1. Cuadro de situación
En 1725 Giambattista Vico (1668-1744) publicaba sus célebres “Principi di una sciencia nuova d’intorno
alla natura delle nazioni” (Principios de una ciencia nueva sobre la naturaleza
de las naciones), la obra conclusiva de sus ideas sobre el estudio de la
Historia. Para el filósofo italiano, ésta poseía un flujo constante -guiado por
una suerte de providencia natural- que presentaba desbordamientos periódicos, crisis
cíclicas (orden y desorden) que marcaban el fin y el comienzo de nuevas épocas de
forma precisa y regular. Considerado el precursor de la
Filosofía de la Historia, si bien aceptaba la existencia de leyes y regularidades en
la Historia, Vico reconocía el carácter impredecible del ser humano en el
tiempo y el espacio, y sostenía que, en ese contexto, el historiador se
encontraba ante una dificultad extrema para comprender y describir las verdaderas vivencias de lo
humano. En ese sentido, el gran historiador inglés Thomas Carlyle
(1795-1881) consideraba que la labor del historiador era con frecuencia ingrata.
Ante simples interrogantes como qué sucedió y por qué, o qué pudo haber
ocurrido y por qué no ocurrió, la tarea del historiador “nunca deja de estar
sujeta a los titubeos de sus juicios morales, ideológicos y políticos”. Así,
los esfuerzos que realizase para recuperar procesos y personas que se encontrasen
enterrados bajo montañas de prejuicios, mitos y maledicencias, a pesar de las pequeñas
dosis de verdad que pudiese recuperar, no siempre eran
coronados con el éxito. La conclusión sería entonces que, la faena de devolverle
a esos procesos y personas el perfil justo y verdadero, no es nada sencilla y
suele conllevar grandes desilusiones y frustraciones.
Muchas
veces se tiene la sensación de que es vano intentar esta empresa mientras los
resultados conseguidos -fragmentarios, insuficientes tal vez- no actúen en la
política y en la educación. Esto es dicho pensando en todo lo que ensombrece
nuestra época y en lo que tal conocimiento podría contribuir a que aumentase el
número de individuos cuyo juicio abandonase la rigidez y adoptase cierta
apertura emocional e intelectual a la vez que intentase razonar, una probabilidad
que, por cierto, se ha venido frustrando continuamente conducida, entre otras
cosas, por lo que el lingüista y filósofo estadounidense Noam Chomsky (1928)
denomina en “Silent weapons for quiet wars” (Armas silenciosas para guerras tranquilas)
las “estrategias de manipulación”. Una de ellas, la “estrategia de la
distracción”, tiene como elemento primordial para el control social el desvío
de la atención del público de los problemas importantes y de los cambios
decididos por las elites políticas y económicas mediante la técnica del aluvión
de continuas distracciones y de informaciones insignificantes que propagan los
medios de comunicación audiovisuales para impedirle al individuo interesarse
por los conocimientos esenciales como pueden ser la historia, la economía, las
biociencias, la ecología o la psicología social.
El actual
estado de situación de las sociedades (aun las más avanzadas culturalmente)
parece retrotraernos al pesimismo que manifestaba hace ya un siglo y medio el filólogo
e historiador alemán Theodor Mommsen (1817-1903) cuando escribía
apesadumbrado que “se equivocan quienes suponen que por medio de la razón es
posible conseguir algo. Yo mismo lo creía en años pasados, pero es inútil,
completamente inútil. Lo que yo o cualquier otro pudiera decir son, en
definitiva, argumentos, lógicos y éticos, que muy pocos querrán escuchar. La
mayoría sólo escucha su propio odio y envidia, sus propios bajísimos instintos.
Todo lo demás no cuenta para ellos. Son sordos a la razón, al derecho y a la
moral. No es posible influir en ellos”. Por eso mismo su coterráneo, el
escritor Georg Herwegh (1817-1875) insistía por la misma época en que toda “la
educación debe aspirar únicamente a convertir el ser humano en un hombre libre,
o mejor dicho, debe aspirar a conservar la libertad innata, a desarrollarla, a
darle contenido y plenitud”. Hoy más que nunca parecería ser cada vez más
azaroso descubrir y entender cómo cambiar al mundo. Sin embargo, hace unos
cincuenta años esta posibilidad, por lo menos en Sudamérica, parecía estar al
alcance de la mano. La aspiración a desarrollar aquella libertad innata, a
desarrollarla, a darle contenido y plenitud, se vislumbró a la luz de las
sucesivas crisis económicas cada vez más agudas y a la creciente miseria de los
trabajadores que, se suponía, engendraría su solidaridad en la lucha por aquel anhelo
de que, después de toda la miseria, se iniciaría la verdadera historia de la
humanidad.
Una ojeada
histórica sobre la evolución de ese pensamiento filosófico permite determinar al
menos dos elementos esenciales: la "concepción del yo" y la "concepción
del universo", tal como las definiera el filósofo alemán Johannes
Hessen (1889-1971) en su “Erkenntnistheorie” (Teoría del conocimiento). Entre
ambos elementos existió siempre un peculiar antagonismo, pero en aquellos
momentos, para una parte de los sectores progresistas más lúcidos de la
sociedad, ambos elementos dejaron de ser una coyuntura alternativa (o el uno o
el otro), para pasar a ser una oportunidad acumulativa (tanto el uno como el
otro). Es decir, la cohesión de ambos elementos: la concepción del yo y la
concepción del universo. Esto es, aquello que el periodista y escritor uruguayo
Eduardo Galeano (1940-2015) poéticamente precisase como "el alucinante
viaje del yo al nosotros", es decir, la toma de conciencia de los
individuos (cada uno de ellos un “yo”) en pos de lo que se dio en llamar la
liberación de América Latina (toda ella el “nosotros”).
Fue inevitable, en ese contexto, que resonaran como una
“verdad revelada” las palabras que el Che Guevara había escrito en abril de 1967 en
la revista “Tricontinental” que se editaba en La Habana: “En América Latina
existe una situación convulsiva, caracterizada por la existencia de una débil
burguesía que, fundida de manera indisoluble con los terratenientes,
constituye la oligarquía dominante en nuestros países. Un mayor sometimiento y
una dependencia casi absoluta de estas oligarquías al imperialismo, determinan
la intensa polarización de fuerzas en el continente: por un lado, la alianza oligarco-imperialista
y por otro, los pueblos. El enorme potencial revolucionario de los pueblos
sólo espera ser canalizado por una dirección consecuente, por una vanguardia
revolucionaria, para desarrollar o emprender la lucha. Las burguesías
autóctonas han perdido toda su capacidad de oposición al imperialismo -si
alguna vez la tuvieron- y sólo forman su furgón de cola. No hay cambios que
hacer, o revolución socialista o caricatura de revolución”.
Aquí se
conjugaron entonces dos posiciones epistemológicas: el racionalismo, según el
cual la fuente principal del conocimiento humano se basa en el pensamiento, en
la razón; y el empirismo, que sostiene que la única fuente del conocimiento
humano es la experiencia. Mientras el racionalismo se deja llevar por una idea
determinada, por un ideal (la liberación de América Latina, en este caso), el
empirismo parte de los hechos concretos (el por entonces reciente triunfo de
la Revolución Cubana). Ambas teorías filosóficas confluyeron y actuaron como
disparador para que diversas organizaciones políticas, la clase obrera y el
movimiento estudiantil fuesen coprotagonistas en esa etapa de la historia
-tanto argentina como sudamericana-, pero también sirvieron para poner de
relieve las disidencias metodológicas en cuanto a cuál era el camino más
adecuado para llevar adelante la tan ansiada “revolución socialista”. Para
algunos había que comenzar por la construcción de un partido revolucionario,
para otros, éste no sería más que un eslabón del populismo burgués.
Sobre esa
disyuntiva, además, y desde un plano estrictamente filosófico, surgieron
enormes contradicciones. Las ideas del político y revolucionario ruso Lev
Davidovich Bronstein, quien pasara a la historia como León Trotsky, no podían
estar ausentes en este debate. La estrecha relación entre política y filosofía
no había sido un asunto extraño a sus intereses y así lo había demostrado en
muchos de sus escritos. Quien fuera uno de los protagonistas de los debates
políticos y teóricos más lúcidos del marxismo en el siglo XX, insistió en que
las diferencias filosóficas llevaban, a la larga, a diferencias políticas. Para
él, la mezcla de empirismo y racionalismo, el pragmatismo, era de algún modo
una actitud de desdén hacia la dialéctica como lógica de las contradicciones y,
sin un pensamiento que permitiese captar esas contradicciones que siempre
presenta la historia, difícil sería enfrentar los desafíos de la lucha de
clases. Para Trotsky, la dialéctica era el concepto esencial del marxismo para
discutir con otras tendencias -desde el plano teórico- la construcción de una
nueva sociedad. La Historia
no era una simple obra de teatro con moraleja en la que la justicia siempre
triunfa. Para Trotsky, un estudio histórico en profundidad revelaba
motivaciones y tendencias en el proceso social y, por ende, también determinaba
la acción política que debía ser desarrollada para transformar la realidad. Esta
filosofía de la Historia de Trotsky generó no pocos problemas de reconciliación
entre las distintas facciones marxistas que planteaban la necesidad de la revolución
socialista en un país económicamente atrasado como lo era la Argentina.
Antonio
Labriola (1843-1904), filósofo italiano a quien Trotsky le debe tanto como
al ya mencionado teórico ruso Plejánov para su formación marxista, decía en “I
problemi della filosofia della storia” (Los problemas de la filosofía de la
historia) que “las grandes ideas no las porta en la espalda un solo hombre, ni
caminan sobre el hilo del razonamiento de un discurso. Es necesario pioneros y
lentos trabajadores de todos los días, espíritus ardientes y calmos polemistas,
entusiastas y críticos, destructores y reconstructores, y que cada uno haga su
parte”. El propio Trotsky ampliaría este concepto hacia el final de su vida
cuando escribió: “El pensamiento revolucionario no tiene nada en común con la
adoración de ídolos. Los programas y los pronósticos se ponen a prueba y se
corrigen a la luz de la experiencia, que es criterio supremo de la razón
humana”. Sin embargo, la influencia del Che Guevara y su especie de
"trotskismo particular" que practicó en su intento de llevar
adelante la revolución socialista en Bolivia, experiencia en la que desarrolló
contactos con representantes de todas las corrientes de izquierda, fueran ellas
trotskistas, maoístas, prosoviéticas o demócratas radicales, tuvo un peso
enorme en las decisiones tanto tácticas como estratégicas de los
revolucionarios argentinos. Esto fue así en la mayoría de las agrupaciones
marxistas, pero también incidió tanto en vastos sectores de la clase media identificados
con el populismo y el nacionalismo y cuya radicalización se debió más a
factores políticos y culturales que a sociales y económicos, como en otros
sectores tradicionalistas de la misma capa social afines al catolicismo que,
influidos por el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, buscaron comprometerse
con las condiciones laborales y de vida de
los trabajadores.
De todas
formas, mucho antes de que el guevarismo tuviese semejante preponderancia, la
figura de Trotsky ya había impactado en el espacio de la izquierda argentina a
partir de la Revolución de Octubre y creció cuando formó la Oposición de
Izquierda como grupo disidente en el seno de la Internacional Comunista (IC),
primero, y conformó la IV Internacional después. Según detalla el periodista e
historiador argentino Emilio Corbière (1943-2004) en su obra “Orígenes del
comunismo argentino”, tras la fundación del Partido Comunista (PC) en
enero de 1918 como consecuencia de la ruptura con el viejo Partido Socialista (que había
sido fundado en junio de 1896), “la proliferación de corrientes con sus
respectivas ortodoxias ideológicas no siempre reforzó la impermeabilidad
de cada una de estas tendencias. Por el contrario fue tomando forma a lo largo
de la década del ‘20 un sistema de presiones y fugas que involucraba a los
terceristas y a los bolsones de izquierda que subsistían en el Partido
Socialista”. Mientras éste adhería a posiciones social demócratas reformistas,
el PC pasó a engrosar las filas de la Tercera Internacional fundada por Vladímir
Ilich Uliánov, el ínclito Lenin, principal dirigente de la Revolución de
Octubre.
En 1922 se
produjo en el seno del PC la ruptura de un grupo que se distanció de la
ortodoxia y el monolitismo de la Internacional Comunista. Entre ellos se
encontraban algunos de los futuros militantes trotskistas de los años ‘30. Esta
corriente pronto se ramificó en varios partidos, entre los que se destacaron el
Partido Comunista Obrero (POC) y el Partido Comunista de la Región Argentina (PCRA).
Mientras tanto, hacia 1932, cuando el PC argentino adoptaba el curso de estalinización
de la amplísima mayoría de los partidos comunistas del mundo, en el PS surgió una
corriente de disidentes que formaron el comité argentino de la Oposición de Izquierda
y denunciaron la situación en la Rusia estalinista. Este fue, de hecho, el
nacimiento del trotskismo en la Argentina. Estos sectores reivindicaban el
marxismo como método de análisis a la vez que denunciaban el carácter de clase
de la democracia parlamentaria. A estas reivindicaciones clásicas se sumaron
otras más ligadas a la coyuntura de la lucha de clases a nivel mundial lo que,
también, originó numerosos debates en torno al clima de las ideas de la época,
un tiempo pródigo en acontecimientos cruciales para el futuro del socialismo.
El
escenario de fondo estaba enmarcado por la crisis económica del año ’29 que
generó en Estados Unidos el recrudecimiento del populismo clasista, un movimiento
conformado por agricultores pobres, pequeños comerciantes rurales y algunos
grupos de la clase obrera; los regímenes fascistas que gobernaban Italia desde
1922 y Alemania desde 1933; la Guerra Civil española que se desarrolló entre 1936
y 1939; el fenómeno del Frente Popular en Francia, una coalición del
proletariado con la pequeña burguesía que gobernó entre 1936 y 1938;
y la profundización de la burocracia soviética y los criminales procesos de
Moscú, entre los más significativos. Todos estos hechos fueron, naturalmente,
profusamente analizados por Trotsky, a la sazón, ya en el exilio. Las
discusiones en el seno del socialismo en torno a estos sucesos generaron la efervescencia
y radicalización de algunos sectores que se acercaron a la causa de Trotsky,
cuyo prestigio intelectual e influencia crecían a la par de los prejuicios,
deformaciones y maledicencias propaladas por el estalinismo.
En
Argentina, durante la llamada “década infame” -aquella del “fraude patriótico”-
sobresalió la figura de Liborio Justo (1902-2003) quien, tras una fugaz
militancia en el Partido Comunista, fundó la Liga Obrera Revolucionaria que
sentó las bases del trotskismo en la Argentina. Aunque más adelante mantendría
discrepancias con todos los núcleos trotskistas y se convertiría en un
librepensador marxista, se esforzó por poner en pie lo que sería la sección argentina
de la IV Internacional y publicó una serie de folletos en los que planteó la
caracterización de la Argentina como país semicolonial, oprimido por el
imperialismo inglés y norteamericano. Mientras tanto, inmersos en discusiones
doctrinarias sobre la naturaleza del capitalismo argentino y el carácter de la
revolución a realizar, fueron surgiendo en Buenos Aires, Rosario, Córdoba, La
Plata, Mendoza, Bahía Blanca, Tucumán y otros puntos del país, grupos de
filiación trotskista dedicados al trabajo de discusión teórica y a tímidos
intentos de inserción en el medio obrero. En esos menesteres sobresalieron,
entre muchas otras, las figuras de Pedro Milesi (1888-1981), Angélica
Mendoza (1889-1960), Mateo Fossa (1896-1973) y Héctor Raurich (1903-1963).
A mediados
de la década del ‘30 las agrupaciones más combativas de la izquierda eran el
Grupo Obrero Revolucionario (GOR), la Liga Obrera Socialista (LOS) y el Partido
Socialista Obrero (PSO). Este último nació como una fuerza política de cierta
gravitación y en su congreso constituyente hizo suya la bandera de la lucha por
la liberación nacional, la formación de un Frente Popular que incluyese la
democracia obrera, la libre coexistencia de todas las tendencias socialistas
dentro del partido de la clase, la unidad sindical, la lucha contra el
reformismo y el estalinismo, y también planteó la posibilidad de realizar
entrismo en la socialdemocracia. Esta táctica motivó la abierta oposición de
los grupos trotskistas que integraban el partido y, cuando los grupos filo estalinistas
terminaron de consolidar definitivamente su dominio del aparato del PSO,
aquellos se retiraron y más adelante se integrarían a otros grupos trotskistas
que se iban conformando: la Unión Obrera Revolucionaria (UOR), el Frente Obrero
(FO), el Grupo Cuarta Internacional (GCI), el Movimiento Obrero Revolucionario
(MOR) y el Grupo Obrero Marxista (GOM).
Al calor
del fenómeno peronista, un proceso que comprometía a la amplísima mayoría de la
clase obrera argentina, los grupos trotskistas se enfrentaron con enormes
dificultades para analizar el trascendental proceso político que estaba
ocurriendo. Para algunos era necesario llevar adelante una revolución
democrático burguesa por medio de un movimiento nacional formado por el
proletariado, el campesinado, la pequeña burguesía y la burguesía industrial. Para
otros, era imposible tejer alianzas con sectores de la burguesía dada su estrecha
ligazón con el imperialismo y sólo el proletariado en alianza con el
campesinado podría llevar a cabo la revolución. Lo cierto es que, tanto unos
como otros, se esforzaron por encontrar respuestas a todos los aspectos que
ofrecía aquella realidad tan compleja: el carácter del país, su relación con el
imperialismo, la situación del proletariado y sus organizaciones, los cambios
políticos y el surgimiento de un fenómeno cuyo significado aparecía
contradictorio y cuyas consecuencias resultaban difíciles de prever. A
diferencia del resto de la izquierda, los trotskistas buscaron un camino hacia
la clase obrera y sus análisis se orientaron en este sentido.
Desde el
punto de vista historiográfico, son valiosos para entender estos
acontecimientos los aportes realizados por Alberto J. Pla (1926-2008) y el
antes citado Milcíades Peña, autores de, entre otros, “América Latina Siglo XX. Economía, sociedad, revolución” y “La burguesía
nacional en América Latina”, el primero; y “Masas, caudillos y elites. La
dependencia argentina de Yrigoyen a Perón” y “La clase dirigente argentina
frente al imperialismo”, el segundo. En estas obras, ambos historiadores fueron
más allá del análisis simplista de caracterizar al peronismo como una expresión
de la dictadura fascista en la Argentina, o como una manifestación política de
cuño nacionalista que retomaba las tradiciones de los grandes caudillos
argentinos. Desde el punto de vista político, se destacaron Homero Cristali
(1912-1981), conocido como J. Posadas; Esteban Rey (1915-2003) y Hugo Bressano (1924-1987), conocido como
Nahuel Moreno. Posadas, si bien admitía que Perón era un “agente de la
burguesía industrial”, consideraba progresista su “lucha contra el imperialismo”
y apoyó sus “medidas reales que conducían a ese objetivo”. Rey, mientras tanto,
desarrolló una variante de trotskismo proletarista entre los obreros del
noroeste argentino pero terminó intentando explicar al peronismo desde una
perspectiva de “izquierda nacional”. Moreno, por su parte, dentro del contexto
del ascenso del peronismo y la crisis de las viejas conducciones sindicales a
cargo del PC y del PS, logró por primera vez alcanzar un cierto grado de penetración
dentro del movimiento obrero y ocupó un rol relevante en la oposición sindical
al régimen del coronel Perón. La corriente por él dirigida se nutrió de
numerosos cuadros estudiantiles y obreros provenientes del socialismo y
consiguió una importante inserción entre los trabajadores del primer cordón del
gran Buenos Aires. Más adelante iniciaría una polémica experiencia de entrismo en
el peronismo y tuvo una participación relevante en distintos conflictos
gremiales de los años ‘60.
La
participación de las agrupaciones trotskistas en la resistencia a la Revolución
Libertadora y en la formación del sindicalismo clasista fue intensa. Durante los
años del auge de las organizaciones armadas, defendieron la lucha por la
organización de los trabajadores en sindicatos combativos contra la teoría del foco
guerrillero, pero, más allá de esto, en las décadas siguientes la diáspora
trotskista en la Argentina adquirió un grado de dispersión y fragmentación tal
vez mayor aún que el experimentado durante el medio siglo anterior, alimentado
muchas veces por un exceso de personalismo y la falta de vocación de diálogo de
sus mayores dirigentes, lo que no hizo más que favorecer a los intereses de la
reacción. Fatalmente, en las organizaciones existentes siguió habiendo una diferencia,
a veces abismal, entre Trotsky y los dirigentes que asumieron su nombre y
representación. No obstante ello, los conceptos teóricos y prácticos de
filosofía política que expresara Trotsky siguen siendo de lo más sólidos y
consistentes del siglo XX. Sus teorías tienen hoy una potencia política
inigualable y muchos de sus pronósticos se cumplieron cabalmente, generando
resultados imprevistos incluso para los propios trotskistas.