25 de enero de 2022

Bioy Casares, Puig, Soriano. Distancias y proximidades

Osvaldo Soriano (1943-1997) fue uno de los escritores más importantes de la literatura argentina durante el último cuarto del siglo XX. Nacido en Mar del Plata, debido al oficio de su padre -quien trabajaba en la empresa estatal Obras Sanitarias-, vivió en varias ciudades de distintas provincias hasta que se asentó en Tandil. Allí pasó su juventud desempeñándose como obrero de planta en la Metalúrgica Tandil. Con algo más de veinte años comenzó a interesarse en la literatura, tanto en su lectura como en su escritura. Fue así que, durante la década del ‘60 comenzó escribir en “El Eco” y “Actividades”, ambos periódicos de Tandil.
La calidad de sus artículos hizo que pronto comenzara a colaborar con diarios y revistas de Buenos Aires, ciudad a la que se mudaría en abril de 1969. Allí formó parte de las redacciones de revistas como “Primera Plana”, “Panorama” y “Semana gráfica”, y diarios como “Noticias” y “La Opinión”. En 1973 publicó su primera novela: “Triste, solitario y final”, la que se convertiría en uno de los libros más vendidos del año. A esta le siguió “No habrá más penas ni olvido”, novela publicada cuando él se encontraba exiliado en París debido a la dictadura militar que se había instalado en el país en 1976.
Durante ese período colaboró con importantes diarios de Europa como “Le Monde” de Francia, “Il Manifesto” de Italia y “El País” de España. También publicó “Cuarteles de invierno”, la cual fue considerada la mejor novela extranjera de 1981 en Italia, y “Artistas, locos y criminales”, una recopilación de sus artículos escritos en “La Opinión” en la década del ‘70. Con el regreso de la democracia se instaló nuevamente en Buenos Aires. Allí formó parte de la redacción del diario “Página/12” y publicó, sucesivamente, “Rebeldes, soñadores y fugitivos”, una colección de los artículos que escribió durante su exilio para la prensa europea, las novelas “Una sombra ya pronto serás” y “El ojo de la patria”, la colección de relatos “Cuentos de los años felices”, la novela “La hora sin sombra” y una selección de artículos, cuentos y semblanzas llamada “Piratas, fantasmas y dinosaurios”.
Ya desde mediados de los años ’80, a pesar de la opinión no muy favorable de parte de la crítica y la academia, sus libros comenzaron a ser de los más vendidos en Argentina. Todos ellos se convirtieron invariablemente en éxitos de venta. Sin embargo, puede decirse que su obra ha quedado en la periferia del canon literario, algo similar a lo que les ocurrió, por distintas razones (la mayoría de las veces, políticas), a escritores como Leopoldo Lugones (1874-1938), Horacio Quiroga (1878-1937), Roberto Arlt (1900-1942), Leopoldo Marechal (1900-1970), Ernesto Sabato (1911-2011), Rodolfo Walsh (1927-1977) y Roberto Fontanarrosa (1944-2007), por citar sólo a algunos ejemplos. Se conoce como canon literario al conjunto de las obras clásicas que forman parte de la alta cultura y que, gracias a su originalidad o su calidad, han logrado trascender las épocas y las fronteras, resultando universales y siempre vigentes. Pero se debe tener en cuenta que quienes lo establecen lo hacen de acuerdo a sus gustos personales, sus intereses, los cuales no están libres de las tradiciones y las tendencias predominantes en cada época.
En el caso específico de Soriano, la polémica en el ámbito literario-intelectual gira en torno a quienes lo reivindican y quienes lo menosprecian. Esta división se asienta en los antagonismos existentes entre la literatura popular y la de élite, entre escritores populares y escritores aristocráticos o, si quiere, entre quienes establecen cuáles son la baja y la alta cultura, interpretaciones todas ellas indudablemente arbitrarias. En su artículo “Canónica, regulatoria y transgresiva” el escritor y crítico literario Noé Jitrik (1928)​​ puntualiza que “hay que empezar por reconocer en primer lugar que no hay un sólo canon, que en muchos tramos de la historia literaria los cánones que han sido obedecidos no estaban ni siquiera escritos y que, unos u otros, no han permanecido incólumes en el transcurso histórico; en segundo lugar, escritos o no, los cánones tienen una fuente que los emite y vigila su cumplimiento pero, también, hay que admitir que tales fuentes se han ido desplazando”.
Por su parte el escritor y periodista Tomás Eloy Martínez (1934-2010) decía en “El canon argentino” que “el canon confiere cierta seguridad a los lectores, les permite saber dónde están parados, cómo es la realidad a la que pertenecen, cuáles son los textos que no deben ignorar. Un canon argentino basado sobre tal principio no podría excluir a Borges, Bioy Casares, Cortázar, Bianco y Manuel Puig”. Pero entendía que, ya entrados en el siglo XXI, debía incluirse también a autores como Juan Gelman, Néstor Perlongher, Ricardo Piglia, Juan Martini, Juan José Saer, Andrés Rivera, Eduardo Belgrano Rawson, Héctor Tizón, Olga Orozco y, por supuesto, a Osvaldo Soriano.
En sendos artículos aparecidos en el suplemento “Radar” del diario “Página/12” el 28 de enero de 2007 (un día antes de que se cumpliese el 10º aniversario del fallecimiento de Soriano), la escritora, guionista y traductora Esther Cross (1961) y el escritor, crítico literario y periodista Rogelio Demarchi (1961) se ocuparon de vincular al escritor marplatense con dos de los integrantes del canon tradicional: Adolfo Bioy Casares 
(1914-1999) y Manuel Puig (1932-1990). Dichos textos se reproducen a continuación.
 
SORIANO Y BIOY: CAMPEONES DESPAREJOS
Esther Cross
 
Cuando tenía veintiséis, colaboré con Grillo della Paolera en la edición de “Bioy Casares a la hora de escribir”. Era un libro sobre escribir, era un libro sobre leer. Fui con Grillo varias veces a lo de Bioy. Le entregábamos los borradores, que volvían llenos de marcas, comentarios y correcciones. Bioy era un escritor riguroso y detallista, Bioy era un lector experto. La edición de ese libro de entrevistas fue para mí como un taller intensivo. En uno de esos encuentros, Bioy habló muy bien de un libro. Era “A sus plantas rendido un león”. Estábamos sentados en su escritorio. Al hablar del libro arqueó las cejas, con ese gesto de asombro que ponía siempre al hablar de los libros que le gustaban. Me gustaría acordarme de lo que dijo, pero no puedo.
Me acuerdo, en cambio, de que al otro día salí corriendo a buscarlo, un poco por curiosidad y otro poco porque me apuraba a leer lo que Bioy y Grillo nombraban. Me compré la novela en la librería -que ya no existe- de una galería -que tampoco existe- que quedaba a la vuelta de mi casa -que ya no es ésa-. La leí de un tirón y desde el principio me pareció absolutamente natural haber llegado a ese libro a través de Bioy. No era difícil entender por qué le había gustado.
Para empezar, ya desde las primeras páginas había un desfile de lo mejor de las lecturas de la infancia: un país lejano, un personaje solitario y su amor imposible, animales que enloquecen, revoluciones y malentendidos, drogas que incitan a la angustia o la melancolía, aviones que despegan y se incendian como si nada y, planeando sobre todo, un héroe a contramano y su aventura. Pero eso, que era tanto, no era nada comparado con el resto. Bioy decía que si uno habla como argentino debe escribir como argentino y la novela de Soriano era la novela de un argentino que escribía como un argentino.
Entre los párrafos de “Bioy  Casares a la hora de escribir”, que yo tipeaba en la máquina portátil cada día, había uno que decía que cada tanto la vida “nos da una visión momentánea de algo que quiebra el orden de la realidad” y a mí me parecía que Soriano -y ésa era su vuelta de tuerca respecto de Bioy- escribía historias que pasaban en una realidad en la que el orden ya se había quebrado. Y había más pero era lo de menos. La verdad es que pienso casi todo esto ahora -igual que cuando armo una historia respetable pero falseada porque quiero contar un sueño-. Ese año leí a Soriano con la misma curiosidad con que leí libros de Stendhal, Bianco y otros escritores que Bioy y Grillo nombraban cuando apagábamos el grabador o en medio de una entrevista. Bioy y Grillo hablaban de libros todo el tiempo. Su entusiasmo era contagioso. Bioy había nombrado un libro buenísimo, se notaba además que Grillo lo conocía y ahora yo también tenía la suerte de conocerlo.
Pasaron unos años antes de que me enterara de que Soriano dividía las aguas entre los escritores de mi generación, que empecé a conocer entonces. Tanto empeño en atacarlo me parecía casi un despropósito y hasta me resultaba increíble. Si decía que había llegado a “A sus plantas...” por un comentario de Bioy, me miraban de costado porque en ese momento me enteré, además, de que Bioy también tenía sus rivales y allegados y que entre los de uno y los del otro no siempre se formaban equipos compatibles. La situación era un poco confusa pero no me parecía tan raro. Yo soy de ese tipo de personas que siempre llega un poco tarde a las fiestas y reuniones. Y ésta no era una excepción. Se notaba que había llegado con demora a algo que había empezado hacía bastante tiempo. En ese fuego cruzado de escritores que cruzaban escritores y me hacían entenderlos de manera diferente, seguía con las lecturas. En la lectura de sus libros parecían tan alejados de tanta discusión que al mismo tiempo los unía. Nuestros campeones desparejos. Los libros siempre enseñan algo que no puede explicarse tan fácil. Los libros y las cosas que pasan entre ellos.
 
SORIANO Y PUIG: LAS PARALELAS QUE SE TOCAN
Rogelio Demarchi
 
Las novelas de Soriano pueden leerse como una respuesta a las novelas de Puig: no porque impugnan los elementos utilizados por Puig, sino porque los interroga y les modifica su significación representándolos en función de características que Puig no tuvo en cuenta. Ningún escritor produce su obra en el vacío, sino dentro de un sistema cultural, asignándole valores tanto a lo clásico como a lo novedoso. Y Puig era la novedad cuando Soriano escribía su primera novela. “La traición de Rita Hayworth” (1968), “Boquitas pintadas” (1969) y “The Buenos Aires affair” (1973), ¿qué novedades marca la crítica en ellas? Uso de subgéneros marginales con una perspectiva fílmica, lo que tiende a anular el narrador tradicional de la novela; diálogos insignificantes entre los personajes; conversión del título en una cita.
En 1973 se publica la primera novela de Soriano, “Triste, solitario y final”, comenzando esta serie de interrogaciones: el título también cita pero no remite a lo que Hollywood consagra sino a lo que margina: de la superestrella (Hayworth) a una frase de una novela de Raymond Chandler, escritor maltratado por la industria del cine (es famosa la pelea de Chandler con Hitchcock por la adaptación de la novela de Patricia Highsmith “Extraños en un tren”; ganó Hitchcock).
El subgénero marginal a rescatar no es uno, sino dos: en lugar del melodrama romántico, la novela negra y el gag de los grandes cómicos; de la Hayworth, entonces, a la dupla Laurel y Hardy más el detective Marlowe. La mezcla, inaudita desde todo punto de vista, da lugar a un realismo absurdo cuya función es reflotar la tradición de la picaresca.
El pícaro es un antihéroe, un marginal que representa a una “clase” que, solidaridad mediante, busca formular su propia alternativa; no es un delincuente, pero en sus aventuras intenta el ascenso social por medios algo fraudulentos. En la construcción del relato picaresco, se utiliza la caricatura como elemento satírico y/o la hipérbole característica del grotesco. Así, la narración es una crítica a la sociedad. Ese es el horizonte de Soriano, aun cuando parta de subgéneros totalmente alejados de la picaresca, como el policial, la novela de espías o el relato de aventuras. Soriano mezcla para inventar un híbrido con el que reactualiza la tradición picaresca.
Además, el pícaro que inventa no está intelectual ni psicológicamente capacitado para entender los conflictos que, en un momento determinado, lo envuelven y lo arrastran como una “bola de nieve” cuesta abajo; es una especie de David que no tiene ni piedra ni honda ni Dios para enfrentar a ese Goliat que lo apremia... Entonces la narración desacelera para contarnos cómo ese pícaro David, de todos modos, para defenderse inventa un arma con los materiales -siempre desatinados- que tiene a su alcance.
En “La traición de Rita Hayworth”, Toto, el alter ego de Puig, se relaciona afectivamente con los melodramas del cine. En “Triste, solitario y final”, el alter ego de Soriano se llama Soriano y prefiere los tortazos de crema del Gordo y el Flaco a los sufrimientos de las grandes divas. La diferencia va de lo psicológico a lo político: no es lo mismo que el niño idealice a una “femme fatale” que a un par de cómicos, y Laurel y Hardy -según las crónicas del periodista Soriano- hacían reír destruyendo la propiedad y burlando a la autoridad, dos valores fundamentales para el capitalismo.
Para el Toto de “La traición...” no hay nada más importante que la butaca del cine, los cartones en los que pinta sus películas preferidas y su colección de avisos de estrenos. Para el Soriano de “Triste...” querer escribir un libro sobre el Gordo y el Flaco, viajar para visitar la tumba del Flaco (como si se tratara de un familiar) y, ya que estamos, pasear por Sunset Boulevard, entrar a los estudios de la Fox, robarle la billetera a Dick Van Dyke, pelear con John Wayne, ser besado por Jane Fonda, convertir en un pandemonio la entrega de los Oscar y secuestrar a Charles Chaplin. Por eso, si Toto elige como grandes películas a “El gran Ziegfeld”, “Sangre y arena” o “Cuéntame tu vida”, Soriano prefiere “Los bandoleros”.
Contra la constante deriva de la realidad cotidiana en fantasía regulada por un imaginario colonizado por el cine que se deja leer en las novelas de Puig,
“Triste...” resulta el camino contrario: el ingreso en la realidad cotidiana de la poderosa industria del máximo prototipo de la novela negra -Philip Marlowe, creación de Chandler-, por obra y gracia de un cómico primero y un argentino después (Laurel y “Soriano”). “No habrá más penas ni olvido” (1978) y “Cuarteles de invierno” (1980) permiten ampliar el inventario.
Las dos primeras novelas de Puig transcurren en Coronel Vallejos durante el primer peronismo; el díptico de Soriano, en Colonia Vela, pero se trata del peronismo y la dictadura militar de los ‘70. Si el imaginario social de Coronel Vallejos remite a la clase alta a través de las revistas “de sociedad” y a Hollywood por las películas y las revistas “del corazón”, en Colonia Vela señala hacia lo político y lo popular (del peronismo histórico a los conservadores aliados a la dictadura militar, del lenguaje del tango y los refranes populares al heroísmo del boxeo y la resistencia política).
En los títulos, las segundas novelas de ambos disputan la figura de Gardel: Puig recorta un verso de “Rubias de New York”, un fox-trot que lo presenta como
“cantante internacional” (“Boquitas pintadas”); Soriano toma “Mi Buenos Aires querido”, en serie con el Gardel canonizado, tanguero, sentimentaloide y barrial a lo Carriego (“No habrá más penas ni olvido”). En las terceras, mientras Puig titula con un inglés entendible para darle un aire de misterioso glamour, Soriano opta por el refranero popular.
Tercera y última etapa del inventario:
“El beso de la mujer araña” (1976) de Puig y “A sus plantas rendido un león” (1986) de Soriano. En “El beso...”, para evadir la realidad carcelaria, Molina le cuenta películas a Valentín. En “A sus plantas...”, en los bellos jardines de Luxemburgo, una ugandesa le cuenta a Quomo, Marx completo, libro por libro, y lo convierte en el comandante de la primera revolución africana triunfante.
“Pubis angelical” (1979) de Puig y “El ojo de la patria” (1992) de Soriano. En
“Pubis...” Ana tiene delirios onírico-cinematográficos; en uno de ellos, una joven, gracias al implante de un dispositivo electrónico, supera la era atómica y vive la era polar. En “El ojo...”, el dispositivo electrónico se llama chip y es implantado en el cadáver de un prócer de la Patria para que nos explique en qué punto de la Historia se torció nuestro rumbo.
En “La hora sin sombra” (1995), Soriano vuelve sobre “La traición...”, donde el padre de Toto se parecía a un galán de la época y el niño con su madre -en plenos años ’40- iban todas las semanas al cine a ver los estrenos. En “La hora...”, en la época del General Ramírez (año 1943), el padre del protagonista es el encargado de supervisar que las estrellas de la Paramount se vean en los cines de la provincia “como Dios manda”.
El inventario -creo- no deja lugar a dudas.