Siglo XXI,
época en que América Latina oscila como un péndulo entre ciclos políticos de
mediana duración que van desde gobiernos de índole nacional-popular a los que
adhieren al neoliberalismo más acendrado. Los primeros, descalificados en
muchos medios de comunicación como “populistas”, proponen la recuperación del
papel del Estado y logran algunos avances reales, aunque relativos, mediante la
conformación de un modelo de desarrollo capitalista local basado en la
expansión del mercado interno y en el desarrollo de un sector de la burguesía
local. Los segundos, con una visión estrictamente utilitarista de la economía y
la sociedad, se mueven en función de los intereses del capitalismo global. En
los primeros, no se cuestiona la propiedad privada y sus políticas incorporan
como aspectos sustantivos la satisfacción de las demandas y una mejor calidad
de vida para los sectores populares junto con la profundización de la
industrialización sustitutiva, a través de una mayor promoción, regulación y
control en sectores considerados estratégicos. Los segundos, promueven la
propiedad privada y la iniciativa individual (la tan enaltecida meritocracia), a lo que añaden
la transferencia de recursos entre clases sociales, generando de esta manera
dinámicas económicas, comerciales y geopolíticas que implican una pérdida
sostenida de ingresos y poder adquisitivo de las clases medias y medias bajas.
En medio de esta fluctuante e inestable realidad, parece ser cada día más evidente que cada ciudadano ve el mundo a través del prisma de su propia vida. El lugar que ocupa en la sociedad determina sus intereses y su visión del mundo, y marca la distancia que le aproxima a unos y le separa de otros. Este fenómeno, ¿es consustancial al ser humano?, ¿es una directriz básica de supervivencia con la que nace? Pero, más allá de este interrogante, lo más preocupante parece ser el auge y la difusión de sentimientos de aversión en la sociedad actual. Las demostraciones de odio, discriminación, racismo, xenofobia, patrioterismo, aporofobia y segregacionismo se están convirtiendo en los últimos tiempos en un hecho cada vez más frecuente y casi normalizado. Estas posiciones intolerantes, animosas y hostiles, ¿son naturales, son lógicas, son normales? ¿Qué las sustenta, la racionalidad o el enfado?
En medio de esta fluctuante e inestable realidad, parece ser cada día más evidente que cada ciudadano ve el mundo a través del prisma de su propia vida. El lugar que ocupa en la sociedad determina sus intereses y su visión del mundo, y marca la distancia que le aproxima a unos y le separa de otros. Este fenómeno, ¿es consustancial al ser humano?, ¿es una directriz básica de supervivencia con la que nace? Pero, más allá de este interrogante, lo más preocupante parece ser el auge y la difusión de sentimientos de aversión en la sociedad actual. Las demostraciones de odio, discriminación, racismo, xenofobia, patrioterismo, aporofobia y segregacionismo se están convirtiendo en los últimos tiempos en un hecho cada vez más frecuente y casi normalizado. Estas posiciones intolerantes, animosas y hostiles, ¿son naturales, son lógicas, son normales? ¿Qué las sustenta, la racionalidad o el enfado?
Siglo XV, época de la primera etapa del movimiento cultural conocido como Renacimiento. En el año 1486, Giovanni Pico della Mirandola (1463-1494) escribió “Oratio de hominis dignitate” (Discurso sobre la dignidad del hombre), obra en la que elogiaba considerablemente la capacidad intelectual y deductiva del ser humano. Concebía la inteligencia como una manifestación de la libertad, como un medio para formular conceptos que encuadrasen el futuro entre lo bueno y lo malo. Para el humanista y filósofo italiano, esa capacidad era la que distinguía al hombre de los demás seres vivientes y lo hacía superior a ellos. El hombre era el rey de los seres inferiores, el intérprete de la naturaleza por la agudeza de su sentido, por el discernimiento de su razón y por la luz de su inteligencia. “La criatura humana es la única capaz de avistar un destino y perseguirlo”, afirmaba.
Unas tres
décadas más tarde, el teórico político italiano Nicolás Maquiavelo (1469-1527) en
su trascendental obra “Il principe” (El príncipe) sostenía que había tres tipos
de inteligencia en las personas: las poseedoras de la primera comprendían las
cosas por sí mismas; las de la segunda entendían lo que otros discernían, y las
de la tercera no comprendían ni por sí mismos ni por medio de los otros. “La
primera es excelente, la segunda buena y la tercera inútil”, decía el también
diplomático florentino, quien consideraba al hombre como una dualidad que se
debatía entre su condición humana y su condición animal. Era capaz de hazañas, luchas
y logros, pero para alcanzarlas tomaba el camino del instinto dado que la
naturaleza humana era predominantemente instintiva. Muchísimos años antes, el filósofo
griego Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.) manifestaba en su “Ēthika nikomacheia”
(Ética nicomáquea): “El instinto natural, que nos arrastra a la virtud,
necesita el apoyo de la razón y no puede existir sin ella. Por otra parte, la
razón y el libre albedrío no llegan a formar completamente la virtud por sí
solos, sin la tendencia instintiva que da la naturaleza”.
Éstos son
sólo tres ejemplos de apreciaciones en cuanto a cuál es la manera en que el ser
humano reacciona ante el mundo que lo rodea. Obviamente existen muchos más; hubo
juicios contrapuestos de numerosos filósofos que se pronunciaron sobre la cuestión.
En ese sentido podría mencionarse al inglés Thomas Hobbes (1588-1679), quien en
su “Leviathan” (Leviatán) opinaba que “el hombre es un lobo para el hombre”
dada su incapacidad para superar la competitividad instintiva y reconocer la
mayor utilidad de cooperar para el bien común. O al suizo Jean Jacques Rousseau
(1712-1778), el que pensaba que “sólo cuando el hombre consulta a su razón,
antes de escuchar sus inclinaciones, es cuando sus facultades se ejercen y se
desarrollan, sus ideas se expanden, sus sentimientos se ennoblecen, toda su
alma se eleva”, tal como lo expresó en “Du contrat social” (El contrato
social).
El alemán
Friedrich Nietzsche (1844-1900), por su parte, si bien en sus escritos incipientes
opinaba que en la vida humana, tarde o temprano, se necesitaba del auxilio de
la consciencia, en “Menschliches, allzumenschliches” (Humano, demasiado humano)
juzgó categóricamente que “cuando un organismo funciona correctamente, la consciencia
es casi algo superfluo. El genio se asienta en el instinto”. Por la misma
época, marcada por corrientes filosóficas como el Materialismo Dialéctico, el Nihilismo
o el Positivismo, en
dirección completamente opuesta se manifestó el estadounidense Ralph W. Emerson
(1803-1882), quien en su ensayo “Society and solitude” (Sociedad y soledad)
infirió que “la inteligencia anula al destino. Mientras un hombre piensa, es
libre”.
Estas
diferencias de percepciones constituye, evidentemente, un dilema en las
distintas ciencias que estudian el comportamiento de los seres humanos tanto
individual como socialmente. Es una materia de indagación que, por lo menos en
la cultura occidental, se remonta a la Grecia presocrática y llega hasta
nuestros días. Fue tratada tanto por la filosofía, la biología y la
antropología, como por la semiología, la psicología y la sociología, para
llegar a ser hoy objeto de estudio de las neurociencias, un conjunto de
disciplinas científicas que investigan acerca de la función y la estructura del
sistema nervioso y del cerebro humano.
Desde la semiología,
por ejemplo, puede mencionarse el análisis realizado a principios del siglo XX
por Henri Bergson (1859-1941) en “L'évolution créatrice” (La evolución
creadora), quien entendía por instinto “una facultad presente en los hombres y
los animales que consiste en utilizar instrumentos naturales, es decir, no
creados artificialmente. Por esta razón permanece siempre en contacto directo
con las cosas; su acción es espontánea, casi inconsciente”. Para el filósofo y
escritor francés, “la inteligencia, en cambio, es una facultad desarrollada de
modo preferente por el hombre a fin de dotarse de instrumentos artificiales en
su lucha contra la naturaleza o contra otros hombres. De ella surge un
conocimiento que no es directo, sino conocimiento de relaciones entre las
cosas, conocimiento útil que establece, en consecuencia, conceptos abstractos,
generalizaciones. Éstos son extraordinariamente útiles para el hombre, pero
tiene el inconveniente de que dejan escapar la profunda unidad de lo real”. Y
concluía: “Hay cosas que sólo la inteligencia es capaz de buscar, pero que, por
sí misma, no encontrará nunca. Sólo el instinto las encontraría, pero jamás las
buscará. De ahí se deduce que la verdadera facultad cognoscitiva no reside ni
en el instinto ni en la inteligencia, sino en la fusión de ambos, esto es, en
la intuición”.
Por su
parte, según la psicología, el comportamiento humano se puede clasificar según
el uso que tenga de la razón o del instinto, o bien de su equilibrio. Las
personas que tienen más desarrollados los instintos que la razón, se dejan
llevar por sus impulsos sin pensar en las consecuencias. El hecho de usar más
la inteligencia emocional y menos la inteligencia racional las convierte en
personas sin empatía, egoístas y autómatas. En cambio, las que desarrollen más
la razón son más cautas, calculadoras, resuelven mejor los conflictos que se
les presentan y son más cooperativas. Fue el célebre psicoanalista austríaco
Sigmund Freud (1856-1939) quien utilizó los nombres de Eros y Thanatos para referirse
a los dos instintos básicos que actúan en el hombre: los de la vida y los de la
muerte. El médico neurólogo que revolucionó la ciencia al sentar las bases del
psicoanálisis como método terapéutico los llamó Eros y Thanatos
respectivamente, utilizando el nombre de dos dioses de la mitología griega.
Eros -el
instinto de vida- es un instinto cuya característica es la tendencia a la
conservación de la vida, a la unión y a la integridad, a mantener unido todo lo
animado. Thanatos, por el contrario, es el instinto de la muerte. Designa las
pulsiones de muerte que tienden hacia la autodestrucción con el fin de hacer
que el organismo vuelva a un estado inanimado, a la desintegración, hacia la
muerte. Ambos instintos son parte de todos los seres vivos y entre ellos hay
una lucha permanente que crea tensión, tanto en el individuo en particular como
en las sociedades humanas. Para el padre del psicoanálisis y de la psicología
moderna, en actividades como la caridad, la tolerancia y la solidaridad está
presente Eros; en cambio, en la envidia, la crueldad, el odio, lo está
Thanatos. Así, Eros construye y une; Thanatos destruye y desune.
La
filosofía freudiana de la cultura, de la civilización o de la historia, se basó
siempre en la idea de que las actividades del hombre se caracterizan por tender
a un fin, actividades que, por otra parte, están determinadas por las
condiciones objetivas de su existencia y ante todo, por las condiciones
materiales de su vida en sociedad. Por esa razón proponía la restricción de las
fuerzas pulsionales, por lo tanto de una crueldad que, de todas formas
indestructible, puede conducir, según sus propias palabras, “a la exterminación
del adversario”. En ese sentido, el filósofo posestructuralista francés Jacques
Derrida (1930-2004) comentaba en su “États d'âme de la psychanalyse” (Estados
de ánimo del psicoanálisis) que Freud proponía “tomar en cuenta la desigualdad
indesarraigable e innata de los hombres que los divide en dos clases, los
jefes, los guías, los líderes y, mucho más numerosas, las masas dependientes de
aquellos que siguen a los guías. Haría falta, pues, educar el estrato superior
de hombres con mentes independientes, capaces de resistir a la intimidación y
deseosos de verdad para que dirijan a las masas dependientes. Desde luego, el
Estado y la Iglesia tienden a limitar la producción de tales mentes. El ideal,
dice entonces Freud, y habla incluso de utopía, sería una comunidad cuya libertad
consistiera en someter la vida pulsional a una ‘dictadura de la razón’”.
Con el
correr del tiempo, en mayor o menor grado, los estudiosos del tema coinciden en
definir a la inteligencia como la capacidad de razonar, entender, comprender y
formarse una idea determinada de la realidad, como así también la habilidad
para resolver problemas o manejar situaciones inesperadas. En cuanto al
instinto, se lo define como una conducta innata e inconsciente que se transmite
genéticamente entre los seres vivos de la misma especie y que les hace responder
de una misma forma ante determinados estímulos, un impulso natural e irracional
que provoca una acción o un sentimiento sin que se tenga conciencia de la razón
a la que obedece. Así, podría decirse que la inteligencia se revela mediante
actos voluntarios, reflexivos, premeditados y combinados según las
circunstancias, mientras que el instinto lo hace por medio de actos mecánicos,
espontáneos, sin que el sujeto tenga una percepción racional de ello.
A la luz
de los acontecimientos que signan el comportamiento de los individuos en las
sociedades actuales es cuando surge la pregunta: ¿qué predomina en los seres
humanos, la inteligencia o el instinto?, un interrogante que llevó a
científicos del Massachusetts Institute of Technology (MIT) a monitorear las
actividades diarias de estudiantes, investigadores y ejecutivos que visitan ese
centro de estudios por medio de un dispositivo electrónico del tamaño de un
atado de cigarrillos. Mediante esos sensores portátiles estudiaron el
comportamiento de cientos de personas durante semanas o meses y llegaron a la
conclusión de que los seres humanos sufren un avanzado caso de autoengaño.
El sondeo
desarrollado por los investigadores de la universidad localizada en Cambridge, Estados
Unidos, fundada en 1861 por el físico y geólogo estadounidense William Barton
Rogers (1804-1882), arrojó como resultado que el 90% de lo que la mayoría de la
gente hace durante el día es tan rutinario que su conducta podría ser prevista
con sólo unas pocas ecuaciones matemáticas. Alex Pentland (1951), científico
informático estadounidense a cargo del experimento, afirmó tras conocer los
resultados: “Nos agrada vernos como seres libres y conscientes, autosuficientes
y alejados de otros animales por nuestra capacidad de razonar, pero, si observamos
a la gente de cerca, veremos que somos mucho más instintivos y mucho más
parecidos a otras criaturas de lo que creemos. Todos sabemos que los animales
no piensan demasiado y generalmente actúan por instinto, entonces puede ser que
lo mismo sea cierto también con nosotros. Los datos sugieren que gran parte de
la conducta humana es automática y determinada sólo por los instintos”.
A
similares resultados llegó el psicólogo estadounidense John Bargh (1955) en su
ensayo “Before you know it. The unconscious reasons we
do what we do” (¿Por qué hacemos lo que hacemos? El poder del inconsciente) publicado en 2017.
“Es difícil aceptarlo -dice allí el profesor de la Yale University-, pero la
mayor parte de la vida cotidiana de una persona está determinada no por sus
intenciones conscientes y sus elecciones deliberadas, sino por procesos
mentales puestos en movimiento por el entorno. En un día cualquiera, ¿cuánto de
lo que decimos, sentimos y hacemos está bajo nuestro control consciente? Y lo
que es más importante, ¿cuánto de ello no lo está? Y lo más crucial: si
comprendiéramos cómo funciona nuestro inconsciente, si supiéramos por qué
hacemos lo que hacemos, ¿podríamos finalmente conocernos de verdad a nosotros
mismos? ¿Podría nuestra información sobre nuestras motivaciones ocultas dar
salida a distintas formas de pensar, de sentir y de actuar? ¿Qué podría
significar esto en nuestras vidas?”.
En esta
reflexión se habla de la consciencia, algo que el Diccionario de la Real
Academia Española define como la capacidad del ser humano de reconocer la
realidad circundante y de relacionarse con ella, el conocimiento que tiene de
sí mismo, de sus actos y reflexiones. Ya hace casi cinco siglos atrás, René Descartes
(1596-1650) consideraba en su “Discours de la méthode” (Discurso del método)
que la consciencia era una propiedad esencial de la mente, pues todo
pensamiento, para ser considerado como tal, tenía que ser pensamiento
consciente. El filósofo, matemático y físico francés estimaba que el
pensamiento es todo lo que tiene lugar en un ser humano cuando éste es
consciente de ello. Así, para Descartes, la consciencia era la base de la
certeza y de la racionalidad. Algunos años más tarde, el filósofo y médico
inglés John Locke (1632-1704), aunque con algunas discrepancias con respecto a
las ideas cartesianas, en su “An essay concerning human understanding” (Ensayo
sobre el entendimiento humano), consideraba también que la consciencia era
indispensable para el funcionamiento de la mente, sobre todo la consciencia que
cada ser humano tiene de sí mismo.
En igual
sentido se refirió por la misma época el filósofo, matemático y teólogo alemán Gottfried
Wilhelm Leibniz (1646-1716), quien en “Nouveaux essais sur l'entendement humain”
(Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano) sostenía que “en la razón, en la
consciencia -que no es más que el saber que se es consciente de la propia
consciencia- reside el poder, porque a partir de ella se construye y se
transforma la realidad”. Más adelante, en los años ’80 del siglo XVIII, el filósofo
alemán Immanuel Kant (1724-1804) publicó dos obras fundamentales para la escuela
filosófica llamada Ilustración: “Kritik der reinen vernunft” (Crítica de la
razón pura) y “Kritik der praktischen vernunft” (Crítica de la razón práctica).
En ambas propuso a la consciencia como condición fundamental de todo
conocimiento, basándola en la experiencia y en la observación de los hechos en
la primera obra (consciencia empírica), y en el estudio del comportamiento
humano en cuanto al bien y el mal en la segunda (consciencia moral).
Mucho
después, ya en el siglo XX, el teórico ruso Vladímir Lenin (1870-1924) decía en
su “Materializm i empiriokrititsizm” (Materialismo y empiriocriticismo) que “la
consciencia del hombre no sólo refleja el mundo objetivo, sino que, además, lo
crea”. Y el filósofo austríaco Karl Popper (1902-1994), creador del sistema
filosófico conocido como Racionalismo crítico, y en las antípodas del
pensamiento político del revolucionario soviético, en “Das ich und sein gehirn”
(El yo y su cerebro), resaltaba la acción integradora de la consciencia en la
lucha de los hombres por la existencia. Max Planck (1858-1947), por su parte -físico
y matemático alemán considerado como el fundador de la teoría cuántica- se
refirió a ella en una conferencia que dictó en 1941: “Creo que la consciencia
es fundamental. Creo que todo asunto deriva de la conciencia. Todo lo que
hablamos, todo lo que consideramos como existente, es dictado por la consciencia”.
Baste este
puñado de ejemplos para intentar demostrar la relevancia de la cuestión
tratada. Son puntos de vista de diferentes personalidades que, en todos los
casos, hacen hincapié tanto en la inteligencia, la razón y la consciencia como
en el instinto y los impulsos como una cuestión fundamental en la vida de las
personas.
Thomas
Blatt (1927 -2015), un sobreviviente polaco del Holocausto, escribió en sus
memorias basadas en su experiencia en el campo de exterminio de Sobibor: “No
hay duda, las personas somos seres biológicos en un entorno natural y social y
nuestra mente y comportamiento pueden cambiar drásticamente cuando lo hace ese
entorno. Sobre todo, porque en lo más íntimo de nuestro ser hay un poderoso
instinto de supervivencia que tiende a prevalecer sobre los intereses generados
por la educación y la cultura. En una persona normal, los tres cerebros que
tenemos, el de los instintos, el emocional y el racional, se influyen y
complementan, regulando y adaptando el comportamiento a las diferentes
circunstancias que afrontamos. Trabajan acopladamente y buscan siempre un
equilibrio funcional. Pero, ¿qué pasaría si el cerebro racional de una persona
quedase desconectado de su cerebro emocional? ¿Qué predominaría entonces en su
comportamiento, la emoción o la razón?”.
Parece
evidente que, tal como ya lo decía Edgar Allan Poe (1809-1849), “el límite
entre instinto y razón es de naturaleza muy poco clara”. En “Instinct vs. reason”
(Instinto versus razón), un artículo aparecido en un periódico de Filadelfia en
enero de 1840, el escritor norteamericano expresaba que “la línea que demarca
el instinto de la creación animal de la alardeada razón del hombre es, más allá
de toda duda, del carácter más oscuro e insatisfactorio, un límite muy difícil
de establecer.