8 de enero de 2025

La sempiterna leyenda del encuentro con la Muerte (2/4)

A mí nadie se me resiste
 
Durante la primera mitad del siglo XIX, los hermanos Jacob Grimm (1785-1863) y Wilhelm Grimm (1786-1859) fueron dos escritores alemanes que coleccionaron y publicaron colecciones de cuentos en las que popularizaron relatos orales tradicionales como “Aschenputtel” (La Cenicienta), “Daumesdick” (Pulgarcito), “Hänsel und Gretel” (Hansel y Gretel), “Dornröschen” (La bella durmiente) y “Schneewittchen” (Blancanieves). En 1812 publicaron el primer volumen de “Kinder und hausmärchen” (Cuentos para la infancia y el hogar) una colección de fábulas en la que incluyeron “Die boten des todes” (Los mensajeros de la muerte), el cual dice así:
“Una vez -hace de ello muchísimo tiempo-, pasaba un gigante por la carretera real cuando de repente se le presentó un hombre desconocido y le gritó:
- ¡Alto! ¡Ni un paso más!
- ¡Cómo! -exclamó el gigante-. ¿Un renacuajo como tú, al que puedo aplastar con dos dedos, pretende cerrarme el paso? ¿Quién eres, pues, que osas hablarme con tanto atrevimiento?
- Soy la Muerte -replicó el otro-. A mí nadie se me resiste y también tú has de
obedecer mis órdenes.
Sin embargo, el gigante se resistió y se entabló una lucha a brazo partido entre él y la Muerte. Fue una pelea larga y enconada, pero al fin venció el gigante que, de un puñetazo, derribó a su adversario, el cual fue a desplomarse junto a una roca. Prosiguió el gigante su camino, dejando a la Muerte vencida y tan extenuada que no pudo levantarse.
¿Qué va a ocurrir -se dijo-, he de quedarme tendida en este rincón? Ya nadie
morirá en el mundo y va a llenarse tanto de gente que no habrá lugar para todos. En esto acertó a pasar un joven fresco y sano, cantando una alegre canción y paseando la mirada en derredor. Al ver a aquel hombre tumbado, casi sin sentido, se le acercó, compasivo, lo incorporó, le dio a beber de su bota un trago reconfortante y aguardó a que se repusiera.
- ¿Sabes quién soy y a quién has ayudado? -preguntó el desconocido levantándose.
-No -respondió el joven-, no te conozco.
- Pues soy la Muerte -dijo el otro-. No perdono a nadie, y tampoco contigo podré hacer una excepción. Más, para que veas que soy agradecida, te prometo que no te llevaré de manera imprevista, sino que te enviaré antes a mis emisarios para que te avisen.
- Bien -respondió el joven-. Siempre es una ventaja saber cuándo has de venir; al menos viviré seguro hasta entonces.
Y se marchó, contento y satisfecho, viviendo en adelante con despreocupación. Sin embargo, la juventud y la salud no le duraron mucho tiempo; pronto acudieron las enfermedades y los dolores, amargándole los días y robándole el sueño por las noches. No voy a morir -se decía- pues la Muerte me debe enviar a sus emisarios; sólo quisiera que pasasen estos malos días de enfermedad.
En cuanto se sintió restablecido, volvió a su existencia ligera hasta que, cierto día, alguien le dio un golpecito en el hombro y, al volverse, vio a la Muerte a su espalda que le decía:
- Sígueme, ha sonado la hora en que tienes que despedirte del mundo.
- ¿Cómo? -protestó el hombre-. ¿Vas a faltar a tu palabra? ¿No me prometiste que me enviarías a tus emisarios antes de venir tú a buscarme? No he visto a ninguno.
- ¿Qué dices? -replicó la Muerte-. ¿No te los he estado enviando uno tras otro? ¿No vino la fiebre, que te atacó, te molió y te postró en una cama? ¿No te turbaron la cabeza los vahídos? ¿No te atormentó la gota en todos tus miembros? ¿No te zumbaron los oídos? ¿No sentiste en las mandíbulas las punzadas del dolor de muelas? ¿No se te oscureció la vista? Y, además y por encima de todo esto, ¿acaso mi hermano el Sueño no te ha hecho pensar en mí noche tras noche? Cuando dormías, ¿no era como si estuvieses muerto?
El hombre no supo qué replicar, y, resignándose a su destino, se fue con la Muerte”.


Tres años después, en el segundo volumen incluyeron “Der gevatter Tod” (El padrino Muerte), una versión peculiar de la legendaria leyenda:
“Hace mucho, mucho tiempo, tanto tiempo que ya casi nadie se acuerda, había una vez un pobre sastre que apenas podía alimentar a sus doce hijos. Cuando nació el décimo tercer hijo, el hombre, angustiado, salió corriendo a un camino cercano decidido a encontrar a alguien que aceptara ser padrino del niño. El sastre sabía que era la única manera para mantener a su recién nacido.
El primero que pasó fue Dios, pero el sastre lo rechazó: Dios da a los ricos y quita a los pobres. Esperaré a que venga otro. El segundo fue el Diablo, pero el sastre lo rechazó también: él miente y engaña a los hombres buenos y conduce por el mal camino. Esperaré a otro. El tercero en pasar por el camino fue la
Muerte, a quien el sastre consideró con atención: la Muerte trata a todos los hombres por igual, sean ricos o pobres. A ella le haré mi solicitud.
La Muerte nunca antes había recibido una petición así, pero la aceptó de inmediato. A tu hijo no le faltará nada, dijo, porque yo soy un amigo poderoso. Pasaron los años y la Muerte cumplió su palabra. El niño y su familia vivieron sin carencias. Cuando el niño finalmente alcanzó la mayoría de edad, la Muerte apareció ante él. Es tiempo de establecerte en el mundo, le dijo. Tú serás un gran médico. Toma esta hierba mágica, el remedio para cualquier enfermedad en esta tierra. Búscame cuando te llamen a la cama de un paciente. Si me ves a la cabeza de la persona, dales una infusión de la hierba y tu paciente estará bien. Pero si me ves a sus pies, sabrás que es su hora de morir. Tus diagnósticos serán siempre acertados y serás famoso en todo el mundo.
Y así fue. El joven se convirtió en el médico más famoso de su tiempo y su fama se extendió por todas partes, hasta llegar a oídos del rey. Su Alteza estaba acostado en su cama de oro y llamó al hijo del sastre. Pero cuando el joven médico llegó, en el dormitorio exquisitamente decorado vio que el rey estaba muy grave y que la Muerte estaba a sus pies. El rey era muy querido y el joven deseaba curarlo de todo corazón. Rápidamente, el médico instruyó a los asistentes de la corte a que giraran la cama, para después restaurar la salud del rey con una infusión de la hierba mágica. La Muerte no estaba satisfecha. Movió sus dedos largos y huesudos y, señalando a su ahijado, le dijo: nunca deberás engañarme otra vez. Si lo haces sufrirás las consecuencias.
El joven médico tomó esta advertencia en serio y no desobedeció a su padrino otra vez, hasta que la hija del rey cayó enferma y él fue llamado de vuelta al palacio. Era hija única del buen rey. El padre estaba desesperado por verla así. Salva su vida, le pidió el rey, te daré su mano en matrimonio. El doctor fue a la alcoba de la hermosa doncella donde estaba la Muerte. Se colocó a los pies de la cama de la princesa, listo para llevársela. No me desobedezcas otra vez, le advirtió el padrino, pero el doctor ya se sentía enamorado. Ordenó que la cama de la princesa fuera girada antes de darle la infusión a base de hierbas.
La princesa se curó de inmediato, pero la Muerte extendió su mano fría y blanca y sujetó del brazo a su ahijado anunciándole: irás conmigo en su lugar. Llevó al joven médico a una cueva, donde había nichos en las paredes con millones de velas. Aquí, dijo, están las velas encendidas de todas las vidas sobre la tierra. Cada vez que una vela se extingue y se apaga, una vida se termina. Esta es la tuya. La Muerte le enseñó una vela que ardía casi al punto de ser sólo una gota de cera. Por favor, rogó el ahijado, durante muchos años fui tu fiel servidor. Por favor, padrino Muerte, ¿no puedes encender una vela nueva para mí? La Muerte lo miró sin piedad. La vela chisporroteó y se apagó, y el joven doctor cayó muerto”.


También se ocuparon del tema los escritores y folcloristas noruegos Peter Christen Asbjørnsen (1812-1885) y Jørgen Engebretsen Moe (1813-1882), quienes en “Norske folkeeventyr” (Cuentos populares noruegos) bajo el título “Gutten med øldunken” (El muchacho con el barril de cerveza). Escribieron:
“Érase una vez un muchacho que había servido a un hombre en las montañas del norte durante mucho tiempo. Este hombre era un maestro en la elaboración de cerveza. Era tan extraordinariamente buena que no se podía encontrar otra igual. Así que, cuando el muchacho tuvo que dejar su puesto y el hombre tuvo que pagarle el salario que había ganado, no aceptó otra paga que un barril de cerveza navideña. Bueno, lo cogió y se fue con él, y lo llevó lejos, lejos; pero cuanto más llevaba el barril, más pesado se volvía, así que empezó a mirar a su alrededor para ver si venía alguien con quien pudiera beber, para que la cerveza disminuyera y el barril se aligerara. Y después de mucho, mucho tiempo, se encontró con un anciano con una gran barba.
- Buen día -dijo el hombre.
- Buen día -dijo el muchacho.
- ¿A dónde vas? -preguntó el hombre.
- Estoy buscando a alguien que beba conmigo y me alivie el ánimo -dijo el muchacho.
- ¿No puedes beber conmigo igual que con cualquier otro? -dijo el hombre-. He viajado por todas partes y estoy cansado y sediento.
- Bueno, ¿por qué no habría de hacerlo? -dijo el muchacho-. Pero dime, ¿de dónde eres y qué clase de hombre eres?
- Yo soy el Señor y vengo del Cielo -dijo el hombre.
- No beberé contigo-dijo el muchacho-, porque haces tanta distinción entre las personas aquí en la tierra y repartís los derechos de forma tan desigual que unos se hacen muy ricos y otros muy pobres. ¡No, no beberé contigo! Y dicho esto, se alejó de nuevo con su barril.
Cuando había avanzado un poco más, el barril se volvió demasiado pesado. Pensó que no podría llevarlo más tiempo a menos que viniera alguien con quien beber y así disminuir la cerveza en el barril. Entonces se encontró con un hombre feo y flacucho que se acercaba corriendo.
- Buen día -dijo el hombre.
- Buen día -dijo el muchacho.
- ¿A dónde vas? -preguntó el hombre.
- Oh, estoy buscando a alguien con quien beber y aligerar mi cerveza -dijo el muchacho.
- ¿No puedes beber conmigo igual que con cualquier otro? -dijo el hombre-. He viajado por todas partes y estoy cansado y sediento.
- Bueno, ¿por qué no? -dijo el muchacho-. Pero, ¿quién eres tú y de dónde vienes?
- ¿Quién soy yo? Soy el Diablo y vengo del Infierno, de ahí vengo -dijo el hombre.
- ¡No! -dijo el muchacho-. No haces más que atormentar y fastidiar a la gente pobre, y si hay algún problema, siempre dicen que es culpa tuya. No beberé contigo.
Así que siguió caminando cada vez más lejos con su barril de cerveza a la espalda, hasta que pensó que se había vuelto tan pesado que ya no podía seguir llevándolo. Comenzó a mirar a su alrededor de nuevo para ver si venía alguien con quien pudiera beber y aligerar su barril. Así que después de mucho, mucho tiempo, llegó otro hombre, y estaba tan seco y flacucho que era un milagro que sus huesos se mantuvieran unidos.
- Buen día -dijo el hombre.
- Buen día", dijo el muchacho.
- ¿A dónde vas? -preguntó el hombre.
- Oh, sólo estaba mirando a mi alrededor para ver si podía encontrar a alguien con quien beber, para aligerar un poco mi barril, que es muy pesado de llevar.
- ¿No puedes beber conmigo igual que con cualquier otra persona? -dijo el hombre.
- Sí, ¿por qué no? -dijo el muchacho-. Pero ¿qué clase de hombre eres tú?
- Me llaman Muerte -dijo el hombre.
- Beberé contigo con mucho gusto -dijo el muchacho.
Y mientras decía esto, dejó el barril y comenzó a servir cerveza en un cuenco. - Eres un buen hombre porque tratas a todos por igual, tanto a los ricos como a los pobres.
Así que bebió a su salud y la Muerte bebió a su salud. La Muerte dijo que nunca había probado una bebida así, y como al muchacho le gustaba, bebieron tazón tras tazón hasta que la cerveza disminuyó y el barril casi se vació.
Finalmente, la Muerte dijo:
- Nunca he conocido bebida que supiera mejor ni que me hiciera tanto bien como esta cerveza que me has dado, y no sé qué darte a cambio.


Pero después de pensarlo un rato, dijo que el barril nunca se vaciaría por mucho que bebieran de él, y que la cerveza que contenía se convertiría en una bebida curativa con la que el muchacho podría curar a un enfermo mejor que cualquier médico. Y también dijo que cuando el muchacho entrara en la habitación de un enfermo, la Muerte siempre estaría allí y se le mostraría, y que para él sería una señal segura si veía a la Muerte al pie de la cama que podía curar al enfermo con un trago del barril; pero si se sentaba junto a la almohada, no habría curación ni medicina, porque entonces la persona enferma pertenecería a la Muerte.
El muchacho se hizo famoso y lo llamaban de todas partes, y ayudó a muchos que habían sido abandonados a su suerte a recuperar la salud. Cuando entró y vio que la Muerte estaba sentada junto a la cama de un enfermo, predijo que la muerte sería su vida, y sus predicciones nunca se equivocaban. Se convirtió en un hombre rico y poderoso, y por fin lo llamaron para que fuera a ver a la hija de un rey que vivía muy, muy lejos en el mundo. Su enfermedad era tan grave que ningún médico pensó que pudiera hacerle ningún bien, así que le prometieron todo lo que pudiera pedir si tan solo le salvaba la vida.
Ahora bien, cuando entró en la habitación de la princesa, allí estaba la Muerte sentada junto a su almohada; pero mientras estaba sentado, dormitó y cabeceó, y mientras hacía esto ella se sentía mejor.
- Ahora está en juego la vida o la muerte -dijo el doctor- y temo, por lo que veo, que no hay esperanza.
Pero ellos dijeron que debía salvarla, aunque eso costara tierras y reinos. Entonces miró a la Muerte y, mientras estaba sentado allí y dormitaba de nuevo, hizo una señal a los sirvientes para que voltearan la cama tan rápido que la Muerte quedó sentada a los pies, y en el mismo momento en que voltearon la cama, el médico le dio la bebida y le salvó la vida.
- Ahora me has engañado -dijo la Muerte- y ya no estamos en paz.
- Me vi obligado a hacerlo -dijo el muchacho - a menos que quisiera perder tierras y reino.
- Eso no te servirá de mucho -dijo la Muerte-. Tu tiempo se acabó, porque ahora me perteneces.
- Bueno -dijo el muchacho-, lo que tiene que ser, será. Pero, ¿me darás tiempo para leer primero el Padrenuestro?
Sí, tenía permiso para hacerlo, pero se cuidaba mucho de leer el Padrenuestro. Leía todo lo demás, pero el Padrenuestro nunca salía de sus labios, y al final pensó que había engañado a la Muerte para siempre. Pero cuando la Muerte pensó que había esperado demasiado, una noche fue a la casa del muchacho y colgó una gran tabla con el Padrenuestro pintado sobre ella, frente a su cama. Así que cuando el muchacho se despertó por la mañana, comenzó a leer la tabla y no comprendió bien lo que estaba haciendo hasta que llegó a Amén. Pero entonces fue demasiado tarde y la Muerte lo atrapó”.