El escritor se encuentra solo en una habitación (o en la mesa de un
bar, o en el banco de una plaza, o en donde quiera que sea). Desempolva sus
musas, baraja sus recuerdos, imagina su mañana; circunda todo su mundo con
pequeñas maquinaciones destinadas a apresar la belleza. Atrapa al vuelo algunas
palabras que revolotean en su cabeza y sopesa figuradamente en una y otra mano
la gravedad de las mismas. Las mastica, las rumia, las deglute. Titubea,
dilucida, se decide. Y escribe, escribe con la pretensión de cartografiar la
eternidad. Limpia de adjetivos y retórica al sustantivo austero que rechaza ornatos
sensibleros, o transforma a la oración en un párrafo inerte, álgido, sin el
motor del verbo. Las palabras se unen tratando de establecer un corpus que se
acerque lo más posible al pensamiento, al sentimiento, buscando a la vez
afanosamente crear lo inolvidable, lo sublime; aquello que, cuando el
hipotético lector aparte la vista del texto, lo haga fijar su vista en el
infinito. O tal vez con la intención de concebir aquel párrafo insospechado que
se introduzca en la memoria colectiva para hacerlo triunfar alegóricamente sobre
la muerte. Es el arte de escribir, el nacimiento de la literatura y, con ella, la
materialización del misterio, del hechizo,
de la fascinación.
Dice la licenciada en Filología Hispánica y escritora
argentina Teresa Martín Taffarel (1934) en su obra “El tejido del cuento”:
“Desde los tiempos más remotos de que se tienen noticias, el arte de contar ha
acompañado al ser humano, y es difícil determinar en qué época o en qué lugar
concreto nacieron las primeras historias que todavía se cuentan. Los hilos de
la narración se entrelazan con los hilos de la vida, y en el transcurso de los
siglos el antiguo arte de narrar vive y perdura”. Así, tal como afirmaba Roland
Barthes (1915-1980), efectivamente “innumerables son los relatos del
mundo”. En “Le degré zéro de l’ecriture” (El grado cero de la escritura), el semiólogo
francés agregaba que “la escritura está encargada de unir con un solo trazo la
realidad de los actos y la idealidad de los fines”. Esto implica que las obras literarias no tienen un significado fijo
sino que son generadoras de múltiples representaciones posibles. La verdad (en
su acepción epistemológica, claro) y la literatura tienen puntos en contacto, y es a la búsqueda de ese nexo que un
escritor construye sus propios mundos. Cuando lo logra, la literatura deviene en
ejercicio personal y plural al mismo tiempo, ya que será un revelador acceso a
esa tácita vinculación entre el escritor y el lector.
En ese sentido, el ensayista y crítico literario argentino Jaime
Rest (1927-1979) destacaba en “Conceptos fundamentales de la literatura
moderna” que “a menudo se han suscitado prolongados debates en torno de la
lectura, basados en el interrogante planteado acerca de si el escritor compone
su obra con la intención de ser leído o con el mero propósito de liberarse de
ciertas preocupaciones íntimas. Desde el punto de vista literario esta
formulación del problema es absolutamente ociosa e inútil, pues el texto
poético sólo se constituye al completarse el circuito formado por escritura y
lectura”. Y completaba: “Aún más, cabe enfatizar que el autor del texto siempre
propone una composición que posee cierto margen de apertura que sólo se completa
o se cierra a través de la intervención de cada lector”. Un juicio que también
expone la antes citada Teresa Martín Taffarel cuando habla de la necesidad de “la
participación del receptor para construir la historia narrada en el acto de la
lectura. En algunos casos, se establece una complicidad entre narrador y
lector y, en otros, se invita o hasta se conmina a intervenir en textos
narrativos abiertos o aparentemente desarmados”.
Es que, tal como dice la misma ensayista, ahora en “Caminos de
escritura”, el ser humano “contempla el mundo circundante, se contempla a sí
mismo y percibe el tiempo como una duración en la que se incluye el segmento de
su propia vida. Escribir es sustraerse de ese discurrir ineludible para crear
otra dimensión temporal. Escribir es encontrar un modo de inventar el tiempo,
de reconciliarse con lo efímero, de perdurar en las palabras”. Y también, desde
otro punto de vista, tal como opinaba Sigmund Freud (1856-1939) en “Der
dichter und das phantasieren” (El creador literario y la imaginación), dadas
las opresivas y urgentes necesidades instintivas que llevan a un escritor a
alejarse de la realidad para acercarse a la fantasía, escribir es lo que
permite anular la represión por un momento y gozar del placer prohibido de los
propios procesos inconscientes. El neurólogo austríaco, que proponía “soñar
despierto para la escritura creativa”, entendía que escribir era “aprovechar, modelar y quitar asperezas a los
ensueños propios de manera que resulten aceptables para los demás”. De modo
que, tal como lo dice Teresa Martín Taffarel, “si bien el tiempo de la
escritura es limitado, trasciende más allá de sus límites en el tiempo de la
lectura, que es un tiempo siempre renacido. Y, si el pasado se olvida porque la
memoria es frágil, lo que se ha fijado en esa otra memoria que es la escritura,
vuelve a hacerse presente en la lectura”.
Esta certeza juega a la vez con la incertidumbre que planteaba el escritor
y filósofo español Miguel de Unamuno (1864-1936) en un poema: “Leer, leer,
leer, vivir la vida / que otros soñaron. / Leer, leer, leer, el alma olvida / las
cosas que pasaron. / Se quedan las que quedan, las ficciones, / las flores de
la pluma, / las olas, las humanas creaciones, / el poso de la espuma. / Leer,
leer, leer; ¿seré lectura / mañana también yo? / ¿Seré mi creador, mi criatura,
/ seré lo que pasó?”. De esto se desprende que, a pesar de la interpretación
freudiana sobre que un escritor “no dice exactamente lo que quiere decir ni
quiere decir exactamente lo que dice”, el arte de narrar puede ser considerado como
una de las condiciones de la vida humana, ya que es uno de los medios más
eficaces de comunicación entre los hombres. Una narración pone en relación al
lector a quien está dirigida con el que la escribió y, a la vez, con todos los lectores
que simultánea, anterior o posteriormente la hayan leído. Lo que los une son
las palabras, esos iconos inventados para plasmar la memoria de los seres
humanos. La palabra escrita que transmite los pensamientos y las sensaciones de
los hombres es un lazo de unión entre ellos; un lector puede no ser capaz de expresar
todos los sentimientos humanos, pero basta que un escritor lo haga aunque más
no sea con alguno de ellos, para que el lector los experimente él mismo aun
cuando nunca antes lo haya logrado.
En “Cómo se hace una novela”, el ya aludido Miguel de Unamuno
cuenta una anécdota muy ilustrativa a ese respecto, y lo hace a través de un
personaje que no es más que su propio álter ego. Vagando en París por las
librerías de viejo instaladas a orillas del río Sena, el sujeto en cuestión
encuentra un libro del novelista francés Honoré de Balzac (1799-1850):
“La peau de chagrín” (La piel de zapa). Comienza a leerlo antes de
comprarlo y se siente atraído por el personaje y por la historia. En un
momento, al apartar los ojos de la novela y fijarlos en el Sena, le parece
advertir que sus aguas inmóviles son un espejo de la muerte y, horrorizado,
vuelve a leer para encontrarse consigo mismo en las páginas del libro. Es
entonces cuando aparecen las fatídicas palabras: “Cuando el lector llegue al
fin de esta dolorosa historia se morirá conmigo”. Las aguas del río y las
letras del libro parecen querer aniquilarlo. Entonces deja el libro y huye,
pero la idea de lo no leído lo obsesionará todo el tiempo.
Otro ejemplo del influjo que pueden ejercer las composiciones
literarias es el que desarrolló Miguel de
Cervantes (1547-1616) en
“El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha”, una obra que traza una semblanza profunda de un cambio de época que hoy se conoce como
los inicios de la Modernidad, dando comienzo no sólo a un nuevo género literario sino también
a cosmovisiones e intereses que emergían en su época y que aún hoy, cuatro
siglos más tarde, marcan la nuestra. El “Quijote” es el primer libro que narra
varias historias simultáneamente, a la vez que reflexiona y detalla las formas
en que ellas se construyen, llegando incluso a la parodia de incluir en el
texto un libro titulado “El Quijote” y hasta un escritor llamado
Cervantes entre uno de sus casi setecientos personajes. Semejante contextura
llevó a la ensayista y narradora mexicana
Anamari Gomís (1950) a decir que, cada vez que lo releía, le revelaba cómo
“el mundo de la ficción juega con la realidad y con la fantasía”. “De ahí que -agregaba
la autora de “Cómo acercarse a la literatura”- cuando leo un cuento de Cortázar
con un señor que vomita conejitos, lo creo, porque parece que es absolutamente
real”. No por nada el escritor argentino-canadiense Alberto
Manguel (1948) declaró alguna vez que “vivimos en un mundo que es, en gran
parte, fruto de la lectura del ‘Quijote’”.
En la narración de las aventuras de este particular caballero y su
fiel -aunque descreído e interesado- escudero Sancho Panza, Cervantes explora
la diferenciación entre realidad y escritura, la cual tiene la posibilidad de
cobrar autonomía frente a la realidad siguiendo normas propias. Esa posibilidad
de diferimiento, de construcción de una realidad en sus propios términos -y que
entre sus posibilidades incluye la construcción de mundos directamente ficcionales-
es considerada en la novela como una suerte de peligro social dados los
excesos de fantasía (a los que condena). Es que el personaje Quijote sencillamente
enloquece a causa de sus lecturas desenfrenadas de las numerosas y
extravagantes historias caballerescas que invadieron la España renacentista que
van desde el “Amadís de Gaula”, obra
maestra de la literatura medieval en castellano atribuida a Enrique de
Castilla (1230-1303), hasta “Tirant lo Blanch” (Tirante el Blanco) del escritor valenciano Joanot Martorell (1410-1465),
pasando por “Las sergas de Esplandián” de
Garci Rodríguez de Montalvo (1450-1505), el “Olivante de Laura” de
Antonio de Torquemada (1507-1569) y tantos otros más.
Como quiera que sea, y sin necesidad de
llegar a semejantes extremos, lo cierto es que la literatura y la vida tienen una relación tan estrecha como, parafraseando a León Tolstoi (1828-1910), “los pulmones y el corazón: se estropea uno de ellos y el otro no
puede funcionar”. El arte de narrar conlleva la facultad de ser el medio de
transmisión de todos los sentimientos posibles. Por medio de la palabra, decía el escritor ruso en su ensayo “Chto takoye iskusstvo?”
(¿Qué es el Arte?), “el hombre comunica sus sentimientos a
todos los hombres, no sólo de su época, sino también de las generaciones
presentes y futuras”. Sobre esa aptitud del hombre para experimentar los
sentimientos que siente otro, Tolstoi agregaba: “Los sentimientos que el
artista comunica a otros pueden ser de distinta especie, fuertes o débiles,
importantes o insignificantes, buenos o malos; pueden ser de patriotismo, de
resignación, de piedad; pueden expresarse por medio de un drama, de una novela,
de una fábula. Toda obra que los expresa así es una obra de arte”.