10 de agosto de 2016

Desvaríos sobre la escritura, la lectura, su concomitancia y otros menesteres (1)

El escritor se encuentra solo en una habitación (o en la mesa de un bar, o en el banco de una plaza, o en donde quiera que sea). Desempolva sus musas, baraja sus recuerdos, imagina su mañana; circunda todo su mundo con pequeñas maquinaciones destinadas a apresar la belleza. Atrapa al vuelo algunas palabras que revolotean en su cabeza y sopesa figuradamente en una y otra mano la gravedad de las mismas. Las mastica, las rumia, las deglute. Titubea, dilucida, se decide. Y escribe, escribe con la pretensión de cartografiar la eternidad. Limpia de adjetivos y retórica al sustantivo austero que rechaza ornatos sensibleros, o transforma a la oración en un párrafo inerte, álgido, sin el motor del verbo. Las palabras se unen tratando de establecer un corpus que se acerque lo más posible al pensamiento, al sentimiento, buscando a la vez afanosamente crear lo inolvidable, lo sublime; aquello que, cuando el hipotético lector aparte la vista del texto, lo haga fijar su vista en el infinito. O tal vez con la intención de concebir aquel párrafo insospechado que se introduzca en la memoria colectiva para hacerlo triunfar alegóricamente sobre la muerte. Es el arte de escribir, el nacimiento de la literatura y, con ella, la materialización del misterio, del hechizo, de la fascinación.
Dice la licenciada en Filología Hispánica y escritora argentina Teresa Martín Taffarel (1934) en su obra “El tejido del cuento”: “Desde los tiempos más remotos de que se tienen noticias, el arte de contar ha acompañado al ser humano, y es difícil determinar en qué época o en qué lugar concreto nacieron las primeras historias que todavía se cuentan. Los hilos de la narración se entrelazan con los hilos de la vida, y en el transcurso de los siglos el antiguo arte de narrar vive y perdura”. Así, tal como afirmaba Roland Barthes (1915-1980), efectivamente “innumerables son los relatos del mundo”. En “Le degré zéro de l’ecriture” (El grado cero de la escritura), el semiólogo francés agregaba que “la escritura está encargada de unir con un solo trazo la realidad de los actos y la idealidad de los fines”. Esto implica que las obras literarias no tienen un significado fijo sino que son generadoras de múltiples representaciones posibles. La verdad (en su acepción epistemológica, claro) y la literatura tienen puntos en contacto, y es a la búsqueda de ese nexo que un escritor construye sus propios mundos. Cuando lo logra, la literatura deviene en ejercicio personal y plural al mismo tiempo, ya que será un revelador acceso a esa tácita vinculación entre el escritor y el lector.
En ese sentido, el ensayista y crítico literario argentino Jaime Rest (1927-1979) destacaba en “Conceptos fundamentales de la literatura moderna” que “a menudo se han suscitado prolongados debates en torno de la lectura, basados en el interrogante planteado acerca de si el escritor compone su obra con la intención de ser leído o con el mero propósito de liberarse de ciertas preocupaciones íntimas. Desde el punto de vista literario esta formulación del problema es absolutamente ociosa e inútil, pues el texto poético sólo se constituye al completarse el circuito formado por escritura y lectura”. Y completaba: “Aún más, cabe enfatizar que el autor del texto siempre propone una composición que posee cierto margen de apertura que sólo se com­pleta o se cierra a través de la intervención de cada lector”. Un juicio que también expone la antes citada Teresa Martín Taffarel cuando habla de la necesidad de “la participación del receptor para construir la historia narrada en el acto de la lectura. En algunos casos, se establece una com­plicidad entre narrador y lector y, en otros, se invita o hasta se conmina a intervenir en textos narrativos abiertos o aparente­mente desarmados”.
Es que, tal como dice la misma ensayista, ahora en “Caminos de escritura”, el ser humano “contempla el mundo circundante, se contempla a sí mismo y percibe el tiempo como una duración en la que se incluye el segmento de su propia vida. Escribir es sustraerse de ese discurrir ineludible para crear otra dimensión temporal. Escribir es encontrar un modo de inventar el tiempo, de reconciliarse con lo efímero, de perdurar en las palabras”. Y también, desde otro punto de vista, tal como opinaba Sigmund Freud (1856-1939) en “Der dichter und das phantasieren” (El creador literario y la imaginación), dadas las opresivas y urgentes necesidades instintivas que llevan a un escritor a alejarse de la realidad para acercarse a la fantasía, escribir es lo que permite anular la represión por un momento y gozar del placer prohibido de los propios procesos inconscientes. El neurólogo austríaco, que proponía “soñar despierto para la escritura creativa”, entendía que escribir era “aprovechar, modelar y quitar asperezas a los ensueños propios de manera que resulten aceptables para los demás”. De modo que, tal como lo dice Teresa Martín Taffarel, “si bien el tiempo de la escritura es limitado, trasciende más allá de sus límites en el tiempo de la lectura, que es un tiempo siempre renacido. Y, si el pasado se olvida porque la memoria es frágil, lo que se ha fijado en esa otra memoria que es la escritura, vuelve a hacerse presente en la lectura”.
Esta certeza juega a la vez con la incertidumbre que planteaba el escritor y filósofo español Miguel de Unamuno (1864-1936) en un poema: “Leer, leer, leer, vivir la vida / que otros soñaron. / Leer, leer, leer, el alma olvida / las cosas que pasaron. / Se quedan las que quedan, las ficciones, / las flores de la pluma, / las olas, las humanas creaciones, / el poso de la espuma. / Leer, leer, leer; ¿seré lectura / mañana también yo? / ¿Seré mi creador, mi criatura, / seré lo que pasó?”. De esto se desprende que, a pesar de la interpretación freudiana sobre que un escritor “no dice exactamente lo que quiere decir ni quiere decir exactamente lo que dice”, el arte de narrar puede ser considerado como una de las condiciones de la vida humana, ya que es uno de los medios más eficaces de comunicación entre los hombres. Una narración pone en relación al lector a quien está dirigida con el que la escribió y, a la vez, con todos los lectores que simultánea, anterior o posteriormente la hayan leído. Lo que los une son las palabras, esos iconos inventados para plasmar la memoria de los seres humanos. La palabra escrita que transmite los pensamientos y las sensaciones de los hombres es un lazo de unión entre ellos; un lector puede no ser capaz de expresar todos los sentimientos humanos, pero basta que un escritor lo haga aunque más no sea con alguno de ellos, para que el lector los experimente él mismo aun cuando nunca antes lo haya logrado.
En “Cómo se hace una novela”, el ya aludido Miguel de Unamuno cuenta una anécdota muy ilustrativa a ese respecto, y lo hace a través de un personaje que no es más que su propio álter ego. Vagando en París por las librerías de viejo instaladas a orillas del río Sena, el sujeto en cuestión encuentra un libro del novelista francés Honoré de Balzac (1799-1850): “La peau de chagrín” (La piel de zapa). Comienza a leer­lo antes de comprarlo y se siente atraído por el personaje y por la his­toria. En un momento, al apartar los ojos de la novela y fijarlos en el Sena, le parece advertir que sus aguas inmóviles son un espejo de la muerte y, horrorizado, vuelve a leer para encontrarse consigo mismo en las páginas del libro. Es entonces cuando aparecen las fatídicas palabras: “Cuando el lector llegue al fin de esta dolorosa historia se morirá conmigo”. Las aguas del río y las letras del libro parecen querer aniquilarlo. Entonces deja el libro y huye, pero la idea de lo no leído lo obsesionará todo el tiempo.
Otro ejemplo del influjo que pueden ejercer las composiciones literarias es el que desarrolló Miguel de Cervantes (1547-1616) en “El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha”, una obra que traza una semblanza profunda de un cambio de época que hoy se conoce como los inicios de la Modernidad, dando comienzo no sólo a un nuevo género literario sino también a cosmovisiones e intereses que emergían en su época y que aún hoy, cuatro siglos más tarde, marcan la nuestra. El “Quijote” es el primer libro que narra varias historias simultáneamente, a la vez que reflexiona y detalla las formas en que ellas se construyen, llegando incluso a la parodia de incluir en el texto un libro titulado “El Quijote” y hasta un escritor llamado Cervantes entre uno de sus casi setecientos personajes. Semejante contextura llevó a la ensayista y narradora mexicana Anamari Gomís (1950) a decir que, cada vez que lo releía, le revelaba cómo “el mundo de la ficción juega con la realidad y con la fantasía”. “De ahí que -agregaba la autora de “Cómo acercarse a la literatura”- cuando leo un cuento de Cortázar con un señor que vomita conejitos, lo creo, porque parece que es absolutamente real”. No por nada el escritor argentino-canadiense Alberto Manguel (1948) declaró alguna vez que “vivimos en un mundo que es, en gran parte, fruto de la lectura del ‘Quijote’”.
En la narración de las aventuras de este particular caballero y su fiel -aunque descreído e interesado- escudero Sancho Panza, Cervantes explora la diferenciación entre realidad y escritura, la cual tiene la posibilidad de cobrar autonomía frente a la realidad siguiendo normas propias. Esa posibilidad de diferimiento, de construcción de una realidad en sus propios términos -y que entre sus posibilidades incluye la construcción de mundos directamente ficcionales- es considerada en la novela como una suerte de peligro social dados los excesos de fantasía (a los que condena). Es que el personaje Quijote sencillamente enloquece a causa de sus lecturas desenfrenadas de las numerosas y extravagantes historias caballerescas que invadieron la España renacentista que van desde el “Amadís de Gaula”, obra maestra de la literatura medieval en castellano atribuida a Enrique de Castilla (1230-1303), hasta “Tirant lo Blanch” (Tirante el Blanco) del escritor valenciano  Joanot Martorell (1410-1465), pasando por “Las sergas de Esplandián” de Garci Rodríguez de Montalvo (1450-1505), el “Olivante de Laura” de Antonio de Torquemada (1507-1569) y tantos otros más.
Como quiera que sea, y sin necesidad de llegar a semejantes extremos, lo cierto es que la literatura y la vida tienen una relación tan estrecha como, parafraseando a León Tolstoi (1828-1910), “los pulmones y el corazón: se estropea uno de ellos y el otro no puede funcionar”. El arte de narrar conlleva la facultad de ser el medio de transmisión de todos los sentimientos posibles. Por medio de la palabra, decía el escritor ruso en su ensayo “Chto takoye iskusstvo?” (¿Qué es el Arte?), “el hombre comunica sus sentimientos a todos los hombres, no sólo de su época, sino también de las generaciones presentes y futuras”. Sobre esa aptitud del hombre para experimentar los sentimientos que siente otro, Tolstoi agregaba: “Los sentimientos que el artista comunica a otros pueden ser de distinta especie, fuertes o débiles, importantes o insignificantes, buenos o malos; pueden ser de patriotismo, de resignación, de piedad; pueden expresarse por medio de un drama, de una novela, de una fábula. Toda obra que los expresa así es una obra de arte”.