LA CONCIENCIA
João Ventura
Portugal (1960)
Fue durante el momento previo al orden del día que el diputado se dio cuenta de que le faltaba su conciencia. Buscó en los bolsillos, en el portafolio, pero no la encontró. Quedó preocupado. A la primera oportunidad salió del hemiciclo y fue a la sección de perdidos y encontrados. Le preguntó al funcionario si alguien había encontrado una conciencia. Lo hicieron entrar por la puerta, al lado de la ventanilla, y lo llevaron a un cuarto donde había sombrillas, celulares, muchos expedientes, muchos sobres tamaño oficio de papel marrón y, en un estante al fondo, algunas conciencias.
- Esas están ahí porque los dueños nunca vinieron a reclamarlas.
El diputado observó, pero ninguna era la suya. Vio en el suelo una caja cerrada. Ante su mirada interrogativa, el funcionario le dijo:
- Ahí adentro están las vergüenzas. Hay personas que pierden la vergüenza. Y nunca vienen por acá a buscarla. Vergüenzas y conciencias que no se reclaman se incineran a fin de año.
El diputado se tocó los bolsillos y suspiró aliviado. Aún tenía su vergüenza. El problema era la conciencia. Agradeció al funcionario y salió a buscar, pensando en dónde diablos podría haber dejado la conciencia.
EL QUE GUARDA TIENE
Ana María Shua
Argentina (1951)
Necesito que me ayuden a buscarlo. En mi habitación, entrando a la izquierda, hay un mueble pesado con varias puertas. Al abrir la de abajo, la que está cerca de la ventana, se descubre una serie de cajones con manijas y cerraduras de metal. Uno de ellos está abierto, aunque no me acuerdo cuál. En el fondo, envuelta en pañolenci, detrás de una confusión de fichas de poker, está la llave del primero. En ese primer cajón, forrado en hule verde, hay una caramelera y una caja de naipes de plástico marca Kem. Si al abrir la caramelera se detiene por completo el movimiento del universo, entonces es que estaba en la caja de naipes.
DESENLACE
Esteban Dublín
Colombia (1983)
El autor escribía con tal pasión su novela que, sin notarlo, se había sumergido en ella. Miró a su alrededor y se percató de que caminaba por entre sus capítulos. Escarbaba entre sus letras tratando de hallar una salida. Años después, todavía se abre paso en medio de las frases, buscando -sin éxito- un final para esa historia.
DURMIENDO EN LLUVIA
Gordon Henry
Estados Unidos (1955)
La anciana sueña que está arriba, en el norte, en la reservación. Es otoño. El humo de pinos que cuelga sobre los techos de las casas, hojas que caminan dormidas en el viento gris, árboles esqueléticos que arañan el cielo plomizo y fantasmal. Está en la vieja choza negra. En casa. Revuelve el guiso en la cocina. El hogar cruje en la otra habitación. Del otro lado de la ventana, él levanta el hacha. Es joven. Ella mira cómo el hacha parte un leño sobre el tocón de un árbol. El se da vuelta y camina hacia la casa. Es viejo. Toma su pipa y aprieta el tabaco. Ella sale a la puerta a encontrarlo. Abre la puerta. Trata de tocarlo. El pasa a través de ella como un escalofrío y entra en una fotografía en la pared.
LOS DELICADOS PIES DE LEONOR
Paz Monserrat Revillo
España (1962)
Las versiones que había oído de mis parientes sobre las botas que siempre llevó mi bisabuela Leonor nunca me dejaron del todo satisfecha. Mi tío Joaquín decía que las llevaba porque tenía una deformación -con un curioso nombre en latín que no consigo recordar- que producía el crecimiento curvado de sus uñas. Estas acababan clavándose sobre su propia piel, impidiéndole caminar bien. Requería, pues, la sujeción de una bota especial. Mi padre, en cambio, siempre defendió como verdadera la explicación de que -debido a la vida regalada que había llevado en su infancia cubana rodeada de criadas y de caprichos- apenas había tenido necesidad de caminar y por esa razón se le habían atrofiado los músculos de los pies. Necesitaba botas y casi siempre estaba sentada. Lo cierto es que esas botas me tuvieron fascinada en la época en la que me dediqué a la arqueología familiar. En las fotos que se conservan de Leonor se la ve coqueta y con un gesto de dignidad en el rostro. Siempre sentada en su mecedora, luciendo esas botas tan especiales, que de lejos parecen zapatos con calcetines pues tienen la caña de color blanco y el pie de color negro simulando el contorno de un zapato. Otra de las mitologías familiares sostiene que ninguno de sus hijos vio jamás sus pies, y que había dado órdenes estrictas de que la enterrasen con las botas. En esto había una cosa extraña: el tono en el que se supone que había exigido que no le quitaran las botas al morir, pues se supone -¿otro mito familiar?- que era extremadamente dulce y discreta. ¿Tan coqueta era, pues, como para desobedecer a su plácido carácter cubano en este tema? Aparte de las botas, se llevó el secreto de sus pies a la tumba. No me atrevo a hacer ninguna conjetura que pueda desacreditar a los ancianos de mi familia que aún viven, pero el otro día me enteré de que varios de mis primos segundos -descendientes de la rama de mi bisabuela Leonor- han tenido un dedo supernumerario en los pies. Pedro Cavaller, algo más joven que yo, me lo confirma. A él le operaron de pequeño y nunca ha tenido que llevar botas ortopédicas. Se ha ahorrado tener una anomalía que ocultar, pero por otro lado se ha perdido el poder que otorga tener un secreto. La versión de la atrofia por languidez luce mucho más romántica que la de un dedo de más, pero -por si acaso- cuando me nazca el primer nieto lo primero que pienso hacer es tratar de contar hasta cinco.
SOBRE LAS ESQUINAS PELIGROSAS
Marco Denevi
Argentina (1922-1998)
Tú caminas confiadamente por la calle. Pero aun la calle que más conoces, esa que recorres todos los días y que crees que no guarda secretos para ti, tiene una esquina peligrosa. La doblas, y de pronto te encuentras en otra ciudad. Gente extranjera, que viste de un modo estrafalario, te mira con recelo. Allí se habla un idioma enrevesado que no sabrás descifrar, que no aprenderás nunca. Hay extrañas costumbres, secretas prohibiciones que infringirás con candida torpeza y atraerás sobre ti la cólera y la reprobación. Y será inútil que quieras volver sobre tus pasos: cuando se dobla una esquina peligrosa ya no se vuelve. Bruscos policías se apoderarán de ti y te conducirán a la cárcel. Dirás tu nombre, quién eres, proclamarás tu inocencia, pero no te entenderán. Morirás de nostalgia, de mudez, de abandono.
SACO DE BULAS
Carlos Iturra
Chile (1956)
El Sumo Pontífice condenó hoy tajantemente el uso de cinturones de castidad en niños para protegerlos de curas pedófilos, por las mismas razones por las que condena el uso del condón: no son cien por ciento seguros.
LOS ULTIMOS FIBARITAS
Iván Salinas
México (1977)
El tiempo no apremiaba, pero se daban prisa. Pala en mano, carretillas en ringlera, el hombro firmemente apoyado contra el muro, los fibaritas sobrevivientes demolían a consciencia el planeta tierra. Agotadas sus reservas no renovables de combustible por el desmedido viaje que les imponía la distancia, los fibaritas habían tenido que vender sus armas y rentar sus trajes en plasma de lisilio. Pero lo peor llegó cuanto tuvieron que disfrazarse de humanos, confesaría uno torturado por las Fuerzas Solas contra lo Sorprendente. La causa no era otra, añadió con cierto embarazo, que padecer un cuerpo demasiado propenso a la vagancia y al reposo en las playas de Cipolite (después rectificarían al darse cuenta que era un puro delirio surrealista de un extranjero avecindado en el lugar y no había arena en la región). Para continuar con su propósito de derruir el Mundo tuvieron que amoldarse a la ergonomía de la clase obrera y adoptar cada uno de sus gestos. A pesar de grandes esfuerzos, no lograron conseguirlo. Agotados, fueron también perseguidos y confundidos muchas veces con personas extraviadas. No fueron pocos los encuentros en que los tomaron por gente muerta o un familiar recién dejado en el extranjero (que es otra forma de muerte, no dejaban de decirlo). Con gran vergüenza, sudor y trabajo (que para ellos eran sinónimos), se humillaron. Sirvieron durante largas y agotadoras jornadas a la raza entrañable de los hombres, y el esfuerzo fue inmisericorde con ellos, diezmándolos (al respecto oyeron una historia antigua que recordaba su mala suerte, pero la desecharon pues no creían en coincidencias: su pueblo siempre fue único). Aún así, férreos en su determinación, los tres últimos fibaritas hicieron lo impensable. Con el dinero ahorrado pudieron comprar un cuarto cerca de la última pasarela hacia el espacio exterior. Ahí dibujaron los mapas de las capas geológicas, la conjunción de los demás astros, el viento solar que alejaría el cascajo terrestre como si se tratara de los residuos de cualquier explosión estelar. Con el plan afinado, sólo quedaba comenzar la última obra. Sabían que esta les llevaría años, y para combatir el único enemigo que podía vencerlos, el aburrimiento, habían decidido convertir su deber en una competencia. Jugarían a vaciar el mar en un agujero profundo. Qué más daba creer en eso, o en algo más. Lo esencial era excavar la Tierra desde adentro, vaciarla hasta el infinito, construir con lentitud el dominio del universo.
ACCIDENTE
Carlo Macchiavello
Italia (1973)
De regreso a casa un hombre vio un accidente. "Qué suerte, si hubiera vuelto antes estaría entre los escombros…". Mientras intentaba abrir se dio cuenta de que la llave no entraba, su mano atravesaba la…
LOS BUENOS DESEOS
Juan Armando Epple
Chile (1946)
Al terminar la cena, la familia y los invitados se reunieron en el salón para esperar el año nuevo. Apúrate mamá, le gritaron. Ella se unió al grupo secándose el delantal. Comprobó que en una mesita de centro había un plato de lentejas y una fuente de uvas. Y cerca de la puerta, una maleta. Cuando el ídolo televisivo empezó a contar hasta doce, algunos eligieron el ritual de las doce uvas y otros una cucharada de lentejas. Ella se acercó a la puerta y cogió la maleta. ¡La mamá desea un viaje -exclamó el hijo mayor-; va a dar una vuelta por la manzana! Con la algazara de los abrazos no se dieron cuenta que ella se alejaba por la calle, con pasos decididos, sin mirar hacia atrás. De esto hace ya varios años.