Nunca se
ha hablado tanto de los derechos individuales como en nuestro tiempo, pero
nunca como en nuestro tiempo, el hombre se ha visto sometido a la presión de
las técnicas tipificadoras de su comportamiento. Los medios de comunicación
colectiva lo convierten en un átomo social. Junto al proceso de exaltación del egocentrismo
no se ha dado un correlativo proceso de desarrollo de la personalidad humana. El
neoliberalismo es un modelo que aspira a imponerse como regulador de la vida
política, económica, social, cultural y también de los entornos naturales. Su
implementación se hace a través de una receta universal que no requiere de
adaptación a las realidades y particularidades de cada país o región. Esto no
se debe a la implacabilidad de su diseño teórico ni a la idoneidad de su
teoría, sino al objetivo primordial que se pretende alcanzar con este modelo:
crear las mejores condiciones posibles para la acumulación capitalista.
Al
respecto, el psicoanalista y ensayista argentino Jorge Alemán (1951) acota en “Capitalismo.
Crimen perfecto o emancipación” que el neoliberalismo tiene pretensiones
totalizantes, quiere cerrar cualquier brecha en lo social, anular la
heterogeneidad subjetiva en un proceso de homogeneización donde todo el que no
la acepte es excluido. “Aparte de la utilización de los medios masivos, el
capitalismo al inscribir su lógica en los sujetos y lograr su aceptación parece
estar logrando construir un fascismo anónimo que reclama seguridad y protección
a costa de la destrucción del otro no asimilado o descartado”. Y concluye: “El
intento neoliberal de transformar al sujeto despojado de su singularidad en
‘capital humano’, ‘empresario de sí mismo’, ‘ganador’, ‘líquido y volátil’ como
la mercancía, apunta justamente a destruirlo desposeyéndolo, convirtiéndolo en
consumidor consumido. Puesto el sujeto en esta suerte de individualidad, va a
ver sus logros como fruto de sus méritos, lo que produce euforia y compulsión a
incrementar la ganancia; y a sus fracasos como resultado de sus incapacidades,
lo cual puede sumirlo en estados depresivos. Por ambas cosas, la proliferación
de psicofármacos y el auge de las neurociencias”.
Y no es
casual que Alemán utilice el término “fascismo” cuando es notorio que muchas de
las políticas impuestas desde el poder, corresponden a acciones que coinciden
con las que históricamente implementaron gobiernos fascistas dictatoriales o
acciones de grupos políticos religiosos de la derecha oligárquica tradicional,
algo que, Latinoamérica sufrió desgarradoramente sobre todo en los años ’60 y ’70
del siglo pasado. En aquel entonces, una gran parte de los países de la región
experimentaron un proceso de fascistización con impresionantes cuotas de terror
y barbarie, que aunque carecían de las características fundamentales del nazismo
alemán, el fascismo italiano o el falangismo español, se orientaron regresivamente
al servicio de los sectores adinerados y los intereses extranjeros.
A
comienzos de 1976, el Fondo de Cultura Económica publicó el primer número de la
revista “Nueva Política” bajo el título “El fascismo en América”. En ella
reunió textos de, entre otros, Julio Cortázar (1914-1984), Susan Sontag (1933-2004), Agustín
Cueva (1937-1992) y
Eduardo
Galeano (1940-2015). El escritor argentino especificó en su artículo titulado
“Los lobos de los hombres”: “Ser fascista: si nadie lo ha definido exactamente,
basta observarlo como conducta para sentir que su raíz es negativa, que nace
del miedo (del miedo a la muerte propia como trasfondo y motivación de todo el
resto). Debajo de la máscara de pueblos pacíficos hay cantidad de rostros
esperando su hora. Apenas una corriente fascista se abra paso en la estructura
política, contará de inmediato con múltiples adherentes, tenga o no clara
conciencia de las motivaciones profundas de su adhesión a los slogans de esa
política”. A lo que la escritora estadounidense agregó en su breve ensayo
“Fascinating fascism” (La fascinación del fascismo): “Lo que distingue al fascismo
es su desprecio por todo lo reflexivo, crítico y pluralista”.
El sociólogo
y crítico literario ecuatoriano, por su parte, en su tesis “La
fascistización de América Latina”, apuntó: “Idéntico aquí y allá por su
contenido de clase, así como por las formas extremas de represión a que
recurre, el fascismo es sin embargo un fenómeno histórico concreto que cada vez
presenta modalidades específicas, reflejo de la articulación compleja de
contradicciones que el capitalismo genera en los distintos momentos y lugares
de su desarrollo. El fascismo en América Latina posee por lo mismo sus perfiles
peculiares, forjados en el molde de una configuración subdesarrollada y dependiente,
y al calor de los conflictos sociales propios de ella”. Y el escritor y periodista
uruguayo, en una misiva dirigida a un amigo, concluyó: “La ideología de la
histeria pequeño-burguesa se adapta, como el guante a la mano, a las
necesidades del fascismo. Usa las grandes palabras características -Patria,
Familia, Tradición, Propiedad- para enmascarar la opresión y aniquilar la
inteligencia. Pensar está prohibido, el régimen sospecha, y no le falta razón, que
quien piensa conspira”.
Cincuenta
años más tarde de estos planteamientos, parecería que poco y nada ha cambiado.
Basta escuchar las declaraciones tanto de gobernantes -ya sean constitucionales
o de facto- como de sus votantes y seguidores, para advertir que las prácticas
fascistas siguen vigentes. Esto es lo que el historiador italiano Enzo Traverso
(1957) denomina “posfascismo”, un neologismo que utiliza para reconocer las
diferencias existentes entre estos nuevos movimientos y sus ancestros del periodo
de entreguerras en Europa. En “I nuovi volti del fascismo” (Las nuevas caras de
la derecha), Traverso precisa: “Claramente, las derechas radicales
comprendieron que no podían aparecer como una alternativa legítima siguiendo el
discurso de los fascismos clásicos, y se emanciparon de eso. Pero, al mismo
tiempo, es imposible intentar comprenderlas sin tomar como referencia el
fascismo clásico. Lo que es evidente es que la nueva derecha radical es la
búsqueda de una solución autoritaria, neoconservadora o reaccionaria a las
crisis del siglo XXI. Este es un contexto en el cual todos los escenarios son
posibles. Con una ideología porosa y un discurso anti político, que puede tomar
elementos de corrientes diversas a veces contrapuestas, las recetas
posfascistas son políticamente reaccionarias y socialmente regresivas”.
En pleno
siglo XXI, los estrategas tanto políticos como financieros, en concordancia,
encuentran espacios para de algún modo actualizar la ideología y los métodos de
dominación. Las prácticas posfascistas intentan modificar el comportamiento
individual y ciudadano provocando miedo, incertidumbre, humillación y división
en la sociedad, para lo cual recurren a técnicas avanzadas de represión y de control.
La masificación y centralización de los medios de comunicación y la sofisticación
de la propaganda gubernamental, crecen en eficiencia y dramatismo. Es
manifiesto que el desenvolvimiento de los poderosos medios de información
influye sobre el pensamiento y los sentimientos de los seres humanos y que esos
medios, así como abren extraordinarias posibilidades para expresar la opinión
pública, también la limitan. Tal como ocurre en los otros dominios de las
relaciones sociales, la gigantesca técnica de la expresión y de la transmisión
del pensamiento humano, los conocimientos y la información creada por las redes
sociales es un instrumento anestesiante y deformador de la opinión pública.
Para
decirlo sin retaceos, estas técnicas no son más que mecanismos de manipulación,
de engaño, de mentira. Y así es como las grandes corporaciones multinacionales
y los partidos políticos neoliberales se consolidan en la mente de las
personas. Es la manera moderna de diseminar lo falso, el fraude. Antes se hacía
de boca a boca o por medio de la prensa amarillista; hoy, esos embustes acaban
asumiendo contornos de verdad y pueden alcanzar a millones de personas en pocas
horas. Narcotizados por las visualizaciones incesantes de las redes sociales,
inoculadas con la mentira sistemática, los seres humanos van desvinculándose de
la realidad y asumen la existencia de un mundo imaginario, en el cual cualquier
persona que piense o se exprese diferente pasa a ser considerada un enemigo susceptible
de ser destruido. Y seguramente por esta razón es que se han vuelto moneda
corriente las manifestaciones de odio, de intolerancia, de desprecio que
proliferan en las sociedades actuales.
El odio es
uno de los sentimientos humanos más regresivos pues captura las energías
vitales de tal manera que los impulsa hacia la destrucción del objeto odiado. Por
eso es una táctica a la que recurre el pensamiento autoritario, pues al
construir el objeto de odio o la demonización del opositor, se le despeja el
camino para los propósitos propios del poder, es decir, mantener y expandir a
cualquier precio los beneficios que le son vitales, y eliminar la pluralidad
ante la aparición de un intento manifiesto de homogenizar la sociedad. O, si se
quiere, para utilizar una terminología sociológica, esta táctica no es más que
una profundización de la lucha de clases. Se habla de “grieta”, de “fractura
social”, cuando lo que en realidad existe son estructuras económicas en extremo
injustas y regímenes políticos que las promueven y las amparan. Las clases
sociales expresan las diferencias existentes a lo largo de la historia entre
los hombres libres y los esclavos, los patricios y la plebe, los señores
feudales y los siervos, los propietarios de los medios de producción y los
trabajadores, una realidad insoslayable como manifestación de intereses en
pugna, de intereses contrapuestos, lo que constituye nada más ni nada menos que
una lucha de clases.
En “Wirtschaft
und gesellschaft” (Economía y sociedad), el filósofo y sociólogo alemán Max
Weber (1864-1920) puntualizaba que las clases sociales “se definen por la
relación económicamente determinable entre sus miembros y el mercado”. Y el
filósofo y matemático británico Bertrand Russell (1872-1970), en “Proposed roads
to freedom” (Los caminos de la libertad), precisaba que “la historia de toda
sociedad hasta nuestros días no ha sido sino la historia de las luchas de
clases”. No hace falta recurrir al economista y sociólogo
alemán Karl Marx (1818-1883) para comprender esta tesitura. El propio
economista escocés Adam Smith (1723-1790), considerado el padre fundador del
liberalismo económico, admitía en su trascendental ensayo “The wealth of nations”
(La riqueza de las naciones): “Todo el producto anual de la tierra y del
trabajo de una nación se distribuye naturalmente entre las diferentes clases
del pueblo”. Y, aproximándonos en el tiempo hasta fines del siglo pasado, en “Capitalism
and freedom” (Capitalismo y libertad), el connotado economista liberal
estadounidense y ganador del Premio Nobel de Economía en 1976 Milton Friedman
(1912-2006) atribuía los altos niveles de desigualdad a la separación de las
sociedades en “clases sociales con una limitada movilidad vertical”. En ambas
estimaciones queda implícita la existencia del mencionado conflicto.
Ahora
bien, ante este cúmulo de realidades -la corrupción inescrupulosa de los
dirigentes políticos, los privilegios incalculables de las clases dominantes,
la preponderancia especulativa de los mercados financieros, la ambición
descontrolada de los grandes monopolios, la devastación del planeta por
intereses económicos ilimitados, la desproporcionada e infausta desigualdad
social, las mentiras propaladas por las invasivas redes sociales y una larga
lista más de estropicios-, volviendo al principio la pregunta que emerge es:
¿cómo reaccionan los seres humanos? ¿Lo hacen mediante el instinto o la razón?
¿A través de impulsos o de la conciencia? ¿Qué predomina en los seres humanos?
La cultura
es la que conforma la personalidad humana permitiendo al hombre sobrevivir y evolucionar.
La educación dentro de una sociedad conlleva la consolidación de desarrollos
creativos, los cambios de valores, actitudes y comportamientos, el respeto a
los derechos humanos y la dignidad de las personas que conforman esa sociedad. La
actividad creadora de la mente se inicia con el despertar de la conciencia, lo
que significa que su funcionamiento se acelera en virtud del estímulo creciente
que la conciencia, ilustrada en el conocimiento, ejerce sobre ella. Pero el
ser humano, ¿es consciente de todos estos beneficios?
Habitualmente cuando se habla de los seres humanos se los define como una especie animal que se caracteriza por su capacidad de raciocinio, su aptitud para leer y escribir, su desarrollo de diferentes niveles de intelecto, su ingenio para evaluar probabilidades, su habilidad para adaptarse a los cambios, su dote para desplegar la imaginación, etc. Mucho menos se habla de que, a pesar de ser la especie que más domina la naturaleza en la extracción de recursos y producción de alimentos, se eliminan entre sí mediante unos artefactos que han creado para destrucción masiva. Y si no lo hacen por ese medio, lo hacen por la exclusión selectiva en su organización social que logra que muchos mueran de hambre, desnutrición o enfermedades. Poco también se habla de su pertinaz degradación de los recursos naturales y de su inescrupulosa contaminación del medioambiente, lo que genera múltiples desequilibrios que ponen en peligro su propia existencia. A pesar de que representan sólo al 0,01% del total de las especies que viven en la Tierra, desde el comienzo de la civilización hasta hoy, ya aniquilaron al 83% de los mamíferos salvajes, al 80% de los mamíferos marinos, al 50% de las plantas y al 15% de los peces. Mientras la población mundial se ha duplicado desde 1970, hoy se calcula que cerca de un millón de especies animales y vegetales están ahora en peligro de extinción.
Habitualmente cuando se habla de los seres humanos se los define como una especie animal que se caracteriza por su capacidad de raciocinio, su aptitud para leer y escribir, su desarrollo de diferentes niveles de intelecto, su ingenio para evaluar probabilidades, su habilidad para adaptarse a los cambios, su dote para desplegar la imaginación, etc. Mucho menos se habla de que, a pesar de ser la especie que más domina la naturaleza en la extracción de recursos y producción de alimentos, se eliminan entre sí mediante unos artefactos que han creado para destrucción masiva. Y si no lo hacen por ese medio, lo hacen por la exclusión selectiva en su organización social que logra que muchos mueran de hambre, desnutrición o enfermedades. Poco también se habla de su pertinaz degradación de los recursos naturales y de su inescrupulosa contaminación del medioambiente, lo que genera múltiples desequilibrios que ponen en peligro su propia existencia. A pesar de que representan sólo al 0,01% del total de las especies que viven en la Tierra, desde el comienzo de la civilización hasta hoy, ya aniquilaron al 83% de los mamíferos salvajes, al 80% de los mamíferos marinos, al 50% de las plantas y al 15% de los peces. Mientras la población mundial se ha duplicado desde 1970, hoy se calcula que cerca de un millón de especies animales y vegetales están ahora en peligro de extinción.
De acuerdo
a las estadísticas del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente
(PNUMA), los humanos producen aproximadamente unos 300 millones de toneladas de
residuos plásticos cada año (40 kilos por persona) y actualmente solo el 14% se
recolecta para el reciclaje. Un informe reciente de la UNESCO (Organización de
las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura) indica que cada
segundo se arrojan más de 200 kilos de plástico a mares y océanos. El 70% se va
al fondo marino y el 15% queda flotando. A esto hay que sumarle la
contaminación del aire por las emisiones de gases contaminantes y de los suelos
por el almacenamiento de sustancias sólidas radiactivas, metales pesados y
plásticos no biodegradables, un problema ambiental que los seres humanos provocan
desde los inicios de la Revolución Industrial y, muy en particular, durante el
último medio siglo. Se calcula que más de 1.200 millones de hectáreas de
tierras (equivalente a la suma de las superficies de China e India) han sufrido
una seria degradación en los últimos cuarenta y cinco años debido a la
utilización de fertilizantes químicos y pesticidas que, por un lado incrementaron
notablemente la producción agrícola, mientras que, por otro lado, amenazan la
salud humana y la vida de las demás especies. Actualmente, según el mismo
informe, resultan gravemente envenenadas cada año entre 3.5 y 5 millones de
personas por una serie de más de 75.000 productos sintéticos que se utilizan a
diario.
Entonces
es inevitable recaer en la pregunta inicial: ¿actúan los seres humanos con sensatez
o con necedad? ¿Lo hacen con raciocinio o con imprudencia? Es cierto que la personalidad
de un individuo está determinada en buena parte por la herencia genética, pero
también es verdad que, en gran medida, es el resultado de las miles de
interacciones con el ambiente y contexto que lo rodea, entendiendo por ello las
personas, los lugares, el trabajo, las situaciones, las vivencias, los sucesos,
la cultura, las experiencias, etc. Ahora bien, ¿es el ser humano consciente de
ello? Así como el sistema solar surgió de una nebulosa, la antropología de la
teoría evolucionista o la psicología de la fisiología, la conciencia surge del
inconsciente.
En su vida
cotidiana, el hombre se maneja usando tanto pensamientos propios, o sea creados
y elaborados por su propia mente merced al saber adquirido por el estudio y la
experiencia, como ajenos o provenientes de otras mentes, los cuales, impresos
en libros o periódicos o trasmitidos por medio de la expresión oral o los
medios de comunicación virtuales, son aceptados y usados a menudo como propios.
La intervención de la conciencia en el esclarecimiento de las funciones que
cada pensamiento desempeña en la mente es esencial, por cuanto permite
distinguir con toda exactitud cuáles son los pensamientos producidos por la
propia mente, cuáles los adoptados o de procedencia ajena incorporados al
acervo individual y cuáles los que tienen vida propia, o sea los que actúan con
autonomía o con prescindencia de la mente que los cobija. De más está decir que
la conciencia facilita grandemente la identificación de los pensamientos malos,
inútiles o estériles, que tienen casi siempre parte activa en cada uno de los
tres órdenes citados.
La toma de
conciencia es un proceso delicado y complejo por el cual las personas pasan de
un conocimiento instrumental de la realidad a una conceptualización más íntima y
significativa de las cosas. Y es, por encima de todo, un despertar. Es abrir los
ojos desde el interior para hacer consciente lo inconsciente y así poder dar el
paso e iniciar toda una necesaria revolución personal. La toma de conciencia
es la distancia que media entre la inteligencia y el instinto. Es la que separa
al instinto de los impulsos y también el fundamento de la inteligencia y el
razonamiento. Por eso es necesario identificar cuáles son las pedagogías
políticas de que se valen los proyectos dominantes en Latinoamérica. Proyectos
de sociedad que se instalan con un conjunto de estrategias pedagógicas que
opera desde los principales medios de comunicación y las redes digitales. Así,
se monopoliza la palabra y se avasallan los derechos sociales, imponiendo a la
vez la cosificación de las personas, la profesionalización de la política, la
mercantilización de los derechos y la atomización del espacio público. Con ello
se naturaliza la desigualdad a la vez que se ponen en crisis las ciudadanías,
los derechos humanos y las democracias.
Tal vez si
muchos de los gobernantes y funcionarios, más sus allegados, partidarios y
prosélitos que actualmente pululan en América Latina pusieran en práctica el
uso de la razón, uno podría dejar de escuchar declaraciones como en Brasil “el
pobre sólo tiene una utilidad: votar. La cédula de elector en la mano es
diploma de burro en el bolsillo. Sólo sirve para eso y nada más”, o en Colombia
“la ley es como las mujeres, se hizo para violarlas”, o en Chile “es como una
invasión extranjera, alienígena. Vamos a tener que disminuir nuestros
privilegios y compartir con los demás”, o en Argentina “todos sabemos que nadie
que nace en la pobreza llega a la universidad”, por citar sólo algunos de los
miles de disparates que se oyen en la actualidad. Frases todas ellas que nos
remiten a la “banalidad del mal” un concepto que la filósofa y teórica política alemana Hannah Arendt (1906-1975)
propuso para referirse a los sujetos que respaldan u obedecen a un sistema
basado en actos absurdos, falaces, y que, sin embargo, no parecen reflexionar
sobre ello, lo que los convierte en actores irreflexivos, en sujetos obedientes
de las lógicas de un sistema. Evidentemente el escritor francés Albert Camus
(1913-1960) tenía razón cuando decía en su novela “La peste” que “la estupidez
insiste siempre, uno se daría cuenta de ello si no pensara siempre en sí mismo”.
Un viejo
refrán dice que “un día de tormenta nunca es adecuado para arreglar el techo de
una casa”. Sin embargo, cuando la intensidad de esa tormenta es tal que la casa
se inunda y se corre el riesgo de perder todo, no queda otra alternativa que
salir y arreglarlo a como dé lugar. Las sociedades están padeciendo una tempestad mayúscula. Tal vez ya es hora de que los
seres humanos las transformemos cueste lo que cueste. Y para lograrlo es
necesario tomar conciencia. Ser esperanzado no implica necesariamente creer en
la bondad de la gente, basta con creer que no es imposible que así sea.