Corre la
década de los '40. Un joven nacido en Waukegan, Illinois, que había terminado
la escuela secundaria en 1938 y se había ganado la vida hasta entonces como vendedor
de periódicos, pasaba todo el tiempo posible en las bibliotecas públicas de Los
Angeles leyendo a Poe, a Verne, a Rice Burroughs, a Wells, a Steinbeck. Escribía
desde niño, incluso publicó su primera historia en una revista de aficionados
siendo un adolescente hasta que, en 1941, consiguió que la revista "Super
Science Stories" le pagara por el cuento "Pendulum" (Péndulo) que
había escrito con un amigo. Su primer éxito literario se lo brindaría Truman
Capote (1924-1984) cuando eligió la historia "Homecoming" (Reunión de
familia) para publicarla en "Mademoiselle", una prestigiosa revista que se
editaba en Nueva York. Entonces se dedicó a escribir a tiempo completo,
publicando en diversos medios numerosos relatos breves que, en 1950, serían
recopilados en un volumen titulado "The martian chronicles" (Crónicas
marcianas) y, al año siguiente, en otro llamado "The illustrated man" (El
hombre ilustrado).
Los libros obtuvieron una buena acogida tanto
por parte del público como por la crítica, lo que no implicó el desahogo
económico para su autor. Un día un editor le espetó con laconismo: "No queremos
historias cortas porque nadie las lee, queremos una novela". Ray Douglas Bradbury (1920-2012),
de él se trata, no se amedrentó. "Tenía poco dinero -recordaría mucho después-,
estaba recién casado y quería escribir, así que iba a un sótano de la
Universidad de California en donde había unas máquinas de escribir a las que
tenía que ponerle 10 centavos de dólar cada media hora. En nueve días gasté
nueve dólares y con eso hice la primera versión de 'Fahrenheit 451'". La novela,
cuyo título alude a la temperatura en que el papel empieza a arder, narra la
historia de una ciudad del futuro dominada por los medios audiovisuales y en la
que están prohibidos los libros, por lo que los bomberos, brazos ejecutores de
un Estado totalitario, se encargan de quemarlos.
"Con la
punta de bronce del soplete en sus puños, con aquella gigantesca serpiente
escupiendo su petróleo venenoso sobre el mundo, la sangre latía en su cabeza y
sus manos eran las de un fantástico director tocando todas las sinfonías del
fuego y de las llamas para destruir los guiñapos y ruinas de la Historia. Con
su casco simbólico en que aparecía grabado el número 451 bien plantado sobre su
impasible cabeza y sus ojos convertidos en una llama anaranjada ante el
pensamiento de lo que iba a ocurrir, encendió el deflagrador y la casa quedo
rodeada por un fuego devorador que inflamó el cielo del atardecer con colores
rojos, amarillos y negros. Quería, por encima de todo, como en el antiguo
juego, empujar a un malvavisco hacia la hoguera, en tanto que los libros se
elevaban convertidos en torbellinos incandescentes y eran aventados por un aire
que el incendio ennegrecía". Ante semejante emergencia, un grupo de hombres
recluidos en los bosques decide memorizar textos enteros de filosofía y
literatura para preservar la cultura.
Mientras
tanto las "Crónicas marcianas" llegaban a Argentina en 1955 de la mano de
Francisco Porrúa (1922), un visionario editor y traductor
literario español que años más tarde editaría obras inmortales como "Rayuela"
de Julio Cortázar (1914-1984) y "Cien años de soledad" de Gabriel García
Márquez (1927-2014). Él tradujo el libro bajo el seudónimo de Francisco
Abelenda y contrató como prologuista nada menos que a Jorge Luis Borges
(1899-1986). "¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto -es Borges
quien lo hace-, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la
conquista de otro planeta me llenen de terror y de soledad? ¿Cómo pueden
tocarme estas fantasías, y de una manera tan íntima? Toda literatura (me atrevo
a contestar) es simbólica; hay unas pocas experiencias fundamentales y es
indiferente que un escritor, para transmitirlas, recurra a lo fantástico o a lo
real".
Luego, con
el correr de los años, llegarían entre muchas otras obras las colecciones de
cuentos "The golden apples of the sun" (Las doradas manzanas del sol), "The
october country" (El país de octubre), "A Medicine for melancholy" (Remedio para melancólicos), "The machyneries
of joy" (Las maquinarias de la alegría) y "A memory of murder" (Memoria de
crímenes); las novelas "Dandelion wine" (El vino del estío), "Something wicked
this way comes" (La feria de las tinieblas), "The Halloween tree" (El árbol de
las brujas), "Death is a lonely business" (La muerte es un asunto solitario), "A
graveyard for lunatics" (Cementerio para lunáticos) y "Green shadows, white whale"
(Sombras verdes, ballena blanca); las obras teatrales "The wonderful ice cream suit"
(El maravilloso traje de color vainilla) y "Pillar of fire" (Columna de fuego);
y numerosos guiones de películas y series de televisión.
Para
Bradbury, la ciencia era un detalle y el futuro era apenas una circunstancia y
un lugar a enseñar. Ese porvenir se vislumbró el 7 de agosto de 1951 cuando apareció
en la revista "The Reporter" el cuento "The pedestrian"
(El caminante). En él se narran los paseos nocturnos que el protagonista, Leonard
Mead, suele dar mientras el resto de los habitantes de la ciudad se encuentra en
sus casas observando el televisor. En la historia, Bradbury de alguna
manera anticipa el sedentarismo de los suburbios de Estados Unidos y la
inquietante soledad de esas calles por las que nadie camina. Mead es lo que Charles
Baudelaire (1821-1867) caracterizó como un "caminante que pasea por las
calles de la ciudad con el fin de comprenderla e interpretarla"; un "espectador
urbano, detective aficionado e investigador de la ciudad", como lo definiera Walter
Benjamin (1892-1940) o, tal como precisase Susan Sontag (1933-2004), un "paseante
solitario que explora, que acecha, que cruza el infierno urbano, el caminante observador
que descubre la ciudad como un paisaje de extremos voluptuosos". El cuento
aparecería dos años después formando parte del libro "Las doradas manzanas del
Sol", un libro que, tal como dijera Bradbury de todos los libros, "tienen
dos olores: el olor a nuevo, que es bueno, y el olor a libro usado, que es
todavía mejor".
EL CAMINANTE
Entrar en
aquel silencio que era la ciudad a las ocho de una brumosa noche de
noviembre, pisar la acera de cemento y las grietas alquitranadas, y caminar, con las manos en los bolsillos, a través de los silencios, nada le gustaba
más al señor Leonard Mead. Se detenía en una bocacalle y miraba a lo largo
de las avenidas iluminadas por la luna, en las cuatro direcciones, decidiendo
qué camino tomar. Pero realmente no importaba pues estaba
solo en
aquel mundo del año 2052, o era como si estuviese solo. Y una vez que se
decidía, caminaba otra vez lanzando ante él formas de aire frío, como humo
de cigarro.
A veces
caminaba durante horas y kilómetros y volvía a su casa a medianoche.
Y pasaba ante casas de ventanas oscuras y parecía como si pasease
por un cementerio; sólo unos débiles resplandores de luz de luciérnaga
brillaban a veces tras las ventanas. Unos repentinos fantasmas grises
parecían manifestarse en las paredes interiores de un cuarto, donde aún no
habían cerrado las cortinas a la noche. O se oían unos murmullos y susurros
en un edificio sepulcral donde aún no habían cerrado una ventana. El señor
Leonard Mead se detenía, estiraba la cabeza, escuchaba, miraba, y
seguía caminando, sin que sus pisadas resonaran en la acera.
Durante un
tiempo había pensado ponerse unos botines para pasear de noche,
pues entonces los perros, en intermitentes jaurías, acompañarían su paseo con
ladridos al oír el ruido de los tacos, y se encenderían luces y aparecerían
caras, y toda una calle se sobresaltaría ante el paso de la solitaria
figura, él mismo, en las primeras horas de una noche de noviembre.
En esta
noche particular, el señor Mead inició su paseo caminando hacia el
oeste, hacia el mar oculto. Había una agradable escarcha cristalina en el
aire, que le lastimaba la nariz, y sus pulmones eran como un árbol de Navidad.
Podía sentir la luz fría que entraba y salía, y todas las ramas cubiertas
de nieve invisible. El señor Mead escuchaba satisfecho el débil susurro de
sus zapatos blandos en las hojas otoñales, y silbaba quedamente una fría
canción entre dientes, recogiendo ocasionalmente una hoja al pasar, examinando
el esqueleto de su estructura en los raros faroles, oliendo su herrumbrado
olor.
"Hola, los
de adentro -les murmuraba a todas las casas, de todas las aceras-.
¿Qué hay esta noche en el canal 4, el canal 7, el canal 9?
¿Por dónde corren los cowboys? ¿No viene ya la caballería de los Estados
Unidos por aquella loma?". La calle
era silenciosa y larga y desierta, y sólo su sombra se movía, como la
sombra de un halcón en el campo. Si cerraba los ojos y se quedaba muy
quieto, inmóvil, podía imaginarse en el centro de una llanura, un desierto
de Arizona, invernal y sin vientos, sin ninguna casa en mil kilómetros
a la redonda, sin otra compañía que los cauces secos de los ríos, las
calles. "¿Qué pasa
ahora? -les preguntó a las casas, mirando su reloj de pulsera-.
Las ocho y media. ¿Hora de una docena de variados crímenes? ¿Un
programa de adivinanzas? ¿Una revista política? ¿Un comediante que se cae del
escenario?". ¿Era un
murmullo de risas el que venía desde aquella casa a la luz de la luna?
El señor Mead titubeó y siguió su camino. No se oía nada más. Trastabilló
en un saliente de la acera. El cemento desaparecía ya bajo las hierbas y
las flores.
Luego de diez años de caminatas, de noche y de día, en miles de
kilómetros, nunca había encontrado a otra persona que se paseara como él. Llegó a
una parte cubierta de tréboles donde dos carreteras cruzaban la ciudad.
Durante el día se sucedían allí tronadoras oleadas de autos, con un gran
susurro de insectos. Los coches escarabajos corrían hacia lejanas metas
tratando de pasarse unos a otros, exhalando un incienso débil. Pero ahora
estas carreteras eran como arroyos en una seca estación, sólo piedras y luz de
luna.
Leonard
Mead dobló por una calle lateral hacia su casa. Estaba a una manzana de
su destino cuando un coche solitario apareció de pronto en una esquina y
lanzó sobre él un brillante cono de luz blanca. Leonard Mead se quedó paralizado,
casi como una polilla nocturna, atontado por la luz. Una voz
metálica llamó:
- Quieto.
¡Quédese ahí! ¡No se mueva!
Mead se
detuvo.
- ¡Arriba
las manos!
- Pero...
-dijo Mead.
- ¡Arriba
las manos, o dispararemos!
La
policía, por supuesto, pero qué cosa rara e increíble; en una ciudad de tres
millones de habitantes sólo había un coche de policía. ¿No era así? Un año
antes, en 2052, el año de la elección, las fuerzas policiales habían sido
reducidas de tres coches a uno. El crimen disminuía cada vez más; no había
necesidad de policía, salvo este coche solitario que iba y venía por las calles
desiertas.
- ¿Su
nombre? -dijo el coche de policía con un susurro metálico.
Mead, con
la luz del reflector en sus ojos, no podía ver a los hombres.
- Leonard
Mead -dijo.
- ¡Más
alto!
- ¡Leonard
Mead!
- ¿Ocupación
o profesión?
- Imagino
que ustedes me llamarían un escritor.
- Sin
profesión -dijo el coche de policía como si se hablara a sí mismo.
La luz
inmovilizaba al señor Mead, como una pieza de museo atravesada
por una aguja.
- Sí, puede
ser así -dijo.
No
escribía desde hacía años. Ya no vendían libros ni revistas. Todo ocurría
ahora en casa, como tumbas, pensó, continuando sus fantasías. Las tumbas,
mal iluminadas por la luz de la televisión, donde la gente estaba como
muerta, con una luz multicolor que les rozaba la cara pero que nunca los tocaba
realmente.
- Sin
profesión -dijo la voz de fonógrafo, siseando-. ¿Qué estaba haciendo
afuera?
- Caminando
-dijo Leonard Mead.
- ¡Caminando!
- Sólo
caminando -dijo Mead simplemente, pero sintiendo un frío en la cara.
- ¿Caminando,
sólo caminando, caminando?
- Sí,
señor.
- ¿Caminando
hacia dónde? ¿Para qué?
- Caminando
para tomar aire. Caminando para ver.
- ¡Su
dirección!
- Calle
Saint James 11, sur.
- ¿Hay aire
en su casa, tiene usted acondicionador de aire, señor Mead?
- Sí.
- ¿Y tiene
usted televisor?
- No.
- ¿No?
Se oyó un
suave crujido que era en sí mismo una acusación.
- ¿Es usted
casado, señor Mead?
- No.
- No es
casado -dijo la voz de la policía detrás del rayo brillante.
La luna
estaba alta y brillaba entre las estrellas, y las casas eran grises y
silenciosas.
- Nadie me
quiere -dijo Leonard Mead con una sonrisa.
- ¡No hable
si no le preguntan!
Leonard
Mead esperó en la noche fría.
- ¿Sólo
caminando, señor Mead?
- Sí.
- Pero no
ha dicho para qué.
- Lo he
dicho; para tomar aire, y ver, y caminar simplemente.
- ¿Ha hecho
esto a menudo?
- Todas las
noches durante años.
El coche
de policía estaba en el centro de la calle, con su garganta de radio que
zumbaba débilmente.
- Bueno,
señor Mead -dijo el coche.
- ¿Eso es
todo? -preguntó Mead cortésmente.
- Sí -dijo
la voz-. Acérquese.
Se oyó un suspiro, un chasquido. La portezuela
trasera del coche se abrió de par en par.
- Entre.
- Un
minuto. ¡No he hecho nada!
- Entre.
- ¡Protesto!
- Señor
Mead...
Mead entró
como un hombre que de pronto se sintiera borracho. Cuando
pasó junto a la ventanilla delantera del coche, miró adentro. Tal como
esperaba, no había nadie en el asiento delantero, nadie en el coche.
- Entre.
Mead se
apoyó en la portezuela y miró el asiento trasero, que era un pequeño
calabozo, una cárcel en miniatura con barrotes. Olía a antiséptico; olía a
demasiado limpio y duro y metálico. No había allí nada blando.
- Si
tuviera una esposa que le sirviera de coartada... -dijo la voz de hierro-.
Pero...
- ¿Hacia
dónde me llevan?
El coche
titubeó, dejó oír un débil y chirriante zumbido, como si en alguna
parte algo estuviese informando, dejando caer tarjetas perforadas bajo ojos
eléctricos.
- Al Centro
Psiquiátrico de Investigación de Tendencias Regresivas.
Mead
entró. La puerta se cerró con un golpe blando. El coche policía rodó por
las avenidas nocturnas, lanzando adelante sus débiles luces. Pasaron
ante una casa en una calle un momento después. Una casa más en una
ciudad de casas oscuras. Pero en todas las ventanas de esta casa había
una resplandeciente claridad amarilla, rectangular y cálida en la fría
oscuridad.
- Mi casa
-dijo Leonard Mead.
Nadie le
respondió. El coche
corrió por los cauces secos de las calles, alejándose, dejando
atrás las
calles desiertas con las aceras desiertas, sin escucharse ningún otro sonido, ni
hubo ningún otro movimiento en todo el resto de la helada noche de
noviembre.