RHADAMANTHOS
Silvina Ocampo
Argentina (1903-1993)
La envidiaba por sus pecados con una envidia que la carcomía, una envidia que no la dejaba descansar, y ahora, ahí estaba, muerta. Nada en el mundo podría resucitarla. Ahí estaba, muerta como una piedra preciosa, que no sufre, con todos los honores, con todas las ceremonias. ¡Ni siquiera desfigurada! Y si lo hubiera estado, alguien se habría encargado de ver en ella un encanto nuevo, el encanto de sus imperfecciones. Joven, nada le quitaría la juventud; tranquila, nada le quitaría la tranquilidad; impura, nada le quitaría su aparente pureza. Las iniciales sobre el paño negro del coche fúnebre brillaban, y sus retratos ya se repartían entre los amigos de la casa. No había modo de contener las lágrimas que vertían por ella un hijo de ocho años, un marido de treinta y esa corte ridícula de amigos que la admiraban, aún más que antes. En los armarios, aquellos vestidos que olían a perfume serían sus delegados. Con ellos el recuerdo maquinaría costumbres, ritos en su memoria. Las santas tienen altares, pero ella, que se había suicidado, tendría en cada corazón alguien que suspiraba secretamente por su memoria. Injusticias de la suerte, pensaba Virginia, mientras subía las escaleras. Yo que he sufrido tanto, yo que soy pura, yo que tengo a veces cara de muerta, yo que no tengo miedo de nadie, yo no me he suicidado. Nadie llora por mí. Entró en el cuarto donde la velaban. Flores, las flores que le agradaban tanto, la cubrían. En la luz trémula de los cirios brillaban la frente, los pómulos, las mejillas, el cuello y los labios, como si estuviese viva. Ninguno de sus defectos se veía, ni los dedos de los pies, que eran tan insólitos, ni las piernas demasiado fuertes. Se había arreglado, peinado, pintado, para torturarla. Para no verle la cara se arrodilló; para no pensar en ella, rezó. Un zumbido de voces le llenó los oídos. La gente hablaba, ¿de qué? Sólo de ella. Era pura, decían, como la luz. Se puso de pie. Por suerte nadie advierte en las miradas los íntimos sentimientos de un ser. Virginia se dirigió al dormitorio de la muerta. Buscó el peine para peinarse, buscó el lápiz de los labios para pintarse, buscó el perfume para perfumarse, y se miró en el espejo. Salió de la casa apresuradamente; entró en una tienda donde compró papel de cartas (el papel que tenía en su casa era un papel ordinario). Caminó por la calle mirando la punta de sus zapatos de bruja; subió por un ascensor interminable, abrió una puerta y entró en su cuarto. Se puso a escribir maravillosas cartas de amor dirigidas a la muerta, revelando en ellas, con toda suerte de subterfugios, la vida monstruosa, impura, que le atribuía. Al pie de la carta firmaba con el nombre del supuesto amante. En una noche, mientras velaban a la muerta, escribió veinte cartas, cuyas fechas abarcaban toda una vida de amor. A la mañana siguiente, al alba, hizo un paquete con las cartas, las ató con la cinta rosada de uno de sus camisones, las llevó a la casa mortuoria y las depositó en el armario de la muerta.
Silvina Ocampo
Argentina (1903-1993)
La envidiaba por sus pecados con una envidia que la carcomía, una envidia que no la dejaba descansar, y ahora, ahí estaba, muerta. Nada en el mundo podría resucitarla. Ahí estaba, muerta como una piedra preciosa, que no sufre, con todos los honores, con todas las ceremonias. ¡Ni siquiera desfigurada! Y si lo hubiera estado, alguien se habría encargado de ver en ella un encanto nuevo, el encanto de sus imperfecciones. Joven, nada le quitaría la juventud; tranquila, nada le quitaría la tranquilidad; impura, nada le quitaría su aparente pureza. Las iniciales sobre el paño negro del coche fúnebre brillaban, y sus retratos ya se repartían entre los amigos de la casa. No había modo de contener las lágrimas que vertían por ella un hijo de ocho años, un marido de treinta y esa corte ridícula de amigos que la admiraban, aún más que antes. En los armarios, aquellos vestidos que olían a perfume serían sus delegados. Con ellos el recuerdo maquinaría costumbres, ritos en su memoria. Las santas tienen altares, pero ella, que se había suicidado, tendría en cada corazón alguien que suspiraba secretamente por su memoria. Injusticias de la suerte, pensaba Virginia, mientras subía las escaleras. Yo que he sufrido tanto, yo que soy pura, yo que tengo a veces cara de muerta, yo que no tengo miedo de nadie, yo no me he suicidado. Nadie llora por mí. Entró en el cuarto donde la velaban. Flores, las flores que le agradaban tanto, la cubrían. En la luz trémula de los cirios brillaban la frente, los pómulos, las mejillas, el cuello y los labios, como si estuviese viva. Ninguno de sus defectos se veía, ni los dedos de los pies, que eran tan insólitos, ni las piernas demasiado fuertes. Se había arreglado, peinado, pintado, para torturarla. Para no verle la cara se arrodilló; para no pensar en ella, rezó. Un zumbido de voces le llenó los oídos. La gente hablaba, ¿de qué? Sólo de ella. Era pura, decían, como la luz. Se puso de pie. Por suerte nadie advierte en las miradas los íntimos sentimientos de un ser. Virginia se dirigió al dormitorio de la muerta. Buscó el peine para peinarse, buscó el lápiz de los labios para pintarse, buscó el perfume para perfumarse, y se miró en el espejo. Salió de la casa apresuradamente; entró en una tienda donde compró papel de cartas (el papel que tenía en su casa era un papel ordinario). Caminó por la calle mirando la punta de sus zapatos de bruja; subió por un ascensor interminable, abrió una puerta y entró en su cuarto. Se puso a escribir maravillosas cartas de amor dirigidas a la muerta, revelando en ellas, con toda suerte de subterfugios, la vida monstruosa, impura, que le atribuía. Al pie de la carta firmaba con el nombre del supuesto amante. En una noche, mientras velaban a la muerta, escribió veinte cartas, cuyas fechas abarcaban toda una vida de amor. A la mañana siguiente, al alba, hizo un paquete con las cartas, las ató con la cinta rosada de uno de sus camisones, las llevó a la casa mortuoria y las depositó en el armario de la muerta.
RAYUELA
Isidro Catela
España (1972)
Papá tiene Alzheimer. Me di cuenta el día en el que colocó el marcapáginas al inicio de una novela que estaba terminando de leer. Así pasó una semana, y otra más, de atrás hacia delante y viceversa, sumido en la aventura del olvido. El médico le ha aconsejado que no lea más, que es inútil, pero yo, por si acaso, hoy le he regalado "Rayuela", de Cortázar, y he recuperado su viejo marcapáginas para que salte con él por donde quiera, sin tener que preocuparse por la cronología de los recuerdos.
OBSESIÓN EMPALAGOSA
Melanie Taylor Herrera
Panamá (1972)
El hombre tiene los brazos cruzados y una expresión de ira contenida. Al interrogatorio policial responde con monosílabos. Firma una declaración antes de retirarse. Al desdibujarse su figura en la distancia, la policía le confía el caso a una colega. La ex novia del denunciante le acosa en su casa. Lee esta nota, le dice a la otra: "Huelo tu perfume en la funda de la almohada, anhelando el abrazo que no llega. Poso mi cuerpo imaginando que antes estuvo el tuyo. La habitación me cuenta de tu vida en los detalles cotidianos. He querido escribirte antes pero prefería imaginarte llegando a casa al rayar el alba, sentado en la cama oliendo mi perfume mezclado con el tuyo y soñando con el día en que estemos juntos". Las policías suspiran almibaradas.
MÁS ALLÁ DE LA MEMORIA
Luis Cortés Bargalló
México (1952)
Más allá de la memoria, quiero creerlo, también hay una vida. Está una foto, con sus márgenes blancas, dentadas; una foto en blanco y negro que se lava entre la ropa también blanca de la espuma. Un hombre con saco de lana y camisa blanca, con las sienes canas y el bigote poblado, un hombre que representa la edad de su instinto, que sonríe mientras levanta a su hijo... como que lo hace volar, lo empuja del nido para que pruebe fuerzas. En una soledad total; en un día que es como la noche emplumada de nieve. Alrededor, el mundo es el mar escalonado y ancho; la lejanía, fugas de cordeles grises que van perdiendo el foco. "Estoy aislado. Me cargabas sobre tu cabeza, de cara al mar, y era una tarde casi helada", digo, me represento para no hablar solo. Respiraba sobre la piel sensible; veía como sólo un niño puede ver, con esos ojos en ascuas que anteceden a cualquier palabra. La vida de esa criatura y la mía están de alguna manera -misteriosa- conectadas, pero este que habla solo se parece más al hombre de la foto, se parece más a su padre que a sí mismo.
EL RÍGIDO CADÁVER
Mario Levrero
Uruguay (1940-2004)
Abrí la puerta del ropero para buscar una corbata, y el rígido cadáver se me vino encima.
- ¿Quién
puso esto aquí? -grité, furioso.
La
vieja sirvienta, avergonzada, se ovilló en el hueco bajo la escalera.
- ¿Has
sido tú? -le pregunté amenazando con golpearle entre los ojos con el extremo
del mango de la escoba.
- No,
señor -respondió.
Le
pegué, de todos modos, con la escoba, deslizando el mango sobre el pulgar
curvado hacia arriba de mi mano izquierda; con la derecha di el golpe, rápido
y exacto; se desplomó luego de un ruido de bola de billar. Quizás ella
tuviera algo que ver con el asunto.
"Ni
siquiera se parece a alguien -murmuré para mis adentros, examinando al
desconocido que yacía de bruces sobre el piso del dormitorio, con los pies
metidos aún en el ropero-. Aunque, quizás -y le hice girar la cabeza,
moviéndola con el zapato-, quizás esa vaga semejanza del perfil con el de tía
Encarnación...". Pensé que pudiera tratarse de algún muerto familiar,
largamente olvidado (abro la puerta del ropero con muy poca frecuencia). "No
-me dije, pero la forma del mentón me atraía poderosamente-, no es mi primo
Alfredo, tampoco tío Juan". Entonces lo colgué de un clavo en la pared, y
durante un tiempo lo contemplé a intervalos.
- Eh,
tú -sentí una voz que me decía, la otra tarde, y estaba solo en el dormitorio.
Miré en todas direcciones pero no alcancé a ver otro ser viviente que el
rígido cadáver, aún colgado y rígido.
- ¿Sí?
-inquirí.
- Mírate
al espejo -dijo, con esa voz extraña de los muertos.
Un
poco alarmado me acerqué al ropero y traté de ver mi imagen reflejada en su
luna.
- ¡Eh!
-grité-. ¡Eh, eh, eh! ¿Qué han hecho con mi imagen? -pregunté, angustiado, porque
el espejo reflejaba fielmente todo lo que había en la pieza, excepto mi cuerpo.
- No
entiendes nada, tú nunca entiendes nada -dijo el rígido cadáver, riendo
silenciosamente, sus labios curvados burlones hacia abajo, mientras se
desenganchaba con gran facilidad del clavo y se me acercaba, desperezándose.
- ¿Tú?
-pregunté, y la palabra sonó carente de significado.
El cadáver (ya no tan
rígido) se aproximó aún más y, apoyando las dos manos en mi pecho, me empujó
con fuerza en dirección al ropero. No sentí el choque contra el espejo, pero me
encontré en un mundo donde todo estaba lamentablemente alterado, la izquierda a
la derecha, la derecha a la izquierda y etc. Vi que el cadáver daba grandes
zancadas por el cuarto, del otro lado, y no me quedó más remedio que imitarlo,
por más que ya me estoy cansando, y ese hombre no deja de caminar.
MEDIA NARANJA
Sergio Pellicer
España
(1987)
Mario
empezó a salir con Lucía porque encontró en ella una serie de coincidencias
que, a sus ojos, eran premonitorias de una afinidad singular, casi mística. Coincidían
en películas, libros y música. Odiaban la tele, amaban los vinilos. Su color
favorito era el azul y los dos eran Libra. Como ciudad favorita se decantaban
por París, y si tenían que elegir un plato estrella se quedaban sin dudar con
el pato a la naranja. Whisky con dos hielos, helado de vainilla, paseo por el
parque. Playa antes que montaña, montaña antes que campo, campo antes que quedarse
todo el domingo encerrados en casa sin hacer nada. Eran asombrosamente parecidos,
tanto que sólo les diferenciaba una cosa: Mario estaba loco y Lucía no existía.
EN EL ORIGEN
Mario Halley Mora
Paraguay (1926-2003)
El
fruto que había arrancado tenía sabroso aspecto, pero la cáscara era dura.
Entonces, en la mente elemental surgió una idea: podía golpear el fruto con una
piedra y romper la envoltura. Así lo hizo con éxito, e inventó de esta manera
la primera herramienta: el martillo. Contento, fue a buscar otro fruto. Lo
halló y al repetir la operación se aplastó el dedo. Entonces, inventó la
primera palabrota.
TESTICULARIO
Ricardo Castillo
México
(1954)
Hoy
podría decir que me duele el corazón de tristeza, pero sería falso y prefiero
no involucrar al corazón en falsedades. La verdad es que sí estoy triste. Marchito
como un nomeolvides guardado entre las páginas de un libro de edición del 54. La
verdad es que tengo un dolor de aguja en cada pupila, que la tristeza no me
duele en el corazón sino en los testículos. No me apena confesar que es allí
donde radica mi alma.
IBN BATTUTA Y EL
ERMITAÑO
Adolfo Pérez Zelaschi
Argentina
(1920-2005)
Ibn
Battuta, nacido en Tánger en el año 1300 de nuestra era y 704 de la musulmana,
viajó durante treinta años por todo el Islam. Peregrinó a la Meca, conoció
Bagdad, apreció las alfombras de Tabriz, cruzó la India a lomo de elefante,
llegó a Sumatra, correteó por el Sur de China, quizá llegó a Pekín, se enamoró
de Andalucía, navegó por ríos, lagos, mares y océanos. Durante estos
larguísimos viajes trató con reyes y sultanes, cadíes y mendigos, pacíficos
sabios y gloriosos guerreros, riquísimos mercaderes y parias sin otra fortuna
que su propio pellejo. De vuelta a su ciudad escribió un extenso relato de sus
viajes. En ese relato falta lo siguiente: un día supo que cerca de Palmira,
vivía en una cueva de las colinas un viejo ermitaño enteramente consagrado a
la meditación. Estaba allí desde su primera juventud, jamás se había alejado
más de cien pasos de su cueva y de los hombres sólo conocía a los poquísimos
que de tanto en tanto se llegaban hasta él con más recelo que curiosidad. Ibn
Battuta lo visitó. Los dos hablaron durante toda la noche. Al amanecer el
tangerino se despidió del ermitaño y reanudó su viaje. Medio dormido sobre el
camello reconoció que los dos, el recluido solitario y él, conocedor de cien
países, sabían lo mismo, es decir, nada, sobre la naturaleza y el destino del
hombre.
FLORES PARA LA MEMORIA
Javier Ximens
España (1953)
Cuentan
en los Montes que en la Navidad de 1948 -cuando los rencores iban bajo palio-,
Olvido huía de los guardias civiles que el alcalde había mandado en su
persecución por habérsela visto llevando leche y mazapanes para los
guerrilleros. Quiso la Providencia que el parto se presentara en tales circunstancias,
de modo que -con dolores silenciosos- la mujer parió una hermosa niña entre las
retamas y la tuvo que dejar allí ante el cerco de los guardias. Se
enternecieron los hombres y dejando la cacería llevaron la criatura a la casa
del regidor. Como su mujer estaba seca de maternidad acordaron quedarse con
ella. Que la madre muriera fusilada en la cárcel de Talavera por ser del maquis
o por intereses ajenos nunca se pudo demostrar. Desde entonces -todos los 25 de
diciembre-, el viento de la sierra tañe en las campanas de la iglesia los
gritos del parto, y aquellas retamas maternales alumbran navideñas flores
blancas. En el pueblo se las conoce como "Las flores de Olvido" y en sus
pétalos se forma un rocío seroso, dorado y con sabor tan triste como difícil de
olvidar.