Ella me miró e hizo
un gesto amenazador
También orientada hacia la
versión de la Muerte como padrino se dirigió en 1870 la coleccionista de
cuentos de hadas de origen suizo-alemán Laura Gonzenbach (1842-1878), una
italiana nacida en el seno de una familia de origen suizo que, estando en
Sicilia, se dedicó a estudiar las fábulas populares y a recopilarlas en
“Sizilianische märchen” (Cuentos de hadas sicilianos). Entre ellas figuraba
“Gevatter Tod” (Padrino Muerte):
“Había una vez un hombre que tenía un hijo único. En aquellos tiempos, algunos no bautizaban a sus hijos cuando eran pequeños, sino que esperaban hasta que fueran mayores. Así que este niño ya tenía siete años y su padre aún no lo había bautizado. Cuando el buen Dios vio esto desde el cielo, se enojó y llamó a San Juan y le dijo: Oye, Juan, ve a tal hombre y pregúntale por qué no ha bautizado aún a su hijo. Entonces San Juan bajó a la tierra y llamó a la puerta del hombre.
- ¿Quién está ahí? -preguntó el hombre.
- ¡Soy yo, San Juan!
- ¿Qué quieres de mí? -preguntó el hombre.
- El buen Dios me ha enviado -dijo el santo-. Quiere saber por qué no has bautizado aún a tu hijo.
- No he conseguido encontrar un buen padrino -respondió el hombre.
- Pues bien, si es así -dijo San Juan-, entonces yo seré el padrino de tu hijo.
- Gracias -dijo el hombre-, pero eso no puede ser. Si fueras el padrino de mi hijo, sólo tendrías un deseo: llevarlo al paraíso lo antes posible, y yo no quiero eso.
Así que San Juan tuvo que regresar al cielo sin haber logrado nada. Entonces el buen Dios envió a San Pedro para advertir al hombre. Pero no hizo nada mejor. El hombre le dio las mismas respuestas que le había dado a San Juan y no quería que San Pedro fuera el padrino de su hijo.
Entonces el buen Dios pensó: ¿Qué es lo que tiene en mente? Seguramente quiere darle a su hijo la inmortalidad, así que tendré que enviarle la Muerte. Entonces el buen Dios llamó a la Muerte y la envió a donde vivía el hombre para preguntarle por qué aún no había bautizado al niño.
Entonces la Muerte se acercó a la casa del hombre y llamó a la puerta.
- ¿Quién está ahí? -preguntó el hombre.
- Dios me ha enviado -respondió la Muerte-. Quiere saber por qué tu hijo no ha sido bautizado todavía.
- Dile a Dios -dijo el hombre- que aún no he encontrado un padrino adecuado.
- ¿Quieres que sea su padrino? -preguntó la Muerte.
- ¿Quién eres entonces?
- Yo soy la muerte.
- Sí -exclamó el hombre- me gustaría que fueras el padrino de mi hijo y lo bautizaremos de inmediato.
Así que el niño fue bautizado.
Unos meses después, el padrino Muerte volvió de repente al hombre, que lo recibió con amabilidad y quiso ofrecerle toda clase de cosas buenas. Pero la Muerte habló:
- No te molestes tanto, sólo vine a llevarte.
- ¿Qué? -exclamó el hombre asombrado-. Te elegí como padrino de mi hijo para que me perdonaras la vida a mí, a mi mujer y a mi hijo.
- Eso no es posible -respondió la Muerte-. La hoz corta toda la hierba que encuentra a su paso. No puedo prescindir de ti.
Entonces la Muerte llevó al hombre a un sótano oscuro, donde ardían gran cantidad de candiles en todas las paredes.
- Ya ves -dijo- esas son luces de vida; cada ser humano tiene una luz así, y cuando se apaga, debe morir.
- ¿Cuál es mi luz? -preguntó el hombre.
Entonces la Muerte le mostró un pequeño candil en el que casi no quedaba aceite, y cuando se apagó el hombre cayó y murió. ¿La Muerte hizo morir también al hijo? Sí, por supuesto. La muerte no perdona a nadie. Cuando llegó su hora, el hijo también tuvo que morir”.
Y una versión similar a la de Asbjørnsen y Moe fue publicada en 1881 por el maestro danés Evald Tang Kristensen (1843-1929) quien recopiló canciones, acertijos y leyendas provenientes de Jutlandia, la península que comprende la parte continental y más extensa de Dinamarca y la parte más septentrional de Alemania. Lo hizo con el título “Doktoren og Døden” (El doctor y la Muerte) en su obra “Jyske folkeminder” (Folclore de Jutlandia).
“Había una vez un hombre que tenía un hijo único. En aquellos tiempos, algunos no bautizaban a sus hijos cuando eran pequeños, sino que esperaban hasta que fueran mayores. Así que este niño ya tenía siete años y su padre aún no lo había bautizado. Cuando el buen Dios vio esto desde el cielo, se enojó y llamó a San Juan y le dijo: Oye, Juan, ve a tal hombre y pregúntale por qué no ha bautizado aún a su hijo. Entonces San Juan bajó a la tierra y llamó a la puerta del hombre.
- ¿Quién está ahí? -preguntó el hombre.
- ¡Soy yo, San Juan!
- ¿Qué quieres de mí? -preguntó el hombre.
- El buen Dios me ha enviado -dijo el santo-. Quiere saber por qué no has bautizado aún a tu hijo.
- No he conseguido encontrar un buen padrino -respondió el hombre.
- Pues bien, si es así -dijo San Juan-, entonces yo seré el padrino de tu hijo.
- Gracias -dijo el hombre-, pero eso no puede ser. Si fueras el padrino de mi hijo, sólo tendrías un deseo: llevarlo al paraíso lo antes posible, y yo no quiero eso.
Así que San Juan tuvo que regresar al cielo sin haber logrado nada. Entonces el buen Dios envió a San Pedro para advertir al hombre. Pero no hizo nada mejor. El hombre le dio las mismas respuestas que le había dado a San Juan y no quería que San Pedro fuera el padrino de su hijo.
Entonces el buen Dios pensó: ¿Qué es lo que tiene en mente? Seguramente quiere darle a su hijo la inmortalidad, así que tendré que enviarle la Muerte. Entonces el buen Dios llamó a la Muerte y la envió a donde vivía el hombre para preguntarle por qué aún no había bautizado al niño.
Entonces la Muerte se acercó a la casa del hombre y llamó a la puerta.
- ¿Quién está ahí? -preguntó el hombre.
- Dios me ha enviado -respondió la Muerte-. Quiere saber por qué tu hijo no ha sido bautizado todavía.
- Dile a Dios -dijo el hombre- que aún no he encontrado un padrino adecuado.
- ¿Quieres que sea su padrino? -preguntó la Muerte.
- ¿Quién eres entonces?
- Yo soy la muerte.
- Sí -exclamó el hombre- me gustaría que fueras el padrino de mi hijo y lo bautizaremos de inmediato.
Así que el niño fue bautizado.
Unos meses después, el padrino Muerte volvió de repente al hombre, que lo recibió con amabilidad y quiso ofrecerle toda clase de cosas buenas. Pero la Muerte habló:
- No te molestes tanto, sólo vine a llevarte.
- ¿Qué? -exclamó el hombre asombrado-. Te elegí como padrino de mi hijo para que me perdonaras la vida a mí, a mi mujer y a mi hijo.
- Eso no es posible -respondió la Muerte-. La hoz corta toda la hierba que encuentra a su paso. No puedo prescindir de ti.
Entonces la Muerte llevó al hombre a un sótano oscuro, donde ardían gran cantidad de candiles en todas las paredes.
- Ya ves -dijo- esas son luces de vida; cada ser humano tiene una luz así, y cuando se apaga, debe morir.
- ¿Cuál es mi luz? -preguntó el hombre.
Entonces la Muerte le mostró un pequeño candil en el que casi no quedaba aceite, y cuando se apagó el hombre cayó y murió. ¿La Muerte hizo morir también al hijo? Sí, por supuesto. La muerte no perdona a nadie. Cuando llegó su hora, el hijo también tuvo que morir”.
Y una versión similar a la de Asbjørnsen y Moe fue publicada en 1881 por el maestro danés Evald Tang Kristensen (1843-1929) quien recopiló canciones, acertijos y leyendas provenientes de Jutlandia, la península que comprende la parte continental y más extensa de Dinamarca y la parte más septentrional de Alemania. Lo hizo con el título “Doktoren og Døden” (El doctor y la Muerte) en su obra “Jyske folkeminder” (Folclore de Jutlandia).
Muchos años más tarde, en 1926, el filósofo, poeta y ensayista holandés Pieter Nicolaas van Eyck (1887-1954) publicó “De tuinman en de dood” (El jardinero y la muerte), un poema con el que obtuvo una inmensa fama. En él reprodujo casi sin variaciones la vieja historia sin mencionar su origen, por lo que sería muchos años después acusado de plagio.
Luego, en 1933, el novelista, dramaturgo y ensayista británico William Somerset Maugham (1874-1965) estrenó en el Wyndham's Theatre de Londres la que sería su última obra teatral: “Sheppey”. En el tercer y último acto de la pieza, el protagonista, un laborioso peluquero llamado precisamente Sheppey, mantiene un diálogo con la Muerte. El autor de recordadas novelas como “Of human bondage” (Servidumbre humana), “The moon and sixpence” (La luna y seis peniques) y “The razor's Edge” (El filo de la navaja) aclaró desde un principio que él no había inventado la leyenda incluida en la obra. La misma apareció más tarde con el título “The appointment in Samarra” (La cita en Samarra), texto que tiene la particularidad de que está narrado por la Muerte, tal como indicó Somerset Maugham en su párrafo inicial:
“El hablante es la Muerte. Había un mercader en Bagdad que envió a su sirviente al mercado a comprar provisiones y al poco rato el sirviente regresó, pálido y tembloroso, y dijo: Maestro, hace un momento, cuando estaba en el mercado, una mujer me empujó entre la multitud y cuando me volví vi que era la Muerte quien me empujaba. Ella me miró e hizo un gesto amenazador: Préstame tu caballo y me iré de esta ciudad y evitaré mi destino. Iré a Samarra y allí la Muerte no me encontrará. El mercader le prestó su caballo y el sirviente montó en él, y clavó las espuelas en sus flancos y se puso a galopar tan rápido como el caballo pudo. Entonces el mercader bajó al mercado y me vio de pie entre la multitud y se me acercó y me dijo: ¿Por qué hiciste un gesto amenazador a mi sirviente cuando lo viste esta mañana? Eso no fue un gesto amenazador, dije, fue sólo un sobresalto. Me quedé asombrado al verlo en Bagdad, pues tenía una cita con él esa noche en Samarra”.
Este texto fue utilizado un año después por el escritor estadounidense John O’Hara (1905-1970) como epígrafe de su novela “Appointment in Samarra” (Cita en Samarra). Al mismo se referiría el escritor argentino Julio Cortázar (1914-1984) en una de las clases de Literatura que dio en 1980 en la University of California de Berkeley, una ciudad estadounidense situada sobre la bahía de San Francisco. En la clase que tituló “Sobre la fatalidad en el cuento”, el autor de renombradas obras como “Rayuela”, “Todos los fuegos el fuego” e “Historias de cronopios y de famas” expresó que la noción de la fatalidad no sólo se daba entre los griegos, sino que se transmitió a lo largo de la Edad Media y estaba también presente en el mundo islámico, en el mundo árabe, donde se expresó literariamente en relatos, poemas y tradiciones perdidas en el tiempo. Como ejemplo de ello citó al texto de John O’Hara diciendo que “La cita en Samarra” era una historia donde el mecanismo de la fatalidad se daba de una manera totalmente infalible.
En el prólogo a la reimpresión de 1952, O'Hara señaló que el título provisional de la novela era “The infernal grove” (El surco infernal), pero cuando leyó la historia en la obra de Maugham, decidió cambiarlo. Lo concreto es que su novela fue incluida por la editorial estadounidense Modern Library en la lista de las cien mejores novelas escritas en inglés durante el siglo XX junto a afamadas obras como “Ulysses” (Ulises) de James Joyce (1882-1941), “The great Gatsby” (El gran Gatsby) de Francis Scott Fitzgerald (1896-1940), “The sound and the fury” (El sonido y la furia) de William Faulkner (1897-1962), “The sun also rises” (Fiesta) de Ernest Hemingway (1899-1961), “The grapes of wrath” (Las uvas de la ira) de John Steinbeck (1902-1968), “Animal farm” (Rebelión en la granja) de George Orwell (1903-1950) y “The heart of the matter” (El revés de la trama) de Graham Greene (1904-1991).
La leyenda del encuentro con la Muerte se popularizó alcanzando una gran difusión en la literatura más reciente e inspiró a conocidos escritores para narrar sus propias versiones. El escritor español Juan Benet (1927-1993), por ejemplo, en su libro “Trece fábulas y media” de 1981 -un volumen en el que las apariencias, la muerte y el destino son los temas que sirven de hilo conductor al conjunto de los relatos- escribió en el capítulo titulado “Fábula novena”:
“El criado, en estado de intenso azoramiento, llegó al mediodía a casa de su amo, un rico comerciante, y con las siguientes palabras le vino a explicar el trance, por el que había pasado:
- Señor, esta mañana mientras paseaba por el mercado de telas para comprarme un nuevo sudario, me he topado con la Muerte, que me ha preguntado por ti. Me ha preguntado también si acostumbras a estar en casa por la tarde, pues en breve piensa hacerte una visita. He pensado, señor, si no será mejor que lo abandonemos todo y huyamos de esta casa a fin de que no nos pueda encontrar en el momento en que se le antoje.
El comerciante quedó muy pensativo.
- ¿Te ha mirado a la cara, has visto sus ojos? -preguntó el comerciante, sin perder su habitual aplomo.
- No, señor. Llevaba la cara cubierta con un paño de hilo bastante viejo, por cierto.
- ¿Y además se tapaba la boca con un pañuelo?
- Sí, señor. Era un pañuelo barato y bastante sucio, por cierto.
- Entonces no hay duda, es ella -dijo el comerciante, y tras recapacitar unos minutos añadió:
- Escucha, no haremos nada de lo que dices; mañana volverás al mercado de telas y recorrerás los mismos almacenes y si te es dado encontrarla en el mismo o parecido sitio, procura saludarla a fin de que te aborde. En modo alguno deberás sentirte amedrentado. Y si te aborda y pregunta por mí en los mismos o parecidos términos, le dirás que siempre estoy en casa a última hora de la tarde y que será un placer para mí recibida y agasajada como toda dama de alcurnia se merece.
Así lo hizo el criado y al mediodía siguiente estaba de nuevo en casa de su amo, en un estado de irreprimible zozobra.
- Señor, de nuevo he encontrado a la Muerte en el mercado de telas y le he transmitido tu recado que, por lo que he podido observar, ha recibido con suma complacencia. Me ha confesado que suele ser recibida con tan poca alegría que nunca logra visitar a una persona más de una vez, y que por ser tu invitación tan poco común piensa aprovecharla en la primera oportunidad que se le ofrezca. Y que piensa corresponder a tu amabilidad demostrándote que hay mucha leyenda en lo que se dice de ella. ¿No será mejor que nos vayamos de aquí sin que nos demuestre nada?
- ¿Lo ves? -repuso el comerciante con evidente satisfacción-. La hemos ahuyentado; puedo asegurarte que ya no vendrá en mucho tiempo, si es que un día se decide a venir. Esa dama presume que ella no busca a nadie, sino que todos, voluntaria o involuntariamente, la requieren y persiguen. Y, por otra parte, nada le gusta tanto como las sorpresas y nada detesta como el emplazamiento a fecha fija. Debes conocer esa historia de la Antigüedad que narra el encuentro que tuvo con ella un hombre que trataba de huir de una cita que ella no había preparado. Pues bien, me atrevo a afirmar que ahora que la hemos invitado no acudirá a esta casa, a no ser que cualquiera de nosotros dos pierda el aplomo y se deje arrastrar a alguna de sus astutas estratagemas.
Aquella tarde la Muerte, con un talante sinceramente amistoso y desenfadado, acudió a la casa del comerciante para, aprovechando un rato de ocio, testimoniarle su afecto y disfrutar de su compañía y de su conversación. Pero el criado al abrir la puerta no pudo reprimir su espanto al verla en el umbral, la cara cubierta con un paño de hilo muy viejo y protegida la boca con un pañuelo sucio. Y sospechando que se trataba de una artimaña compuesta entre su amo y la dama para deshacerse de él, se precipitó ciego de ira en el gabinete donde descansaba aquél y, sin siquiera anunciarle la visita, lo apuñaló hasta matarle y huyó por otra puerta.
Cuando la Muerte, extrañada por el silencio que reinaba en la casa y de la poca atención que le demostraba aquel hombre que ni siquiera le invitaba a entrar, por sus propios pasos se introdujo en el gabinete del comerciante. Al observar su cuerpo exánime sobre un charco de sangre, no pudo reprimir un gesto de asombro que pronto quedó subsumido en un pensamiento habitual y resignado:
- En fin, lo de siempre. Otra vez será”.
Unos años después, en 1988, la escritora estadounidense Katherine Neville (1945), conocida principalmente por sus novelas “The fire” (El fuego) y “The magic circle” (El círculo mágico), colocó el texto “Legend of the appointment in Samarra” (Leyenda de la cita en Samarra) como cita introductoria al capítulo 2 de “The eight” (El ocho), la que fue su primera novela:
- Está enfermo y en cama -se apresuró a mentir el amo-. Está tan enfermo que nadie debe molestarlo.
- ¡Qué raro! -comentó la Muerte-. Seguramente se ha equivocado de sitio, pues hoy, a medianoche, tenía una cita con él en Samarra”.