Abelardo
Castillo (1935) es uno de los escritores argentinos más importantes que abordó
todos los géneros: poesía, ensayo, cuento, novela y ahora los diarios. Entre
sus obras más importantes se destacan “El otro Judas”, “Israfel”, “Cuentos
crueles”, “El que tiene sed”, “Las palabras y los días”, “Crónica
de un iniciado”, “Ser escritor” y “El evangelio según Van Hutten”.
También creó y dirigió las míticas revistas literarias “El Grillo de Papel”, “El
Escarabajo de Oro” y “El Ornitorrinco”. Pertenece a una generación en
la que el compromiso político y el literario estaban muy unidos. Como todo
joven de inclinaciones progresistas, leyó a Karl Marx (1818-1883),
a Friedrich Engels (1820-1895) y a Vladimir Lenin (1870-1924). Fue y es
socialista, nunca fue peronista, siempre mantuvo una actitud independiente desde
el punto de vista político ya que, tal como él mismo afirma, el compromiso de
un escritor se revela en sus actos, no se despliega en su obra. La siguiente
entrevista a cargo de Hugo Beccacece apareció publicada en el suplemento “ADN Cultura”
del diario “La Nación” el 30 de mayo de 2014.
Conservaste los cuadernos de tus diarios durante
muchos años. ¿Los escribiste pensando en publicarlos en algún momento?
Nunca
pensé en publicarlos hasta hace cuatro o cinco años. Un día, me puse a leerlos
y se me ocurrió que les podían servir a chicos y a gente que escriben. Hablé
con Julia Saltzman, de Alfaguara, se llevó los cuadernos para leerlos y, una
vez que lo hizo, me dijo que los quería publicar de inmediato. Van a ser dos
volúmenes. Llegaremos hasta 2006. Tuve que hacer la transcripción de los
primeros cuadernos, manuscritos, a la computadora. Hay muchas cosas que están
en el diario, pero que sólo yo sé a qué se refieren. Están escritas en una especie
de código. Me acuerdo muy bien de qué designo en ese código e incluso podría
detectar páginas enteras que he escrito en absoluto estado de ebriedad. Sin
embargo, mi borrachera no se nota. También pude detectar mi malicia en todas
esas entradas, porque casi no hablo del alcohol. Y yo era muy alcohólico. No
hace mucho, estaba hablando con Sylvia (Iparraguirre), mi mujer, y ella me
dijo: “Encontré una descripción muy linda de una ardilla en tus cuadernos”. Y
no era una ardilla, era una chica, a la que yo no podía nombrar. La convertí en
una ardilla. Una metamorfosis. Anotaba cierto tipo de cosas y las mezclaba en
el diario con ficciones y con poemas. A los poemas, los eliminé. Por supuesto,
algún día voy a publicarlos. Ese libro de poemas se llamará La fiesta secreta,
porque la poesía fue para mí mi fiesta secreta. Empecé a escribir los “Diarios”
en San Pedro. No tenía dieciocho años. Esas entradas, las cartas que escribí a
mis novias, son mi taller de escritor.
Algo que llama la atención es que desde el
principio de los “Diarios”, te observás, te estudiás y te retratás escribiendo
el diario, preguntándote la legitimidad de escribirlo, cuestionándote si la
sinceridad es posible en ese género. Parece la actitud de un creyente católico
que va a confesarse y teme que se le olvide el último pecado que acaba de
cometer. ¿No hay allí un resto de tu pasado religioso?
Es muy
probable. A los doce, a los trece y hasta los catorce años, estuve a un paso de
entrar en el seminario. Es el momento en que sitúo la pérdida de la fe. Yo
había estudiado con los salesianos y después iba a entrar en el seminario, pero
me di cuenta de que ése no era mi mundo. Mi relación con el cristianismo es muy
fuerte. Hoy, incluso, pienso que se puede ser cristiano sin creer en Dios,
siendo agnóstico. Lo esencial del cristianismo no es Dios, sino el otro.
La relación con Sabato es uno de los temas más
frecuentes en tu libro. Al principio, en la juventud, sentías por él y por su
obra una gran admiración.
El Sabato
que descubrí cuando yo tenía catorce años, cuando él publicó “Uno y el universo”,
escribía muy bien. Para mí, era un modelo de escritura. Descubrí la literatura
argentina con “Uno y el universo” de Sabato (mucho antes de conocerlo) y con “El
jardín de senderos que se bifurcan” de Borges. Más tarde leí a Cortázar. Los
tres me hicieron comprender que era posible la literatura nacional. El tipo de
prosa de “Uno y el universo”, que va unida en mí a la lectura de Bertrand
Russell, esa prosa nítida, es la misma que yo admiraba en el Poe de “Marginalia”,
no en el de los cuentos. Yo era muy bueno en matemáticas, cuando era chico.
Pensaba estudiar física y filosofía. Siempre me gustó todo lo que fuera conciso
y preciso. “Uno y el universo” influyó en mí porque Sabato estaba todavía muy
cerca del físico. Cuando leí “El túnel”, en una de las primeras ediciones, los
personajes Juan Pablo Castel y María Iribarne se trataban de tú. Ésa fue la
primera pregunta que le hice a Sabato cuando lo conocí. ¿Por qué había
utilizado el tuteo en “El túnel”, Arlt y el mismo Borges usaban el vos. Ernesto
dudó un segundo y me dijo: “La clase alta”. Y yo pensé que no estaba en lo
cierto. La clase alta usaba el vos. Mucho después Ernesto hizo una corrección
de “El túnel” y cambió el tuteo por el voseo. Pero no reflexionó nunca sobre
los problemas del lenguaje. Lo que lo perjudicaba a Ernesto eran los adjetivos,
los “abismos”, la “lejanía”. Tenía un sentido del humor notable. Una vez que lo
visitamos con mi mujer; nos reímos tanto que ella le dijo a Ernesto: “Nunca me
reí tanto como hoy”. Y él le contestó: “Sí, pero la procesión va por dentro”.
No podía abandonar el personaje dramático que se
había forjado.
La parte
de “torturado” no se la toleraba. La inteligencia crítica y paródica de Ernesto
era formidable. Y eso era lo que no quería usar. Prefería aparecer ante el
mundo como el dueño universal del dolor. El éxito de “Sobre héroes y tumbas” le
hizo mucho mal. Mientras dudó sobre sí mismo fue un hombre excepcional. Además,
al año de publicarlo aparece “Rayuela”, y eso lo destruyó. Dejé de ser amigo de
verdad de Ernesto en la década de 1960. Después nuestra amistad siguió
formalmente. Cuando quiero acordarme bien de Sabato, me acuerdo de “Uno y el
universo”, de ciertos pasajes de “Sobre héroes y tumbas”, el “Informe sobre
ciegos”, y del hecho de que integró la Conadep. En una ocasión, me encontré con
Mujica Lainez en la Feria del Libro y nos pusimos a caminar por esos largos
pasillos y, de pronto, vimos una gran foto de Sabato, Manucho dijo: “Ése sufre,
sufre, pero nos va a enterrar a todos”. Y fue cierto, al menos respecto de
Mujica Lainez. Por eso, cuando Ernesto llegó a los noventa, yo me acordé de lo
que había dicho Manucho y dejé de fumar.
Casi no hablás de política en tu libro, ni de la
dictadura de los años ‘70.
No quería
que el miedo entrara en mi diario. En esa época, yo publicaba El ornitorrinco,
una revista que entrañaba riesgos. Mi pensamiento político estaba allí, no
necesitaba volcarlo en mi diario. Siempre tuve muy clara la frase de Sartre que
me mantuvo con salud mental durante la dictadura: “Nunca fuimos más libres que
bajo la ocupación alemana”. Así empieza Sartre “La república del silencio”. Hoy
podemos salir al balcón y decir lo que se nos ocurra y, en el fondo, a nadie le
importa nada. La libertad se pone a prueba en acto. Cuando uno no puede hacer
ciertas cosas, cuando ir a visitar a un preso es peligroso, cuando sacar una
revista literaria también lo es, entonces comprendés qué es la libertad.
Tampoco quería contaminar “El Ornitorrinco” conmigo. Por algo, la revista tenía
ese nombre; porque como el ornitorrinco, estaba hecha de parches; la hacíamos
hombres y mujeres con formaciones y pensamientos distintos. Lo que nos unía era
la reacción contra la dictadura.
En 1956 decías que querías escribir una novela
desmesurada. Supongo que era “Crónica de un iniciado”.
De todo
eso me di cuenta mucho después. Pasando en limpio los “Diarios”, encontré una
entrada muy temprana donde decía que quería hacer una novela que pudiera leerse
como si fuera un mazo de naipes, no importaba el orden en que se leyeran los
capítulos, y eso lo dije mucho antes de “Rayuela”. Buscaba escribir una novela
que me tomara toda la vida. “Crónica de un iniciado” me llevó treinta años, no
de escritura, pero sí de trabajo y maduración. Esa novela la tenía escrita en
los años ‘70, cuando la conocí a Sylvia, pero se publicó en 1991. En el medio,
escribí “El que tiene sed”, mi novela catártica sobre el alcoholismo. Mis
modelos eran “La casa” de Mujica Lainez, Borges, Sabato y la literatura
europea. Toda la vida leí poetas. Si tengo que pensar en un libro modélico,
citaría “Los cuadernos de Malte Laurids Brigge” de Rilke. No sé de dónde me
vino la idea de escribir un diario. Porque el “Diario” de Kafka lo leí después
de empezar a escribir el mío. “Los cuadernos de André Walter” de André Gide,
tuvieron una influencia enorme en mí.
Sin embargo, no citás mucho a Gide.
Al
principio, lo cito bastante. Hay muchas cosas importantes que no menciono, me
lo hizo notar Sylvia. Por ejemplo, mi encuentro con Nicolás Guillén, que vivía
en Buenos Aires, fue decisivo. Yo tenía veintidós años, le conté entero “El
otro Judas”; él me dijo: “Ésa es una gran obra teatral”. Y entonces la escribí.
Cuando eso ocurrió, no lo registré en el diario, lo escribí posteriormente.
Necesito un tiempo para saber si los hechos fueron reales o no, esenciales o
no, y a veces, me olvido. No sé si cito a Marcel Schwob. Es uno de mis
escritores preferidos. “El libro de Monelle” me parece más interesante que “Los
alimentos terrestres” de Gide. Me paso leyendo los “Diarios” de Gide y no lo
cito. Siempre me impresionó su sinceridad como religioso, como esposo, como
homosexual. Otro autor que me fascina, pero a ése lo cito mucho, es Tolstoi.
Le dedicás
un capítulo a Borges, otro a Cortázar, pero uno de los escritores por quien
demostrás más cariño y admiración en tus diarios es Leopoldo Marechal. A pesar
de eso, no le consagrás un capítulo especial. ¿Por qué?
En el volumen siguiente de los “Diarios”, hay un
capítulo sobre Marechal. Fue uno de los hombres que más quise, a pesar de que
pensábamos de un modo muy distinto. Marechal era peronista, yo no lo era. Al
principio, Marechal era católico, después dejó de serlo. Marechal me decía: “Vos
sos un ateo que cree que es ateo. En el fondo, creés”. Yo le respondía: “Con
ese criterio, yo podría decir que usted es un ateo que no lo sabe, que cree que
cree”. Él era un ser de una bondad extraordinaria. Le interesaban los otros.
Además, dejaba hablar a Elbia, su mujer. Cuando ella hablaba, él se callaba.
Todo eso en un escritor es rarísimo.
La
polémica Sartre-Camus marcó tu generación y, de algún modo, sigue vigente hoy.
Para Sartre, era inevitable ensuciarse las manos para cambiar el mundo. Camus,
en cambio, creía que el fin no justificaba los medios, defendía la honestidad y
la pureza.
Yo estaba del lado de Sartre, pero
emocionalmente me encontraba del lado de Camus. El modo de encarar la realidad
de Sartre era no hacerle nunca el juego a la derecha; esa posición era la que a
mí me servía de medida; pero la honestidad de Camus, que era como la de Gide,
me resultaba muy valiosa. La ética y la moral son dos cosas distintas. La ética
es una especie de norma que compromete a la especie. La moral tiene que ver con
el individuo.