Desde hace unos veinte años las neurociencias comenzaron a ganar
terreno estimuladas con las nuevas tecnologías que permiten mapear la actividad
neuronal, los procesos sinápticos y la actividad eléctrica en el cerebro. Este
boom neurocientífico parece no tener freno al amparo de los intereses de la
industria farmacéutica en manos de poderosas empresas multinacionales para las
que, más que las posibilidades de curar el Alzheimer o el Parkinson, lo
atractivo del proyecto está en las jugosas ganancias que vienen haciendo a
partir de la monopolización de los descubrimientos en tecnociencia. Las
investigaciones en neurobiología durante la segunda mitad del siglo XX le
dieron a la concepción materialista de la mente nuevos bríos, socavando así las
antiguas concepciones idealistas sobre la misma. Daniel Dennett (1942) por
ejemplo, un filósofo estadounidense destacado en ciencias cognitivas, sostiene
en su “Darwin's dangerous idea” (La peligrosa idea de Darwin) que “sólo existe
una clase de sustancia de la que están hechas las cosas, a saber, la materia.
Es la sustancia de la física, la química y la fisiología, y el espíritu es, en
cierto modo, no más que un fenómeno físico. En resumen el espíritu es el cerebro”.
Planteamientos de este tipo, ya sostenidos años antes por otros prestigiosos
científicos como el austríaco Herbert Feigl (1902-1988) o el australiano John
Jamieson Smart (1920-2012), junto a la utilización de la incipiente
Resonancia Magnética Funcional que examina la anatomía el cerebro, jugaron un
rol determinante para tratar de explicar el comportamiento humano únicamente en
base a la acción de las neuronas cerebrales dejando de lado a otras disciplinas
como la sociología o la psicología, que antes tenían aproximaciones
independientes. Se logró de esta manera caer un reduccionismo que invisibilizó la
estimulación cultural que se da en el contexto social de los individuos y, por
supuesto, en el contexto histórico de las sociedades, restringiendo todo a un determinismo
biológico, esto es, a la falacia de reducir a las personas a nada más que la
biología. Este programa reduccionista ha llevado al extremo la idea de la
identidad entre mente y cerebro al punto de considerar que todo comportamiento humano
debe ser explicado, descripto, prevenido o modificado a través del conocimiento
absoluto de los procesos que yacen en el cerebro. Tal vez no habría que dejar
de lado el programa de investigación sobre la teoría de la mente que legó el psicólogo
ruso Lev Vigotsky (1896-1934) hace casi un siglo, el cual proponía
priorizar la historia del desarrollo de lo que él llamó Funciones Psíquicas
Superiores. Para Vigotsky existían tres vías de desarrollo de esas funciones: la
biológica, explicada en la teoría evolutiva concebida por Charles Darwin (1809-1882);
la histórica-cultural, sintetizada por el materialismo histórico desarrollado
por Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895); y la
ontogenética, elaborada a partir de las investigaciones de Ernst
Haeckel (1834-1919). Así las cosas, las neurociencias no deberían subestimar
a la psicología que se encarga del estudio de la mente ya que, si bien todo
comportamiento humano puede ser susceptible de una explicación neurobiológica,
hay pautas conductuales que preservan cierta autonomía. Desde el punto de vista
de la sociología, no debería tampoco obviarse que el desarrollo biológico de
los seres humanos (el proceso de hominización) devino en formas materiales que
lo sobrepasaron. La relación entre los individuos y la creciente injerencia de la
economía y la política en las sociedades, por ejemplo, solo ha llegado a producirse
cambiando profundamente el estado anterior, de modo que la teoría unificada del
espíritu/cerebro sólo podría ser real a partir del momento en que también ella
haya integrado la dimensión socio-histórica consustancial a la humanidad. Tal como
plantea el neurobiólogo británico Steven
Rose (1938) en la entrevista que sigue más abajo, el determinismo biológico
goza de buena salud. Está bien anclado en las premisas del paradigma
neurocientífico dominante, ahora vuelto en proyectos tecnocientíficos de gran
alcance para las grandes multinacionales farmacéuticas. Rose, director del Departamento
de Biología de la Open University of London, es autor de numerosas
obras sobre esta temática, entre ellas “The chemistry of life” (La química
de la vida), “The conscious brain” (El cerebro consciente) y “The making
of memory” (La fábrica de la memoria). Al igual que el paleontólogo
Stephen Jay Gould (1941-2002) y el genetista Richard Lewontin (1929), entre
otros, sus aportes son claves para una crítica de la ciencia en el sistema
capitalista, y en particular de los desarrollos reduccionistas y deterministas
biológicos, que justifican diferentes formas de opresión. En esa dirección ha
publicado junto a la socióloga británica Hilary Rose (1935) “Science and society” (Ciencia y sociedad), “Radicalisation
of science” (La radicalización de la ciencia) y “Genes, cells and brains.
Bioscience's promethean promises” (Genes, células y cerebros. Las promesas
prometeicas de la nueva biología), obras en las que criticó la biotecnología,
la medicina regenerativa y las neurociencias en el marco del capitalismo
neoliberal. También, junto al ya citado Lewontin y el psicólogo estadounidense
Leon Kamin (1927) publicó “Not in our genes. Biology, ideology and human nature” (No
en nuestros genes. Racismo, genética e ideología), desde el cual emprendió
una importante crítica al reduccionismo y el determinismo biológico de la
sociobiología. Sus últimas obras son “Lifelines” (Trayectorias de vida), “The
21st century brain” (El cerebro en el siglo XXI) y “The future of the brain”
(Tu cerebro mañana), realizando importantes críticas a los usos reduccionistas
del evolucionismo en psicología y a las neurociencias actuales, exponiendo
su propia síntesis alternativa. “Ciertamente -afirma Rose-, los genes
contribuyen a la formación de nuestro comportamiento, pero ese comportamiento
está profundamente influenciado por los procesos de desarrollo, la cultura, el
medio social e, incluso, la tecnología. Es imposible hablar de genes que determinan
cualquier aspecto complejo de la forma de pensar o de actuar
del ser humano. Muchos problemas sociales son de familia, nuestras sociedades
no son igualitarias; la gente que vive en la pobreza tiende a criar hijos que
viven en la pobreza. Sin embargo, esto no hace que la pobreza sea genética. De
la misma manera, los hijos de padres ricos pueden heredar riquezas, pero se
trata de herencias sociales, no genéticas. Es difícil diferenciar entre la
influencia de los genes y la del medio en el largo y complejo proceso del
desarrollo humano -de hecho, nunca se puede asegurar que el x% de algún
aspecto del carácter de un individuo sea genético y el y% se derive
de su medio. Los dos están indisolublemente ligados a lo largo de los muchos
años que nos toma construirnos a nosotros mismos con la materia prima de los
genes y el medio. Lo que los genetistas tratan de hacer es determinar qué tanto
de la variación de una característica dentro de una población puede atribuirse
a los genes y si hay algún gen específico que determine esa característica”. La
entrevista, realizada por Juan Duarte, apareció en la revista “Ideas de
Izquierda” nº 7, marzo de 2014.
Desde los ‘70 viene discutiendo contra el determinismo biológico,
desnudando su relación con posiciones reaccionarias en ciencias sociales y con
políticas de derecha. En “No en nuestros genes”, por ejemplo, con Richard
Lewontin y Leon Kamin, critican la sociobiología de Wilson y las tesis de
Richard Dawkins en “El gen egoísta”. Han pasado varias décadas. ¿Cuál cree
que es el lugar del determinismo biológico hoy, cuando muchos neurocientíficos
hablan de la “década de la mente”?
El determinismo
biológico está vivo y con buena salud. Florecen los comentarios sobre los
genes. En Inglaterra la coalición de gobierno conservadora-liberal ha reabierto
el debate sobre el Coeficiente Intelectual, con el alcalde de Londres afirmando
que el 16% de la población posee coeficientes intelectuales por debajo de 85 y
son esencialmente gente “desechable” en oposición al 2% con 130, y el consejero
del Ministro de Educación afirmando que el Coeficiente Intelectual es 70%
heredable. Estas afirmaciones repiten los viejos “malos entendidos” tanto de la
teoría del Coeficiente Intelectual y de la genética, que están claramente
conducidas ideológica y políticamente. Mientras, las neurociencias son igual de
deterministas, cosificantes y buscan localizar todo, desde el amor romántico
hasta la orientación política y el juicio moral, en regiones del cerebro
visualizadas por imágenes de resonancia magnética funcional, y a su vez
moldeadas por fuerzas genéticas. Considere frases tales como “Usted no es nada
más que un manojo de neuronas” (Francis Crick) o “Yo sináptico” (Joseph LeDoux)
o “Usted es su cerebro” (Eric Kandel), todos ejemplos de la falacia mereológica
que, al estudiar de las relaciones entre las partes, reduce la persona
socialmente insertada a nada más que la biología.
En “Tu cerebro mañana” también señala, respecto de las dicotomías
mente-cuerpo o proceso-producto, parafraseando a T. Dobhzansky, que “nada en
biología tiene sentido excepto a la luz de su propia historia”, y que éstas han
estado determinadas por el desarrollo del capitalismo. ¿Podría decirnos cómo ve
usted esta relación?
Es bien conocido
que, en Occidente, el nacimiento en el siglo XVII de la ciencia “moderna” fue
contemporáneo con el ascenso del capitalismo. Los modos de pensamiento que
hasta ahora el capitalismo ha requerido -reduccionista, cuantificable,
individualista- son precisamente aquellos que han moldeado las direcciones del
desarrollo científico en los últimos tres siglos, enmarcando tanto las
preguntas que se hacen los científicos del mundo natural a nuestro alrededor,
como los tipos de respuestas estimadas aceptables.
En relación con estas tendencias deterministas y dicotómicas, en ese
libro usted afirma que “ha habido sólo un abordaje completamente occidental a
la ciencia que evade esta crítica, la del materialismo dialéctico marxista”.
¿En qué sentido cree usted que el materialismo dialéctico marxista ha sido una
contribución?
El contraste es
con el materialismo mecánico reduccionista -que Marx y Engels criticaban-, el
cual reduce todo a procesos moleculares (véase Moleschott u otro fisiólogo del
siglo XIX entre los científicos de la vida y fisiólogos en la tradición
cartesiana). En su interés por exorcizar el “fantasma en la máquina” ellos
optaron por un universo determinista al extremo. Un materialismo dialéctico
reconoce la existencia de niveles de organización del mundo material, que las
células no pueden ser simplemente reducidas a moléculas o los organismos a
células sino que nuevas relaciones emergentes aparecen en todos los niveles,
que dependen pero trascienden los niveles más bajos (por ejemplo, el
comportamiento de la pelota en un partido de fútbol está estrictamente sujeto a
las “leyes” de la física, pero no se pueden deducir las leyes del fútbol de
principios físicos) y que están profundamente localizadas socialmente en
patrones y cambios en la organización social y la cultura.
Usted también dijo que el marxismo es “una tradición potencialmente
fértil”. ¿En qué sentido cree que esto es significativo hoy?
En la ciencia, por
las razones arriba señaladas. En la vida y en la política porque, aunque
vivimos en tiempos radicalmente cambiados, con las transformaciones en la
producción globalizada y la destrucción de las clases obreras organizadas al
menos en los Estados posindustriales, la tradición marxista enfatiza las
grandes contradicciones en la sociedad, de clase, de género, de raza, por lo
que termina con los eufemismos de la ideología burguesa.
En “La radicalización de la ciencia” y en “Ciencia y sociedad”,
con la socióloga de la ciencia Hilary Rose señalan la necesidad de desarrollar
una “economía política de la ciencia” desde el marxismo, y trazan una
caracterización crítica apuntando a la tendencia a la mercantilización de la
ciencia a varios niveles. ¿Qué de esa caracterización se mantiene hoy?
Eso está
discutido particularmente en el último libro que escribí junto a Hilary
Rose: “Genes, células y cerebros”. En la economía neoliberal globalizada
la tecnociencia se ha mercantilizado, y juega un rol central en la comercialización
de casi cada uno de los aspectos de nuestra vida cotidiana, incluyendo
información acerca de nuestro cuerpo y nuestra genética.