12 de mayo de 2016

Martín Kohan: "Las dimensiones políticas, ideológicas, sociales o históricas se alojan en el interior de la literatura, la que se apropia de ellas para someterlas a una lógica de sentido distinta" (2)

Martín Kohan enseña Teoría Literaria en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad de la Patagonia. Ha publicado los libros de ensayos “Imágenes de vida, relatos de muerte. Eva Perón, cuerpo y política” (en colaboración con Paola Cortés Rocca), “Zona urbana. Ensayo de lectura sobre Walter Benjamin”, “Narrar a San Martín”, “Fuga de materiales” y "El País de la guerra"; los libros de cuentos “Muero contento” y “Una pena extraordinaria”; y las novelas “La pérdida de Laura”, “El informe”, “Los cautivos”, “Dos veces junio”, “Segundos afuera”, “Museo de la Revolución”, “Ciencias morales”, “Cuentas pendientes” y “Bahía Blanca”. Algunos de sus libros han sido editados en Alemania, Francia, Inglaterra, España, Italia y Brasil. Además ha publicado diversos artículos académicos y periodísticos en medios argentinos y extranjeros. Algunos de sus cuentos han aparecido en antologías publicadas en Argentina, Brasil, España, Colombia. En las respectivas charlas con Ariane Díaz y Mariano Pacheco, de cuya compilación sigue a continuación la segunda y última parte, Kohan habla sobre el panorama de la novela argentina en los últimos años y también aborda un recorrido por su último libro y, a partir de él, por el vínculo -siempre conflictivo-, entre la narrativa y la política.


En tu libro “Materiales en fuga” se recopila un texto de 2005 sobre la novela argentina, donde destacás por un lado una serie de autores con distintos estilos y horizontes culturales que se inscriben productivamente entre los polos de Borges y Puig, y por otro lado, una profusión de novelas donde se imposta una escritura “a la Borges” o “a la Puig”. ¿Cambió ese panorama en estos años?

Creo que las cosas se multiplicaron y se abrieron mucho más. En aquel momento veía algo de lo mismo que decíamos de la teoría: en qué punto uno trata de interpelar a una tradición para volverla productiva y en qué punto lo que querés es cristalizar una forma para aplicarla y hacerla funcionar. Claro que Puig abrió posibilidades inmensas para la literatura y que eso sigue siendo fructífero para pensar posibilidades de escritura. De Aira puede decirse lo mismo. Pero nadie está a salvo de verse reducido a una versión “soft” o una miniaturización que lo vuelve fácil y aplicable, y me parece que no es un problema ni de Borges ni de Puig ni de Aira ni de Cortázar (que en su momento fue muy rápidamente reducido a fórmula aplicable en los talleres literarios). Es una discusión hasta el día de hoy, aunque cuando yo escribí eso era un momento en que, en la literatura argentina, era mayor lo que yo diría es la “trampa del coloquialismo”: “escribo como hablo”. Sabemos que Puig utilizaba grabadores, pero pensar que grabar y desgrabar es recoger el legado de Puig es pasar por alto su escritura. Aquello que hizo Puig con la oralidad y el coloquialismo, con la narración y aun con la desgrabación, claramente es un tipo de intervención y de elaboración.

En el mismo libro se hace referencia a las representaciones que se suelen hacer de Borges. Hace poco Horacio González y José Pablo Feinmann debatieron sobre su figura también; después estuvo el programa de Ricardo Piglia sobre Borges en la televisión. ¿Hay una especie de relectura “nac & pop” de su figura, que había quedado para la tradición liberal?

Y es que lo habían leído muy mal. No hay manera de no revisar eso cuando Borges empieza a ser reconocido, sobre todo con ese salto a su condición de emblema nacional, de escritor argentino por excelencia. Entonces plantea un dilema para mí sumamente interesante a una cierta mitología nacional y popular: después de haberlo condenado por antinacional y antipopular, resulta ser “el” escritor nacional. Además advertís que Borges pensó y escribió lo popular de una manera absolutamente brillante, y reflexionó sobre ello en el citadísimo ensayo “El escritor argentino y la tradición”, que viene a resolver algo que en realidad ya desde el año ‘32 respondía anticipadamente al tipo de impugnaciones que sobre él cayeron. Estoy pensando en su literatura, después en lo que declaraba… Eso sí es aparte, pero en su literatura había indudablemente otra cosa. Pero hasta Borges admite ser reducido. A mí me parecía ver esa especie de disposición de geometría en la trama, una especie de “juego abstracto con enigma y un efecto de profundidad filosófica” que también es un equívoco sobre Borges. Hay esa reducción como en Puig, o “escribo lo primero que me viene y no lo corrijo” y sigo la tradición Aira, cuando uno lee todas las novelas de Aira y son impecables, tiene evidentemente una captación de trama, de lenguaje, extraordinarias; del mismo modo yo debo plantearme permanentemente que no necesariamente la lentitud, la morosidad, el fraseo largo y la mucha coma es saeriano. También estaba la idea de “escribo un texto, sacudo una caja de comas, la tiro ahí, y ya es Saer”. Nadie está exento de ser reducido, caricaturizado, fagocitado y convertido a fórmula, pero me parece que la discusión que tenemos que dar es que uno sigue siempre recuperando y realimentando una determinada tradición.

En la “Historia crítica de la literatura argentina” de Jitrik, uno de tus artículos analiza las novelas que a la salida de la dictadura toman acontecimientos históricos por dos motivos: para hablar de la actualidad en momentos de censura, pero también usando materiales históricos para plantearse un problema literario: cómo se narra. ¿Cómo ves ese trabajo con la historia hoy, en particular en tus novelas, que trabajan también con hechos históricos?

Con respecto a esa intervención, es algo a lo que le sigo dando vueltas también con relación a la política, y es correrme, si se quiere, de la premisa que uno discute desde Adorno, que sería suponer que por autonomía lo que tenemos que entender es asepsia o una esfera hermética. Sobre esa base la dicotomía es: cerramos a la literatura en su autonomía en función de una pureza, de especificidad, o la relacionamos con lo histórico y con lo político. Mi idea, quizás ya desde aquel momento, era repensar la idea de autonomía para poder pensar no una causalidad social exterior a la literatura, sino para poder pensar esa dimensión política, ideológica, social o histórica que se aloja en el interior de la literatura en una clave que es propiamente literaria. O sea que la autonomía no es un cierre de asepsia y expulsión sino la capacidad de procesar lo heterónimo, incorporarlo y someterlo a una lógica específica y propia. Eso dicho así es lo que trato, y es justamente un interés que tengo al escribir crítica literaria y ficción también, una fuerte atracción que tienen para mí los materiales del pasado histórico y político reciente, pero para hacer textos muy fuertemente literarios, en una dimensión autónoma. Uno podría pensar que en ciertas tradiciones de “literatura y política”, la literatura pasa a ser supeditada al orden político, ya sea como representación realista o ya sea como forma de dar cuenta de un orden de sentido que ya viene definido por la política, o de una relación con la historia, y que la literatura vendría a ratificar, retomar o a escribirlo “más colorido”. Más bien al contrario, la literatura se apropia de esos materiales, se apropia de esas dimensiones, para someterlos a una lógica de sentido distinta; ahí sí me interesa. Por eso a veces me sentí un poco frustrado cuando a propósito de una novela me encuentro hablando de la dictadura, como si hubiera escrito un libro de historia o ese tipo de literatura que no quiere sino dar cuenta de un pasado político o histórico. No digo que me salga, pero al menos mi ambición es otra, que es someter a esos mundos extraliterarios a una lógica literaria que los haga significar de otro modo. Un texto histórico, como la historia de San Martín de Mitre, interrogado desde la competencia literaria, dice otras cosas. Cuando le preguntás a un texto cómo está tramada esa narración, anteponiendo una dimensión específicamente literaria sobre un texto que no es específicamente literario, habilita la posibilidad de inscribir otro orden de sentido. Y en la ficción es igual, yo uso materiales históricos pero no para dar cuenta ni de su realidad ni del sentido ya establecido, sino para someterlos a otro tipo de disposición y de trama. Se supone que va a aparecer otra cosa… si no, es porque me salió mal, que también puede ser.

En una entrevista decías que vos no estudiás sobre el tema cuando tomás un determinado hecho histórico. ¿Ni siquiera para someterlo a esa lógica distinta?

Yo me encuentro con que en general la historia me interpela, antes que por el orden fáctico verificable, del que generalmente sé poco, por las capas de significación que puede haber llegado a adquirir, esa especie de acumulación de capas de sentido que un determinado personaje o hecho histórico puede llegar a tener. La caída de San Martín en la batalla de San Lorenzo, el heroísmo de Cabral… Hay ahí una especie de agujero negro del universo de la argentinidad, tiene un cúmulo de energía y de atracción de elementos hacia ese episodio que a mí me interesa justamente por lo que supone en cuanto a cómo aparece ahí el tropiezo y el error, el héroe que cae, el que se sacrifica, el futuro, porque digamos que en ese momento se salva la libertad de América; me interesa mucho más que una investigación pormenorizada de cómo fue la batalla, como tampoco sé mucho más de lo que aparece en la novela de la pelea entre Firpo y Dempsey; lo que necesito es lo que ya sé, casi te diría lo que ya se sabe, y el resto es ver cómo hacés jugar esas significaciones con otro orden de significaciones. Y cuando ya no sé, invento. Me pasó con una novela sobre Echeverría, que transcurre en una casa que todavía existe; una estancia en la que Echeverría se refugia en un momento en que tiene que emigrar a Uruguay se conserva; y yo la conocí, pero después de haber escrito la novela.

Qué tentación ir a verla…

Para mí la tentación fue no ir a verla, escribir sin ver cómo es. No por una cuestión de culto de la pura imaginación, sino para predisponerme a trabajar con esa dimensión del sentido y de la significación, que para mí era “el letrado rodeado de bárbaros”. Probablemente no fue así, no importa si fue así, la idea de un tipo que escapa a un lugar perdido de la pampa a perderse justamente, en medio de los gauchos, y que escribe justamente “El matadero”, el drama del letrado rodeado de barbarie; me pareció que había ahí un juego entre las presuntas condiciones de escritura y qué es lo que estaba haciendo el tipo. Me interesaba inmensamente la posibilidad de explotarlo para una ficción propia. También para la cuestión de lo político: en qué medida la literatura, trabajando sobre materiales políticos o el pasado histórico, traba una relación con la verdad diferenciada. En parte queda supeditada la verdad a la literatura, en parte no, y esa parte que no queda supeditada, la verdad verificable, es lo que le permite a la literatura abrir otro tipo de relación con la verdad. No es desentenderse, no es el culto a la fantasía y a la imaginación, es desligar a la literatura de un orden comprobable fáctico para encarar la apuesta a una indagación en otro orden de la verdad.

¿Hay una incapacidad de la literatura actual, de los últimos años, para hablar de los conflictos de la Argentina contemporánea? No digo representar, ni abordar las huellas de la dictadura en democracia sino los conflictos propios de estos últimos quince años.

Personalmente no veo una incapacidad así en la literatura actual. O no la veo como incapacidad, porque no pretendo de la literatura que funcione como un reflejo inmediato de su época (ni como documento, ni como testimonio; ni siquiera como realismo). En algún momento varios nuevos narradores parecían urgidos por definirse, como generación literaria, a partir de la crisis de diciembre de 2001; pero entiendo que esa voluntad no se plasmó ni cuantitativa ni cualitativamente en libros que solventaran esa autodefinición. Me parece que la literatura encuentra sus mejores posibilidades cuando establece mediaciones, cuando produce distancias (incluso, o sobre todo, con lo inmediato). Puedo dar un ejemplo: El trabajo, de Aníbal Jarkowski.

¿Será que el peronismo perdió en la actualidad ese núcleo de dramatismo que tuvo entre 1945 y 1975, que inspiró tanto a escritores peronistas como antiperonistas e incluso a quienes intentaron “zafar” de esa dicotomía, pero que entendían que por allí pasaba en gran medida el conflicto político del momento?

Me temo que el peronismo no perdió su dramatismo: sigue produciendo violencia y muerte con relativa frecuencia. Lo que no necesariamente implica guerra, porque no todo dispositivo de violencia y muerte supone que haya guerra; de ahí que en el libro yo no me haya ocupado más que de lo que me ocupé, incluidas las ficciones de guerra de lo que en rigor para mí no era guerra, como “Diario de la guerra del cerdo” de Adolfo Bioy Casares o “La guerra de los gimnasios” de César Aira, ambas relacionadas con el peronismo en cada una de sus coyunturas.

¿No encontraste textos posteriores o te pareció que no lograban tener el grado de intensidad que sí tenían los otros con los que trabajaste?

Yo traté, a lo largo de todo el libro, de no deslizarme hacia la guerra en un sentido metafórico, porque entonces casi no habría habido nada que no fuera pertinente para mi trabajo. Por eso traté de ser muy preciso en la delimitación del concepto de guerra que quería manejar, de tal modo que no toda violencia cupiera en la definición. Entonces, es cierto que no faltaron hechos de violencia en la Argentina reciente, muchos muy graves; pero no creo que debamos pensarlos en clave de guerra. Como de hecho no me ocupé de la Patagonia rebelde, o de la Semana trágica, o del bombardeo de Plaza de Mayo en 1955, bajo ese mismo criterio.