¿Sabe usted si hay un lugar donde no se muera?
Una disposición habitual de la condición humana es la tenencia de cierta ansiedad o temor ante la percepción de la irrefutabilidad de la muerte. Tal vez estaba en lo cierto el filósofo francés Blaise Pascal (1623-1662) cuando expresaba que “es más fácil soportar la muerte sin pensar en ella, que soportar el pensamiento de la muerte”. O aquella aseveración del novelista francés André Malraux (1901-1976) quien afirmaba que “la muerte sólo tiene importancia en la medida que nos hace reflexionar sobre el valor de la vida”. Sea como sea, lo concreto es que la muerte forma parte de la vida y llegará inevitablemente. Dicen los psicólogos que lo mejor que se puede hacer es aceptarla y disfrutar de la vida lo más posible. En ese sentido se expresó el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud (1856-1939), quien aseguró que “si se quiere soportar la vida, hay que prepararse para la muerte”. En todo caso, tal como aseveró el escritor germano-estadounidense Charles Bukowski (1920-1994), “lo terrible no es la muerte, sino las vidas que la gente vive o no vive hasta su muerte”. Quizás es acertado el viejo adagio que dice que cuando la muerte le pregunta a la vida “¿por qué a mí todos me odian y a ti todos te aman?”, la vida le responde: “porque yo soy una bella mentira y tú una triste verdad”.
Ciertamente, desde tiempos inmemoriales, la muerte ha sido un tema empleado con frecuencia en distintas disciplinas artísticas, y una de ellas, sin dudas, es la literatura. Una manifestación notoria de esto la consumó el escritor nacido en Cuba y nacionalizado italiano Italo Calvino (1923-1985), autor de recordadas obras como “Il barone rampante” (El barón rampante) y “Le città invisibili” (Las ciudades invisibles).
“Cuentan que un día dijo
un joven:
- A mí eso de que todos tengamos que morir no me gusta nada. Iré en busca de un lugar donde no se muera- y se despidió de su padre, de su madre, de sus tíos y de sus primos, y se fue. Caminó y caminó días y días, caminó y caminó semanas, caminó meses, y a todo el que se encontraba le hacía la misma pregunta:
- ¿Sabe usted si hay un lugar donde no se muera?
Pero nadie lo sabía. Un día llegó a un bosque espeso, tan espeso que casi no se podía caminar entre los árboles, y tan grande que parecía no tener fin. Allí halló a un viejo con la barba blanca hasta el pecho, que cortaba ramas con una navaja.
- Discúlpeme -le dijo el joven-, ¿usted sabría decirme si hay un lugar donde no se muera?
- Si buscas un lugar donde no se muera, quédate conmigo -le dijo el viejo-. No
morirás hasta que haya talado todo el bosque con mi navaja.
- ¿Y cuánto tardará?
- Cien años
- ¿Y después tendré que morir?
- ¿No te basta?
- No, no me basta. Yo busco un lugar donde uno no muera nunca. Éste no es el lugar que busco.
Y el joven siguió caminando hasta que un día llegó al pie de una montaña y allí se encontró con un viejo con la barba blanca hasta el ombligo que llevaba una carretilla llena de piedras.
- Buen hombre, ¿sabría decirme si hay algún lugar donde no se muera? -le
preguntó.
- Si buscas un lugar donde no se muera, quédate conmigo. Hasta que yo termine de transportar con mi carretilla piedra a piedra toda la montaña, no morirás.
- ¿Y cuántos años tardará?
- Quinientos años necesitaré.
- ¿Pero después tendré que morir?
- Seguro.
- No, no es éste el lugar que busco. Yo quiero encontrar un lugar donde uno no muera nunca- y se despidió del viejo y siguió adelante.
Meses después, llegó a orillas del mar. Allí había un viejo con barba blanca hasta las rodillas que miraba fijamente a un pato que bebía agua de mar.
- Discúlpeme, ¿sabría usted dónde queda un lugar donde no se muere?
- Si tienes miedo a morir, quédate conmigo. Hasta que este pato no termine de
beberse el mar, no morirás.
- ¿Y cuánto tiempo le llevará?
- Mil años.
- ¿Y después tendré que morir?
- ¿Y qué quieres?, ¿cuántos años quieres vivir?
- Quiero vivir siempre. Éste tampoco es el lugar que busco. Quiero encontrar un lugar donde uno no muera nunca.
Y siguió su camino. Un día, al atardecer, llegó a un majestuoso palacio. Llamó a la puerta y le abrió un viejo con la barba blanca hasta los pies.
- ¿Qué deseas, muchacho?
- Estoy buscando el lugar donde nunca se muere.
- Aquí es. Ya has llegado al lugar donde nunca se muere. Mientras estés conmigo, no morirás.
- ¡Al fin! ¡Caminé tanto! ¡Éste es justo el lugar que buscaba! ¿Puedo quedarme?
- Quédate conmigo si así lo deseas. Estoy muy solo y, si tú te quedas, me harás
compañía.
- A mí eso de que todos tengamos que morir no me gusta nada. Iré en busca de un lugar donde no se muera- y se despidió de su padre, de su madre, de sus tíos y de sus primos, y se fue. Caminó y caminó días y días, caminó y caminó semanas, caminó meses, y a todo el que se encontraba le hacía la misma pregunta:
- ¿Sabe usted si hay un lugar donde no se muera?
Pero nadie lo sabía. Un día llegó a un bosque espeso, tan espeso que casi no se podía caminar entre los árboles, y tan grande que parecía no tener fin. Allí halló a un viejo con la barba blanca hasta el pecho, que cortaba ramas con una navaja.
- Discúlpeme -le dijo el joven-, ¿usted sabría decirme si hay un lugar donde no se muera?
- Si buscas un lugar donde no se muera, quédate conmigo -le dijo el viejo-. No
morirás hasta que haya talado todo el bosque con mi navaja.
- ¿Y cuánto tardará?
- Cien años
- ¿Y después tendré que morir?
- ¿No te basta?
- No, no me basta. Yo busco un lugar donde uno no muera nunca. Éste no es el lugar que busco.
Y el joven siguió caminando hasta que un día llegó al pie de una montaña y allí se encontró con un viejo con la barba blanca hasta el ombligo que llevaba una carretilla llena de piedras.
- Buen hombre, ¿sabría decirme si hay algún lugar donde no se muera? -le
preguntó.
- Si buscas un lugar donde no se muera, quédate conmigo. Hasta que yo termine de transportar con mi carretilla piedra a piedra toda la montaña, no morirás.
- ¿Y cuántos años tardará?
- Quinientos años necesitaré.
- ¿Pero después tendré que morir?
- Seguro.
- No, no es éste el lugar que busco. Yo quiero encontrar un lugar donde uno no muera nunca- y se despidió del viejo y siguió adelante.
Meses después, llegó a orillas del mar. Allí había un viejo con barba blanca hasta las rodillas que miraba fijamente a un pato que bebía agua de mar.
- Discúlpeme, ¿sabría usted dónde queda un lugar donde no se muere?
- Si tienes miedo a morir, quédate conmigo. Hasta que este pato no termine de
beberse el mar, no morirás.
- ¿Y cuánto tiempo le llevará?
- Mil años.
- ¿Y después tendré que morir?
- ¿Y qué quieres?, ¿cuántos años quieres vivir?
- Quiero vivir siempre. Éste tampoco es el lugar que busco. Quiero encontrar un lugar donde uno no muera nunca.
Y siguió su camino. Un día, al atardecer, llegó a un majestuoso palacio. Llamó a la puerta y le abrió un viejo con la barba blanca hasta los pies.
- ¿Qué deseas, muchacho?
- Estoy buscando el lugar donde nunca se muere.
- Aquí es. Ya has llegado al lugar donde nunca se muere. Mientras estés conmigo, no morirás.
- ¡Al fin! ¡Caminé tanto! ¡Éste es justo el lugar que buscaba! ¿Puedo quedarme?
- Quédate conmigo si así lo deseas. Estoy muy solo y, si tú te quedas, me harás
compañía.
Y el joven se instaló en el palacio con el viejo. Años, años y años pasaron sin que se diera cuenta, llevando vida señorial. Un día el joven le dijo al viejo:
- La verdad es que estoy muy bien aquí con usted, pero me gustaría visitar a mis parientes para saber cómo les ha ido en todos estos años.
- Ya no tienes parientes a quienes visitar. Ha pasado tanto tiempo que están todos muertos.
- Aun así, me gustaría ir. Tengo muchas ganas de volver a ver mi pueblo, y quién sabe si no me encontraré con los hijos de los hijos de mis parientes.
- Veo que se te ha metido en la cabeza la idea de volver a tu pueblo y no hay manera de sacártela. Te enseñaré, pues, lo que tienes que hacer. Ve al establo y ensilla mi caballo blanco que corre como el viento, y galopa y galopa. Él te conducirá a tu pueblo. Pero nunca desmontes del caballo suceda lo que suceda porque, si pones los pies en el suelo, morirás.
- No desmontaré, quédese tranquilo.
Fue al establo, ensilló el caballo blanco, lo montó y galopó tan veloz como el viento. Pasó por el lugar donde había encontrado al viejo con el pato; donde estaba el mar ahora había una gran pradera. En el medio vio una pila de huesos blancos: eran los huesos del viejo y del pato. Hice bien en seguir adelante, se dijo el joven. Si me hubiese quedado aquí, ¡ahora también estaría muerto! Y siguió galopando hasta que llegó al lugar donde viera al viejo con su carretilla acarreando las piedras de la montaña. Ahora había una llanura llana como un plato llano. En el medio de la planicie, un montón de huesos blancos. Menos mal que no me quedé con este viejo, porque ahora estaría tan muerto como él, pensó el joven.
Y galopó y galopó hasta que llegó hasta el lugar donde había encontrado al viejo con su navaja talando el bosque. En lugar del espeso bosque se hallaba un desierto ralo, sin árbol ni arbusto, y en medio, un montón de huesos blancos. El joven no pudo contener otra exclamación: “¡Si me hubiera quedado aquí, ahora estaría bien muerto!”. Y siguió galopando hasta que por fin llegó a su pueblo, pero estaba tan cambiado que apenas lo reconoció. Buscó su casa, pero no quedaba ni siquiera la calle. Preguntó por los suyos, pero nadie había oído jamás su apellido. Se sintió mal, muy mal. Era como si no hubiese ninguna huella de su paso por aquel lugar. “¿Qué hago yo aquí si no queda nadie que me recuerde? Más vale que vuelva enseguida al lugar donde nunca se muere”, se dijo. Hizo girar el caballo blanco y emprendió el regreso. Pero aún no había
hecho la mitad del camino cuando vio un carro tirado por una yunta de bueyes, parado en el borde del camino. El carro iba lleno de zapatos viejos, rotos. El carretero, con una rueda en la mano, se dirigió al joven:
- ¡Por caridad, señor! ¿Podría usted bajar un momento y ayudarme a poner esta rueda que se me salió el eje?
- Lo siento, buen hombre, tengo prisa y no puedo desmontar de mi caballo ni un solo momento- dijo el joven.
- Hágame el favor, mire que soy muy viejo, estoy solo y ya anochece…
El joven sintió pena por aquel viejo desvalido y desmontó para ayudarlo. Aún tenía un pie en el estribo y otro en tierra cuando el carretero le agarró un brazo y le dijo:
- ¡Ah! ¡Al fin te atrapé! ¿Sabes quién soy? ¡Soy la Muerte! ¿Ves todos estos zapatos rotos que hay en el carro? Son los que he gastado siguiéndote todos estos años. ¡Pero ya te tengo!”.
Y en cuanto puso el otro pie en la tierra al joven le llegó la hora de morir”.
Unos años antes, en 1940,
los escritores argentinos Jorge Luis Borges (1899-1986), Silvina Ocampo
(1903-1993) y Adolfo Bioy Casares (1914-1999) habían publicado “Antología de la
literatura fantástica”, una compilación en la que incluyeron textos de
reconocidos escritores como François Rabelais (1494-1553), Thomas Carlyle (1795-1881),
Edgar Allan Poe (1809-1849), Lewis Carroll (1832-1898), Léon Bloy (1846-1917), Guy
de Maupassant (1850-1893), May Sinclair (1863-1946), Rudyard Kipling (1865-1936),
H. G. Wells (1866-1946), Alexandra David-Néel (1868-1969), G. K. Chesterton (1874-1936),
Leopoldo Lugones (1874-1938), Macedonio Fernández (1874-1952), Giovanni Papini
(1881-1956), Franz Kafka (1883-1924), Ramón Gómez de la Serna (1888-1963) y Elena Garro
(1916-1998) entre muchos otros.
“- ¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahán.
El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la muerte y le pregunta:
- Esta mañana, ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?
- No fue un gesto de amenaza -le responde- sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahán esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahán”.
El origen de este apólogo se remonta, según algunos historiadores, al “Talmud Bávli” (Talmud de Babilonia) del siglo VI y, para otros, a la tradición sufí de Oriente Medio recogida en la obra “Hikayat-i-Naqshia” (Historias con moraleja) a principios del siglo IX. Pero, lo cierto es que la vieja historia de la lucha entre la vida y la muerte sirvió de germen, a lo largo de los años, a múltiples recreaciones literarias -ya sean cuentos, novelas, obras de teatro, ensayos o poemas- con algunas variantes en la trama y distintos títulos y finales. El antecedente más antiguo que se conoce es una versión atribuida al teólogo musulmán Al-Baydawi (631-685), quien en una de sus obras escribió:
“Una vez Azrael, el ángel de la muerte, entró en la casa de Salomón en Canaán y fijó su mirada en uno de los amigos de éste. El amigo preguntó: ¿Quién es? El ángel de la muerte, respondió Salomón. Parece que ha fijado sus ojos en mí -continuó el amigo-. Ordena entonces al viento que me lleve consigo y me pose en la India. Salomón así lo hizo. Entonces habló el ángel: Si lo miré tanto tiempo fue porque me sorprendió verlo aquí, puesto que he recibido orden de ir a buscar su alma a la India y, sin embargo, estaba en tu casa en Canaán”.
Más adelante, en el siglo XIII, el poeta y filósofo persa Yalal ad-Din Muhammad Rumi (1207-1273) incluyó en sus “Masnavi-ye manavi” (Coplas espirituales) -un vastísimo tratado sobre el sufismo- el apólogo llamado “Sulaiman wa Azriel” (Salomón y Azrael):
“Un hombre vino muy temprano a presentarse en el palacio del profeta Salomón, con el rostro pálido y los labios descoloridos. Salomón le preguntó:
- ¿Por qué estás en ese estado?
Y el hombre le respondió:
- Azrael, el ángel de la muerte, me ha dirigido una mirada impresionante, llena de cólera. ¡Manda al viento, por favor te lo suplico, que me lleve a la India para poner a salvo mi cuerpo y mi alma!
Salomón mandó, pues, al viento que hiciera lo que pedía el hombre. Y, al día siguiente, el profeta preguntó a Azrael:
- ¿Por qué has echado una mirada tan inquietante a ese hombre, que es un fiel? Le has causado tanto miedo que ha abandonado su patria.
Azrael respondió:
- Ha interpretado mal esa mirada. No lo miré con cólera, sino con asombro. Dios, en efecto, me había ordenado que fuese a tomar su vida en la India, y me dije: ¿cómo podría, a menos que tuviese alas, trasladarse a la India?”.
En 1706 se lanzó la primera edición en idioma inglés de “Hekayat-haye hezar-o-yek shab” (Las mil y una noches) basada en un manuscrito hallado en la región de la actual Siria en el siglo XIV. La obra contuvo cuentos y leyendas de origen hindú, árabe y persa escritos durante la época conocida como Edad de Oro del Islam o Renacimiento Islámico, un período que se extendió entre los siglos VIII y XIII. Entre los cuentos narrados por la protagonista Scheherezade al sultán Shahriar hay varios protagonizados por Yemoti Meli'āki (el Ángel de la Muerte) que bien podrían citarse como la fuente de muchas versiones posteriores.