Ahora bien, en el arte de narrar es una tarea enrevesada hablar de
géneros, tratar de establecer los límites siempre serpenteantes entre una y otra
de las pautas que los caracterizan; más aún teniendo en cuenta cómo han ido
variando los criterios sobre este aspecto con el correr de los años y, también,
según la lengua en que esté escrita la obra. El vocablo español “novela”, por
ejemplo, designa un género narrativo de ficción en prosa que abarca obras
literarias -tal como las define la Real Academia Española- “de cierta
extensión”, pero ese precepto difiere del que poseen en otros idiomas términos
afines. Así, el italiano “novella”, el francés “nouvelle” y el alemán “novelle”
hacen referencia a relatos en prosa de menor extensión, a menudo más cercanos
en su dimensión a lo que en español se denomina “cuento”. Pero inclusive no es
posible hacer coincidir semánticamente la designación española con aquellas
denominaciones que en otras lenguas parecen acercarse en mayor grado a esta
caracterización. Por ejemplo, el inglés “romance” y el francés “roman” serían
lo más aproximado al español “novela”, pero ambos términos también difieren entre
sí y embrollan aún más el asunto.
En lengua inglesa, debido a la gravitación del Romanticismo nacido a
fines del siglo XVIII, se estableció una distinción considerable entre los
términos “novel” y “romance”. El primero coincide con la noción española de
novela realista, mientras que el segundo tiende a incorporar sucesos
fantásticos o pintorescos. A ello habría que agregarle el advenimiento de otros
nuevos tipos de ficción que también recibieron, con mayor o menor propiedad, el
nombre de novela, generalmente acompañado de algún adjetivo que especificaba
sus características diferenciales. Por consiguiente, el vocablo adquirió en
forma gradual un significado cada vez más amplio. Así fueron apareciendo la
narración gótica, de la mano de Horace Walpole (1717-1797); o la picaresca
emanada de la pluma de Daniel Defoe (1660-1731), la filosófica de
Jonathan Swift (1667-1745), la histórica de Walter
Scott (1771-1832), la dramática de Jane Austen (1775-1817), la
costumbrista de Charles Dickens (1812-1870), la romántica de las hermanas Charlotte
Brontë (1816-1855) y Emily Brontë (1818-1848), la policíaca de Wilkie Collins (1824-1889), la lírica de Virginia
Woolf (1882-1941), etc. etc.
También en Francia sus escritores transitaron por este camino: François
Rabelais (1494-1553) y Denis Diderot (1713-1784) lo hicieron en la novela
filosófica, Henri Beyle, Stendhal (1783-1842) en la psicológica, Honoré de Balzac (1799-1850) en
la realista, Victor Hugo (1802-1885) en la histórica, Émile Zola (1840-1902) en
la naturalista y Marcel Proust (1871-1922) en la autobiográfica, sólo
por citar a los más emblemáticos. Esto sin olvidar a escritores como el alemán Johann
von Goethe (1749-1832) o a los rusos Tolstoi y Fiódor
Dostoyevski (1821-1881) quienes, cada uno a su manera, contribuyeron a
innovar el género. Por esa razón, varios semiólogos
franceses, en particular aquellos que instauraron a mediados del siglo pasado
el movimiento literario del “nouveau roman”, comenzaron a emplear el
vocablo “récit” para distinguir las formas renovadoras de la novela
contemporánea de aquellas narraciones más próximas a la tradición de los siglos
XVIII y XIX, la cual pasó en consecuencia a convertirse por antonomasia en el
ámbito exclusivo del “román”.
Probablemente en razón de esta ambigüedad terminológica, muchos
críticos e historiadores de la literatura optaron por incluir en el campo de la
novela todas las formas extensas de narrativa de ficción, y fue tal vez el
académico y crítico norteamericano Theodore Spencer (1902-1949) quien formuló
una descripción del género que, aunque bastante laberíntica, puede considerarse
arquetípica por su exactitud y precisión. Escribió Spencer en “The critics” (La
crítica), artículo publicado en la revista “The New Yorker” el 27 de noviembre
de 1948: “La novela es una narración en prosa que describe la evolución de uno
o varios personajes a través de una serie de acontecimientos que se hallan
organizados con el propósito de crear una ilusión de realidad fáctica en que
los hechos narrados están relacionados entre sí y están vinculados a los
personajes que los experimentan; de tal modo, estos personajes y otros de
índole secundaria que también aparecen en el relato pueden ser descriptos en
función de ciertos criterios morales y afectivos que sirven para juzgar el
comportamiento de las diversas figuras humanas incorporadas en la anécdota”.
En definitiva, los géneros literarios se definen por una suma de
rasgos específicos que se infieren de características comunes presentes en las
obras representativas de cada uno de ellos. Sea narrativo, lírico o dramático,
un escritor elige un género porque una tendencia interior lo lleva a dar una
forma determinada al tema o a la imagen que se está gestando en su mente. A
partir de allí elegirá la novela, el cuento, la poesía, la fábula, el drama,
etc. para dar rienda suelta a su vocación narrativa en el afán de manifestar tanto
sus experiencias vividas como sus mundos imaginados (o, casi invariablemente,
una mixtura entre ambas cosas) pero siempre buscando la compleja sencillez que haga que, mediante la
disposición y armonía de una serie de detalles justos y precisos, sus
narraciones den la sensación de un detalle único.
Sintetizando, el ensayista estadounidense John Gardner (1933-1982) escribió
en “The art of fiction” (El arte de
la ficción): “Sólo el escritor que ha llegado a comprender
lo difícil que es contar una historia de excepcional calidad -sin
manipulaciones fáciles, sin romper su continuidad, sin jactancia ni cohibición-
está en condiciones de apreciar en su totalidad la generosidad de la ficción”.
El escritor y filósofo francés François
Marie Arouet (1694-1778), más conocido como Voltaire, decía con mordacidad
que “todos los géneros son buenos, menos el fastidioso”. Tolstoi, más formal,
pensaba que “todos los géneros son buenos menos aquel que no se comprende y que
no produce, por lo tanto, ningún efecto”. Sin olvidar que los géneros se pueden transgredir o se pueden fusionar combinando, en
distintas proporciones, elementos narrativos propios de cada uno, el cuento
parece ser el género natural de la humanidad por su incorporación espontánea a
la vida cotidiana. Tal vez, como pensaba Gabriel García Márquez (1927-2014), “lo inventó sin
saberlo el primer hombre de las cavernas que salió a cazar una tarde y no
regresó hasta el día siguiente con la excusa de haber librado un combate a
muerte con una fiera enloquecida por el hambre. En cambio, lo que hizo su mujer
cuando se dio cuenta de que el heroísmo de su hombre no era más que un cuento
chino pudo ser la primera y quizás la novela más larga del siglo de piedra”.
William Faulkner (1897-1962), uno de los
novelistas estadounidenses más importantes del siglo XX para quien la fórmula
para escribir bien se componía de “99% de talento,
99% de disciplina, 99% de trabajo”, afirmó en una oportunidad que “todo novelista quiere escribir poesía,
descubre que no puede y a continuación intenta el cuento y, al volver a fracasar,
sólo entonces se pone a escribir novelas”.
El argentino Julio Cortázar (1914-1984), más cuentista que poeta
-aunque su obra más trascendente es una novela (“Rayuela”)-, opinaba que el efecto
imprescindible de un buen cuento era casi el mismo que el de los buenos poemas:
“el cuento, ese género de tan difícil definición, en última instancia tan
secreto y replegado en sí mismo, caracol del lenguaje, hermano misterioso de la
poesía en otra dimensión del tiempo literario”. Su coterráneo Ernesto Sabato (1911-2011),
mientras tanto, opinaba que “la prosa es lo diurno y la poesía la noche: se
alimenta de nuestros símbolos, es el lenguaje de las tinieblas y de los
abismos”. Y Charles Baudelaire (1821-1867), poeta y crítico de arte
francés, fue aún más lejos: “Todo hombre sano puede pasarse dos
días sin comer, pero nunca sin poesía”.
La lírica es uno de los géneros que ha tenido más extensa perduración
en el tiempo, y la palabra poesía, a su vez, fluctuando entre el adjetivo y el
apelativo, ha seguido una de las trayectorias semánticas más erráticas y
complejas. El lenguaje que utiliza no sólo entraña paralelismos u oposiciones
semánticas sino también métodos sintácticos tales como el símil (la comparación
explícita entre cosas enteramente distintas), la metáfora (suplantación del
término literal por otro figurado) y el símbolo (un término figurado que
permite comunicar al vocablo reemplazante una carga semántica múltiple y
articulada). A veces se contrapone la prosa a la poesía, como si se rechazaran
mutuamente entre sí y no fuera lícito hablar de una "prosa poética".
Algo semejante a lo que ocurre con el drama, género en el que, si bien el dramaturgo
utiliza los recursos verbales de manera muy diferente a un poeta o un
prosista, la intensidad de las situaciones y la verosimilitud y hondura de las
pasiones humanas expuestas también pueden contener un alto valor poético en su
lenguaje.
Para el filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900), “el
tacto del buen prosista en la elección de sus medios consiste en aproximarse a
la poesía hasta rozarla, pero sin franquear jamás el límite que la separa”. Y
para otro escritor argentino, Abelardo Castillo (1935), “la poesía es el fundamento de la literatura, y la literatura es ese
estremecimiento íntimo que hay entre el libro y su autor”. El fundador de las
emblemáticas revistas literarias “El
Grillo de Papel”, “El Escarabajo de Oro” y “El Ornitorrinco” reconoce “los
absurdos, los titubeos, las casi vergonzosas indecisiones que preceden a la
construcción de una obra de arte”. Para él, aquello de que un escritor debe escribir
una gran obra “es un disparate, una arrogancia. Un escritor escribe, es un buscador
de tesoros. Los descubre o no. Ésa es la única diferencia entre la biblioteca
de un escritor y el mueble del mismo nombre de las personas llamadas cultas”. Y
agrega, punzante, “los novelistas y los editores creen que una novela es más
importante que un cuento. No es cierto, sólo es más larga. Los cuentistas
afirman que el cuento es el género más difícil. Tampoco es cierto, sólo es más
corto. El cuento es difícil únicamente para aquellos que nunca deberían
intentarlo”.
¿Será el cuento “una
flecha en el centro del blanco y la novela cazar conejos” como opinaba García
Márquez? ¿O es que “la novela gana por puntos y el cuento por nocaut”, como
pensaba Cortázar? Para el prolífico escritor estadounidense de ciencia ficción Philip K. Dick (1928-1982),
la diferencia entre un cuento y una novela residía
en que, “un cuento puede tratar de un crimen; una novela trata del criminal. Las
novelas cumplen una condición que no se encuentra en los cuentos: el requisito
de que el lector simpatice o se familiarice hasta tal punto con el protagonista
que se sienta impulsado a creer que haría lo mismo en sus propias
circunstancias”. Ciertamente, el personaje en una novela puede ser el elemento
fundamental, y sus características ser tan o más importantes que la acción
misma. En cambio el personaje de un cuento está más supeditado a la trama y al
acontecer de la historia. Para el autor de “Do
androids dream of electric sheep?” (¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?), novela
adaptada libremente para el cine por Ridley Scott (1937) con el
nombre de “Blade runner”, el cuento “es mucho menos restrictivo que
una novela en términos de acontecimientos. Cuando un escritor acomete una
novela, ésta empieza poco a poco a encarcelarlo, a restarle libertad; sus
propios personajes se rebelan y hacen lo que les place... no lo que a él le
gustaría que hicieran. En ello reside la solidez de una novela, por una parte,
y su debilidad, por otra”.
Algo similar pensaba el escritor
dominicano Juan Bosch (1909-2001) quien, en su breve ensayo “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos”, razonaba: “El novelista
crea caracteres y a menudo sucede que esos caracteres se le rebelan al autor y
actúan conforme a sus propias naturalezas, de manera que con frecuencia una
novela no termina como el novelista lo había planeado sino como los personajes
de la obra lo determinan con sus hechos. En el cuento, la situación es
diferente; el cuento tiene que ser obra exclusiva del cuentista. Él es el padre
y el dictador de sus criaturas; no puede dejarlas libres ni tolerarles
rebeliones. Probablemente es ahí donde se halla la causa de que el género sea
tan difícil, pues el cuentista necesita ejercer sobre sí mismo una vigilancia
constante que no se logra sin disciplina mental y emocional; y eso no es fácil”.
Y concluía: “El cuentista puede escoger su propio camino, ser subjetivo u
objetivo; aplicar su estilo personal, presentar su obra desde su ángulo
individual; expresarse como él crea que debe hacerlo, pero siempre debe
sentirse responsable de lo que escribe, como si fuera un maestro de emociones o
de ideas”.
No debe olvidarse que este género, reconocido por muchos como el más
difícil en todos los idiomas, no tolera innovaciones sino de los autores que lo
dominan en lo más esencial de su estructura. En su ensayo “Algunos aspectos del
cuento”, Cortázar recurrió a una ingeniosa comparación a la hora de diferenciar
la novela del cuento: “La novela y el cuento se dejan comparar analógicamente
con el cine y la fotografía, en la medida en que una película es en principio
un ‘orden abierto’, novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone
una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que
abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa
limitación”. Así, un cuento sería una sola imagen mientras que la novela sería
una sucesión de ellas. O, como pensaba el antes citado Juan Bosch, la diferencia
fundamental entre uno y otro “está en la dirección: la novela es extensa; el
cuento es intenso”. Análisis, acumulación
y extensión en una; síntesis, concentración e intensidad en el otro. Desarrollo
de una psicología en una; crisis de un asunto el otro. De cualquier manera, la clave está en conocer las herramientas básicas de la literatura, en
fijarse en el tono, el ritmo, la textura, la sintaxis, las alusiones, la
ambigüedad y otros aspectos formales de las obras literarias, sean estas
novelas o cuentos.