Martín Kohan enseña
Teoría Literaria en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad de la
Patagonia. Ha publicado los libros de ensayos “Imágenes de vida, relatos de
muerte. Eva Perón, cuerpo y política” (en colaboración con Paola Cortés
Rocca), “Zona urbana. Ensayo de lectura sobre Walter Benjamin”, “Narrar a
San Martín”, “Fuga de materiales” y "El País de la guerra"; los
libros de cuentos “Muero contento” y “Una pena extraordinaria”; y las
novelas “La pérdida de Laura”, “El informe”, “Los cautivos”, “Dos
veces junio”, “Segundos afuera”, “Museo de la Revolución”, “Ciencias
morales”, “Cuentas pendientes” y “Bahía Blanca”. Algunos de sus
libros han sido editados en Alemania, Francia, Inglaterra, España, Italia y
Brasil. Además ha publicado diversos artículos académicos y periodísticos en
medios argentinos y extranjeros. Algunos de sus cuentos han aparecido en
antologías publicadas en Argentina, Brasil, España, Colombia. En las
respectivas charlas con Ariane Díaz y Mariano Pacheco, de cuya compilación
sigue a continuación la segunda y última parte, Kohan habla sobre el panorama
de la novela argentina en los últimos años y también aborda un recorrido por su
último libro y, a partir de él, por el vínculo -siempre conflictivo-, entre la
narrativa y la política.
En tu libro “Materiales en fuga” se recopila un texto de
2005 sobre la novela argentina, donde destacás por un lado una serie de autores
con distintos estilos y horizontes culturales que se inscriben productivamente
entre los polos de Borges y Puig, y por otro lado, una profusión de novelas
donde se imposta una escritura “a la Borges” o “a la Puig”. ¿Cambió ese
panorama en estos años?
Creo que las cosas
se multiplicaron y se abrieron mucho más. En aquel momento veía algo de lo mismo
que decíamos de la teoría: en qué punto uno trata de interpelar a una tradición
para volverla productiva y en qué punto lo que querés es cristalizar una forma
para aplicarla y hacerla funcionar. Claro que Puig abrió posibilidades inmensas
para la literatura y que eso sigue siendo fructífero para pensar posibilidades
de escritura. De Aira puede decirse lo mismo. Pero nadie está a salvo de verse
reducido a una versión “soft” o una miniaturización que lo vuelve
fácil y aplicable, y me parece que no es un problema ni de Borges ni de Puig ni
de Aira ni de Cortázar (que en su momento fue muy rápidamente reducido a
fórmula aplicable en los talleres literarios). Es una discusión hasta el día de
hoy, aunque cuando yo escribí eso era un momento en que, en la literatura
argentina, era mayor lo que yo diría es la “trampa del coloquialismo”: “escribo
como hablo”. Sabemos que Puig utilizaba grabadores, pero pensar que grabar y
desgrabar es recoger el legado de Puig es pasar por alto su escritura. Aquello
que hizo Puig con la oralidad y el coloquialismo, con la narración y aun con la
desgrabación, claramente es un tipo de intervención y de elaboración.
En el mismo libro se hace referencia a las representaciones que se
suelen hacer de Borges. Hace poco Horacio González y José Pablo Feinmann debatieron sobre
su figura también; después estuvo el programa de Ricardo Piglia sobre Borges en la
televisión. ¿Hay una especie de relectura “nac & pop” de su figura, que
había quedado para la tradición liberal?
Y es que lo habían
leído muy mal. No hay manera de no revisar eso cuando Borges empieza a ser
reconocido, sobre todo con ese salto a su condición de emblema nacional, de
escritor argentino por excelencia. Entonces plantea un dilema para mí sumamente
interesante a una cierta mitología nacional y popular: después de haberlo
condenado por antinacional y antipopular, resulta ser “el” escritor nacional.
Además advertís que Borges pensó y escribió lo popular de una manera
absolutamente brillante, y reflexionó sobre ello en el citadísimo ensayo “El
escritor argentino y la tradición”, que viene a resolver algo que en realidad
ya desde el año ‘32 respondía anticipadamente al tipo de impugnaciones que
sobre él cayeron. Estoy pensando en su literatura, después en lo que declaraba…
Eso sí es aparte, pero en su literatura había indudablemente otra cosa. Pero
hasta Borges admite ser reducido. A mí me parecía ver esa especie de
disposición de geometría en la trama, una especie de “juego abstracto con
enigma y un efecto de profundidad filosófica” que también es un equívoco sobre
Borges. Hay esa reducción como en Puig, o “escribo lo primero que me viene y no
lo corrijo” y sigo la tradición Aira, cuando uno lee todas las novelas de Aira
y son impecables, tiene evidentemente una captación de trama, de lenguaje,
extraordinarias; del mismo modo yo debo plantearme permanentemente que no
necesariamente la lentitud, la morosidad, el fraseo largo y la mucha coma es
saeriano. También estaba la idea de “escribo un texto, sacudo una caja de
comas, la tiro ahí, y ya es Saer”. Nadie está exento de ser reducido,
caricaturizado, fagocitado y convertido a fórmula, pero me parece que la
discusión que tenemos que dar es que uno sigue siempre recuperando y
realimentando una determinada tradición.
En la “Historia crítica de la literatura argentina” de
Jitrik, uno de tus artículos analiza las novelas que a la salida de la
dictadura toman acontecimientos históricos por dos motivos: para hablar de la
actualidad en momentos de censura, pero también usando materiales históricos
para plantearse un problema literario: cómo se narra. ¿Cómo ves ese trabajo con
la historia hoy, en particular en tus novelas, que trabajan también con hechos
históricos?
Con respecto a esa
intervención, es algo a lo que le sigo dando vueltas también con relación a la
política, y es correrme, si se quiere, de la premisa que uno discute desde
Adorno, que sería suponer que por autonomía lo que tenemos que entender es
asepsia o una esfera hermética. Sobre esa base la dicotomía es: cerramos a la
literatura en su autonomía en función de una pureza, de especificidad, o la
relacionamos con lo histórico y con lo político. Mi idea, quizás ya desde aquel
momento, era repensar la idea de autonomía para poder pensar no una causalidad
social exterior a la literatura, sino para poder pensar esa dimensión política,
ideológica, social o histórica que se aloja en el interior de la literatura en
una clave que es propiamente literaria. O sea que la autonomía no es un cierre
de asepsia y expulsión sino la capacidad de procesar lo heterónimo,
incorporarlo y someterlo a una lógica específica y propia. Eso dicho así es lo
que trato, y es justamente un interés que tengo al escribir crítica literaria y
ficción también, una fuerte atracción que tienen para mí los materiales del
pasado histórico y político reciente, pero para hacer textos muy fuertemente literarios,
en una dimensión autónoma. Uno podría pensar que en ciertas tradiciones de
“literatura y política”, la literatura pasa a ser supeditada al orden político,
ya sea como representación realista o ya sea como forma de dar cuenta de un
orden de sentido que ya viene definido por la política, o de una relación con
la historia, y que la literatura vendría a ratificar, retomar o a escribirlo
“más colorido”. Más bien al contrario, la literatura se apropia de esos
materiales, se apropia de esas dimensiones, para someterlos a una lógica de
sentido distinta; ahí sí me interesa. Por eso a veces me sentí un poco
frustrado cuando a propósito de una novela me encuentro hablando de la
dictadura, como si hubiera escrito un libro de historia o ese tipo de
literatura que no quiere sino dar cuenta de un pasado político o histórico. No
digo que me salga, pero al menos mi ambición es otra, que es someter a esos
mundos extraliterarios a una lógica literaria que los haga significar de otro
modo. Un texto histórico, como la historia de San Martín de Mitre, interrogado
desde la competencia literaria, dice otras cosas. Cuando le preguntás a un
texto cómo está tramada esa narración, anteponiendo una dimensión
específicamente literaria sobre un texto que no es específicamente literario,
habilita la posibilidad de inscribir otro orden de sentido. Y en la ficción es
igual, yo uso materiales históricos pero no para dar cuenta ni de su realidad
ni del sentido ya establecido, sino para someterlos a otro tipo de disposición
y de trama. Se supone que va a aparecer otra cosa… si no, es porque me salió
mal, que también puede ser.
En una entrevista decías que vos no estudiás sobre el tema cuando
tomás un determinado hecho histórico. ¿Ni siquiera para someterlo a esa lógica
distinta?
Yo me encuentro
con que en general la historia me interpela, antes que por el orden fáctico
verificable, del que generalmente sé poco, por las capas de significación que
puede haber llegado a adquirir, esa especie de acumulación de capas de sentido
que un determinado personaje o hecho histórico puede llegar a tener. La caída
de San Martín en la batalla de San Lorenzo, el heroísmo de Cabral… Hay ahí una
especie de agujero negro del universo de la argentinidad, tiene un cúmulo de
energía y de atracción de elementos hacia ese episodio que a mí me interesa
justamente por lo que supone en cuanto a cómo aparece ahí el tropiezo y el
error, el héroe que cae, el que se sacrifica, el futuro, porque digamos que en
ese momento se salva la libertad de América; me interesa mucho más que una
investigación pormenorizada de cómo fue la batalla, como tampoco sé mucho más
de lo que aparece en la novela de la pelea entre Firpo y Dempsey; lo que
necesito es lo que ya sé, casi te diría lo que ya se sabe, y el resto es ver
cómo hacés jugar esas significaciones con otro orden de significaciones. Y
cuando ya no sé, invento. Me pasó con una novela sobre Echeverría, que
transcurre en una casa que todavía existe; una estancia en la que Echeverría se
refugia en un momento en que tiene que emigrar a Uruguay se conserva; y yo la
conocí, pero después de haber escrito la novela.
Qué tentación ir a verla…
Para mí la
tentación fue no ir a verla, escribir sin ver cómo es. No por una cuestión de
culto de la pura imaginación, sino para predisponerme a trabajar con esa
dimensión del sentido y de la significación, que para mí era “el letrado
rodeado de bárbaros”. Probablemente no fue así, no importa si fue así, la idea
de un tipo que escapa a un lugar perdido de la pampa a perderse justamente, en
medio de los gauchos, y que escribe justamente “El matadero”, el drama del
letrado rodeado de barbarie; me pareció que había ahí un juego entre las
presuntas condiciones de escritura y qué es lo que estaba haciendo el tipo. Me
interesaba inmensamente la posibilidad de explotarlo para una ficción propia. También
para la cuestión de lo político: en qué medida la literatura, trabajando sobre
materiales políticos o el pasado histórico, traba una relación con la verdad
diferenciada. En parte queda supeditada la verdad a la literatura, en parte no,
y esa parte que no queda supeditada, la verdad verificable, es lo que le
permite a la literatura abrir otro tipo de relación con la verdad. No es
desentenderse, no es el culto a la fantasía y a la imaginación, es desligar a
la literatura de un orden comprobable fáctico para encarar la apuesta a una
indagación en otro orden de la verdad.
¿Hay una incapacidad de la literatura actual, de los últimos
años, para hablar de los conflictos de la Argentina contemporánea? No digo
representar, ni abordar las huellas de la dictadura en democracia sino los
conflictos propios de estos últimos quince años.
Personalmente no
veo una incapacidad así en la literatura actual. O no la veo como incapacidad,
porque no pretendo de la literatura que funcione como un reflejo inmediato de
su época (ni como documento, ni como testimonio; ni siquiera como realismo). En
algún momento varios nuevos narradores parecían urgidos por definirse, como
generación literaria, a partir de la crisis de diciembre de 2001; pero entiendo
que esa voluntad no se plasmó ni cuantitativa ni cualitativamente en libros que
solventaran esa autodefinición. Me parece que la literatura encuentra sus
mejores posibilidades cuando establece mediaciones, cuando produce distancias
(incluso, o sobre todo, con lo inmediato). Puedo dar un ejemplo: El trabajo, de
Aníbal Jarkowski.
¿Será que el peronismo perdió en la actualidad ese núcleo de
dramatismo que tuvo entre 1945 y 1975, que inspiró tanto a escritores peronistas
como antiperonistas e incluso a quienes intentaron “zafar” de esa dicotomía,
pero que entendían que por allí pasaba en gran medida el conflicto político del
momento?
Me temo que el
peronismo no perdió su dramatismo: sigue produciendo violencia y muerte con
relativa frecuencia. Lo que no necesariamente implica guerra, porque no todo
dispositivo de violencia y muerte supone que haya guerra; de ahí que en el
libro yo no me haya ocupado más que de lo que me ocupé, incluidas las ficciones
de guerra de lo que en rigor para mí no era guerra, como “Diario de la guerra
del cerdo” de Adolfo Bioy Casares o “La guerra de los gimnasios” de César Aira,
ambas relacionadas con el peronismo en cada una de sus coyunturas.
¿No encontraste textos posteriores o te pareció que no lograban tener
el grado de intensidad que sí tenían los otros con los que trabajaste?
Yo traté, a lo
largo de todo el libro, de no deslizarme hacia la guerra en un sentido
metafórico, porque entonces casi no habría habido nada que no fuera pertinente
para mi trabajo. Por eso traté de ser muy preciso en la delimitación del
concepto de guerra que quería manejar, de tal modo que no toda violencia
cupiera en la definición. Entonces, es cierto que no faltaron hechos de
violencia en la Argentina reciente, muchos muy graves; pero no creo que debamos
pensarlos en clave de guerra. Como de hecho no me ocupé de la Patagonia
rebelde, o de la Semana trágica, o del bombardeo de Plaza de Mayo en 1955, bajo
ese mismo criterio.