El ya mencionado Jaime Rest opinaba que las dimensiones de la
novela tienen que ver con “el encadenamiento de episodios por medio de elementos
unificadores, como es la presencia de un mismo personaje o grupo de personajes
que protagonizan distintas aventuras. La elaboración de su semblanza
psicológica es más minuciosa y compleja, y se desarrolla a través de la caracterización
y del diálogo. En cambio, las dimensiones limitadas del cuento habitualmente
proceden del poder de concentración que ha de exhibir el narrador para
elaborar en forma alusiva situaciones que de otro modo escaparían a la
posibilidad de evocación literaria, en razón de que su naturaleza se revela
tenue y compleja a un mismo tiempo”. Esto es algo que se ha potenciado
notablemente en los últimos años con el auge del microrrelato, un subgénero en
el que los recursos para lograr la brevedad pueden resultar casi más
importantes que la brevedad misma. Tal es así, que “lo que importa no es su
carácter escueto sino la eficacia de su síntesis”, como apunta el escritor
venezolano Gabriel Jiménez Emán (1950) en “Ficción mínima”; y pone como
ejemplo “La brevedad”, un microrrelato de su autoría: “Me convenzo ahora de que
la brevedad es una entelequia cuando leo una línea y me parece más larga que mi
propia vida, y cuando después leo una novela y me parece más breve que la
muerte”.
“La brevedad es hermana del talento” opinaba el escritor ruso Anton
Chejov (1860-1904) hace algo más de un
siglo atrás, y agregaba que, cuando escribía, confiaba plenamente “en que el lector añadirá por su cuenta los elementos subjetivos que
faltan al cuento”, una convicción que nos remite a aquello que Cortázar llamaba
“lector cómplice”, un factor
indispensable para complementar un texto bien logrado. O a la idea del escritor
francés Michel
Tournier (1924-2016) cuando decía que “un libro tiene dos autores, el
escritor y el lector. Sin lector, no hay nada”, un concepto que da por sentado
que la simbiosis entre el escritor y el lector es inherente a la naturaleza
artística, que la creación (el escritor) y la interpretación (el lector) son
imprescindibles para la existencia de la literatura. Marguerite Duras (1914-1996),
novelista, guionista y directora cinematográfica francesa, decía
en “Écrire” (Escribir): “Un escritor es algo extraño. Es una contradicción
y también un sinsentido. Escribir también es no hablar. Es callarse. Es aullar
sin ruido”. Tal vez es justamente en ese silencio que cada lector
encuentra lo que está buscando, y lo sabrá íntimamente, con una convicción
irrefutable.
El escritor argentino Adolfo Bioy
Casares (1914-1999) contó en sus “Memorias” que “leía buscando la literatura… y escribía buscando la literatura”. Precisamente
en esa búsqueda, tanto desde una perspectiva teórica como desde una estética, es
que se da el fenómeno literario. La escritura puede entenderse como la representación de una vida no encarnada por
parte del escritor. La lectura, por su parte, viene a dar lugar a esa
representación de vida en la vida del lector. Ambas figuras interfieren proporcionalmente en el universo de
ficción. María Eugenia Caseiro (1954), ensayista y poeta cubana, dice en
“La importancia del lector”: “Si bien sabemos que la escritura es un acto de
comunicación, la lectura es complemento indispensable para esta comunicación.
El lector, quien añade su propia interpretación y análisis, es parte activa y
vital de la escritura. Y la escritura, que no es otra cosa que una invitación a
la lectura, logra desentrañar muchas veces con estricta limpieza los
pensamientos y debates internos del lector, y lo lleva además a despertar la
curiosidad por aquellos presentes en el escritor. Tanto quien escribe como quien lee, aportan su ración
al producto. Esta comunicación subjetiva, ánima elemental que interrelaciona al
lector con quien lo escribe, no es otra cosa que la fusión de dos actos, y el
acto de leer pasa a formar parte del acto de escribir desde el punto en que es
concebida la escritura, una vez que incluye al lector en el proyecto del
escritor. Un libro no leído es como un libro nunca escrito”.
Existieron (y existen), naturalmente,
voces escépticas en cuanto a la efectividad y necesidad de la susodicha
comunicación. “Al fin y al cabo -pensaba con cierto desencanto
el escritor y filósofo francés Albert
Camus (1913-1960)-, escribir o leer son acciones insólitas.
Construir una historia mediante una disposición nueva de hechos verdaderos no
tiene nada de inevitable ni de necesario. Incluso si la explicación vulgar -por
el gusto del creador y del lector- fuese verdad, habría que preguntarse
entonces por qué necesidad la mayor parte de los hombres experimentan
precisamente gusto e interés en historias fingidas”. Más lejos aún había ido
unos años antes el escritor y
periodista argentino Roberto Arlt (1900-1942). Incrédulo y
disgustado, escribió allá por los años ’30 del siglo pasado en una de sus “Aguafuertes
porteñas” que publicaba en el diario “El Mundo”: “Si la gente lee, es porque espera encontrar la verdad en los libros.
Y lo más que puede encontrarse en un libro es la verdad del autor, no la verdad
de todos los hombres. Y esa verdad es relativa, esa verdad es tan chiquita que
es necesario leer muchos libros para aprender a despreciarlos”. “Lo que hacen los libros -escribió
también- es desgraciarlo al hombre. No conozco un sólo hombre feliz que lea.
Todos los individuos de existencia más o menos complicada que he conocido
habían leído. Leído, desgraciadamente, mucho”. Lo que nos lleva al Camus
de dos décadas más tarde cuando se preguntaba: “¿De qué nos evadimos por medio
de la lectura? ¿De una realidad juzgada demasiado aplastante?”.
Semejantes paráfrasis nos llevan a pensar si no estaba en lo cierto Nietzsche cuando decía que un escritor “deberá ser
considerado como un criminal que, sólo en casos rarísimos, merece el perdón o
la gracia. Esto sería un remedio contra la invasión de los libros”. Pero, ¿es
escritor quien escribió muchos libros? Porque el mexicano Juan Rulfo (1918-1986),
por citar un ejemplo, alcanzó renombre con sólo dos: “Pedro Páramo” y “El
llano en llamas”. Otro tanto podría decirse del francés Antoine de Saint Exupéry (1900-1944)
con su “Le petit prince” (El principito) o del irlandés James
Joyce (1882-1941) con su “Ulysses” (Ulises). ¿Necesitaron Walt
Whitman (1819-1892) más que “Leaves of grass” (Hojas de hierba) o Arthur
Rimbaud (1854-1891) más que “Une saison en enfer” (Una temporada en el
infierno) para ser considerados escritores? La poetisa estadounidense
Emily Dickinson (1830-1886) jamás publicó un libro en su vida, apenas si
aparecieron cuatro de sus poemas en el periódico “The Springfield Republican” y
uno en la antología “A masque of
poets” (Una mascarada de poetas). ¿Por eso no debe ser considerada una
escritora? Y, por otro lado, si de escribir mucho se trata, ¿tienen el mismo valor
los más de quinientos títulos publicados por Isaac Asimov (1920-1992) que
los casi cuatro mil que publicó la española Corín Tellado (1927-2009)? Jorge
Luis Borges (1899-1986) dijo en una oportunidad: “Dicen que soy un gran
escritor. Agradezco esa curiosa opinión, pero no la comparto. El día de mañana,
algunos lúcidos la refutarán fácilmente y me tildarán de impostor o chapucero o
de ambas cosas a la vez”. Danielle Steel (1947), Paulo Coelho (1947), Ken
Follett (1949) o John Grisham (1955), por
citar sólo algunos escritores (porque, efectivamente, lo son), llevan
publicados decenas y decenas de libros que figuran entre los más vendidos en
toda la historia. ¿Tendrán ellos algún día la misma humildad y el mismo
reconocimiento que el autor de “El Aleph”? Todas estas preguntas nos llevan a
otras mucho más sustanciales: ¿Qué define quién es un escritor? ¿La aceptación
de las editoriales, los lectores y la crítica? ¿El reconocimiento de los
colegas, las universidades y las instituciones? ¿Acaso los premios literarios
determinan la calidad de una obra y el talento de su autor? El crítico literario inglés Terry Eagleton (1943) asegura en “Literary theory. An introduction” (Una introducción a la teoría
literaria): “Parece haber tantos factores que
intervienen en la consagración de un autor que no es difícil entender que un
escritor en serio sea una especie rara de encontrar. Más allá de que se
proponga bucear hondo en la naturaleza humana o entretener con una saga”.
Tal vez, para acercarse a una definición
de quién es escritor, habría que partir de la premisa de que no lo es todo
aquel que publica, ni todo aquel que publica y vende mucho o poco. Tampoco aquel
que escribe y no publica o aquel que paga sus propias ediciones. El huraño y
quejoso Nietzsche solía hacer esto último y fue así que alcanzó a repartir unos
quince ejemplares de su “Also sprach Zarathustra” (Así habló Zaratustra)
entre sus amigos más allegados. A lo mejor el tema debería ser encarado desde
otro ángulo porque, tal como cualquier otra actividad humana, tiene múltiples
connotaciones. Se escribe por muchas razones: porque “es mi costumbre y además
mi oficio. Siempre tomé la pluma como una espada aunque reconozco mi
impotencia. No importa, hago y haré libros; hacen falta”, como decía Jean Paul
Sartre (1905-1980); o sencillamente, como reconocía Bioy Casares, “escribí para que me quisieran; en parte para sobornar y, también en
parte, para ser víctima de un modo interesante; para levantar un monumento a mi
dolor y para convertirlo, por medio de la escritura, en un reclamo persuasivo”.
A pesar de que, para el ya aludido Abelardo
Castillo “dedicarse toda la vida a escribir sólo garantiza dolor de espaldas”,
la escritora brasileña de origen ucraniano Clarice Lispector (1920-1977) pensaba que escribir es “una maldición salvadora. Es una maldición porque obliga y arrastra,
como un vicio penoso del cual es imposible librarse. Y es una salvación porque
salva el día que se vive y que nunca se entiende a menos que se escriba”.
Mientras tanto, para la escritora
española Rosa Montero (1951), la clave está en la necesidad de escribir. “Yo he
llegado a aprender, con el tiempo, que un escritor es en realidad aquel que
necesita escribir para poder vivir, es decir, para afrontar la oscuridad de la
vida, para poder levantarse cada mañana. Uno es escritor porque no puede no
serlo. De modo que la necesidad es lo que hace a uno un verdadero escritor,
pero eso no quiere decir que lo haga un buen escritor”. Claro que también hubo
quienes escribieron no por necesidades existenciales sino por otras mucho menos
idílicas: las materiales. Los italianos Carlo Collodi (1826-1890) y Emilio
Salgari (1862-1911) son un buen ejemplo de ello; sus personajes Pinocho y Sandokán se convirtieron en íconos de generaciones enteras,
y el hecho de que hoy no sean leídos, o lo sean muy poco, ¿los pone del lado de
los malos escritores?
Los juicios de valor son notoriamente variables, por eso se deduce de
la definición de literatura como forma de escribir altamente apreciada que no
es una entidad estable. “Los tiempos cambian -dice el ya citado Eagleton-. Así
como en una época la gente puede considerar filosófica la obra que más tarde
calificará de literaria, o viceversa, también puede cambiar de opinión sobre lo
que considera escritos valiosos. Más aún, puede cambiar de opinión sobre los
fundamentos en que se basa para decidir entre lo que es valioso y lo que no lo
es”. Para Graciela Montaldo (1959), ensayista argentina especializada en
culturas latinoamericanas modernas y profesora en la Columbia University, la
condición de escritor está ligada al ejercicio de una práctica: la escritura, la
que históricamente ha tenido diferentes valores y formas de apreciación. “Hubo
un tiempo en que ser escritor era una identidad que se obtenía cuando las
instituciones de la cultura reconocían como escritor a quien se presentaba como
tal”. Esas mismas instituciones -señala la autora de “Teoría crítica, teoría
cultural”- “le negaban el título a la gran mayoría pero así y todo podía
haber escritores para un circuito (los talleres literarios por ejemplo) que no
lo eran para otro circuito (las editoriales)”. Como paradigma de estos reconocimientos
diferenciados de origen claramente clasista, podrían citarse varios casos
emblemáticos en la Argentina.
Eduardo Gutiérrez (1851-1889), por ejemplo, autor de novelas de
contenido histórico costumbrista y gauchesco como “Juan Cuello”,
“La Mazorca” u “Hormiga Negra”, obtuvo un enorme éxito popular con su obra “Juan
Moreira”, pero ese reconocimiento plebeyo le restó méritos para que la elite aristocrática
lo reconociese como escritor. Por el contrario, Manuel Mujica Lainez (1910-1984)
fue distinguido y celebrado en los cenáculos intelectuales conservadores. Su
novela “Bomarzo” fue incluida en la lista de las cien mejores novelas en
español del siglo XX del periódico español “El Mundo”; pero,
para los sectores progresistas, no era más que una nítida imagen de decadencia
artística, amaneramiento de clase y frivolidad de la literatura. Un
itinerario más intrincado recorrió la obra del ya mencionado Roberto Arlt:
primero fue un periodista, luego un mal escritor, más tarde un escritor de
culto y hoy un clásico nacional. Novelas como “El juguete rabioso”, “Los siete
locos” y “Los lanzallamas”, o las crónicas reunidas en “Aguafuertes porteñas”, fueron
duramente criticadas durante la primera mitad del siglo XX, para pasar en los
últimos tiempos a ser consideradas una lectura obligada ya que, con su original
estilística, habría inaugurado la novela moderna argentina.