18 de septiembre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (VI) 2º parte. Crónica coyuntural

Circunstancias (como germen de la identidad)
1. Cuadro de situación

En 1725 Giambattista Vico (1668-1744) publicaba sus célebres “Principi di una sciencia nuova d’intorno alla natura delle nazioni” (Principios de una ciencia nueva sobre la naturaleza de las naciones), la obra conclusiva de sus ideas sobre el estudio de la Historia. Para el filósofo italiano, ésta poseía un flujo constante -guiado por una suerte de providencia natural- que presentaba desbordamientos periódicos, crisis cíclicas (orden y desorden) que marcaban el fin y el comienzo de nuevas épocas de forma precisa y regular. Considerado el precursor de la Filosofía de la Historia, si bien aceptaba la existencia de leyes y regularidades en la Historia, Vico reconocía el carácter impredecible del ser humano en el tiempo y el espacio, y sostenía que, en ese contexto, el historiador se encontraba ante una dificultad extrema para comprender y describir las verdaderas vivencias de lo humano. En ese sentido, el gran historiador inglés Thomas Carlyle (1795-1881) consideraba que la labor del historiador era con frecuencia ingrata. Ante simples interrogantes como qué sucedió y por qué, o qué pudo haber ocurrido y por qué no ocurrió, la tarea del historiador “nunca deja de estar sujeta a los titubeos de sus juicios morales, ideológicos y políticos”. Así, los esfuerzos que realizase para recuperar procesos y personas que se encontrasen enterrados bajo montañas de prejuicios, mitos y maledicencias, a pesar de las pequeñas dosis de verdad que pudiese recuperar, no siempre eran coronados con el éxito. La conclusión sería entonces que, la faena de devolverle a esos procesos y personas el perfil justo y verdadero, no es nada sencilla y suele conllevar grandes desilusiones y frustraciones.
Muchas veces se tiene la sensación de que es vano intentar esta empresa mientras los resultados conseguidos -fragmenta­rios, insuficientes tal vez- no actúen en la política y en la edu­cación. Esto es dicho pensando en todo lo que ensombrece nuestra época y en lo que tal conocimiento podría contribuir a que aumentase el nú­mero de individuos cuyo juicio abandonase la rigidez y adoptase cierta apertura emocional e intelectual a la vez que intentase razonar, una probabilidad que, por cierto, se ha venido frustran­do continuamente conducida, entre otras cosas, por lo que el lingüista y filósofo estadounidense Noam Chomsky (1928) denomina en “Silent weapons for quiet wars” (Armas silenciosas para guerras tranquilas) las “estrategias de manipulación”. Una de ellas, la “estrategia de la distracción”, tiene como elemento primordial para el control social el desvío de la atención del público de los problemas importantes y de los cambios decididos por las elites políticas y económicas mediante la técnica del aluvión de continuas distracciones y de informaciones insignificantes que propagan los medios de comunicación audiovisuales para impedirle al individuo interesarse por los conocimientos esenciales como pueden ser la historia, la economía, las biociencias, la ecología o la psicología social.


El actual estado de situación de las sociedades (aun las más avanzadas culturalmente) parece retrotraernos al pesimismo que manifestaba hace ya un siglo y medio el filólogo e historiador alemán Theodor Mommsen (1817-1903) cuando escribía apesadumbrado que “se equivocan quienes suponen que por medio de la razón es posible conseguir algo. Yo mismo lo creía en años pasados, pero es inútil, completamen­te inútil. Lo que yo o cualquier otro pudiera decir son, en definitiva, argumentos, lógicos y éti­cos, que muy pocos querrán escuchar. La mayoría sólo escucha su propio odio y envidia, sus propios bajísimos instintos. Todo lo demás no cuenta para ellos. Son sordos a la razón, al derecho y a la moral. No es posible influir en ellos”. Por eso mismo su coterráneo, el escritor Georg Herwegh (1817-1875) insistía por la misma época en que toda “la educación debe aspirar únicamente a convertir el ser humano en un hombre libre, o mejor dicho, debe aspirar a conservar la libertad innata, a desarrollarla, a darle contenido y plenitud”. Hoy más que nunca parecería ser cada vez más azaroso descubrir y entender cómo cambiar al mundo. Sin embargo, hace unos cincuenta años esta posibilidad, por lo menos en Sudamérica, parecía estar al alcance de la mano. La aspiración a desarrollar aquella libertad innata, a desarrollarla, a darle contenido y plenitud, se vislumbró a la luz de las sucesivas crisis económicas cada vez más agudas y a la creciente miseria de los trabajadores que, se suponía, engendraría su solidaridad en la lucha por aquel anhelo de que, después de toda la miseria, se iniciaría la verdadera historia de la humani­dad.
Una ojeada histórica sobre la evolución de ese pensamiento filosófico permite determinar al menos dos elementos esenciales: la "concepción del yo" y la "concepción del universo", tal como las definiera el filósofo alemán Johannes Hessen (1889-1971) en su “Erkenntnistheorie” (Teoría del conocimiento). Entre ambos elemen­tos existió siempre un peculiar antagonismo, pero en aquellos momentos, para una parte de los sectores progresistas más lúcidos de la sociedad, ambos elementos dejaron de ser una coyuntura alternativa (o el uno o el otro), para pasar a ser una oportunidad acumulativa (tanto el uno como el otro). Es decir, la cohesión de ambos elementos: la concepción del yo y la concepción del universo. Esto es, aquello que el periodista y escritor uruguayo Eduardo Galeano (1940-2015) poéticamente precisase como "el alucinante viaje del yo al nosotros", es decir, la toma de conciencia de los individuos (cada uno de ellos un “yo”) en pos de lo que se dio en lla­mar la liberación de América Latina (toda ella el “nosotros”).
Fue inevitable, en ese contexto, que resonaran como una “verdad revelada” las palabras que el Che Guevara había escrito en abril de 1967 en la revista “Tricontinental” que se editaba en La Habana: “En América Latina existe una situación convulsiva, caracteriza­da por la existencia de una débil burguesía que, fundida de ma­nera indisoluble con los terratenientes, constituye la oligarquía dominante en nuestros países. Un mayor sometimiento y una dependencia casi absoluta de estas oligarquías al imperialismo, determinan la intensa polarización de fuerzas en el continente: por un lado, la alianza oligarco-imperialista y por otro, los pue­blos. El enorme potencial revolucionario de los pueblos sólo es­pera ser canalizado por una dirección consecuente, por una vanguardia revolucionaria, para desarrollar o emprender la lu­cha. Las burguesías autóctonas han perdido toda su capacidad de oposición al imperialismo -si alguna vez la tuvieron- y sólo for­man su furgón de cola. No hay cambios que hacer, o revolución socialista o caricatura de revolución”.


Aquí se conjugaron entonces dos posiciones epistemológicas: el racionalismo, según el cual la fuente principal del conocimiento humano se basa en el pensamien­to, en la razón; y el empirismo, que sostiene que la única fuente del conocimiento humano es la experiencia. Mientras el racionalismo se deja llevar por una idea determinada, por un ideal (la liberación de América Latina, en este caso), el empiris­mo parte de los hechos concretos (el por entonces reciente triunfo de la Revolución Cubana). Ambas teorías filosóficas confluyeron y actuaron como disparador para que diversas organizaciones políticas, la clase obrera y el movimiento estudiantil fuesen coprotagonistas en esa etapa de la historia -tanto argentina como sudamericana-, pero también sirvieron para poner de relieve las disidencias metodológicas en cuanto a cuál era el camino más adecuado para llevar adelante la tan ansiada “revolución socialista”. Para algunos había que comenzar por la construcción de un partido revolucionario, para otros, éste no sería más que un eslabón del populismo burgués.
Sobre esa disyuntiva, además, y desde un plano estrictamente filosófico, surgieron enormes contradicciones. Las ideas del político y revolucionario ruso Lev Davidovich Bronstein, quien pasara a la historia como León Trotsky, no podían estar ausentes en este debate. La estrecha relación entre política y filosofía no había sido un asunto extraño a sus intereses y así lo había demostrado en muchos de sus escritos. Quien fuera uno de los protagonistas de los debates políticos y teóricos más lúcidos del marxismo en el siglo XX, insistió en que las diferencias filosóficas llevaban, a la larga, a diferencias políticas. Para él, la mezcla de empirismo y racionalismo, el pragmatismo, era de algún modo una actitud de desdén hacia la dialéctica como lógica de las contradicciones y, sin un pensamiento que permitiese captar esas contradicciones que siempre presenta la historia, difícil sería enfrentar los desafíos de la lucha de clases. Para Trotsky, la dialéctica era el concepto esencial del marxismo para discutir con otras tendencias -desde el plano teórico- la construcción de una nueva sociedad. La Historia no era una simple obra de teatro con moraleja en la que la justicia siempre triunfa. Para Trotsky, un estudio histórico en profundidad revelaba motivaciones y tendencias en el proceso social y, por ende, también determinaba la acción política que debía ser desarrollada para transformar la realidad. Esta filosofía de la Historia de Trotsky generó no pocos problemas de reconciliación entre las distintas facciones marxistas que planteaban la necesidad de la revolución socialista en un país económicamente atrasado como lo era la Argentina.
Antonio Labriola (1843-1904), filósofo italiano a quien Trotsky le debe tanto como al ya mencionado teórico ruso Plejánov para su formación marxista, decía en “I problemi della filosofia della storia” (Los problemas de la filosofía de la historia) que “las grandes ideas no las porta en la espalda un solo hombre, ni caminan sobre el hilo del razonamiento de un discurso. Es necesario pioneros y lentos trabajadores de todos los días, espíritus ardientes y calmos polemistas, entusiastas y críticos, destructores y reconstructores, y que cada uno haga su parte”. El propio Trotsky ampliaría este concepto hacia el final de su vida cuando escribió: “El pensamiento revolucionario no tiene nada en común con la adoración de ídolos. Los programas y los pronósticos se ponen a prueba y se corrigen a la luz de la experiencia, que es criterio supremo de la razón humana”. Sin embargo, la influencia del Che Guevara y su especie de "trotskismo parti­cular" que practicó en su intento de llevar adelante la revolución socialista en Bolivia, experiencia en la que desarrolló contactos con representantes de todas las corrientes de izquierda, fueran ellas trotskistas, maoístas, prosoviéticas o demócratas radicales, tuvo un peso enorme en las decisiones tanto tácticas como estratégicas de los revolucionarios argentinos. Esto fue así en la mayoría de las agrupaciones marxistas, pero también incidió tanto en vastos sectores de la clase media identificados con el populismo y el nacionalismo y cuya radicalización se debió más a factores políticos y culturales que a sociales y económicos, como en otros sectores tradicionalistas de la misma capa social afines al catolicismo que, influidos por el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, buscaron comprometerse con las condiciones laborales y de vida de los trabajadores.


De todas formas, mucho antes de que el guevarismo tuviese semejante preponderancia, la figura de Trotsky ya había impactado en el espacio de la izquierda argentina a partir de la Revolución de Octubre y creció cuando formó la Oposición de Izquierda como grupo disidente en el seno de la Internacional Comunista (IC), primero, y conformó la IV Internacional después. Según detalla el periodista e historiador argentino Emilio Corbière (1943-2004) en su obra “Orígenes del comunismo argentino”, tras la fundación del Partido Comunista (PC) en enero de 1918 como consecuencia de la ruptura con el viejo Partido Socialista (que había sido fundado en junio de 1896), “la proliferación de corrientes con sus respectivas ortodoxias ideológicas no siempre reforzó la  impermeabilidad de cada una de estas tendencias. Por el contrario fue tomando forma a lo largo de la década del ‘20 un sistema de presiones y fugas que involucraba a los terceristas y a los bolsones de izquierda que subsistían en el Partido Socialista”. Mientras éste adhería a posiciones social demócratas reformistas, el PC pasó a engrosar las filas de la Tercera Internacional fundada por Vladímir Ilich Uliánov, el ínclito Lenin, principal dirigente de la Revolución de Octubre.
En 1922 se produjo en el seno del PC la ruptura de un grupo que se distanció de la ortodoxia y el monolitismo de la Internacional Comunista. Entre ellos se encontraban algunos de los futuros militantes trotskistas de los años ‘30. Esta corriente pronto se ramificó en varios partidos, entre los que se destacaron el Partido Comunista Obrero (POC) y el Partido Comunista de la Región Argentina (PCRA). Mientras tanto, hacia 1932, cuando el PC argentino adoptaba el curso de estalinización de la amplísima mayoría de los partidos comunistas del mundo, en el PS surgió una corriente de disidentes que formaron el comité argentino de la Oposición de Izquierda y denunciaron la situación en la Rusia estalinista. Este fue, de hecho, el nacimiento del trotskismo en la Argentina. Estos sectores reivindicaban el marxismo como método de análisis a la vez que denunciaban el carácter de clase de la democracia parlamentaria. A estas reivindicaciones clásicas se sumaron otras más ligadas a la coyuntura de la lucha de clases a nivel mundial lo que, también, originó numerosos debates en torno al clima de las ideas de la época, un tiempo pródigo en acontecimientos cruciales para el futuro del socialismo.
El escenario de fondo estaba enmarcado por la crisis económica del año ’29 que generó en Estados Unidos el recrudecimiento del populismo clasista, un movimiento conformado por agricultores pobres, pequeños comerciantes rurales y algunos grupos de la clase obrera; los regímenes fascistas que gobernaban Italia desde 1922 y Alemania desde 1933; la Guerra Civil española que se desarrolló entre 1936 y 1939; el fenómeno del Frente Popular en Francia, una coalición del proletariado con la pequeña burguesía que gobernó entre 1936 y 1938; y la profundización de la burocracia soviética y los criminales procesos de Moscú, entre los más significativos. Todos estos hechos fueron, naturalmente, profusamente analizados por Trotsky, a la sazón, ya en el exilio. Las discusiones en el seno del socialismo en torno a estos sucesos generaron la efervescencia y radicalización de algunos sectores que se acercaron a la causa de Trotsky, cuyo prestigio intelectual e influencia crecían a la par de los prejuicios, deformaciones y maledicencias propaladas por el estalinismo.


En Argentina, durante la llamada “década infame” -aquella del “fraude patriótico”- sobresalió la figura de Liborio Justo (1902-2003) quien, tras una fugaz militancia en el Partido Comunista, fundó la Liga Obrera Revolucionaria que sentó las bases del trotskismo en la Argentina. Aunque más adelante mantendría discrepancias con todos los núcleos trotskistas y se convertiría en un librepensador marxista, se esforzó por poner en pie lo que sería la sección argentina de la IV Internacional y publicó una serie de folletos en los que planteó la caracterización de la Argentina como país semicolonial, oprimido por el imperialismo inglés y norteamericano. Mientras tanto, inmersos en discusiones doctrinarias sobre la naturaleza del capitalismo argentino y el carácter de la revolución a realizar, fueron surgiendo en Buenos Aires, Rosario, Córdoba, La Plata, Mendoza, Bahía Blanca, Tucumán y otros puntos del país, grupos de filiación trotskista dedicados al trabajo de discusión teórica y a tímidos intentos de inserción en el medio obrero. En esos menesteres sobresalieron, entre muchas otras, las figuras de Pedro Milesi (1888-1981), Angélica Mendoza (1889-1960), Mateo Fossa (1896-1973) y Héctor Raurich (1903-1963).
A mediados de la década del ‘30 las agrupaciones más combativas de la izquierda eran el Grupo Obrero Revolucionario (GOR), la Liga Obrera Socialista (LOS) y el Partido Socialista Obrero (PSO). Este último nació como una fuerza política de cierta gravitación y en su congreso constituyente hizo suya la bandera de la lucha por la liberación nacional, la formación de un Frente Popular que incluyese la  democracia obrera, la libre coexistencia de todas las tendencias socialistas dentro del partido de la clase, la unidad sindical, la lucha contra el reformismo y el estalinismo, y también planteó la posibilidad de realizar entrismo en la socialdemocracia. Esta táctica motivó la abierta oposición de los grupos trotskistas que integraban el partido y, cuando los grupos filo estalinistas terminaron de consolidar definitivamente su dominio del aparato del PSO, aquellos se retiraron y más adelante se integrarían a otros grupos trotskistas que se iban conformando: la Unión Obrera Revolucionaria (UOR), el Frente Obrero (FO), el Grupo Cuarta Internacional (GCI), el Movimiento Obrero Revolucionario (MOR) y el Grupo Obrero Marxista (GOM).
Al calor del fenómeno peronista, un proceso que comprometía a la amplísima mayoría de la clase obrera argentina, los grupos trotskistas se enfrentaron con enormes dificultades para analizar el trascendental proceso político que estaba ocurriendo. Para algunos era necesario llevar adelante una revolución democrático burguesa por medio de un movimiento nacional formado por el proletariado, el campesinado, la pequeña burguesía y la burguesía industrial. Para otros, era imposible tejer alianzas con sectores de la burguesía dada su estrecha ligazón con el imperialismo y sólo el proletariado en alianza con el campesinado podría llevar a cabo la revolución. Lo cierto es que, tanto unos como otros, se esforzaron por encontrar respuestas a todos los aspectos que ofrecía aquella realidad tan compleja: el carácter del país, su relación con el imperialismo, la situación del proletariado y sus organizaciones, los cambios políticos y el surgimiento de un fenómeno cuyo significado aparecía contradictorio y cuyas consecuencias resultaban difíciles de prever. A diferencia del resto de la izquierda, los trotskistas buscaron un camino hacia la clase obrera y sus análisis se orientaron en este sentido.


Desde el punto de vista historiográfico, son valiosos para entender estos acontecimientos los aportes realizados por Alberto J. Pla (1926-2008) y el antes citado Milcíades Peña, autores de, entre otros, “América Latina Siglo XX. Economía, sociedad, revolución” y “La burguesía nacional en América Latina”, el primero; y “Masas, caudillos y elites. La dependencia argentina de Yrigoyen a Perón” y “La clase dirigente argentina frente al imperialismo”, el segundo. En estas obras, ambos historiadores fueron más allá del análisis simplista de caracterizar al peronismo como una expresión de la dictadura fascista en la Argentina, o como una manifestación política de cuño nacionalista que retomaba las tradiciones de los grandes caudillos argentinos. Desde el punto de vista político, se destacaron Homero Cristali (1912-1981), conocido como J. Posadas; Esteban Rey (1915-2003) y Hugo Bressano (1924-1987), conocido como Nahuel Moreno. Posadas, si bien admitía que Perón era un “agente de la burguesía industrial”, consideraba progresista su “lucha contra el imperialismo” y apoyó sus “medidas reales que conducían a ese objetivo”. Rey, mientras tanto, desarrolló una variante de trotskismo proletarista entre los obreros del noroeste argentino pero terminó intentando explicar al peronismo desde una perspectiva de “izquierda nacional”. Moreno, por su parte, dentro del contexto del ascenso del peronismo y la crisis de las viejas conducciones sindicales a cargo del PC y del PS, logró por primera vez alcanzar un cierto grado de penetración dentro del movimiento obrero y ocupó un rol relevante en la oposición sindical al régimen del coronel Perón. La corriente por él dirigida se nutrió de numerosos cuadros estudiantiles y obreros provenientes del socialismo y consiguió una importante inserción entre los trabajadores del primer cordón del gran Buenos Aires. Más adelante iniciaría una polémica experiencia de entrismo en el peronismo y tuvo una participación relevante en distintos conflictos gremiales de los años ‘60.
La participación de las agrupaciones trotskistas en la resistencia a la Revolución Libertadora y en la formación del sindicalismo clasista fue intensa. Durante los años del auge de las organizaciones armadas, defendieron la lucha por la organización de los trabajadores en sindicatos combativos contra la teoría del foco guerrillero, pero, más allá de esto, en las décadas siguientes la diáspora trotskista en la Argentina adquirió un grado de dispersión y fragmentación tal vez mayor aún que el experimentado durante el medio siglo anterior, alimentado muchas veces por un exceso de personalismo y la falta de vocación de diálogo de sus mayores dirigentes, lo que no hizo más que favorecer a los intereses de la reacción. Fatalmente, en las organizaciones existentes siguió habiendo una diferencia, a veces abismal, entre Trotsky y los dirigentes que asumieron su nombre y representación. No obstante ello, los conceptos teóricos y prácticos de filosofía política que expresara Trotsky siguen siendo de lo más sólidos y consistentes del siglo XX. Sus teorías tienen hoy una potencia política inigualable y muchos de sus pronósticos se cumplieron cabalmente, generando resultados imprevistos incluso para los propios trotskistas.