de la explotación imperialista extranjera y un puntal de las dictaduras nativas. Por su misma posición, por consiguiente, Washington, al servicio de Wall Street, desempeñará un papel crecientemente reaccionario en los países latinoamericanos. Así, los Estados Unidos aparecen como el amo predominante y agresivo de América Latina, listo para proteger su poder con las armas, en la mano contra cualquier asalto serio de sus rivales imperialistas o contra cualquier tentativa de los pueblos de América Latina para liberarse de su expoliadora dominación”.
No fue necesario dejar pasar mucho tiempo para que esta aseveración se confirmara. En un proceso que había comenzado a principios del siglo XX, Costa Rica, Cuba, Guatemala, Haití, Honduras, México, Nicaragua, Panamá y República Dominicana se convirtieron en territorios dominados por el imperialismo estadounidense con la complicidad de las oligarquías locales que configuraron un aparato estatal burocrático para posibilitar su dominio. Esto se amparó en un discurso que, cínicamente, puso de relieve el respeto a la democracia, a la institucionalidad, al orden establecido y al desarrollo económico. Sudamérica tampoco se vio libre de semejantes apotegmas. En Argentina, por ejemplo, en un reportaje realizado a Perón por el “New York Times” días antes de las elecciones de 1946, el futuro presidente argentino caracterizó a la administración de Franklin D. Roosevelt (1882-1945) como modelo y ejemplo de la democracia social y señaló que los caminos a transitar en los temas económico, social y laboral de la Argentina se inspirarían en las políticas norteamericanas.
Estas declaraciones halagüeñas y de tono conciliador tenían que ver con el hecho de que nunca las relaciones diplomáticas entre Argentina y Estados Unidos habían llegado a un nivel tan álgido como durante los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial. La tensión se profundizó desde que, en junio de 1943, una logia de oficiales entre los que se encontraba Perón -el GOU (Grupo Obra de Unificación)-, había tomado el poder mediante un golpe militar y se negó a plegarse a la posición de Estados Unidos y los aliados -como lo hicieron el resto de las repúblicas americanas que rompieron relaciones diplomáticas con el Eje (Alemania, Italia y Japón)- e inclusive desistió de tomar represalias contra las actividades del régimen nazi en el país. Esto produjo, entre otras acciones, la cancelación de las ayudas militares, sanciones económicas y múltiples ataques verbales. Fue entonces que, luego de un viaje secreto de Perón a Washington, en enero de 1944 Argentina rompió relaciones con Alemania y Japón a cambio del ofrecimiento del gobierno estadounidense de reconocer el régimen militar si éste, además, declaraba la guerra al Eje y convocaba a elecciones. Fue así que, más temprano que tarde, el gobierno de facto argentino intervino empresas alemanas, clausuró diarios considerados pro nazis, anunció el retorno a la normalidad institucional y el 27 de marzo de 1945 declaró la guerra a Japón y a Alemania. Pocos días después, el resto de las repúblicas americanas en conjunto reanudaron sus relaciones diplomáticas con la Argentina.


No obstante todos estos signos de avenencia con Estados Unidos, el 12 de febrero de 1946 -faltando dos semanas para las elecciones-, apareció publicado en Washington el “Blue Book” (Libro Azul) -un panfleto del cual los fragmentos más destacados fueron reproducidos en todos los diarios del país- firmado por el subsecretario de Estado y fugaz embajador en la Argentina Spruille Braden (1894-1978). En él alegaba tener “testimonios incontrovertibles” sobre las actividades de espionaje y nombres de agentes nazis y colaboracionistas en Argentina. En la lista figuraban muchos de los principales funcionarios del gobierno militar de entonces, entre los que figuraba el de quien ocupara, sucesivamente, la titularidad del Departamento Nacional de Trabajo, la Secretaría de Trabajo y Previsión, el Ministerio de Guerra y la Vicepresidencia de la Nación: Juan Domingo Perón. Las elecciones presidenciales que debían devolver la democracia a la Argentina originalmente se habían pautado para el 7 de abril de 1946, pero las tensiones internas dentro de la dictadura del GOU presidida por el general Edelmiro Farrell (1887-1980), la destitución del coronel Perón -hombre fuerte del régimen- y su regreso tras la movilización popular del 17 de octubre del ‘45, adelantaron esa fecha al 24 de febrero.
Como propaganda de su campaña electoral Perón no sólo utilizó las reformas laborales que había llevado adelante durante su gestión (convenios colectivos de trabajo, indemnizaciones por despido, fundación de escuelas técnicas para obreros, promulgación del estatuto del peón de campo, creación de tribunales de trabajo, aprobación del régimen de jubilaciones para empleados de comercio, afianzamiento de las relaciones con las tres grandes centrales sindicales de la época -CGT1, CGT2 y la Unión Sindical Argentina- entre otras normativas); también sacó provecho de las declaraciones de Braden al plantear directamente la disyuntiva que serviría para movilizar el entusiasmo del electorado empapelando las calles con la consigna que a la postre sería la definitoria de su campaña electoral: “Braden o Perón”. En esto mucho tuvo que ver el rol desempeñado por los sindicatos, los que, con sus arengas, convencieron a los trabajadores de que enfrentar a Braden simbolizaba enfrentar al capital concentrado de la Argentina, enfrentar a los patrones y hasta al “Gran Capitalismo”. Una grandilocuencia que la política económica implementada tras las elecciones se encargaría de refutar. También fue decisivo el hecho de que muchos sectores de la burguesía local conformados fundamentalmente por los grupos financieros, pero también por los industriales (necesitados de la renovación de maquinarias y equipos) y los agropecuarios (que veían limitado el mercado europeo), dieron su apoyo a su candidatura. En este marco de oscilación entre la burguesía nacional y la clase obrera, fueron contundentes las palabras pronunciadas por el entonces embajador inglés David Kelly (1891-1959): “El odio histérico de los ricos y la mal aconsejada campaña del embajador Braden fortalecieron de tal manera su dominio sobre las masas que pudo prescindir de cualquier otra clase de apoyo”.


La prensa norteamericana reaccionó rápidamente tras el triunfo del peronismo. La revista “Life”, por ejemplo, publicó un artículo en el que, entre otras cosas, decía: “Perón es mucho más apreciado en la Argentina que lo que Braden o la prensa de los Estados Unidos estaban dispuestos a admitir en el otoño pasado. Sus reformas económicas, no muy distintas de las de la primera época del 'New Deal', le aseguraron una enorme masa adicta rural y urbana”. Por su parte, el “South American Journal” destacó que “las elecciones argentinas constituyen la mayor derrota diplomática que ha sufrido Estados Unidos en los últimos tiempos, y le ha sido infligida por los electores argentinos”. De todas maneras, los sectores económica y políticamente más poderosos de los Estados Unidos -que ya visualizaban como potencial enemigo a la Unión Soviética y su grupo de países satélites-, vieron como mal menor el triunfo de Perón, sobre todo después de escuchar su discurso del 12 de Febrero de 1946. Dijo Perón: “Es curioso observar el afán con que los dirigentes comunistas proclaman su fe democrática, olvidando que la doctrina marxista de la dictadura del proletariado y la práctica de la Unión Soviética son eminentemente totalitarias. Pero, ¡qué le vamos a hacer! Los comunistas argentinos son flacos de memoria… El contubernio al que han llegado es sencillamente repugnante y representa la mayor traición que se ha podido cometer contra las masas proletarias. Usando una palabra que a ellos les gusta mucho, podríamos decir que son los verdaderos representantes del continuismo, pero del continuismo con la política de esclavitud y miseria de los trabajadores”. Es evidente que para los paladines del imperialismo estadounidense era hora de ganar aliados en el hemisferio occidental y no de expulsarlos de su órbita. Perón bien podía ser uno de ellos. Además, tal como cuenta el economista argentino Alieto Guadagni (1932) en su libro “Braden o Perón”, “el personal de la embajada (se refiere a la de Estados Unidos) estaba estratégicamente distribuido”.
Esta idea se profundizó con la llegada de Dwight Eisenhower (1890-1969) a la presidencia de Estados Unidos en 1953, época en la cual Argentina atravesaba una severa crisis económica debido a la caída de la producción industrial y la baja internacional de los precios agrícolas que siguió a la recuperación europea de postguerra. Para el gobierno estadounidense era una prioridad frenar la influencia soviética en América Latina. Consideraba la Guerra Fría como una cruzada moral y no tenía escrúpulos en apoyar a dictaduras vernáculas como las de Colombia, Cuba, Guatemala, Nicaragua, República Dominicana o Venezuela cuando eran funcionales a sus intereses, es decir, que crearan un clima atractivo para la entrada de capitales extranjeros y adoptaran una fuerte política anticomunista. No resultó extraño entonces que Perón fuera percibido como un aliado.
Por otro lado, convencido de que una Tercera Guerra Mundial era inevitable, Perón señaló a funcionarios norteamericanos que la Argentina se aliaría inmediatamente con Estados Unidos, y hasta llegó a mandar a decir por medio del embajador estadounidense en el país que, por ser un general más antiguo (Eisenhower), él (Perón) cumpliría sus órdenes. Tales expresiones de sumisión produjeron un giro notable en la política norteamericana hacia la Argentina, hasta el punto que, por ejemplo, las medidas peronistas contra la libertad de prensa y el control del sindicalismo pasaron a ser consideradas cuestiones internas de la Argentina y Estados Unidos no insistió en que se realizaran cambios en ellas para un acercamiento oficial. Para su embajada en Buenos Aires, Estados Unidos debía conservar la confianza de Perón de manera de “superar la etapa de peligro que comenzó cuando expuso sus intenciones amistosas y terminará sólo cuando la opinión pública norteamericana acepte a la Argentina del mismo modo en que aceptó a Franco o Trujillo, y por la misma razón: la cooperación contra el enemigo común, el comunismo”.


Hacia fines de 1954 el gobierno tomó varias medidas que afectaron a la Iglesia Católica: eliminó la enseñanza religiosa en las escuelas públicas, aprobó la ley de divorcio, derogó varios feriados nacionales correspondientes a celebraciones de la religión católica y dejó sin efecto la exención de impuestos a las instituciones religiosas. Estas medidas generaron el rechazo no sólo de una parte de la población civil sino también de un sector de las Fuerzas Armadas y, además, le produjeron una gran pérdida de poder político al gobierno. Ya en 1955 el panorama social se ensombreció de manera concluyente. El 16 de junio, un grupo de oficiales de la Marina y la Fuerza Aérea se rebeló contra Perón y llevó adelante a lo largo del día tres bombardeos sobre la Plaza de Mayo que causaron más de trescientas muertes (en su gran mayoría civiles) y unos ochocientos heridos. La respuesta no se hizo esperar. Esa misma noche grupos peronistas saquearon e incendiaron la Curia Eclesiástica y una decena de iglesias. Perón, fiel a su costumbre, pasó del “no sé si el pueblo no se cansará algún día y determinará hacer justicia con su propia mano” de unos días antes al “dejo de ser el jefe de una revolución para ser el presidente de todos los argentinos, amigos o adversarios. He llegado a la conclusión de que en este momento es necesaria la pacificación” de unos días después.
No obstante esa superficial conclusión, en el país seguían apareciendo militantes no peronistas detenidos, torturados y hasta muertos -en la mayoría de los casos-por efectivos  de la Policía Federal, una práctica que había comenzado en 1948 con unas obreras telefónicas y seguido a lo largo de los años con dirigentes azucareros, miembros de los pueblos originarios pigalá, wichi y mocoví, estudiantes de la Federación Universitaria de Buenos Aires (FUBA), obreros ferroviarios, profesores universitarios, trabajadores de prensa y militantes socialistas y comunistas. Fueron centenares de argentinos que sufrieron la picana eléctrica y otros métodos de tortura durante el gobierno de Perón sin que se castigara a sus ejecutores, un tormento que padecieron desde el dirigente sindical Cipriano Reyes (1906-2001), fundador del Partido Laborista y hombre clave en la organización de la movilización del 17 de octubre, hasta Atahualpa Yupanqui (1908-1992), uno de los más importantes músicos del folklore argentino reconocido a nivel mundial. Mientras tanto, Perón declaraba sentirse “cada día más orgulloso de la Policía Federal”.
En un clima cada vez más enrarecido, Perón ofreció su renuncia un par de veces, la que no fue aceptada por las autoridades del Partido Peronista. El 31 de agosto de 1955 hablaría por última vez desde los balcones de la Casa Rosada y, al mejor estilo de su admirado Mussolini en los balcones del Palazzo Venezia, arengó a sus partidarios: “Compañeros y compañeras: Hemos dado suficientes pruebas de nuestra prudencia. Daremos ahora suficientes pruebas de nuestra energía. Que cada uno sepa que donde esté un peronista estará una trinchera que defiende los derechos de un pueblo. ¡Y que sepan también que hemos de defender los derechos y las conquistas del pueblo argentino aunque tengamos que terminar con todos ellos! ¡A la violencia le hemos de contestar con una violencia mayor! Con nuestra tolerancia exagerada nos hemos ganado el derecho de reprimirlos violentamente. Y desde ya establecemos como una conducta permanente para nuestro Movimiento: aquel que en cualquier lugar intente alterar el orden en contra de las autoridades constituidas o en contra de la Ley o de la Constitución, ¡puede ser muerto por cualquier argentino! Esta conducta, que ha de seguir todo peronista, no solamente va dirigida contra los que ejecutan, sino también contra los que conspiran o inciten. Hemos de restablecer la tranquilidad entre el gobierno, sus instituciones y el pueblo, por la acción del gobierno, las instituciones y el pueblo mismo. La consigna para todo peronista, esté aislado o dentro de una organización es contestar a una acción violenta con otra más violenta. ¡Y cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de los de ellos!”.


Una semana después, la CGT ofreció al Ejército crear milicias populares en defensa de las instituciones y el gobierno peronista, una propuesta que generó alarma en las Fuerzas Armadas y prácticamente selló el destino de Perón, quien finalmente sería derrocado por un alzamiento militar que comenzó el 16 de septiembre y concluiría cinco días más tarde. Llamativamente, pese a la oferta de armar milicias populares en su defensa, los sindicatos no se movilizaron, como tampoco lo habían hecho unos meses antes cuando Perón entregó la exploración y la explotación petrolera hasta entonces en manos de la empresa estatal YPF a la estadounidense Standard Oil. Más aún, durante el transcurso de las jornadas golpistas el Secretario General de la CGT se dirigió a los trabajadores pidiendo “mantener la más absoluta calma y continuar sus tareas, recibiendo únicamente directivas de esta central obrera. Cada trabajador en su puesto, por el camino de la armonía”. Archivos de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), desclasificados años después, dejaron a las claras que la relación entre Perón y los Estados Unidos era conveniente y pragmática y las misiones estadounidenses en la Argentina exitosas, todo lo cual llevó a descartar cualquier tipo de intervencionismo norteamericano en la gestación y consumación de la que pasaría a conocerse como Revolución Libertadora. Perón partió rumbo al exilio que lo llevaría sucesivamente a Paraguay, Panamá, Nicaragua, Venezuela, República Dominicana y finalmente España, países todos ellos ¿casualmente? gobernados por dictadores militares o gobernantes de facto que gozaban del visto bueno de Estados Unidos.