Los diarios siempre han sido un misterio. ¿Qué
lleva a una persona a dejar por escrito pequeñas señales de su vida cotidiana?
La pregunta fundamental es para quién se escribe. Posiblemente la respuesta más
sencilla sea “para uno mismo”. Sin embargo, muchos de esos diarios se
convierten en libros. Se asiste entonces a una escritura que, teóricamente, fue
pensada para la intimidad pero luego alcanzó estado público. La voz privada en
medio de la comunidad, diciendo cosas como si las contara en confidencia. Quizás
ese es el elemento que vuelve tan atractivo un diario personal: la
reconstrucción de un escenario íntimo al que se le permite ingresar al lector. Suele
adjudicarse a los diarios un valor de verdad, no obstante será el propio
Abelardo Castillo quien ponga en cuestión esa costumbre cuando señala, en su
propio diario, que la “verdad” no es algo que pueda encontrarse allí. “Los
diarios íntimos son una farsa”, dice. “No hay memoria sincera”. Ante la
aparición de sus “Diarios. 1954-1991”, el propio Castillo subraya la distinción
entre los diarios y las memorias. En el diario, uno escribe lo que pasa en el
momento, aunque lo haga después de un lapso relativamente breve, y lo hace para
sí mismo, sin pensar demasiado en la publicación. Se trata de anotaciones en las
que, a menudo, falta la continuidad del relato. A diferencia de las memorias,
los diarios no están escritos en lo alto de una cima desde donde se contempla
el pasado. En ellos, lo que se anota está visto desde la llanura de la
actualidad. Hay grandes omisiones. También las hay en las memorias, pero éstas
son deliberadas y responden a un plan literario y vital. Sobre algunos aspectos
de esta obra habla el escritor argentino en la siguiente entrevista con Eugenia
Almeida, la que fuera publicada en el diario “La Voz” el 31 de julio de 2014.
Publicar
un diario es un modo de traer el pasado al presente. ¿Qué efecto ha tenido la
publicación de estos diarios en su vida personal?
Ningún efecto, salvo el haberme engripado dos
veces y una ligera desolación, como siempre que publico un libro. Ante un
diario, la sensación de que el pasado irrumpe en el presente pertenece al
lector, no al autor. Un diario, al ser escrito día a día, o con intervalos
relativamente breves entre una entrada y la siguiente, sucede, para su autor,
en una especie de presente perpetuo. A diferencia del lector, yo no he leído
por primera vez, ahora, al ser publicadas, las palabras que escribí en 1959 o
en 1980… ¿Cómo explicarlo bien? Me pasa exactamente lo mismo que con cualquier
obra literaria: si se representa “El otro Judas”, que escribí hacia los veintidós
años y seguramente empecé a imaginar mucho antes, yo no pienso en cómo era el
muchacho que escribió esa pieza; la veo, sencillamente como obra mía. No puedo
dejar de verla en presente. El “Yo”, lo que nos establece como personas ahora y
aquí, es siempre una continuidad indisoluble. El muchacho que anota sus
reflexiones sobre el amor y la muerte en los años ’50 y el escritor que ahora
habla sobre eso, no son dos personas distintas, son la misma: son yo.
En sus "Diarios" se menciona a Maryna, un “personaje imaginario” a quien usted le
escribió cartas durante 1953 y 1954. ¿Por qué empezó a escribirle? ¿Por qué
dejo de hacerlo?
Maryna era, en efecto, un personaje imaginario,
hecho, como todos los personajes imaginarios, de una o más personas reales.
Empecé a escribir esas cartas por las mismas íntimas razones por que empecé a
escribir los cuadernos: por necesidad de aclarar, en mí mismo, mis ideas acerca
del amor, de Dios, de la libertad, de la literatura. En realidad, no dejé de
escribirlas; sencillamente las perdí. O las guardé tan bien que en los últimos
60 años no volví a encontrarlas. Eran, o son, mis primeros intentos de hacer
ficción con mi pensamiento o de poner mi pensamiento en una ficción. Si las
encontrara algún día, seguramente encontraría allí el fundamento de todo lo que
escribí hasta hoy.
En un
momento, refiriéndose al diario, usted dice “estoy perdiendo la costumbre de
escribir hacia adentro”. ¿Escribir ficción es escribir hacia
afuera?
Escribir ficciones es escribir buscando la
libertad del lector. El verdadero acto literario se consuma en dos movimientos:
la escritura y la lectura. La escritura es un acto de libertad que va hacia el
lector, quien juzga ese texto desde su propia libertad; en ese momento empieza
el hecho estético y el sentido de la literatura. No sé si esto contesta la
pregunta.
En los “Diarios”
habla de su pasión por el ajedrez. ¿Encuentra alguna relación entre ese juego y
la escritura?
Ninguna. Tengo, eso sí, una teoría algo
arbitraria acerca de que la estructura de un buen cuento y la de una partida de
ajedrez son análogas. La apertura, el medio juego y el final son los tres
momentos de una partida, y esto puede ser la metáfora del inicio, el desarrollo
y la resolución de un cuento. Lo mismo podría aplicarse a la forma sonata en música,
a la obra de teatro en tres actos e, incluso, a la arquitectura de la tragedia
formulada por Aristóteles. Lo más interesante de todo esto es que no sirve para
nada.
En muchos
tramos se muestra la escritura como un trabajo de la voluntad, del esfuerzo; un
trabajo minucioso, incluso interminable. ¿Qué lugar ocupa la inspiración en su
obra?
No creo en la inspiración. Edgar Poe ya explicó
para siempre el malentendido que encierra esa palabra. La inspiración fue un
invento de los poetas románticos del siglo XIX, y muchas veces es sólo una
coartada: un modo de no aceptar los absurdos, los titubeos, las casi
vergonzosas indecisiones que preceden a la construcción de una obra de arte.
Existe, por supuesto, eso que Thomas Mann llamaba la idea súbita; existe, si
queremos, algo así como aquel repentino furor sagrado lindante con la locura de
que hablaban los griegos, pero nadie puede creer en serio que una novela de quinientas
páginas o una obra en cinco actos son el producto incesante de esa iluminación
momentánea. La literatura sigue siendo, para mí, un trabajo de la voluntad, del
esfuerzo. Un trabajo minucioso e, incluso, interminable.
En su
cumpleaños treinta usted escribe “ni mi obra ni mi vida concuerdan con el
Abelardo Castillo ideal que a veces vislumbraba”. ¿Eso ha cambiado?
No ha cambiado en absoluto, de lo
contrario tendría que decir la tontería de que “me siento realizado”. Y la
condición de lo humano, para mí, es precisamente la irrealización, lo
inconcluso. El hombre es, felizmente, el único animal inconcluso; sólo lo
concluye la muerte.
Existen
muchas referencias a Córdoba (algunos viajes, algunas relaciones, las primeras
páginas de “Crónica de un iniciado”). ¿Cuál es su relación con Córdoba?
No sólo las primeras páginas, toda la
novela “Crónica de un iniciado”, así como “El Evangelio según Van
Hutten”, transcurre en Córdoba. Mi relación con Córdoba debo buscarla en la
infancia; solía ir en los veranos a la ciudad o a las Sierras con esa tía que
aparece en los “Diarios”, que fue mi madre sustituta. Mientras
escribía “Crónica de un iniciado” volví muchas veces a Córdoba. Todavía
hoy puedo recorrer mentalmente la ciudad tal como era hasta los años ’60. El
derruido balcón del Obispo Mercadillo, el Colegio Jesús María, la vieja
terminal de ómnibus, el amarillo y algo siniestro departamento de policía
frente a la Plaza Mayor, los tranvías recorriendo a dos manos la calle Vélez
Sársfield, la “casa del marqués”… Córdoba y Buenos Aires son mis dos ciudades;
San Pedro, el pueblo que elegí como natal.
Usted estuvo
en la ciudad durante el Cordobazo. ¿Qué efecto tuvo en usted ser testigo de lo
que pasó?
Esta pregunta ya está contestada en el diario,
con fecha 30 y 31 de mayo de 1969. Hay ahí varias páginas donde digo qué fue y
qué significó para mí el Cordobazo. Pero, si realmente les interesa,
históricamente, el tema, no deberían preguntarme a mí, sino a cualquier
cordobés que haya sido estudiante u obrero durante esos días. O a cualquiera de
aquellos hombres y mujeres que, sin serlo, arrojaban muebles desde las ventanas
y los balcones de sus casas, para que los chicos hicieran barricadas.
En 1990
usted anotó que “no hay una sola de las ideas políticas, morales, religiosas,
que parecían verdades en el ’60, o aún en el ’70, que hoy tenga la menor
validez”. ¿Alguna de esas ideas ha vuelto a ser válida en los veinticuatro años
que pasaron desde que escribió eso?
Pienso exactamente lo mismo que en 1990. Lo que
no significa que no se puedan imaginar nuevas teorías emancipadoras, nuevos
proyectos religiosos, nuevas utopías sociales. Y aún más: es moralmente
necesario que lo hagamos. Cada época debe volver a darse sus nuevos
valores.