BREMBER
Dylan Thomas
Gales
(1914-1935)
Las
sombras descendieron suavemente por las escaleras hasta llegar al vestíbulo.
Vio el perfil oscurecido de la balaustrada reflejarse en el espejo, el arco del
candelabro que proyectaba la luz. Pero eso era todo. Las sombras se alargaban
más hacia la puerta. Luego se perdían en la oscuridad del suelo y del techo.
Rebuscó en los bolsillos para ver si encontraba un fósforo y por fin encendió
la candela que llevaba en la mano. Sujetando la llama diminuta en alto, por
encima de la cabeza, giró el picaporte y entró en la habitación. Olía a polvo y
a madera vieja. Le resultó curioso ser tan sensible a ese olor y cómo desató su
imaginación. Las viejas damas bordando sus encajes a la luz de la luna, sus
dedos pálidos y flacos, veloces sobre los brocados, sus mejillas sin edad pero
con el tinte de las de una niña. A eso le recordaba la habitación desde los
tiempos en que por primera vez entró en ella de puntillas y contempló aterrado
las ventanas que se abrían a la extensión de césped grisáceo, a los árboles que
se alzaban detrás. Si no le recordaba a cuando, de niño, se sentaba ante el
clavicordio y tocaba las teclas polvorientas con tal levedad que nadie
alcanzaba a oír las notas emitidas, temeroso y sin embargo embelesado al oír
que la música ascendía tenue en el aire. Siempre era triste. Detectaba la
tristeza desolada bajo la fuga más liviana; a medida que sus manos pulsaban las
notas, las lágrimas le asomaban a los ojos, un gran anhelo de algo que había
conocido y había olvidado, algo que había amado y había perdido. Eso fue unos
cuantos años antes, y ahora se le impuso la misma sensación de irrealidad y de
anhelo cuando encendió las largas velas del clavicordio con su candela y vio,
al extenderse la luz, que las paredes se cerraban a su alrededor y que las
pesadas sillas le quitaban espacio. Las teclas estaban tan polvorientas como
siempre. Las frotó levemente con la manga y dejó vagar los dedos unos instantes
por encima del teclado. Qué frágiles eran aquellos sonidos. Qué curiosas
melodías formaban, qué tristes y, sin embargo, qué perfectas. Por un instante
pensó que había oído un ruido de pasos infantiles al otro lado de la puerta,
pasos que corrían por el pasillo, hacia las tinieblas. Pero habían
desaparecido. A la fuerza tuvo que suponer que nunca llegaron a oírse. Oyó una
nota sostenida de risas que enseguida desapareció. Mientras tocaba, le pareció
oír el ruido suave, el susurro más bien de una falda de seda arrastrada por el
suelo. Dio más volumen a su música y, cuando volvió a suavizarla, no quedó
nada. Por más que se esforzase no pudo analizar las razones que le habían
llevado hasta la casa. Le aterraba, pero no era capaz de alejarse de ella.
Fuera, por el camino, había sentido el súbito deseo de desgarrar el velo de los
años y remontarse a todo lo que la vieja casa significaba, el atardecer, las
voces matizadas por los pasillos, el clavicordio, las escaleras que
interminablemente ascendían hacia las tinieblas, el millar de detalles de las
habitaciones, el miedo suave e insinuante que le miraba desde los rincones, y
que nunca desaparecía. Había caminado por la avenida hasta la puerta principal.
La cabeza del león que representaba la aldaba le sonrió al llegar. La levantó y
golpeó la madera. No contestó nadie. Volvió a llamar otra vez, y otra, pero la
casa permaneció en silencio. Empujó la puerta con el hombro y se abrió.
Recorrió de puntillas los pasillos, miró las habitaciones, tocó los objetos que
le eran familiares. No había cambiado nada. Y fue entonces, cuando la noche
salió por las ventanas emplomadas, que cerró la puerta de la sala de música a
sus espaldas. Le colmó una gran sensación de alivio. El anhelo que siempre
había permanecido en lo más recóndito de su mente se cumplió de pronto, halló
lo que había perdido, recordó lo que tenía olvidado. Aquel era el final de su
viaje. Por un momento, las velas brillaron con mayor intensidad. Pudo ver mejor
toda la estancia. Se puso en pie, la atravesó y recogió un libro polvoriento
que estaba sobre la mesa. La casa solariega de Brember. Se lo llevó a
la luz. Todas las páginas le resultaban conocidas, allí estaba la familia
generación tras generación, hombres más dados al pensamiento que a la acción,
visionarios todos que vieron el mundo desde las nubes de sus propios sueños.
Fue pasando las páginas hasta llegar a la última: George Henry Brember, el
último del linaje, falleció… Contempló su propio nombre y cerró el libro.
LA MUERTE GENEROSA
Stella Maris Riera
Argentina
(1958)
Me
dijo que nuestro amor ya nunca volvería a ser el mismo. Que lo supo aquella
tarde en el hospital cuando vio a ese hombre que yacía en la cama agonizante. Me
dijo que una mujer tomaba su mano y sollozaba un te amo constante, casi eterno;
que lo acariciaba una y otra vez, lentamente, como si esa lentitud aletargara
el tiempo; que lo miraba profundo, que intentaba penetrar en sus ojos pero que
ellos permanecían irremediablemente cerrados; que acompañaba su respiración,
que tomaba su bocanada de aire como si fuera propia y luego, juntos, exhalaban
una larga congoja. Me dijo que ella permanecía sentada, con la mirada fija,
casi inmóvil; que de haber sido una pintura de Klimt podrían haber continuado
así, para siempre. Me dijo que supo que nosotros jamás podríamos igualar eso. Y
que esto sólo lo sintió, pero cree estar seguro que en ese cuarto atemporal
sólo la muerte se movía; se acercaba, intentaba tomar a ese hombre que su
esposa no soltaba. Pensó que tal vez ante tanto amor, ella (la muerte) quiso
ser generosa y cuando la respiración sobresaltada de él se volvió serena, se
retiró a esperar. Parece que decidió respetar ese silencio que sólo saben
derramar las almas cuando aman y sufren, y que les permitió pertenecerse el uno
al otro, como siempre, por un rato más.
AGUJERO NEGRO
José María Merino
España
(1941)
El
hombre pasea por la playa solitaria y encuentra, depositada en la orilla por
las olas, una botella de cristal negro, con una señal muy extraña impresa en su
tapón. Mientras lo desenrosca, el hombre piensa en sus lecturas de niño: el
genio cautivo, los mensajes de náufragos. Abierta, la botella inicia una
violentísima inhalación que aspira todo lo que la rodea, el hombre, la playa,
las montañas, los pueblos, el mar, los veleros, las islas, el cielo, las nubes,
el planeta, el sistema solar, la Vía Láctea, las galaxias. En pocos instantes,
el universo entero ha quedado encerrado dentro de la botella. El movimiento ha
sido tan brusco que se me ha caído la pluma de la mano y han quedado
descolocados todos mis papeles. Recupero la pluma, ordeno los folios, empiezo a
escribir otra vez la historia del hombre que pasea por la playa solitaria.
GUERRA
Patricia Nasello
Argentina (1959)
Una bala destinada al enemigo impacta por error en el vientre de la jirafa que se estremece y cae, presa de pánico y dolor, sobre las hierbas húmedas de la sabana. El soldado que disparó el arma desaparece dentro de la herida que provocó por accidente, herida que no ha manado sangre: agujero de bordes redondeados, profundamente negro, a través del cual, pronto, también desaparece otro soldado compañero del primero y el avión que les servía de apoyo. La jirafa agoniza, el olor que exhala repele incluso a los carroñeros.
LA CUEVA
Fernando Iwasaki
Perú (1961)
Cuando era niño me encantaba jugar con mis hermanas debajo de las colchas de la cama de mis papás. A veces jugábamos a que era una tienda de campaña y otras nos creíamos que era un iglú en medio del polo, aunque el juego más bonito era el de la cueva. ¡Qué grande era la cama de mis papás! Una vez cogí la linterna de la mesa de noche y le dije a mis hermanas que me iba a explorar el fondo de la cueva. Al principio se reían, después se pusieron nerviosas y terminaron llamándome a gritos. Pero no les hice caso y seguí arrastrándome hasta que dejé de oír sus chillidos. La cueva era enorme y cuando se gastaron las pilas ya fue imposible volver. No sé cuántos años han pasado desde entonces, porque mi pijama ya no me queda y lo tengo que llevar amarrado como Tarzán. He oído que mamá ha muerto.
Argentina (1953)
Mucho tiempo después, frente al mismo ventanal por donde mira pasar la vida de los otros, el doctor Ruben Omar Barcezat evoca a la mujer de ojos oblicuos que con mano amorosa y sin haberlo siquiera conocido, empujara su corazón a escribir unos versos que hoy recuerda con impiadosa ternura...
GUERRA
Patricia Nasello
Argentina (1959)
Una bala destinada al enemigo impacta por error en el vientre de la jirafa que se estremece y cae, presa de pánico y dolor, sobre las hierbas húmedas de la sabana. El soldado que disparó el arma desaparece dentro de la herida que provocó por accidente, herida que no ha manado sangre: agujero de bordes redondeados, profundamente negro, a través del cual, pronto, también desaparece otro soldado compañero del primero y el avión que les servía de apoyo. La jirafa agoniza, el olor que exhala repele incluso a los carroñeros.
LA CUEVA
Fernando Iwasaki
Perú (1961)
Cuando era niño me encantaba jugar con mis hermanas debajo de las colchas de la cama de mis papás. A veces jugábamos a que era una tienda de campaña y otras nos creíamos que era un iglú en medio del polo, aunque el juego más bonito era el de la cueva. ¡Qué grande era la cama de mis papás! Una vez cogí la linterna de la mesa de noche y le dije a mis hermanas que me iba a explorar el fondo de la cueva. Al principio se reían, después se pusieron nerviosas y terminaron llamándome a gritos. Pero no les hice caso y seguí arrastrándome hasta que dejé de oír sus chillidos. La cueva era enorme y cuando se gastaron las pilas ya fue imposible volver. No sé cuántos años han pasado desde entonces, porque mi pijama ya no me queda y lo tengo que llevar amarrado como Tarzán. He oído que mamá ha muerto.
EN SUS
OJOS OSCUROS CLAUDICABA LA LUZ
Francisco MoroArgentina (1953)
Mucho tiempo después, frente al mismo ventanal por donde mira pasar la vida de los otros, el doctor Ruben Omar Barcezat evoca a la mujer de ojos oblicuos que con mano amorosa y sin haberlo siquiera conocido, empujara su corazón a escribir unos versos que hoy recuerda con impiadosa ternura...
"Pero
como, / de que manera podría yo acordarme / si no me puedo olvidar, / si recordar
/ es un pacto cínico y abnegado con la memoria. / Como establecer entonces, / el
armisticio con lo vivido / si todo conmigo me lo llevo / si cada astilla de tu
cuerpo / está conmigo / y todas tus sombras están aquí. / Pero como entonces / podría
yo acordarme / si no pactamos aún la tregua infame del olvido / nuestra
historia oficial, / el acuerdo secreto que nos regrese a la vida / que no nos
merecemos...".
El dolor
que conoció entonces fue lento, ritual; definitivo como solamente una mujer lo
puede provocar con su abandono. Enemigo tenaz y querible, porque ese dolor trae
consigo lo que queda de su perfume y el calor del pecho que una vez
entibió su mano.
MI ESQUIZOFRENIA
Armando José Sequera
Venezuela (1953)
Mi esquizofrenia va de mal
en peor: mi segunda personalidad dice que, como no se lleva bien con la
primera, se aliará con la tercera para mitigar su soledad. La primera,
entretanto, alega que, por más esfuerzos que hace, no logra congeniar con la
segunda, razón por la cual formará alianza con la cuarta, habida cuenta de que
si la tercera se lleva bien con la segunda, es imposible que se lleve bien con
ella. Afortunadamente, me he podido mantener al margen de esta absurda disputa
y no he sido involucrado en lo que, a todas luces, es una malsana maraña de
incomprensiones.
EN LA MESA
Juan Gil
España (1979)
Juan estaba sentado delante de Carolina en un bar. No sabía cómo decirle que la amaba. Entonces se metió dos dedos en la garganta y vomitó todas las mariposas sobre la mesa.
CUENTO DE HADAS
Alejandro Jodorowsky
Chile (1929)
Una rana que lleva una corna en la cabeza le dice a un señor: "Béseme, por favor". El señor piensa: "Este animal está encantado. Puede convertirse en una hermosa princesa, heredera de un reino. Nos casaremos y seré rico". Besa a la rana. Al instante mismo se encuentra convertido en un sapo viscoso. La rana exclama, feliz: "¡Amor mío, hace tanto tiempo que estabas encantado, pero al fin te pude salvar!".
HOUDINI Y CONAN DOYLE
Ana María Shua
Argentina (1951)
Conan Doyle, el más lógico de los escritores del mundo, capaz de llevar el razonamiento hasta sus últimas y disparatadas consecuencias, creía sin embargo en los fenómenos paranormales. Su gran amigo Harry Houdini, el ilusionista que hechizó audiencias del mundo entero con su magia, era un racionalista absoluto, que dedicó buena parte de su vida a desenmascarar los trucos de mediums y espiritistas. Enfrentados por tan dispares opiniones, su amistad se deshizo. Sólo después de su muerte logró reconciliarlos Sherlock Holmes.
EN LA MESA
Juan Gil
España (1979)
Juan estaba sentado delante de Carolina en un bar. No sabía cómo decirle que la amaba. Entonces se metió dos dedos en la garganta y vomitó todas las mariposas sobre la mesa.
CUENTO DE HADAS
Alejandro Jodorowsky
Chile (1929)
Una rana que lleva una corna en la cabeza le dice a un señor: "Béseme, por favor". El señor piensa: "Este animal está encantado. Puede convertirse en una hermosa princesa, heredera de un reino. Nos casaremos y seré rico". Besa a la rana. Al instante mismo se encuentra convertido en un sapo viscoso. La rana exclama, feliz: "¡Amor mío, hace tanto tiempo que estabas encantado, pero al fin te pude salvar!".
HOUDINI Y CONAN DOYLE
Ana María Shua
Argentina (1951)
Conan Doyle, el más lógico de los escritores del mundo, capaz de llevar el razonamiento hasta sus últimas y disparatadas consecuencias, creía sin embargo en los fenómenos paranormales. Su gran amigo Harry Houdini, el ilusionista que hechizó audiencias del mundo entero con su magia, era un racionalista absoluto, que dedicó buena parte de su vida a desenmascarar los trucos de mediums y espiritistas. Enfrentados por tan dispares opiniones, su amistad se deshizo. Sólo después de su muerte logró reconciliarlos Sherlock Holmes.