María
Negroni (1951) es poetisa, ensayista, novelista y traductora. Nacida en
Rosario, Argentina, obtuvo un doctorado en Literatura Latinoamericana en la
Universidad de Columbia, Nueva York. Allí vivió durante muchos años y dictó
clases de Literatura Latinoamericana en el Sarah Lawrence College y fue profesora visitante
en la New York University. Su obra poética comprende "De tanto
desolar", "La jaula bajo el trapo", "La ineptitud", "Islandia", "El viaje de la noche",
"Diario extranjero", "Arte y fuga", "Andanza" y "La boca del
Infierno". Entre sus ensayos se cuentan "Ciudad gótica", "Museo negro", "El
testigo lúcido. La obra de sombra de Alejandra Pizarnik", "Galería fantástica" y "Pequeño mundo ilustrado". También ha publicado las novelas "El sueño
de Úrsula" y "La anunciación". En 2013 Negroni dejó Nueva York y volvió
a instalarse en Buenos Aires para dirigir la Maestría en Escritura Creativa en
la Universidad Nacional de Tres de Febrero. Al hacerlo, donó gran parte de sus
libros a una biblioteca de Great Barrington, un lugar cercano a la casa del escritor
estadounidense Herman Melville (1819-1891). Allí la escritora
argentina encontró un trabajo del naturalista escocés Thomas Beale (1775-1841)
sobre la historia del cachalote y al auge y la caza de ballenas que Melville
leyó con fruición mientras escribía "Moby Dick". Ese dato biográfico inspiró
a Negroni para pergeñar una carta apócrifa de Melville a Beale, una de las tantas
que componen su libro "Cartas extraordinarias". En esta colección de correspondencia
imaginaria, la autora trabajó sobre autores y obras que la fascinaron, en su
doble condición de escritora y lectora apasionada. Así, por ejemplo, Julio
Verne (1828-1905) le escribe al padre, Mary Shelley (1797-1851) a su madre
muerta tras dar a luz, J.D. Salinger (1919-2010) a la novia que lo dejó por un
famoso director de cine, Edgar Allan Poe (1809-1849) a su
controvertido padrastro, Rudyard
Kipling (1865-1936) a su hermana Trix, Robert Louis Stevenson (1850-1894) a su
esposa Fanny, y Emilio Salgari (1862-1911) muestra un desgarramiento elocuente
para la austeridad del dolor en una carta dirigida a sus hijos. Yendo más allá
aún, Negroni avanza hasta el extremo de los diálogos imposibles y Mark Twain (1835-1910)
le escribe a su personaje Huckleberry Finn, J.M. Barrie (1860-1937) a Peter Pan,
Heidi a su autora Johanna Spyri (1827-1901) o Carlo Collodi (1826-1890),
el autor de "Pinocho", le agradece a Paul Auster (1947) su recuerdo
en "The invention of solitude" (La invención de la soledad). Desde estos y
otros nombres, Negroni asumió la identidad de los autores y compuso cartas
atribuidas a cada uno de ellos en primera persona, recreando sus mundos, su
escritura y sus obsesiones. En un libro anterior, Negroni mencionó el vínculo
entre poesía e infancia al afirmar que, así como la felicidad infantil provenía
en parte de la aglomeración azarosa en cajones y rincones de sus atesorados
juguetes, el poeta guardaba sus imágenes y retazos de lenguaje, participando
así, ambos, del gesto de habitar un tiempo perdido. "La poesía -escribió-
es la continuación de la infancia por otros medios". Ese gesto poético es
el gobierna "Cartas extraordinarias" y de ello habla la autora en las
siguientes entrevistas concedidas a Roxana Artal y Laura Mazzocchi para el nº
10 de la revista virtual de arte y literatura "Evaristo Cultural", y a Diego
Erlan para el nº 575 de la revista "Ñ" del 4 de octubre de 2014.
Tanto en
estas "Cartas extraordinarias" como en el anterior, "Elegía a Joseph Cornell",
hay un trabajo sobre la arquitectura de la miniatura. ¿Qué te interesa de este
formato?
Cualquier obra de arte, y en el poema puede
verse más, son como miniaturas de mundo. Digamos que son falsamente pequeños.
Una vez me tocó participar en una mesa sobre la desmesura y se hablaba de
Tolstoi y de Dostoievski y yo dije que la desmesura no tenía nada que ver con
la longitud de la obra porque en dos líneas de un poema puede haber desmesura.
Por definición, porque la literatura se hace con deseo y el deseo es
desmesurado por antonomasia. Entonces, el poema es como un microcosmos, un
pequeño mundo que irradia cosas. Y a mí me gustan esos pequeños mecanismos.
Entonces las cartas, que también son o intentan mostrar una vida, una relación
con la escritura, son como vidas minúsculas. Algo concentrado que da una idea
de universo.
Una sola
de estas cartas puede llevarte una vida de investigación sobre un autor, pero
también de trabajo literario sobre la voz que habla. ¿Alguna vez te sentiste
poseída por el autor?
Tengo una imaginación bastante fuerte. Una vida
tiene ochocientos mil aspectos, pero creo que en todos los casos hice recortes
de mis preocupaciones como escritora. Siempre aparece la relación con la
escritura, con la vida y la escritura, qué precio se paga para escribir. Cómo
se hace para ir de una cosa a la otra, cómo se relacionan, cómo se hace el
espacio para la vida familiar. Hay un montón de dilemas: tristeza y escritura,
amor y escritura, enfermedad y escritura, orfandad y escritura, relaciones y
escritura, sexo y escritura. Creo que yo recortaba esa parte, que la encontré
en todos los casos. Uno que me encanta es Salinger, que además es un fóbico. De
él tomo al tipo que se aleja, que odia el mundo literario de Nueva York, que
hace un búnker dentro de búnker. Obviamente, lo tomo porque me relaciono con
eso. Hay algo que entiendo.
¿Cuál es
el precio que paga un escritor entonces?
Clarice Lispector dijo que escribir es horrible.
Esa frase es casi una bofetada. ¿Qué quiere decir? Que la escritura no tiene
nada que ver con lo que la gente piensa. Dicen "ah, escribís, qué lindo", pero
esas personas no entienden nada. Escribir es como ir al encuentro de las cosas
más complejas, más difíciles, menos decibles: es como zambullirte en el fondo
del pozo. Y también es difícil porque la vocación de escribir es una cosa de
largo aliento. Un escritor no se hace en un día, en un año o en dos. No. Se
hace en décadas. Y son décadas de mucho sacrificio. De mucho trabajo. De mucha
dedicación. Pero cuando hablo de dedicación no me refiero a horas de sentarse a
escribir sino que es como si fuera una piedra que tenés que pulir. Es tiempo de
lecturas, de pensar. La escritura requiere, primero, mucha soledad. Yo tuve una
familia, crié hijos. Pero digamos que no es una relación sencilla. Uno tiene
que atender un montón de cosas y a la vez este mundo gigante que es el de la
escritura. Entonces es muy difícil lograr el equilibrio. Los costos son las
elecciones que uno hace. Y a veces se pagan precios concretos. Supongo que para
cada persona debe ser diferente. Digamos que ese equilibrio entre la persona
que escribe y el otro, el que está sentado aquí hablando y que va al gimnasio y
tiene amigos y va a cenar y tiene pareja, no es necesariamente una relación
fluida. Porque éste, el que escribe, es como si fuera Hyde: quiere arrasar con
todo.
Hay otra
cita a Clarice Lispector en el libro: "Perderse es un encontrarse peligroso".
¿Cuánto de incertidumbre hay en la literatura?
Todo. Porque uno no escribe sobre lo que sabe.
De hacerlo, no sería interesante. Siempre digo que la poesía es una
epistemología del no-saber. Y uno viaja hacia ese lugar, que es un lugar
incómodo y al mismo tiempo eso es lo maravilloso. Cada palabra es otro
microcosmos. Porque la palabra, cualquier palabra, está atravesada por miles de
voces. Hace unos días fui a la presentación de un libro de Fernando Araldi
Oesterheld. En el libro hay una cita de Pessoa ("No soy nada/ No puedo
querer ser nada/ Aparte de eso tengo en mí todos los sueños del mundo") y
este poeta dice: "No soy nada/ No puedo querer ser nada/ Aparte de eso
tengo en mí todo el autismo del mundo". Si uno pudiera hacer un recorte
de eso tendría un ejemplo de las maravillas que pueden hacerse con el lenguaje.
Al citar a Pessoa con esa variación se produce un cortocircuito en la cabeza.
Es cuando uno siente, como lector, que se consigue abrir un mundo.
Te escuché
decir una vez que quizá comenzaste escribiendo poesía porque sentías que no
había demasiado aire para hablar en tu casa, que tu mamá era asmática y tenías
la impresión de tener que decir poquito y rápido. ¿Podrías desarrollar esa
idea? ¿La poesía vendría, en ese sentido, a ser un género de la síntesis?
Sí, eso que dije es cierto, tenía como esa
conciencia al principio. Después, a eso se le sumó el hecho de la dictadura.
Los grandes discursos estaban entonces en manos de los militares, y en todos
los poetas de mi generación había una desconfianza terrible con el lenguaje;
había que decir lo más posible con la menor cantidad de palabras, era un poco
todo por sugerencia. La condensación poética era la opción ahí. Pero después,
con el tiempo, en lo personal, se me planteó la necesidad de ver qué salía si
disponía de un poco más de aire. Yo me preguntaba: "Esto que digo acá,
¿alcanza?". A veces, por ahí tenía que escribir seis versos más para que
me quedaran dos. Después me fui a la prosa, fue casi la consecuencia natural. Y
ahora, me parece, elijo más libremente.
¿Y
pensás en el lector en algún momento de tu trabajo? ¿Mientras escribís? ¿Cuando
terminás un libro? ¿Qué tipo de lector de tu literatura te imaginás o te gusta
imaginar? Recuerdo una cita "El sueño de Úrsula" en la que
Sambatia dice que "Escribir es estar entre dos aguas: el deseo de agradar
y el de atacar".
No sé. Sambatia la tenía clara, sabía mucho
sobre la poesía. Yo supongo que uno tendrá como una especie de oyente
imaginario, que no tiene que ver necesariamente con lo que solemos llamar un
"lector". Por otro lado, soy conciente de que es mínima la cantidad
de gente que se puede interesar por lo que escribo. Lo que yo me propongo es
escribir algo que sea necesario para mí, y tengo la idea de que si es necesario
para mí, a lo mejor se da un milagro y es necesario para alguna otra persona,
lo que sería una maravilla. Cuando leo algún libro que me permite entender algo
que no sabía antes, cuando cierro el libro, agradezco al autor. Eso es lo que
yo desearía lograr. Pero no es que yo busque a ese lector. Si está, está; me
sentiría muy feliz de encontrarlo.
¿Y
vos qué tipo de lectora sos?
Soy obsesivamente ordenada. Yo me mando por un
lugar y empiezo a tirar del hilo, siempre en la misma dirección. Por ejemplo,
cuando escribí "El sueño de Úrsula", leía desde los libros
de historia de la Edad Media de Georges Duby hasta los poemas de los poetas
provenzales, pasando por las "Revelaciones" de Isabel de Schönau... Son
documentos. La figura de Athanasius en "La Anunciación" también me
regaló un laberinto de lecturas. En realidad, Athanasius fue un monje real que
vivió en el siglo XVII; era un tipo que sabía de todo, una especie de
enciclopedista pre-enciclopedia que, además, por si todos sus encantos fueran
pocos, fue el maestro de Sor Juana Inés de la Cruz.
¿Y
qué lecturas te han marcado?
Siempre uno tiene en un lugar muy especial a los
autores que le hicieron descubrir la literatura, que son los que uno lee cuando
tiene entre dieciséis y veinte años, me parece. Yo amé la literatura leyendo a Camus, a
Malraux, a Beckett, a Nietzsche, a Herman Hesse, a Ionesco, que por ahí no son
autores que se lean tanto ahora... Son los de mi comienzo. Después he tenido
deslumbramientos. A mí me encanta la escritura de Clarice Lispector, la de las
dos Margaritas -Yourcenar y Duras-, me hipnotizan los espacios asfixiantes de
Kafka y, en general, los mundos sombríos de los escritores de Europa del
Este... En fin, es una lista muy larga. Y ahora me pasa una cosa muy rara, debe
ser la edad ¡ja, ja! ¿Te acordás que Borges decía que ya no leía más, que él releía?
Bueno, a mí me ha agarrado como una especie de obsesión por volver a leer las
grandes obras. En estos meses releí, estudiándola, la "Divina Comedia". Y
se me da por ese tipo de lecturas. Eso no me pasaba antes. ¡Ah!, y otra cosa
que sí hago es seguir mucho a los autores que me gustan.