3. En camino hacia el paraíso
El
filósofo francés Michel Foucault (1926-1984) analizaba por aquellos
años en su “L'archéologie du savoir” (La arqueología del saber) la
relación entre el sujeto y la verdad basándose en las instituciones del poder antes
que en las cuestiones de carácter ideológico. Para Foucault, cada sociedad tiene
su política general de la verdad, es decir, las técnicas y los procedimientos que
están valorizados para la obtención de la verdad. Según él, quien detenta el poder
es quien tiene la capacidad para imponer su verdad como la verdad para el otro:
“El poder crea la verdad, lo que existe es la verdad que el poder puede repetir
hasta que un sujeto lo cree como su verdad. Tiene la prorrogativa de imponerla
y sofocar otras verdades posibles. Utiliza todo lo que pueda encontrar para
penetrar en la conciencia de los sujetos y sujetarlos”. El análisis de Foucault
reveló de este modo las reglas que gobiernan las
aseveraciones que pueden ser tomadas como verdaderas o falsas en diferentes épocas
y que terminan por ordenar y controlar a la sociedad y a los individuos.
Un ejemplo práctico de este análisis puede encontrarse en el
famoso discurso
que Perón diera en la Bolsa de Comercio en 1944.
Por entonces decía: “Señores capitalistas, no se asusten de mi
sindicalismo. Nunca mejor que ahora
estarán seguros ya que también soy capitalista porque
tengo estancia y en ella operarios. Lo que quiero es organizar estatalmente a los trabajadores para que el
Estado los dirija y marque rumbos. De
esta manera se neutralizan en su seno las corrientes ideológicas y revolucionarias que puedan poner en peligro
nuestra sociedad capitalista en la
posguerra. A los obreros hay que darle algunas mejoras y serán una fuerza fácilmente manejable”. Con estas
palabras, lo que hizo fue establecer una verdad que controló a buena parte de
la sociedad por muchos años. El mismo Perón crearía otra verdad cuando tiempo
después asegurase que “no hay país en el mundo cuya economía sea libre. Cuando
no la orienta el gobierno la orientan los grandes consorcios financieros; con
esta diferencia: el gobierno la orienta en beneficio de todos los habitantes
del país y los consorcios capitalistas hacia sus cajas registradoras. Nosotros
no intentamos de ninguna manera sustituir un hombre por otro sino un
sistema por otro sistema. No buscamos el triunfo de un hombre o de otro sino el
triunfo de una clase mayoritaria que conforma el pueblo argentino: la
clase trabajadora. Y porque buscamos el poder para esa clase mayoritaria es que
debemos prevenirnos contra el posible espíritu revolucionario de la burguesía.
Para la burguesía, la toma del poder significa el fin de su revolución. Para el
proletariado -la clase trabajadora toda del país- la toma del poder es el
principio de esta revolución que anhelamos para el cambio total de
las viejas y caducas estructuras demo-liberales”. Una vez más, el
doble discurso.
En los años ’70, todavía hubo muchos que creyeron en esta nueva
verdad, pero otros muchos ya no. La
etapa abierta en la provincia de Córdoba en mayo de 1969 con la insurrección obrera,
estudiantil y popular conocida como el “Cordobazo” -que fuera liderada
principalmente por el dirigente sindical del gremio de Luz y Fuerza Agustín
Tosco (1930-1975)- inauguró en la Argentina un ciclo revolucionario en el que estaba
planteada la conquista de la independencia de clase del movimiento obrero, la
lucha por la dirección de las masas y, por lo tanto, la cuestión de la
hegemonía social, la cuestión del poder. Los avances y retrocesos del
movimiento obrero y de su vanguardia militante marcaron a partir de aquella
pueblada los ritmos y objetivos de la política argentina dentro del marco de la
incipiente crisis capitalista internacional y signada por el agotamiento histórico
del nacionalismo burgués vernáculo. El despliegue arrollador y la radicalización
política de la vanguardia de la clase trabajadora y la de la militancia radicalizada
constituyeron una amenaza para la dominación de la burguesía. Las acciones
independientes de las masas obreras y populares que quebraron a la dictadura de
la llamada Revolución Argentina; el clasismo cordobés; las experiencias de
control obrero; las huelgas salvajes y de resistencia al Pacto Social firmado
entre el gobierno peronista, la burocracia sindical y los empresarios; las
comisiones internas recuperadas de manos de las direcciones sindicales
tradicionales y la extendida militancia de las organizaciones de izquierda dieron
forma embrionaria a un doble poder, es decir, según la interpretación foucaultiana,
a una doble verdad.
Por
un lado, para la clase dominante constituida por una alianza entre los grandes
grupos económicos nacionales, gran parte de la burguesía terrateniente y el
nacionalismo católico y ultramontano de un sector de las Fuerzas Armadas, la
verdad pasaba por la creación de condiciones políticas, económicas y sociales
para atraer inversiones que dinamizaran la economía y la implementación de subsidios
a las grandes patronales para estimular el crecimiento industrial a costa del
endeudamiento externo. Pero, mientras los respetables representantes del
capital apostaban al peronismo como factor estabilizador, para las juventudes
de las clases medias, la clase obrera y una parte de la pequeña burguesía, la
verdad pasaba por la necesidad de alterar un orden económico-social señalado
como fuente de las desigualdades económicas y las injusticias sociales, y
lograr una distribución más equitativa del ingreso, es decir, más favorable a
los sectores populares y las capas medias de la población. Como producto
de ese antagonismo surgieron una importante cantidad de agrupaciones y espacios
de signos político-ideológicos diversos que encauzaron la militancia de un
número cada vez mayor de jóvenes de distintas clases sociales. Algunos de ellos
optaron por una militancia exclusivamente gremial incorporándose a los sindicatos
o a los centros de estudiantes sin ingresar a ninguna organización política.
Otros desplegaron diversas actividades de solidaridad y ayuda en villas y
barrios pobres. También, desde luego, estuvieron los que se decidieron por
hacerlo, sobre todo, dentro de las organizaciones político-militares de mayor
relevancia y capacidad de movilización por entonces: Montoneros, peronista, y el
PRT-ERP (Partido Revolucionario de los Trabajadores y su brazo armado, el
Ejército Revolucionario del Pueblo), de tradición marxista.
Pertenecer
a alguna de estas organizaciones no implicaba necesariamente tomar las armas y
desplegar acciones guerrilleras. Tanto una como otra desarrollaron además una
intensa labor política en ámbitos variados como colegios, universidades,
fábricas, sindicatos, villas, etcétera. Algunos militantes tenían asignadas tareas
de prensa y difusión, otros tareas gremiales o de agitación y propaganda, pero
todos ellos fueron actores clave de la movilización política y social de
entonces. La actividad de los que optaron por la lucha armada incluía acciones
de distinta envergadura según el grado de compromiso dentro de la organización.
Desde el reparto en villas y barrios pobres de alimentos expropiados, la toma
de fábricas y la autodefensa en caso de represión policial o enfrentamientos en
manifestaciones, hasta el secuestro extorsivo de empresarios y el asalto a
bancos para recaudar dinero o la toma de cuarteles de las Fuerzas Armadas para
abastecerse de armamentos. En todos los casos, los ideales de aquellos
militantes no surgieron de la nada sino que tenían su raíz en la forma misma de
organización social que dio origen el capitalismo y la lucha de las masas por
sus reivindicaciones. Esto nos remite a las “Geschichtsphilosophische thesen” (Tesis
sobre el concepto de la historia) en las
que el filósofo alemán Walter Benjamin (1892-1940) hablaba de los “tiempos
de oscuridad en los que serán los humildes e ignorados los que dinamitarán la
historia”, y los definía como los “sepultureros que crea la propia burguesía,
sujetos colectivos y no trascendentales que tienen su raíz en el lugar que les
es dado en el modo de producción capitalista”.
Lógicamente
se puede argumentar, con un razonable grado de verosimilitud, que de lo que se
trató fue simplemente de un cierto determinismo de la voluntad, de una suerte
de anhelo heroico propio de la efervescencia de los años ‘70, un tiempo exento
de dudas en el que se apostaba a la construcción de un sujeto revolucionario en
la vida cotidiana, una vida en la que se hacía difícil advertir qué desajustes
tolerar entre los avatares y deseos ordinarios y la urgente impaciencia por la
realización de la revolución. Tal vez tuviese razón el crítico literario
británico Terry Eagleton (1943) cuando decía en “Towards a revolutionary criticism”
(Hacia una crítica revolucionaria) que “las revoluciones en la economía, la técnica,
la ciencia, la familia, la moral y la vida diaria se desarrollan en complejas
acciones recíprocas y no permiten a la sociedad alcanzar un equilibrio”. O tan
sólo se tratase del sueño utópico de estas organizaciones revolucionarias de crear
por primera vez la posibilidad de racionalizar los procesos de toma de decisiones
sociales al incluir tendencialmente a todos los participantes y afectados a
pesar de la supervivencia de estructuras y mentalidades reaccionarias y
conservadoras tanto en los sectores dominantes como en los propios movimientos
populares. Un sueño utópico que se basaba en la suposición de que la historia,
tanto argentina como latinoamericana, estaba llegando a su meta; que tras un
largo pasado de dominaciones coloniales llegaba la hora de la liberación y de
la madurez de América Latina.
Al
respecto decía el sociólogo alemán Ernst Bloch (1885-1977) en “Geist
der utopie” (El espíritu de la utopía): "La utopía es una crítica de
la ideología dominante en la medida en que es una reconstrucción de la sociedad
presente mediante su desplazamiento y una proyección de sus estructuras en un
discurso de ficción. En esto difiere del discurso filosófico de la ideología,
que es la expresión totalizadora de la realidad dada y su justificación ideal.
La utopía desplaza y proyecta esta realidad bajo la forma de una totalidad no
conceptual, ficticia, de una figura producida en y por el discurso, pero que
funciona a otro nivel y en otro régimen que el discurso político, histórico o
filosófico". Los militantes revolucionarios, al parecer, se apoyaron más
en el postulado de Benjamin que afirmaba que “la función de la utopía política es
iluminar la zona de lo que merece ser destruido”, y actuaron en consecuencia. Así,
en medio de la paradoja encarnada por la prosecución de la lucha de clases que
defendía la izquierda y la pobreza del credo peronista que ordenaba a los
trabajadores a limitarse a ir “de casa al trabajo y del trabajo a casa”, la
juventud politizada y el movimiento obrero argentino en la década del ’70 vivieron,
no obstante, uno de sus tiempos más fértiles en cuanto a militancia y
potencialidad revolucionaria. En las fábricas se vivía un cuestionamiento indócil
al control capitalista, y en los colegios y universidades se destacaba una
amplia vanguardia radicalizada con objetivos de cambio en el orden social. Estas
tendencias revolucionarias fueron capitalizadas mayoritariamente por las
organizaciones maoístas y guevaristas, pero también sirvieron para revitalizar
a las viejas corrientes trotskistas que existían en la Argentina desde fines de
la década del ’20.
A
comienzos de los años ’60 la defenestración de Iósif Stalin (1878-1953) en la URSS, el
estallido de la IV Internacional, la ruptura de las relaciones chino-soviéticas,
la guerra de Vietnam y el triunfo de la Revolución Cubana fueron fenómenos
todos ellos que generaron un sinfín de discusiones teóricas sobre la revolución
social y produjeron una renovación y un replanteo dentro del marxismo argentino
con su inevitable secuela de dispersiones y crisis. La serie de discusiones y
pugnas al interior de los partidos representativos de esa ideología derivaron
en la formación de distintas tendencias internas con posiciones encontradas y
en la creación de varios partidos y organizaciones. Con el avance de los
acontecimientos, tanto nacionales como internacionales, se profundizó
decididamente el proceso de radicalización política en la Argentina, se
multiplicaron las alternativas políticas a los partidos tradicionales y, entre
esos nuevos agrupamientos, estuvieron las organizaciones armadas que cumplirían
un papel relevante en el escenario de los años posteriores. Por entonces, en
América Latina la influencia de Ernesto “Che” Guevara fue decisiva en los
sectores de la izquierda radicalizada que criticaba al reformismo y reivindicaba
la vía armada y la guerra revolucionaria. El surgimiento de estas corrientes
políticas pareció significar una derrota ideológica para los partidarios de la
revolución por etapas y darles la razón a los partidarios de la teoría de la
revolución permanente. Se discutía la caracterización de la situación política y
el debate giraba en torno a las vías y los medios para la conquista del poder. En
tanto los comunistas pro-soviéticos hablaban de “impaciencia pequeñoburguesa” y
los maoístas proponían que los militantes debían respetar la voluntad de las masas
y evitar por todos los medios el “aventurerismo”, los guevaristas rechazaban la
práctica electoral bajo la consigna “ni golpe ni elección, revolución”. La juventud
peronista radicalizada, por su parte, se mantenía dentro de las fronteras del
viejo movimiento burgués que era el peronismo y sostenía la política del frente
popular y la conciliación de clases.
Lo
cierto es que en ese mundo lujurioso, inexplorado y de desigualdades feroces
que era (y sigue siendo) Latinoamérica, había ocurrido, en este continente y
en idioma español, una revolución social. Hasta entonces, las revoluciones
capaces de marcar la historia habían acontecido en Francia, en Rusia o en
China. Pero, a partir de 1959 podían pasar también de este lado del mundo. Ese
hecho histórico le reafirmó el sentido al término "Latinoamérica" y
echó una luz nueva sobre ese fenómeno diverso y espléndido que es su geografía
y su gente. Justamente al estudiar la historia latinoamericana y el
comportamiento de sus clases sociales, en 1963 Guevara planteó en “Guerra de
guerrillas: un método” que lo que existía en América Latina era una alianza
objetiva entre los terratenientes “tradicionales” y las burguesías “modernizadoras”.
La alternativa no pasaba entonces por confrontar artificialmente tradición y modernidad,
terratenientes y burguesía industrial, oligarquía y frente nacional. Su planteo
era tajante: “No hay más cambios que hacer: o revolución socialista o
caricatura de revolución”. Esta lógica se aproximaba, particularmente, a un
aspecto de la teoría trotskista de la revolución permanente: el de la dinámica
de la revolución y la transformación de la revolución democrática en
socialista. Pero, por otra parte, el triunfo de la Revolución Cubana sacudió un
supuesto clave de dicha teoría: la dirección de la clase obrera y su partido
marxista en una alianza de clases revolucionaria. En Cuba, al igual que en
China años antes, sectores de la clase media urbana y el campesinado fueron, en
ocasiones, los caudillos revolucionarios.
Para
el marxismo, el campo de acción decisivo de los revolucionarios es la lucha de
clases. El presupuesto de cualquier cambio (por ejemplo el de las clases
explotadas) es el desarrollo de esa lucha de clases. La iniciativa de las
fuerzas revolucionarias debe consistir en la preparación de las condiciones
subjetivas de la lucha de clases y en intervenir en las condiciones objetivas
dadas, para permitir que las masas y su vanguardia avancen lo más posible en el
camino de la lucha y la organización revolucionaria. Esas condiciones objetivas
tienen que ver con la situación concreta de la sociedad y la fortaleza o
debilidad eventuales de las clases dominantes, así como el peso y la
inclinación política de las clases intermedias, entre otros aspectos. Estas
diferencias conceptuales entre guevaristas y trotskistas -en cuanto a sostener
que el sujeto potencialmente revolucionario es el campesinado o que es la clase
obrera la que tiene que asumir el papel de vanguardia revolucionaria del pueblo
oprimido para generar las condiciones revolucionarias- llevaron a nuevas
disputas y divisiones. Esto, naturalmente, fue aprovechado por las clases dominantes
que, a pesar de los roces entre sus figuras políticas, civiles o militares, sus
corporaciones económicas y sus partidos representativos, supieron encontrar las
estrategias que orientaron su accionar frente al escenario catastrófico de la economía
de aquellos años.
Los
partidos y organizaciones marxistas de entonces de alguna manera olvidaron lo
que decía el revolucionario ruso León Trotsky: “El proletariado sólo puede
adquirir confianza en su poderío, indispensable para lanzarse a la
insurrección, cuando descubre ante sus ojos una clara perspectiva, cuando tiene
la posibilidad de verificar objetivamente una relación de fuerzas que
evoluciona a favor suyo y cuando se sabe dirigido por una jefatura inteligente,
firme y audaz. Esto nos conduce a una condición importante para la conquista
del poder: el partido revolucionario, como vanguardia sólidamente unida y
templada de la clase”. O aquello de que la premisa real de una revolución “consiste
en la incapacidad del régimen social existente para resolver los problemas
fundamentales del desarrollo de un país. Pero ni aún así la revolución será
posible si entre los diversos componentes de la sociedad no aparece una nueva
clase capaz de tomar las riendas de la nación para resolver los problemas
planteados por la historia. Una revolución se abre camino cuando las tareas
objetivas, producto de las contradicciones económicas y de clase, logran
proyectarse en la conciencia de las masas humanas conscientes, la modifican y
establecen una nueva relación política de fuerzas”.
Mientras
el régimen social de entonces no encontraba los caminos para resolver los
problemas fundamentales del desarrollo del país, no hubo una “jefatura
inteligente” ni una “vanguardia sólidamente unida” que lograse hacer evolucionar
a favor de los trabajadores (por lo menos, en la medida necesaria) la relación
de fuerzas de la que hablaba Trotsky. Sus partidarios más aplicados se
concentraban desde fines de los años ’50 en Palabra Obrera (PO), partido
capitaneado por Nahuel Moreno, quien era partidario de la táctica del entrismo y
proponía la creación de un partido obrero originado y desarrollado en los
sindicatos, los que eran dirigidos casi exclusivamente por el peronismo. Mientras
tanto, en el norte del país nacía el Frente Revolucionario Indoamericano
Popular (FRIP) como materialización de una idea americanista antiimperialista y
con fuertes reivindicaciones indigenistas. La organización era dirigida por Mario
Santucho (1936-1976) quien, luego de su viaje a Cuba en 1961, se volcó decididamente
por la táctica del foquismo e impulsó la creación de un partido revolucionario
obrero. En 1963 se acordó la conformación de un frente único entre ambas
organizaciones, lo que acercó a Santucho al marxismo especialmente a través de
la lectura que hacía Moreno del trotskismo, concepción que influenció a la
organización aunque en muchos aspectos fue conflictiva desde el comienzo. A
pesar de estas diferencias, las dos organizaciones se fusionaron en 1965 dando
nacimiento al Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT).
En
1966, mientras en el país se instalaba la dictadura militar autodenominada “Revolución
Argentina” comandada por Juan Carlos Onganía (1914-1995), el PRT se incorporó a
la IV Internacional trotskista, pero las diferencias entre las dos vertientes
fundadoras fueron profundizándose hasta llevar en 1968 a la fractura del partido
en dos grupos: el PRT-La Verdad, liderado por Moreno, y el PRT-El Combatiente,
liderado por Santucho. Ambos romperían en 1973 con la IV Internacional por
mantener serias discrepancias con Ernest Mandel (1923-1995), su líder por entonces.
En 1972, Moreno fundó el Partido Socialista de los Trabajadores. Tras el golpe
militar de 1976, exiliado en Colombia, organizó la Brigada Simón Bolívar, un
grupo de voluntarios que luchó en Nicaragua junto al Frente Sandinista de
Liberación Nacional. Santucho, por su lado,
fundó en 1970 el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y propugnó por la
lucha político militar como prolongación de la política. Ninguno de los dos
logró llevar adelante la consigna trotskista para la conquista del poder, aquella de la
formación de un partido revolucionario, como vanguardia sólidamente unida y
templada de la clase.
De
todos modos, un análisis serio de aquella época debe necesariamente centrarse
en la notable acción del movimiento de masas y la existencia de una amplia
vanguardia obrera antiburocrática y no sólo en el accionar de las
organizaciones guerrilleras. Fue, en todos los casos, claramente una lucha
histórica cuya forma fue determinada por el inestable equilibrio de las
relaciones de fuerza entre las clases sociales, las que, en última instancia,
siempre determinan las tendencias de la economía y, por ende, el ritmo de la
historia. Pasado el período sangriento de la dictadura se instaló en el país una
relativa “estabilidad democrática” que perdura hasta nuestros días. Una
democracia marcada por la generalización de la corrupción, la continuidad de
las desigualdades sociales, la profundización de la pobreza estructural y las
sucesivas crisis económicas. Es muy probable que esa tan promocionada
estabilidad se deba mucho más a la derrota del proceso revolucionario y la
aguda lucha de clases que se produjeron en las décadas del ’60 y ’70 del pasado
siglo que a una supuesta maduración cívica de la sociedad argentina.