1 de septiembre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (III) 2º parte. Crónica coyuntural

Prolegómenos (como ejercicio de la memoria)
1. Sucesos argentinos


Es perfectamente verosímil definir los comportamientos de los sistemas económicos dadas las dis­tintas circunstancias históricas. En el caso específico de la Argentina, es posible delimitar cuatro etapas claramente diferenciables en su desarrollo económi­co. La primera de ellas, comprendida entre el siglo XVI y comienzos del siglo XIX, está sellada indudablemente por la dependencia colonial hacia España y fue un episodio más dentro del vasto período de expansión comercial del capitalismo europeo. Las explotaciones mineras y los cultivos agrícolas desarrollados respondían claramente a los intereses predominantes por entonces en los grandes centros comerciales del Viejo Mundo. Aunque algunas de las relaciones sociales de producción de las colonias tuvieron reminiscencias feudales, las formas económicamente dominantes no fueron las de servidumbre sino que predominó la esclavitud. Para el filósofo, sociólogo y economista alemán Karl Marx (1818-1883), se trató de “una segunda clase de colonias, las que son, desde el momento mismo de crearse, especulaciones comerciales, centro de producción para el capitalismo mundial”. Y si bien los trabajadores eran esclavos y no asalariados, Marx entendía que “existía un régimen de producción capitalista, aunque sólo de un modo formal, puesto que la esclavitud de los negros excluye el libre trabajo asalariado. Son, sin embargo, capitalistas los que manejan el negocio de la trata de negros”. En la misma dirección fue el historiador argentino Milcíades Peña (1933-1965) quien, en “Antes de Mayo. Formas sociales del trasplante español al nuevo mundo”, comentaba que “el contenido, los móviles y los objetivos de la colonización española fueron decisivamente capitalistas: producir en gran escala para vender en el mercado y obtener una ganancia. Bien entendido, no se trata del capitalismo industrial. Es un capitalismo de factoría, capitalismo colonial, que a diferencia del feudalismo no produce en pequeña escala y para el mercado local, sino en gran escala, utilizando grandes masas de trabajadores y con la mira puesta en el mercado, generalmente en el mercado mundial. Estas son características decisivamente capitalistas, aunque no del capitalismo industrial que se caracteriza por el salario libre”.
Efectivamente fue, en sus comienzos, una relación de expoliación y saqueo de las riquezas mediante el sometimiento de la población indígena. Esta fase colonial sirvió como estímulo para el desarrollo capitalista de la metrópoli española y simultáneamente sentó las bases del subdesarrollo de la que, con el tiempo, se convertiría en la República Argentina. Fue una etapa de economías regionales de subsistencia caracte­rizada por la existencia de varios complejos económico-sociales en distintas regiones del país, que producían básicamente para el consumo interno y a muy bajos niveles de productividad. Con el correr de los años, la economía colonial comenzó a ligarse estrechamente al comercio exterior. La minería, la pesca, la caza y la explotación forestal, dedicadas fundamentalmente a la exportación, fueron las actividades expansivas que atrajeron capital y mano de obra. Los grupos de propietarios y comerciantes vinculados a estas actividades  eran, lógicamente, los de más altos ingresos, juntamente con los altos funcionarios de la corona y del clero. Estos sectores constituían la demanda dentro de la economía colonial y eran los únicos en condiciones de acumular capital. Esta estructura interna de subdesarrollo económico, político y social, provocada y mantenida por los intereses de España, encauzó la mayor parte del capital acumulado a la inversión en minería, agricultura, transporte y empresas comerciales de exportación a la metrópoli, mientras que la casi totalidad del capital sobrante se utilizó para importaciones de artículos suntuarios de las metrópolis y sólo muy poco a las manufacturas y el consumo relacionados con el mercado  interno. Debido a esto, los intereses económicos y políticos de la burguesía minera, agrícola y comercial fomentaron poco y nada el desarrollo económico interno.



La segunda etapa abarca desde comienzos del siglo XIX hasta alrede­dor de 1860 y puede calificarse como una etapa de transición. Su inicio está signado por las revoluciones independistas latinoamericanas, un movimiento conservador que se produjo en el marco de la guerra entre Gran Bretaña y la España dominada por Napoleón Bonaparte (1769-1821). Surgió durante ese período, por primera vez en la historia del actual terri­torio argentino, una actividad que, en medida creciente, se fue integrando en el mercado mundial: la producción de cueros y otros productos de la ganadería. Además, lograda la independencia en 1810, el puerto de Buenos Aires se convirtió, gracias a su ubicación geográfica, en el punto de intermediación del comercio exterior. Juan Bautista Alberdi (1810-1884), jurista argentino redactor de la Constitución Nacional de 1853, reconocía en “La Revolución de Mayo” que “Francia, dejando a España y a América sin rey, en 1810, dejó a América dueña de sí misma. Si había en esto un cambio, si esto era una revolución, esa revolución era obra de Europa, no de América, que era agente pasivo de esa novedad. La independencia americana es el resultado natural e inevitable de las necesidades económicas, de los intereses generales de la civilización de ambos mundos”.
En ese entonces, sólo el 9% de su población había nacido en el ex­tranjero; el resto estaba conformado por habitantes originarios y descendientes de esclavos africanos presentes desde la conquista española, fuertemente mezclados entre sí con sus distintas variaciones (mestizos, mulatos, zambos). Llegaría luego la primera avalancha inmigratoria: italianos, españoles, franceses, escoceses, irlandeses, galeses e ingleses. Para sostener esta creciente población de inmigrantes, había que explotar las pampas: hacia 1829 los cueros y la carne salada ya constituían el 65% de las exportacio­nes totales. Por cada inmigrante pobre que llegaba de los barrios bajos de Europa, un indio de las llanuras pagaba las consecuencias. Sucesivas campañas militares expulsaron y exterminaron a los nativos. Mientras tanto, las guerras civiles y las disputas por las riquezas y recursos naturales entre los interiores nacionales empobrecidos y el centro portuario rico definieron el largo proceso de lucha entre las oligarquías nacionales, las burguesías comerciales y los movimientos de liberación y resistencia. Gauchos, criollos, indígenas y negros enfrentaron durante décadas la irrupción de las oligarquías como clase social y económicamente dominante bajo el resguardo, ahora, del Imperio Británico. Así lo remarcó el antes citado Peña en “El paraíso terrateniente”: “Los intereses capitalistas más sólidos y poderosos no se orientaban hacia el mercado interno, sino hacia el mercado mundial. Lo que la independencia logró fue favorecer el desarrollo de América española en la única forma en que su sociedad podía evolucionar con los elementos que contenía: como apéndice económico de Europa, abastecedor y consumidor de la industria inglesa. De la dependencia política de España se pasó a la dependencia económica de Inglaterra”. El pensamiento liberal del siglo XVIII, que en Europa había servido para realizar la revolución democrático-burguesa, en América Latina fue utilizado para cumplir solamente con la independencia política.



La tercera etapa, la de la economía primaria exportadora, se abrió en torno de 1860, cuando la Argentina comenzó a incorporarse vigorosamente en el expansivo comercio internacional, y concluyó con la crisis económica mundial de 1930. Fue un ciclo netamente perfilado por la corriente de pensamiento positivista, una "nueva forma de pensar" que surgió en el seno de la burguesía industrial anglo-francesa y cuyo objetivo era el de tratar a la naturaleza con un sentido utilitario y práctico que permitiese el progreso material e intelectual de los individuos, supeditando dicho “progreso” a la evolución “natural” y al “éxito” de los más aptos o más fuertes. En Argentina estas ideas tomaron consistencia en la que se conoció como la Generación del 80, una suerte de élite aristocrática conformada por individuos de las familias más encumbradas de Buenos Aires y de algunas capitales provinciales. Fueron miembros de esta clase social los que establecieron, tras la definitiva organización constitucional, un gobierno de unos pocos privilegiados a la vez partícipes y agraciados de los beneficios económicos, culturales y sociales.
Durante este período, la expansión de las exportaciones agropecuarias, el ininterrumpido arribo de cuantiosos contingentes migratorios y la radicación de capitales extranjeros, transformaron en pocas décadas la estructura económica y social del país. Este período de la historia coincide cronológicamente con un momento avanzado de la Segunda Revolución Industrial en Europa, ciclo en el que el desarrollo económico y el expansionismo británico alcanzaron su máximo punto de desarrollo. A partir de la década de 1870 se profundizaron las inversiones británicas para la modernización de la infraestructura argentina: ferrocarriles, puertos y navegación, cables submarinos y telégrafos, industria alimentaria, minería, servicios públicos urbanos (tranvías eléctricos, gas, iluminación, aprovisionamiento de agua), bancos y compañías de seguros. Para 1899, el país rioplatense se convirtió en el principal socio comercial británico en América Latina, recibiendo el 41% del capital de origen británico que tenía a la región como destino.
Por entonces, la principal preocupación británica en América Latina era de naturaleza comercial y financiera: contrarrestar el aumento de la competencia de las potencias rivales con objeto de preservar su privilegiada posición económica en la región, particularmente en los mercados sudamericanos. De este modo, Argentina se constituyó en uno de los principales países vendedores de productos primarios (carne congelada, lana, trigo y maíz), consolidando el modelo agrario exportador bajo la tutela británica. La Primera Guerra Mundial vendría a poner en evidencia los límites y vulnerabilidades de ese modelo. El conflicto trajo aparejado un cambio del eje de poder de un lado del Atlántico al otro: Inglaterra dejaría de ser el polo financiero y comercial y Estados Unidos se convertiría rápidamente en una potencia. Para la Argentina, este cambio a nivel global se reflejó en una creciente competencia entre los capitales británicos y norteamericanos: los primeros por retener su rol privilegiado de antaño, los segundos por consolidar su cada vez más fuerte posicionamiento en la economía doméstica.
Finalmente, en 1930 se inauguró la etapa que puede definirse como de la economía semi-industrial dependiente o bien, de industrialización por sustitución de importaciones. Después de la crisis de 1929 un nuevo modelo de crecimiento económico comenzó a surgir lentamente signado por la drástica alteración del rumbo del proceso de expansión del comercio, las finanzas y las corrientes tecnológicas internacionales, hechos que modificaron radicalmente las condicio­nes que dieron vigencia al sistema primario exportador. “Un aspecto decisivo en este cambio -dice el economista argentino Aldo Ferrer (1927) en “La economía argentina”- fue el desplazamiento del centro de grave­dad del desarrollo desde la demanda externa a la interna. Mien­tras en la etapa anterior la demanda internacional había sido el factor desencadenante del crecimiento de la producción y el ingre­so, a partir del año ‘30 la expansión de la demanda interna a raíz de la movilización del potencial de acumulación y la capacidad de trans­formación de la estructura productiva pasaron a adquirir el papel protagónico del desarrollo”.



Tras el primer golpe militar que registra la historia argentina en el siglo XX y con el retorno al poder de la vieja oligarquía conservadora, si bien siguió prevaleciendo el objetivo de favorecer a los sectores exportadores de productos ganaderos y cerealeros, y mantener la subordinación hegemónica a Gran Bretaña, ésta comenzó a proteger e impulsar su propia producción de bienes primarios de modo que sus inversiones en la Argentina se estancaron e incluso retrocedieron. En este contexto, la Argentina vio reducidas sus exportaciones y la consecuente falta de divisas redujo su capacidad de compra en el mercado internacional. Esta escasez de divisas originó la necesidad de fabricar internamente muchos productos que antes se importaban, estimulando lo que se dio en llamar industrialización por sustitución de importaciones. Esa abismal caída de las importaciones que desabasteció al mercado interno, más la concentración de capitales y el vuelco de utilidades de las actividades agrarias a la gran industria fueron los factores que le dieron impulso a las principales actividades económicas de la época. Así fueron surgiendo, con capitales nacionales, las industrias cementera, papelera, siderúrgica y metalmecánica. Simultáneamente, otras potencias imperialistas, puntualmente Estados Unidos y Alemania, comenzaron a instalar empresas textiles, alimenticias y eléctricas (en el caso de la primera), y mecánicas, químicas y farmacéuticas (en el caso de la segunda), ambas en su afán de disputarle mercados a Gran Bretaña. Fue así que, para mediados de la década del ’30, la producción industrial (encauzada por el Estado sobre pautas de la economía keynesiana) logró superar a la producción agraria (orientada por el latifundio sobre pautas de la economía liberal clásica), un fenómeno que hablaba del crecimiento objetivo que tuvieron, por entonces, tanto las fracciones industriales de la burguesía como la clase obrera, tendencia que se afianzaría en la década de 1940.
El inicio de la Segunda Guerra Mundial no generó, en un principio, modificaciones al interior de los grupos económico-políticos hegemónicos, pero el mismo desarrollo del conflicto pondría en evidencia la rivalidad entre Inglaterra y Estados Unidos por incidir en la economía y la política argentinas, algo que ya venía manifestándose desde hacía dos décadas. El régimen militar que gobernaba desde junio de 1943 mantenía una posición reticente, aunque ambigua y dilatoria, frente a la política imperialista panamericana de los Estados Unidos. Entre sus integrantes se destacaba el coronel Juan Domingo Perón (1895-1974) quien, tras su actuación entre 1939 y 1941 como agregado militar de Argentina en la Italia de Benito Mussolini (1883-1945), no ocultaba su admiración por el régimen fascista al que definió como un ensayo de “socialismo nacional". Desde su cargo en el Departamento Nacional de Trabajo, primero, y como vicepresidente de la Nación, ministro de Guerra y secretario de Trabajo desde febrero de 1944, Perón centró su labor en la captación de los sindicatos de trabajadores y comenzó a proponer y desarrollar reformas sociales y a contactarse con fuerzas y dirigentes políticos. La confrontación con Estados Unidos y la afirmación nacionalista pasaron a ser un elemento clave de la política interna (una mera retórica con fines electoralistas, como se vería más tarde) y se desarrolló una estrategia de negociación sumamente pragmática que fue variando de acuerdo a los sucesivos cambios en la diplomacia norteamericana. En ese contexto, la movilización de los trabajadores -temerosos de perder las conquistas logradas- facilitó al nuevo líder político su triunfo en las elecciones de 1946. El gobierno de Perón sería el característico de la segunda posguerra en distintos países tercermundistas: consiguió el apoyo de las masas haciéndoles algunas concesiones en contra de los mezquinos intereses de las burguesías nativas, con vistas a un desarrollo capitalista nacional independiente, pero quitándole a la clase trabajadora y a las masas populares su expresión política propia e independiente.



En 1938 el viejo dirigente revolucionario León Trotsky, a la sazón en México, país en el que sería asesinado, escribió un artículo en el que explicaba que en los países industrialmente atrasados “el capital extranjero juega un rol decisivo. De ahí la relativa debilidad de la burguesía nacional en relación con el proletariado nacional. Esto crea condiciones especiales de poder estatal. El gobierno oscila entre el capital extranjero y el nacional, entre la relativamente débil burguesía nacional y el relativamente poderoso proletariado. Esto le da al gobierno un carácter bonapartista de naturaleza singular. Se eleva, por así decirlo, por encima de las clases. En realidad puede gobernar, o bien convirtiéndose en instrumento del capital extranjero y sometiendo al proletariado con las cadenas de una dictadura policial, o maniobrando con el proletariado, llegando incluso a hacerle concesiones, ganando de este modo la posibilidad de disponer de cierta libertad en relación con los capitalistas extranjeros. Estas medidas se encuadran enteramente en los marcos del capitalismo de Estado. Sin embargo, en un país semicolonial, el capitalismo de Estado se halla bajo la gran presión del capital privado extranjero y de sus gobiernos, y no puede mantenerse sin el apoyo activo de los trabajadores. Eso es lo que explica por qué, sin dejar que el poder real escape de sus manos, el gobierno trata de darles a las organi­zaciones obreras una considerable parte de responsabilidad en la marcha de la producción de las ramas nacionalizadas de la industria”.
El término “bonapartismo” proviene de “Der achtzehnte Brumaire des Louis Bonaparte” (El 18 Brumario de Luis Bonaparte), ensayo que Marx escribió en 1852 en el que describía un tipo de régimen burgués que por sus actos se ubica, en apariencia, por encima de todas las clases, dice actuar en nombre de todas ellas, pero que “no puede dar nada a una sin quitárselo a otra. Una misión contradictoria que procura tan pronto atraerse como humillar, unas veces a esta y otras veces a aquella, poniéndolas a todas por igual en contra suya”. Desde allí, el concepto se ha utilizado para describir a un tipo de régimen burgués dictatorial, con un recorte más o menos amplio de las libertades democráticas, un sinónimo de lo que, en lenguaje común, se llama dictadura. Dictadura que trabaja para la burguesía sin que ella forme parte directa del gobierno. Trotsky agregó que, en los países oprimidos por el imperialismo, se daban dos tipos de regímenes bonapartistas: uno reaccionario, que se apoyaba en el imperialismo para reprimir a las masas; y otro progresista, que se apoyaba en el movimiento de masas para confrontar al imperialismo. “El régimen interno de los países coloniales y semicoloniales -decía- tiene un carácter predominantemente burgués. Pero la presión del imperialismo extranjero altera y distorsiona tanto la estructura económica y política de esos países que la burguesía nacional (aún en los países políticamente independientes de Sudamérica) no alcanza más que parcialmente el nivel de clase dominante. La presión del imperialismo en los países atrasados no cambia su carácter social básico, ya que opresor y oprimido no representan más que diferentes grados de desarrollo de una misma sociedad burguesa”. “En un país semicolonial -concluía Trotsky-, el capitalismo de Estado se halla bajo la fuerte presión del capital extranjero privado y de sus gobiernos y no puede mantenerse sin el apoyo activo de los obreros. Por esto intenta, sin dejar que el poder real escape de sus manos, colocar sobre la organización obrera a una parte considerable de la responsabilidad por la marcha de la producción en las ramas nacionalizadas de la industria”.



El gobierno de Perón fue, a todas luces, un gobierno nacionalista burgués con muchos de los rasgos marcados por Trotsky respecto del “bonapartismo de naturaleza singular” de su época. Es decir, con “condiciones especiales de poder estatal” que le permitieron maniobrar por “encima” de las clases, apoyándose en las masas populares, haciéndoles concesiones y “disponiendo de cierta libertad” respecto del imperialismo norteamericano. Uno de los muchos logros de Marx consistió en demostrar cómo puede lograrse el fortalecimiento del capitalismo mediante la intervención del Estado en la economía, incluyendo la naciona­lización de ciertas empresas bajo una cierta retórica socialista. Ya en 1840 habló de los "socialismos" reaccionarios  y conservadores, de la pequeña burguesía nacional que quería controlar a los gigantes capitalistas que amenazaban con someterla a ella, de los intelectuales con panaceas pre­establecidas e incluso de los utopistas de la  burguesía misma que soñaban con un capitalismo armonioso, libre de todo conflicto. El gobierno peronista dijo pretender la democratización de la economía y de la sociedad, una especie de metáfora del “socialismo” que a partir de John Maynard Keynes (1883-1946) se denominó “Estado benefactor”, conjugando la producción con el consumo de masas. Sin embargo, la intención de pasar de un régimen extensivo a otro predominan­temente intensivo habría de quedar bloqueado por el cuello de botella representado por el sector externo. El crecimiento industrial se vio limitado por la carencia de bienes y equipos importados que sólo podía haber sido subsanada con una mayor disponibilidad de saldos agrícolas exportables. No bastó con que el Estado interceptara la renta de la tie­rra y la derivara parcialmente hacia la industria. Era necesario, además, un aumento de la producción para la exportación, para lo que era menester romper con la lógica de la rentabilidad agraria basada en la utilización extensiva de la tierra. Para lograrlo era ineludible realizar una reforma agraria sustancial, lo que hubiese llevado a un enfrentamiento con la burguesía terrateniente, algo que estaba muy lejos de las intenciones de Perón.
La inspiración positivista de la generación del '80 había logrado un notable impulso del modelo agroexportador que, aprovechando las ventajas comparativas, logró generar un considerable progreso económico y una creciente diversificación social. Para garantizar la fuerte centralización del poder a la élite gobernante, ésta se basó, en el plano económico, en una estrecha dependencia al capital inglés, y en el pla­no político, en el fraude, las proscripciones y la violencia. Entre 1916 y 1930, bajo la conducción de Hipólito Yrigoyen (1852-1933), el radicalismo consiguió modificar las reglas de juego y plantear por primera vez la posibilidad de revertir en un sentido democrático la modalidad del desarrollo capitalista. Seguramente su principal mérito re­sidió en el terreno de la institucionalización de la democracia, haciendo participar por primera vez al pueblo en la política local y luego en la nacional, aunque los caudillos de las distintas facciones manipulaban las listas de afiliados en función de sus propios intereses que eran, frecuentemente, muy corruptos. El peronismo, en cambio, fue un movimiento creado desde el poder. Desde el gobierno se decidió su organización, su estrategia y su liderazgo. Mientras el radicalismo practicó un populismo liberal, el peronismo cultivó un estilo bonapartista de populismo neofascista, esto es, el Estado actuando como un capitalista más. Su creación más notable, la organiza­ción del sindicalismo moderno, padeció del mismo mal. Poderosos durante el decenio peronista, con el correr de los años demostraron que no eran aptos para operar en democracia y, con la esperanza de hallar intereses comunes, se aliaron con las Fuerzas Armadas en los golpes de Estado de los primeros años ‘60. Aún ignoraban que los generales hacían los golpes sólo para satisfacer sus propios intereses (orientados, claro, por el Departamento de Estado norteamericano) y no para compartirlos con ningún sector sindical ni político.