16 de enero de 2022

Michael Löwy: “El pesimismo de la razón nos advierte sobre la gravedad de la situación, el peligro creciente de la catástrofe ecológica y el gran poder de nuestros adversarios, los neofascistas y los neoliberales” (2)

En el “Manifiesto Ecosocialista Internacional”, publicado en septiembre de 2001, puede leerse: “La humanidad se enfrenta hoy a una elección crucial: ecosocialismo o barbarie. No tenemos necesidad de más pruebas de la barbarie del capitalismo, sistema parasitario que explota a la humanidad y a la naturaleza por igual. Su único motor es el imperativo de la ganancia y, por tanto, la necesidad de crecimiento infinito. Crea productos inútilmente, despilfarrando los recursos limitados del medio ambiente y devolviéndole tan sólo toxinas y contaminantes. Bajo el capitalismo, la única medida de éxito es el aumento de las ventas cada día, cada semana, cada año, implicando la creación de enormes cantidades de productos que son directamente nocivos para los humanos y para la naturaleza, mercancías que sólo pueden ser producidas propagando las enfermedades, destruyendo los bosques que producen el oxígeno que respiramos, demoliendo ecosistemas y empleando nuestra agua, nuestro aire y nuestra tierra como cloacas para deshacerse de los desechos industriales”. El filósofo y sociólogo franco-brasileño Michael Löwy, uno de sus autores, es una de las grandes figuras del pensamiento
ecosocialista y participa desde hace varias décadas en los debates sobre el tema tanto en Europa como en América Latina. En un artículo publicado en numerosos medios de prensa en septiembre de 2013 bajo el título “¿Qué es el ecosocialismo?”, afirma que la “el crecimiento exponencial de agresiones contra el medioambiente y la amenaza creciente de una ruptura del equilibrio ecológico configura un escenario catastrófico que pone en cuestión la supervivencia misma de la vida humana. Estamos confrontados con una crisis de civilización que exige algunos cambios radicales”. Por esta razón propone una reorganización del conjunto de modos de producción basada en criterios exteriores al mercado capitalista que contemple las necesidades reales de la población y la defensa del equilibrio ecológico. Para ello es necesario encarar una economía de transición al socialismo ecológico, en la cual la propia población -y no las “leyes de mercado” o un buró político autoritario- decida, en un proceso de planificación democrática, las prioridades y las inversiones. Esta transición conduciría no sólo a un nuevo modo de producción y a una sociedad más igualitaria, más solidaria y más democrática, sino también a un modo de vida alternativo, una nueva civilización ecosocialista más allá del reino del dinero y de la producción al infinito de mercancías inútiles. A continuación la segunda parte de un resumen editado de las entrevistas que concediera a José Miguel Ahumada (“Heterodoxia” nº 5 - septiembre/2020), a Sabrina Fernandes (“Jacobin Brasil” nº 2 - abril/2021) y a Marc Berdet (“Acta Poética” vol. 42 nº 2 - julio-diciembre/2021).
 

Después de su tesis de doctorado sobre la formación intelectual de Karl Marx, hizo una tesis de habilitación sobre el desarrollo intelectual de Gyorgy Lúkacs del romanticismo al bolchevismo. Esta suerte de sociología de los intelectuales lo llevó al Centro Nacional para la Investigación Científica (CNRS) y, finalmente, a un laboratorio de sociología de las religiones. Esto puede parecer curioso, pero esto que usted considera, en efecto, cada vez más -apoyado por su encuentro en 1979 con la obra de Walter Benjamin- que el romanticismo y la religión, lejos de ser ideologías de evasión fuera de la realidad, pueden también ser portadores de una crítica fecunda del capitalismo. ¿Podríamos considerar el descubrimiento del romanticismo como un giro en su pensamiento?
 
Entré al CNRS con un proyecto sobre Karl Mannheim y la sociología del conocimiento. Esto dio lugar en 1980 a una publicación, también de inspiración goldmanniana: “Paisajes del laberinto. Por una sociología crítica del conocimiento” que tuvo poco eco en Francia -con excepción de las feministas como Christine Delphi, la fundadora del Movimiento de Liberación de las Mujeres interesadas por la idea del pensamiento socialmente “situado”-, pero que tuvo, por el contrario, algunos años más tarde, un gran éxito en Brasil con el título “Las aventuras de Karl Marx contra el Barón Münchhausen”. Este título simpático es una polémica contra el positivismo de Durkheim según la cual el científico social puede abstraerse de sus propios prejuicios. Comparé esto con una aventura célebre de Münchhausen quien, caído con su caballo en una ciénaga peligrosa, ya hundido a la mitad, cuando tiene la idea genial de zafarse del lodo tirándose de los cabellos. Mi interés por el romanticismo anticapitalista data de mi tesis de doctorado sobre Lukács. Traté de utilizar este concepto para comprender sus escritos de juventud y su evolución hacia el marxismo. Efectivamente, fue un giro en mi pensamiento.
 
Después de eso, todo se acelera: publica, siempre en la tradición de Lucien Goldmann y de Max Weber, sobre Walter Benjamin, el Che Guevara, Rosa Luxemburgo, Franz Kafka, sobre el marxismo en sus relaciones con el surrealismo y el anarquismo, y aún más, para la edición de una colección de textos sobre la sociología en sus relaciones con la religión, ya sea desde un punto de vista disidente, insólito o literario. ¿Cuál es el hilo conductor de todo esto? ¿Cuáles son, todavía, las obras por venir o aquello que le hubiera gustado realizar?
 
Mi problema es haber tratado demasiados autores, en lugar de especializarme sobre uno solo, como lo quiere la venerable tradición universitaria. Uno de mis amigos, el lamentablemente fallecido Carlos Nelson Coutinho, politólogo brasileño eminente, marxista gramsciano, decía con una ironía amigable que en mi panteón privado llegan constantemente nuevas divinidades: Benjamin, Kafka, José Carlos Mariátegui, E. P. Thompson, etc., sin que los antiguos Marx, Goldmann, Lukács, Rosa Luxemburgo, Trotsky, Breton sean destronados. Resultado: el templo está bastante saturado. También he tratado demasiados temas diferentes y disonantes. Podríamos, quizás, encontrar un hilo conductor, con un poco de buena voluntad: el marxismo humanista como método, y la revolución como telón de fondo musical del conjunto.
 
Más recientemente, se ha interesado en un pensamiento ecologista capaz de “jalar el freno de emergencia” y detener la locomotora infernal del capitalismo industrial. Encuentra en Benjamin, quien utiliza esta imagen contra Marx, una inspiración para pensar una alternativa al “progresismo” compartido tanto por la derecha como por la izquierda, y lo compara con Mariátegui por su “comunismo inca”, que se inspira en las comunidades tradicionales. ¿Mete a Benjamin en el mismo barco (o tren) que Kafka y Welles? ¿Por qué? ¿Con quién es necesario todavía “organizar el pesimismo” frente a la catástrofe que nos amenaza?
 
En un pequeño libro reciente, “Kafka, Welles, Benjamin. Elogio del pesimismo cultural”, comparo “El proceso” de Kafka, la adaptación de Orson Welles y los escritos de Benjamin bajo un ángulo que yo llamo “el pesimismo revolucionario”. Eso no significa una resignación pasiva sino, de acuerdo con Benjamin, tratar de “organizar el pesimismo” para luchar contra la amenaza del “pessimum”, esto es, las pésimas condiciones para la supervivencia. Actualmente, esta amenaza toma dos formas principales: el neofascismo y la catástrofe ecológica. Una de las razones de la impresionante actualidad de Walter Benjamin en 2021, es el hecho que él ha sido uno de los tres raros marxistas de su época que han desarrollado estas intuiciones anticipándose a la ecología. Desde 1928, en su libro “Calle de sentido único”, Benjamin denuncia la idea de la dominación de la naturaleza como un discurso “imperialista”. Se refiere a las prácticas de las culturas pre-modernas para criticar la avaricia destructora de la sociedad burguesa en su relación con la naturaleza: “Desde los más antiguos usos de los pueblos parece alcanzarnos como una amonestación a evitar el gesto de codicia al aceptar lo que tan abundantemente recibimos de la naturaleza”. Se debería “mostrar un profundo respeto” por la “tierra que nos nutre”. Si un día “la sociedad, como consecuencia de la necesidad y la avidez, se degenera hasta el punto de que los frutos, a fin de ponerlos en el mercado ventajosamente, los arranque inmaduros, y cada plato, sólo para hartarse, deba vaciarlo, su tierra se empobrecerá y el campo dará malas cosechas”. Parecería que ese día ya llegó. Como vemos en esta cita, Benjamin consideraba a las sociedades arcaicas como aquellas con una mayor armonía entre los seres humanos y la naturaleza. En el “Libro de los pasajes” se opone, de nuevo, bajo la forma más enérgica a las prácticas de “dominación” o “explotación” de la naturaleza causada por la sociedad moderna. Hace un homenaje a Bachoffen, por haber mostrado que la “concepción asesina” de la explotación de la naturaleza -concepción capitalista-moderna, predominante a partir del siglo XIX- no existía en las sociedades matriarcales del pasado, donde la naturaleza era percibida como una madre generosa. No se trata, para Benjamin -ni por cierto para Engels o Élisée Reclus, quienes también se interesan en el comunismo primitivo- de regresar a un pasado prehistórico, sino de proponer la perspectiva de una nueva armonía entre la sociedad y el ambiente natural. Ciertamente, la alegoría de la revolución como freno de emergencia del tren de la historia, no fue pensada por Benjamin en relación con la ecología, pero ésta adquiere, actualmente, una nueva significación: todos nosotros somos pasajeros del tren suicida de la civilización capitalista-industrial moderna, que corre a una velocidad creciente hacia el abismo: el cambio climático, la catástrofe ecológica. La revolución socioecológica es el único freno capaz de detener esta carrera ecocida y necropolítica.
 
Walter Benjamin también escribió que “tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo si éste vence”. Como otros, y en particular Antonio Gramsci, él es, en la actualidad, objeto de tentativas de apropiación de lo más inquietantes -e imaginamos ya una ecología reaccionaria que reclama el texto que acaba de citar-. Una publicación como el “Frankfurter Allgemeine Zeitung” legitima, en la actualidad, una lectura conservadora de algunos de sus textos y no se ofusca porque la extrema derecha pueda apropiárselos. Pero Benjamin ha luchado siempre contra el pensamiento burgués y el fascismo, y se suicidó tratando de huir de este último. ¿Qué responder a tales apropiaciones?
 
Asistimos ahora a un alza espectacular de gobiernos de tipo neoliberal-fascista. Este neofascismo es diferente al fascismo clásico entre otras cosas por su adhesión al neoliberalismo, pero comparte, y no en menor medida, su racismo, su nacionalismo reaccionario, su autoritarismo, su odio por el extranjero. Ahora bien, Walter Benjamin es uno de los pensadores marxistas que mejor puede ayudarnos a comprender este fenómeno. Es aún más una razón de su actualidad en el siglo XXI. Antifascista coherente, fue de los primeros, desde 1930, en denunciar las ideologías fascistas en Alemania. En su “Tesis sobre filosofía de la historia” encontramos una crítica acérrima de las ilusiones de la izquierda -prisionera de la ideología del progreso lineal- que conciernen al fascismo, el cual parece considerar como una excepción a la norma del progreso, una regresión inexplicable, un paréntesis en el camino hacia adelante de la humanidad. Dos ejemplos permiten ilustrar lo que Benjamin quiere decir. Para la socialdemocracia, el fascismo era “un vestigio del pasado, anacrónico y premoderno”. Karl Kautsky, en sus escritos de los años ‘20, explicaba que el fascismo es posible en un país semiagrario como Italia, pero que no podría jamás instalarse en una nación moderna e industrializada como Alemania. En cuanto al movimiento comunista oficial, estaliniano, estaba convencido de que la victoria de Hitler en 1933 era efímera: una cuestión de algunas semanas o algunos meses, antes de que el régimen nazi fuera borrado por las fuerzas obreras y progresistas bajo la dirección ilustrada del Partido Comunista de Alemania. Benjamin había captado perfectamente la modernidad del fascismo, su relación íntima con la sociedad industrial-capitalista contemporánea. De ahí su crítica, en la “Tesis VIII”, contra ellos, los mismos que se sorprenden de que el fascismo sea, aún, posible en el siglo XX, ciegos por la ilusión de que el progreso científico, industrial y técnico sea incompatible con la barbarie social y política. Es necesaria, observa Benjamin, en una de sus notas preparatorias a las “Tesis”, una teoría de la historia a partir de la cual el fascismo pueda ser descubierto. Sólo una concepción sin ilusiones progresistas puede dar cuenta de un fenómeno como el fascismo, profundamente enraizado en el “progreso” industrial y técnico moderno, que no era posible en últimos términos más que en el siglo XX, así como, agregaremos nosotros, en el siglo XXI. La comprensión de que el fascismo puede triunfar en los países más “civilizados” y que “el progreso” no hará que desaparezca automáticamente, permitirá, piensa Benjamin, mejorar nuestra posición en la lucha antifascista. Una lucha en la que el objetivo último es el de producir “el verdadero estado de excepción”, es decir, la abolición de la dominación, la sociedad sin clases.
 
Como sabe, el neoliberalismo no es sólo un régimen de crecimiento, sino también una forma de comprender la realidad social. En lo relacionado a esta forma de comprensión social, el mercado ha sido la matriz más importante a partir de la cual el neoliberalismo ha leído la sociedad y ha intentado moldearla, impregnando las diversas dimensiones políticas, culturales y sociales. Así, comprender el uso de la idea de mercado cobra una importancia clave para la crítica de la hegemonía actual. A partir de su propuesta de un marxismo-weberiano, ¿cómo entiende usted el mercado?
 
En las sociedades capitalistas neoliberales que vivimos, el mercado efectivamente domina la totalidad de la vida económica, social y política, en una especie de totalitarismo del mercado. Incluso más, hay algo que mis amigos de la Teología de la Liberación le llaman una “idolatría del mercado”, es decir, un fenómeno donde mercado se ha transformado en una especie de divinidad todopoderosa, objeto de una religión fanática y una divinidad como aquellas de la antigüedad, que exigen sacrificios humanos. Marx tiene un texto muy interesante de 1847, “Miseria de la filosofía”, que dice que hemos llegado a una época en que todo aquello que se intercambiaba entre los seres humanos o se le entregaba generosamente, como la amistad, el amor, el respeto, la dignidad, todo eso se ha transformado en mercancía. Todo aquello ahora es llevado al mercado, vendido y comprado por su precio. Es el tiempo, como decía Marx, de la “banalidad universal”. Es, así, el tiempo de mercantilización total. De hecho, aquella mercantilización es mucho más intensa hoy que en la época de Marx.
 
Usted analiza el mercado desde una posición muy interesante, que es vincularla a una especie de religión, lo que nos recuerda los análisis de Walter Benjamin sobre el capitalismo como religión y que usted también ha investigado al respecto y profundizado en esa línea. Esto es relevante porque, a primera vista, suena muy extraño vincular un orden económico tan secular y racionalizante como el capitalismo con la idea de la religión. ¿Cómo se vincula algo tan “profano” como la economía con algo tan “sagrado” como la religión? ¿Qué nexos identifica?
 
Hay dos maneras de plantear aquello, que son un poco distintas, pero tienen afinidades. Una es desde la Teología de la Liberación, con la idea de la idolatría del mercado. Allí, en esa tradición, hay un planteamiento que me parece muy sugerente, que incluso se apoya en el análisis de Marx sobre el fetichismo de la mercancía. Porque, ¿qué nos dice Marx? El fetiche es un ídolo, un ídolo fabricado por los seres humanos. Ellos lo fabrican (con piedras, maderas, etc., poco importa) y después lo transforman en una divinidad, se le adora, se le ofrecen sacrificios, etc. En este sentido, el fetichismo es en efecto una religión. Entonces, cuando Marx habla del fetichismo de la mercancía, se refiere a la transformación de la mercancía en un ídolo. De esta forma, los teólogos de la liberación han conectado la crítica de Marx del fetichismo de la mercancía con la crítica de los profetas bíblicos, como Amós o Isaías a la idolatría. Ahora bien, la problemática de Benjamin es un poco distinta. En ese fragmento, que es un texto muy hermético y oscuro -que Benjamin no publicó, sino que escribió para sí mismo- hay ideas interesantes aunque no muy desarrolladas. Él comienza con Weber y su idea, que desarrolla en “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, de que el capitalismo surge a partir de la religión. Toma esa tesis weberiana pero va más lejos y sostiene que el capitalismo no sólo tiene su origen en una religión sino que es él mismo una religión. ¿Quiénes son las divinidades de esa religión? Él no lo dice, pero sugiere al oro y el dinero. Hay que recordar que Benjamin no era marxista en esa época, era más bien anarquista, y realiza una crítica a los billetes de dinero de la banca que los ve como objetos de un culto religioso. Lo anterior es uno de los aspectos de su crítica. La otra enfatiza otro elemento. Benjamin ve la religión capitalista no como poseedora de una teología ni nada de eso, sino sólo como una práctica, como un culto. Y ese culto se traduce en las prácticas habituales de los capitalistas. Por ejemplo, sus prácticas en la bolsa de valores serían una especie de ritual religioso. Pero lo más interesante, dice Benjamin, es que es una religión de la desesperación total, pues no hay salida para los pobres. Si son pobres, es por su propia culpa. Desde el punto de vista de la religión capitalista, son pecadores. Ellos son culpables de su miseria. Es una religión que lleva a la humanidad a la casa de la desesperación, una imagen astrológica. Una religión que cierra todas las salidas y esa es la condición humana en el capitalismo, según Benjamin. Pero lo anterior es sólo sugerido. No está desarrollado. Es un fragmento que escribió para sí mismo. Y la mitad del fragmento es la bibliografía, por lo que hay que leer dichas referencias para intentar reconstruir su crítica.