Rodrigo Fresán
Argentina (1963)
Hace años que el hombre se casó y hace años que el hombre es infeliz en su matrimonio. El hombre vive en Buenos Aires y pasa el tiempo, o intenta que el tiempo pase, pensando en el Imperio Azteca. El hombre está obsesionado por el Imperio Azteca desde que su maestra, hace tanto, tanto tiempo, le explicó todo sobre el tema. El hombre llega a la conclusión de que es más fácil salvar al Imperio Azteca que salvar su matrimonio, y entonces decide salvar al Imperio Azteca. El hombre se sienta en su sillón favorito frente a una ventana desde donde puede ver la jaula de los leones en el zoológico de enfrente, se queda dormido y se despierta en medio de una jungla, en la península de Yucatán. El hombre ha retrocedido en el tiempo y no tarda en encontrarse con un azteca que le señala el camino a Tenochtitlán después de caer de rodillas. El hombre descubre que habla azteca bastante bien y que su barba rubia lo hace parecido a Quetzalcoatl, el dios que los aztecas vienen esperando desde hace siglos. El hombre descubre que ha llegado a México diez años antes que Cortés. Entonces se le ocurre la manera de salvar el Imperio Azteca. El hombre se hace amigo de Moctezuma, le enseña español, le hace memorizar la genealogía real española y le explica que, cuando llegue Cortés, diga que es católico y que se han abolido los sacrificios humanos públicos. Moctezuma se muestra de acuerdo. Cuando Cortés desembarca en las playas de México, el emperador de los aztecas le pregunta en perfecto español cómo anda la Reina y elogia la galanura de los caballos manchegos que el conquistador ha traído del otro lado del océano. Cortés se enfurece, quema sus naves y destruye el Imperio Azteca. El hombre comprende que no se puede cambiar el pasado, vuelve a su época, se divorcia y el resto es historia, historia antigua.
RELACION DE JARED
Blanca Elena Paz
Bolivia (1953)
Debo reconocer que hasta entonces, aquel ser había pasado inadvertido en su devenir. Comencé a prestarle atención después de su primera muerte. En mis ejercicios evocativos, sitúo la conclusión de su vida de inicio, en el instante en que alguien le hundió una moharra en el pecho (apenas vencida la muralla protectora del castillo), haciendo que se desplomara. En apariencia, los que por entonces dirigían el accionar del desconocido, quizá en digno reconocimiento a su final (por sí mismo un espectáculo) decidieron brindarle otra oportunidad de revivir la sensación. La secuencia en los detalles de este segundo recorrido no está nítidamente registrada en mi memoria; sin embargo, recuerdo que no pudo evitar llevarse por delante el barandado interior de la segunda planta de la cantina, en su caída provocada por un proyectil que le dio alcance en el pecho. No es mi intención aventurarme en una especulación cronológica, pero aproximadamente después de veinte decenios comprobé que las cosas no habían concluido allí. En un abierto desafío a la inteligencia, al razonamiento lógico y a su manifiesta experiencia, el hombre se vio obligado a buscar por tercera vez la perfección en la muerte. La alcanzó (ahora comprendo que sólo a mi parecer) mientras salía del blindado; tal vez sin presentir que el rayo láser lograría desintegrar su cuerpo. Desde las primeras diferencias notables han transcurrido algunos siglos. No sé con exactitud durante cuánto tiempo me correspondió ser testigo de la metamorfosis y sucesión de vidas trágicas de aquel humano. No he vuelto a verlo y aún no me han llegado noticias suyas. Continuamente pienso en la juventud de ese hombre y en los destinos que le fueron asignados. Tengo la certeza de que, al sobrarle tenacidad y talento, aguarda en alguna de las coordenadas la ocasión de regresar para morir definitivamente; esta vez de manera natural.
EL GRAFFITI
Mariano Catoni
Argentina (1981)
Un día Felipe leyó el siguiente graffiti pintado en la pared de una casa: "La mujer de Einstein tenía un físico bárbaro"
- Roca, luz y manteca colérica, me llevo dos, busco.
A lo que el comerciante, tomándole el pelo contestó:
- Tigre, bombilla, espada rota, no tengo.
Felipe enojado al no entender, fue hasta la casa en donde estaba la pared con el graffiti y le transmitió su disgusto a la dueña:
- Su pared no enseña, su pared está fuera de época, señora -le dijo y después se fue caminando rápido, con pasitos cortos mientras las luces del alumbrado público se iban encendiendo porque ya se le caía la noche encima.
EL DESEADO
Víctor Carreño
Venezuela (1985)
Había pensado hace muchos años en meterse a sacerdote. Sirvió como monaguillo en la iglesia de su pueblo, y fue su costumbre ver mujeres vírgenes rezando o colgando de la pared, sin contar las pecadoras que solían venir a confesarse y le dirigían miradas inadvertidas. Ellas, cuando salía de la iglesia, buscaban conversación con él, y él les daba sus consejos. Eran puras palabras religiosas, pues no había tenido contacto carnal ni vislumbraba nada de ello. Lo cierto es que se fue acostumbrando a sus paseos con las doncellas. Pero no sabía por qué, después de un tiempo, las mujeres lo abandonaban. Fue por esta época cuando el incienso, la misa y la hostia dejaron de formar parte de su vocación. No es que hubiera dejado de ser religioso, sino que había optado por un misticismo casero. Acostumbrado a soñar con tantas vírgenes suspirantes, se dedicó a comprar regalos para mujeres que aún no conocía y a escribir versos sentimentales que no figuraron ni en las antologías más pobres. Siguió siendo puro, casi concebido sin pecado, aunque la leyenda especuló sobre un trauma sexual o impotencia, porque aparentaba ser muy frágil y nervioso. Estas conjeturas, sin embargo, nunca pudieron comprobarse, porque era hombre de pocas palabras y de su boca nunca salió una queja. Pasaron muchos años y el hombre continuaba en su paseo con las doncellas, ignorante de todo, protegido por su ignorancia. Nada supo de los comentarios violentos que de él hacían las mujeres y el vecindario. Las canas y las arrugas fueron consumiendo su cuerpo, pero el tiempo no pudo borrar su sonrisa que prodigaba a las dulces viejas que volvían a suspirar al verlo. No había hipocresía en él, pero sin duda faltaba algo. La sonrisa continuaba, aunque cada vez se iba quedando más solo, y no se sabe a quien sonreía o si había enloquecido. Tal vez hasta muera sin saber que es el deseado.
LA CHOZA
Gilda Manso
Argentina (1983)
El mito juraba que la casa estaba embrujada. Era una choza de madera podrida, techo destartalado y piso hundido. Su último inquilino había sido un hombre viejo de ceño fruncido y revólver fácil; si bien se estima que el viejo murió durante la peste que acorraló al país hacía ya veinte años, nadie puede asegurarlo: el cuerpo no fue encontrado. Nadie podía decir a ciencia cierta a qué se debían los rumores de embrujo, ni se conocían víctimas de la presunta maldición. Ninguna persona se había animado a entrar en la choza desde que un oficial de policía que buscaba el cuerpo inerte del viejo salió de ella aterrado y mudo para siempre. Una tarde árida de verano, Fátima apostó una muñeca y un oso de peluche a que Lulú no se atrevía a traspasar la puerta de la choza embrujada. Lulú tomó aire y, frente a su boquiabierta amiga, se introdujo en los misterios de la casa. Salió intacta diez minutos después, jurando que lo único que había allí era polvo, arañas y un pobre viejo apestado.
HISTORIETAS
Cástulo Aceves Orozco
México (1980)
Camina por la calle. El chico piensa en todas las cosas que pesan a los dieciséis, es decir, miles de cuestiones y nada al mismo tiempo. Sus pasos son torpes. Va con las manos en los bolsillos, derribando a veces un objeto o chocando con un adulto que en seguida le dice "fíjate", los que menos, "chamaco pendejo" los que más. Hoy amaneció con una sensación de ser distinto. Piensa en decírselo a alguien, pero ya esta cansado de que los adultos hablen del cambio sexual, los pelos que salen y las energías que debe aplacar haciendo mucho deporte. Sumido en sus pensamientos observa de reojo la calle sin autos, cruza sin subir la vista. El conductor del autobús no lo ve hasta que esta frente a su vehiculo. Toca el claxon. El chico voltea. En ese segundo algo como líneas de luz salen de su cuerpo. Como cuando uno mueve una lámpara con la mano y lo que se ve es una estela que se va borrando. La energía pega contra el autobús a menos de dos metros de él. Como si se impactara con un árbol, el frente queda doblado por en medio. Los pasajeros salen arrojados hacia delante. Un par de personas alcanza a atravesar el parabrisas y caen justo al lado del muchacho. Dentro del armatoste hay heridos y muertos. Algunos aplastados por metal retorcido, otros atravesados por tuberías, cristales u objetos que los mismos usuarios traían. El conductor esta atrapado entre el volante y el asiento. Forma una curiosa figura: una pierna en noventa grados con el tronco, los dos brazos del mismo lado, la cara aplastada por el espejo. Los autos empiezan a detenerse, una baya de curiosos se va acercando. A lo lejos de oyen las ambulancias. El chico salta con cuidado uno de los cuerpos que lo flanquean. Pisa un charco de sangre que se ve más púrpura de lo que él supone es normal. Avanza por el resto de la calle. Se limpia las suelas de los zapatos en una jardinera de la banqueta. Sigue su camino, con la cabeza alta, sonriendo. Va pensando en los recién descubiertos poderes, en el traje que usará y, sobre todo, en todo el bien que podrá hacer a la gente.
DEMONIOS VAGOS 2
Diego Muñoz Valenzuela
Chile (1956)
Aseveró que había escapado de una pintura de Hieronymus Bosch. Le creí de inmediato: tenía toda la pinta; era flaco, esperpéntico, cubierto de escamas, verdoso, nariz afilada y ojos saltones, uñas filosas como sables y lengua bífida. Le pregunté por qué había abandonado el inframundo. "Pero si aquí estamos, cabrón", replicó estupefacto. Inquirí por la existencia de otros como él y lo conminé a convocarlos. Así inicié el circo de monstruos. Después han ido llegando solos. Bien dicen: "cría fama y échate a dormir".
EULENSPIEGEL JUEZ
Bertolt Brecht
Alemania (1898-1956)
Eulenspiegel se enteró de que en una aldea debía celebrarse un juicio y de que el magistrado no podría asistir pues había caído enfermo. Decidió, entonces, presentarse en el papel de juez; sobre todo porque había oído que la gente de aquella aldea no quería saber nada de intervenir en la guerra contra los señores. Al iniciarse la sesión condujeron ante él a un aldeano que, en una borrachera, había atacado a una mujer y le había quebrado el espinazo a palos. Cuando se hubo probado el delito, Eulenspiegel hizo un gesto majestuoso para indicar a Steppke, su aprendiz, que se aproximara. Cuando Steppke se aproximó, el supuesto juez le habló al oído y su ayudante partió. Entonces Eulenspiegel se volvió al acusado y le dijo:
- Alegas que, en tu ebriedad, creíste que se trataba de tu propia esposa y te sentiste con derecho a zurrarla a gusto. Tu caso demuestra que es delito grave el beber hasta el punto de no reconocer a la propia esposa. Tendré que aplicarte una multa; la cantidad depende de ciertas circunstancias.
El falso juez dejó de hablar, se puso de pie y miró hacia donde había partido su aprendiz. Justamente en ese momento regresaba Steppke a la carrera. El muchacho se detuvo a unos diez pasos de Eulenspiegel y, pese a los gestos con que su maestro fingía darle a entender que los demás no debían oírlo, le gritó:
- Usía: la señora jueza os manda decir que ha llegado el vinero y que el precio del vino de Falerno es de cinco gulden.
Eulenspiegel carraspeó y pronunció un breve discurso.
- Para determinar el monto de tu multa, desde el punto de vista jurídico -dijo-, debemos demostrar en forma fehaciente si recogiste el palo del suelo o lo fuiste a buscar al cobertizo. En el primer caso tu delito habría sido cometido sin verdadera premeditación y se podría castigar con una multa de tres gulden. Pero si fuiste...
A esta altura del discurso un testigo interrumpió al juez y declaró que el palo estaba en el suelo, cerca del acusado. Eulenspiegel pareció un poco molesto ante aquella declaración, pero se volvió al acusado y le preguntó, con aire severo:
- ¿Era madera de pino o de roble?
- De pino -respondió el acusado.
- Eso es grave -comentó Eulenspiegel-. ¡Siquiera hubiera sido de roble! ¡Con qué brutalidad tienes que haberla golpeado para quebrarle el espinazo con un palo de madera blanda! ¡Cinco gulden!
Cuando Eulenspiegel hubo cobrado los cinco gulden y se hubo marchado, los aldeanos se quedaron comentando el fallo, tal cual lo había esperado Eulenspiegel. Y algunos se mostraron muy desconformes.
ECOS DEL TIEMPO
Amparo Tello
Perú (1956)
La vetusta puerta produjo el clásico sonido sordo. Cerrarla era imperante. Del otro lado, su voz se hacía una con el retumbante murmullo impetuoso que reptaba por el piso y las paredes. Antes de poder cerrarla, sentí estar enfrente de una automática que vomitaba balas. Después, la sensación de tener crucificados los ojos entre el madero de mi frente. Otra vez me confunde el gemir de la puerta vieja. No la abran, no dejen pasar a la pequeña del otro lado. ¡Que se calle! Su grito agudo se filtra a través de la madera. No abras esa puerta, me digo. Me aferro a sus hojas doradas de tiempo. Ya no se le oye. Se ha calmado. El viento la abre. Corro a cerrar la vetusta puerta que produce el clásico sonido sordo.
EL COLONO
Víctor Montoya
Bolivia (1958)
Los cinco oficiales vestidos de civil que me secuestraron al salir de mi casa, me metieron en un jeep de campaña, donde había harto olor a tabaco y cerveza. Me taparon los ojos con mi chompa y me llevaron monte adentro. Por el traqueteo de la movilidad me daba cuenta de que avanzábamos por un camino accidentado, hasta que alguien dijo:
- ¡Amárrenle las manos a este carajo!
Estando lejos, no sé dónde, me sacaron del jeep a empujones y, destapándome los ojos, me llevaron cerca de un río. Allí cavaron un pozo con la intención de enterrarme vivo.
- Este indio sabe quiénes son los narcos -dijo uno, que tenía los bigotes gruesos y el pelo rapado.
- Tienes que hablar nomás, carajo -dijo otro, pateándome en las piernas y golpeándome en la cabeza.
Cuando terminaron de cavar el pozo, lo llenaron con agua y orín. Allí me metieron hasta la cintura y me dejaron toda la noche, mientras dos de ellos, que se quedaron a vigilar, me arrojaban con piedras y decían:
- Si no hablas quiénes son los narcos en el Chapare, te vamos a matar como a perro...
Yo les explicaba llorando que no sabía nada, que sólo era un colono y lo único que tenía eran mis hijitos y mi señora. Pero los dos hombres, sentados delante de mí, se burlaban y reían. Así estuve toda la noche, hasta que al amanecer llegaron los otros.
- ¿Así que no ha dicho nada este indio? -preguntó uno, apuntándome con su pistola.
- No, mi teniente -contestó el que estaba más cerca del pozo.
- Está bien. Si no quiere hablar por las buenas, hablará por las malas...
Me agarraron de los brazos y me sacaron del pozo, mientras les decía que no conocía a ningún narco, sino sólo a los colonos del pueblo. Ellos parecían no escuchar mis palabras. Me bajaron los pantalones, me pusieron en la posición del chancho y me metieron un palo en el ano. El dolor fue tan grande que me quedé mudo. Las lágrimas mojaron mi cara y algo caliente chorreó por mis piernas. La verdad es que no sabía qué andaban buscando ni por qué me detuvieron al salir de mi casa. Así me dejaron, inconsciente y con las manos amarradas con pita. Lo último que escuché, como en sueños, fue el rum-rum del jeep alejándose del lugar. No sé cuánto tiempo estuve allí, pero rogué a Dios que me diera fuerzas. Todo el tiempo pensé en mis hijitos y mi señora. Al clarear el día, me arrastré hasta donde había ruidos y ahí me encontró un colono. "Ten cuidado, hermanito", me dijo, ayudando a ponerme de pie. "Dicen que los van a matar a todos los que tengan vínculos con los narcos", me dijo. Pero les juro que no conozco a ningún narco. No sé ni cómo son. Yo sólo me dedico a mi familia y a cultivar la coca. Me llamó Marcelino Lima y soy ex minero de Colquechaca.