24 de diciembre de 2019

Divagaciones en torno a la incongruente especie humana (2). Sobre la influencia de los medios de comunicación


La principal distinción entre el instinto y la razón parece ser que, mientras que el instinto es infinitamente más exacto, más seguro y más clarividente en su esfera de acción, en el caso de la razón, la esfera de acción es de un alcance mucho mayor. Por eso la pregunta: ¿qué predomina en los seres humanos, la capacidad de razonar o el determinismo genético? Un interrogante que hoy parecería tener más vigencia que nunca en un mundo marcadamente desigual en el cual, tal como lo describiera Immanuel Wallerstein (1930-2019) en “The modern world-system” (El moderno sistema mundial), las relaciones económicas forman un sistema global en el que las naciones más desarrolladas explotan tanto la mano de obra como los recursos naturales de aquellas naciones en vías de desarrollo. Este “sistema-mundo” -así denominado por el sociólogo estadounidense-, está expuesto a la sujeción taxativa de las corporaciones financieras y las empresas multinacionales, los principales agentes impulsores y beneficiarios de la globalización económica, dada su indiscutible capacidad de intervenir en las decisiones gubernamentales. Estos consorcios, que influyen individualmente en las políticas de cada continente y puertas adentro de cada país, proponen el crecimiento ilimitado de la economía de mercado como un determinante incuestionable y privilegiado de la vida social, y la desreglamentación de los dispositivos políticos, institucionales y jurídicos que constituyan un bloqueo al libre funcionamiento del mercado.
Pero, de la mano de estas políticas, mientras el 10% de la población mundial posee el 83% de la riqueza que se genera y el 43% de esa riqueza está concentrada en manos del 1% de la población, lo que crece ilimitadamente es la pobreza de la mayoría de los habitantes tanto de los países ricos como de los pobres. El desempleo, la crisis social, la marginalidad, la ruptura de las solidaridades, el incremento de la criminalidad, la destrucción de culturas nacionales son todos fenómenos que hoy en día pueden observarse a simple vista. En la actualidad, después de África -un continente prácticamente ya devastado- es América Latina la región más inequitativa e injusta del planeta. Un informe reciente de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) indica que el 30,2% de la población, alrededor de 184 millones, vive en condiciones de pobreza, y un 10,2%, unos 62 millones, se encuentra en condiciones de indigencia. Mientras tanto, el 10% más rico de la población concentra el 71% de la riqueza de la región. Y es entonces cuando surge otra pregunta: ¿qué ocurre en la mente de las personas que, incluso viviendo en un lugar tan desigual y polarizado, lo respaldan y lo justifican?


Es cierto que no existe una verdad universal, que existen diversas concepciones del mundo y que los hombres hacen una elección entre ellas. Pero, ¿cómo se produce esa elección? ¿Es un hecho puramente intelectual o más complejo? Frecuentemente es posible observar las discordancias existentes entre las ideas afirmadas como un hecho intelectual y las que resultan de la actividad concreta de cada persona, esto es, las que se observan implícitamente en su manera de obrar. Este contraste entre el pensar y el obrar, bien podría adjudicarse a contradicciones más profundas de orden histórico social, entre las que, invariablemente, aparecen los conflictos en una sociedad como consecuencia del antagonismo existente entre las distintas clases sociales, en la medida en que cada una de ellas intenta reorganizarla política y económicamente a su favor. Pero, para advertir estas desavenencias, es preciso tomar consciencia de que ellas existen concentrando las fuerzas racionales y no dejándose arrastrar por los impulsos instintivos. O, si se quiere, recurrir a lo que comúnmente se da en llamar “sentido común”, algo que merece ser desarrollado y convertido en un hábito coherente, en una forma de pensar con independencia y autonomía y no de sumisión y subordinación intelectual.
Allá por 1926, el filósofo y politólogo italiano Antonio Gramsci (1891-1937) fue encarcelado en Roma por el régimen fascista durante su sanguinaria campaña para acabar con la política de la oposición. Entre 1929 y 1935, se tomó el trabajo de escribir alrededor de tres mil páginas que, tras su fallecimiento, salieron a la luz como “I quaderni dal carcere” (Cuadernos de la cárcel). Entre esos escritos figura “Il materialismo storico e la filosofia di Benedetto Croce” (El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce), ensayo en el cual decía: “Todo sujeto es víctima de la hegemonía representada por la relación sociedad política/sociedad civil, por lo que reproduce inconscientemente los patrones valorativos de la clase dominante. Por lo tanto, ningún proyecto de alteración de ese modelo tendrá éxito duradero a menos que se cree un nuevo terreno ideológico que propicie la reforma de las conciencias”.
Hoy por hoy parecería que, efectivamente, se ha creado un “nuevo terreno ideológico”, pero no para beneficiar a las clases subalternas como proponía Gramsci sino, por el contrario, para concentrar cada vez más el poder tanto ideológico como económico en las manos de las clases dominantes. Y en este proceso es evidente el rol determinante que juegan los medios de comunicación y, fundamentalmente, las redes sociales. La aparición y desarrollo de estas técnicas de comunicación colectiva ha contribuido a modificar las relaciones del Estado con los individuos, sobre todo en lo que respecta al derecho de pensar y expresar el pensamiento. El individuo, por obra de estos medios tecnológicos, ha dejado de ser el sujeto activo de tal derecho. Ahora son los grandes grupos de poder, tanto nacionales como internacionales, quienes lo manipulan, no para reivindicar una facultad inalienable de los hombres, sino para ejercer su monopolio y su control.  
Tal como lo advertía a comienzos del actual siglo el jurista francés Jean Rivero (1910-2001) en su ensayo “Le statut des techniques de formation de l'opinion publique” (La orientación de las técnicas de formación de la opinión pública), la batalla por la libertad de expresión no se libra ya en las barricadas como en la época de la Revolución Francesa sino en las salas de los consejos de administración, donde tienen asiento los nuevos dueños desconocidos del mundo que son los propietarios de los medios de comunicación colectiva, y dónde, por supuesto, no tiene posibilidad de acceso el individuo aislado, el “ciudadano” de los teóricos del liberalismo clásico. Para el profesor de Derecho Público en la Université Panthéon-Assas de París, los individuos ya no tienen el derecho de hablar, escribir, imprimir libremente como en 1789. “La libertad fundamental se ha convertido en el derecho a elegir y juzgar lo que se ha de leer, lo que se va a escuchar o lo que se va a ver”, dice. “Se ha producido una de las transformaciones profundas que distinguen a nuestro siglo de los siglos anteriores, particularmente de los siglos XVIII y XIX: el derecho del hombre ahora es el derecho pasivo a ser informado, a recibir información o formación. Libertad pasiva, que poco tiene en común con la libertad activa de expresión, y que encierra en sí la cuestión de saber si el hombre va a conservar la posibilidad de formar un pensamiento que le sea propio”.


Si bien puede atribuirse a las redes sociales la ventaja de posibilitar estar en contacto con personas que están en cualquier lugar y zona horaria y de facilitar la relación entre ellas sin barreras culturales y físicas, no puede aislarse esa situación de todo el complejo de transformaciones sociales, políticas, económicas y culturales que han modificado sustancialmente la vida en la sociedad contemporánea. No se puede negar ni desconocer la influencia enorme de signo positivo que ejercen los medios de información y la comunicación colectiva pero, tras la fachada de promover el derecho individual a pensar y expresar el pensamiento complementado con el derecho social a ser informado, palmariamente se esconde un extraordinario poder sobre la mente y el comportamiento de los seres humanos.
Ante la abundancia de actitudes muchas veces intemperantes, desmesuradas, exorbitantes, parece innegable ya que la ideología dominante fija en ellos sus determinaciones a través de las estructuras de la consciencia cotidiana. De la mano de estos notables progresos técnicos y científicos, ha nacido lo que se conoce como “post-verdad”, esto es el uso de informaciones, muchas veces falsas, que buscan influir en las personas en lo emocional o en sus creencias personales. Es decir, a partir de la recolección de datos sobre los más de dos mil millones de personas en el mundo que usan las redes sociales, es posible saber lo que ellas piensan, lo que les gusta, lo que odian, lo que temen, lo que desprecian, lo que los alegra, lo que los entristece, lo que los deprime, los que los enorgullece o lo que los sorprende y, desde ahí, enviar informaciones que sean adecuadas a sus sentimientos y sensaciones.
Es indudable que los avances acelerados de la tecnología comunicacional han generado una creciente brecha entre los conocimientos del público en general y aquellos poseídos y utilizados por las elites dominantes. Este sistema de comunicación ha conseguido conocer mejor al individuo común de lo que él se conoce a sí mismo. Esto significa que, en la mayoría de los casos, ejerce un gran control y poder sobre los individuos, mayor que el de ellos sobre sí mismos. El propósito de estos medios masivos no es tanto informar y reportar lo que sucede, sino más bien dar forma a la opinión pública de acuerdo a las agendas del poder corporativo dominante. “La simultaneidad del mensaje, esa capacidad de llegar a grandes auditorios en pequeños espacios de tiempo, sugiere un poder de impacto social sumamente potente”, decía el sociólogo estadounidense Charles R. Wright (1927-2017) en su “Mass communication. A sociological perspective” (Comunicación de masas. Una perspectiva sociológica). Y concluía: “A su vez, la transitoriedad de la comunicación masiva ha llevado, en algunos casos, a un énfasis en la oportunidad e impacto del contenido”.


Y es aquí dónde vuelven a surgir preguntas. ¿No es este un mundo falaz, ilusorio, virtual? ¿No constituye esto una distopía, aquel término que el narrador y académico José María Merino (1941) logró que se incorpore hace muy poco al diccionario de la Real Academia Española definiéndola como la “representación imaginaria de una sociedad futura con características negativas que son las causantes de alienación moral”? Algo que, de manera casi espontánea, nos remite a “Fahrenheit 451”, la novela que Ray Bradbury (1920-2012) publicara en 1953. Allí el escritor estadounidense mostraba un mundo en el que los libros estaban prohibidos y las personas vivían como hipnotizadas, narcotizadas por los programas idiotas y sin sentido que se transmitían en enormes pantallas de televisión diseminadas tanto en sus casas como en la vía pública, haciéndolas incapaces de discernir entre lo real y lo imaginario. En esa sociedad, los seres humanos no nacían iguales, se hacían iguales gracias a la manipulación y la censura, mientras que el gobierno de turno manejaba las informaciones y creaba una realidad moldeada a sus intereses.
Jacques Kayser (1900-1963), periodista francés, denunciaba a mediados de la década del ’50 del siglo pasado en su artículo “Presse et opinion” (Prensa y opinión) la existencia de un acuerdo implícito, de una colusión permanente entre el interés de los propietarios de los medios de información y los dueños y directores de las grandes empresas industriales y comerciales privadas, en virtud del cual se asocia la libertad de información y la libertad de empresa. Si se toma en cuenta la gradual desaparición de diarios y la concentración monopólica sobre la radio y la televisión a la par del notable predominio de los medios virtuales, se puede tener una visión de las causas reales de la creciente uniformidad que domina el campo de la información. Y, de alguna manera presagiaba Kayser algo mucho más grave: “La libertad de expresión, reconocida como un inalienable derecho individual, no tiene posibilidad casi de llevarse a la práctica; es cada día más difícil expresar la opinión individual; la libertad individual, la libertad de opinión, se ha convertido en el privilegio de unos pocos”. Así, podría decirse que los individuos, en cuanto a su personalidad, se encuentran tácitamente incomunicados.
Por la misma época, desde una óptica academicista se expresó el abogado y politólogo serbio Jovan Djordjevic (1908-1989), cuyo criterio es suficientemente significativo. A su juicio, la opinión pública era una de las nociones fundamentales de la ciencia política y uno de los factores esenciales de la sociedad humana organizada. Sea que ella se cree y desenvuelva libremente, sea que se la fabrique y mistifique, constituye un elemento fundamental para la existencia y legitimidad de la autoridad. Tiene el carácter de una institución vital, irreemplazable e irreductible de la sociedad humana, que si bien pueden sus enemigos desnaturalizarla, en modo alguno pueden prescindir de ella ni de su influencia moral y política. Esto explica su interés por fabricar una opinión pública favorable, crearla artificialmente y camuflarla por medio de hábiles técnicas tales como la propaganda.
En su ensayo “Javno mnjenje” (Opinión pública), observó que “la cuestión se centra en la posibilidad de un conocimiento racional por parte de todos los hombres, o de algunos hombres, ya se trate elites o de clases sociales. Si el ser humano es un ser racional o si lo irracional juega una función determinante de las actitudes, los juicios y, en definitiva, de la esfera racional humana. Los juicios que los seres humanos formulan respecto del universo que los rodea, de los hechos que ocurren, de sí mismos y de la comunidad que los entorna, pueden ser superficiales o profundos. Pueden ser falsos o verdaderos, motivados en prejuicios o en conocimientos, en formas elementales de emotividad o en función racional, pero siempre en relación con el hecho primario de la comunicación o con el proceso más complejo de la información. Se mueven dentro de intenciones y de circunstancias. En el mecanismo de su formación gravitan tanto lo irracional como lo racional precisamente por su carácter de interacción humana”.


Otro tanto hizo el filósofo francés Gastón Berger (1896-1960), quien en “Recherches sur les conditions de la connaissance” (Investigaciones sobre las condiciones del conocimiento), al tratar sobre la opinión pública como un fenómeno humano, entendía que uno de los caracteres de la opinión pública residía en su condición de consciente, como expresión de un juicio, en el que sin duda existían tanto el pensamiento como los sentimientos de quienes los emitían. “Cualquiera que sea el grado de tenacidad con que se defienda una opinión -escribió-, lo cierto es que la opinión pública demanda para si el reconocimiento de la objetividad. Es que en ella gravita siempre una escala de valores. De esto proviene que puedan existir sobre una misma cuestión opiniones diferentes, en correspondencia con las estimaciones individuales o colectivas, con los múltiples grupos sociales existentes y con los intereses y valoraciones que desde las distintas perspectivas puedan formularse”.
Es indudable que las transformaciones producidas en el seno de la sociedad contemporánea y en las estructuras del poder, han provocado cambios fundamentales en lo que respecta a la situación de los medios de comunicación colectiva y a la efectividad del derecho individual de expresar el pensamiento. El surgimiento del derecho social a la información, como consecuencia de la aparición y desarrollo de los nuevos medios técnicos de comunicación colectiva, en correlación con el derecho individual de pensar y expresar el pensamiento, ha determinado la regulación del funcionamiento de las empresas que poseen los medios de información. Así lo entendió el jurista argentino Carlos Fayt (1918-2016) quien, en su obra “Ciencia política y ciencias de la información”, expresó: “Ha tenido lugar un proceso de democratización fundamental, en virtud del cual el hombre es llamado constantemente a decidir sobre su vida política, su destino social y económico. Pero carece del equipo de ideas necesario para decidir racional y conscientemente, de los hábitos mentales propios para que su decisión sea voluntaria y libre. En esto influye, además de los sistemas de instrucción y educación, la disciplina de la empresa. Una disciplina centralizada y jerarquizada. La empresa no tiene una estructura democrática. Así se explica que no obstante encontrarse el poder y la decisión política en manos del pueblo, éste, llamado a decidir, obre irracionalmente. Que tenga miedo a la libertad”. E infirió: “Sin la competencia propia del saber especializado, la opinión pública se desenvuelve con una fuerza particular ahí donde los intereses son potentes y la situación compleja. Ahí donde los hombres son directamente afectados por las consecuencias de diferentes acciones posibles sin tener los medios y las posibilidades de acceder a un estudio objetivo, esto es, científico y profundo de los problemas”.
Casi medio siglo atrás, en su reputado ensayo “Surveiller et punir” (Vigilar y castigar), el filósofo francés Michel Foucault (1926-1984) ya explicaba los mecanismos y dispositivos que hacían de la sociedad capitalista moderna una sociedad disciplinaria. “La crónica de un hombre -arguyó-, el relato de su vida, su historiografía relatada al hilo de su existencia formaban parte de los rituales de su poderío. Ahora bien, los procedimientos disciplinarios invierten esa relación; rebajan el umbral de la individualidad descriptible y hacen de esta descripción un medio de control y un método de dominación”. Años después, el filósofo italiano Toni Negri (1933) retomaría esa idea en “Impero” (Imperio), el ensayo que escribiera en colaboración con el teórico literario y filósofo político estadounidense Michael Hardt (1960). Allí sostenía que, junto al paso de la modernidad a la posmodernidad, del imperialismo al imperio, también se producía la transición de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control: “Mientras que el Estado-Nación se sirve de dispositivos disciplinarios para organizar el ejercicio del poder y las dinámicas del consenso, construyendo así, a la vez, cierta integración social productiva y modelos de ciudadanía adecuados, el imperio desarrolla dispositivos de control que invaden todos los aspectos de la vida y los recomponen a través de esquemas de producción y de ciudadanía que corresponden a la manipulación totalitaria de las actividades, del medio ambiente, de las relaciones sociales y culturales, etc.”.


En el ensayo, Negri y Hardt introducen el concepto de “manipulación totalitaria” para describir el creciente avance que las relaciones sociales capitalistas van realizando a lo largo de toda su historia expropiando a su paso, cada vez más, nuevos terrenos y ámbitos sociales. En los comienzos del sistema capitalista de producción, las relaciones abarcaban únicamente el espacio en el que se desarrollaba el trabajo artesanal. A pesar de que cada artesano seguía manejando su tiempo de trabajo, era el capitalista quien poseía -y por lo tanto dirigía- el taller donde laboraban los artesanos. Históricamente, la primera expropiación remite al espacio del taller y a los medios de producción. Más adelante, con la introducción de la manufactura, los empresarios no sólo poseían y dirigían el espacio físico sino que empezaron a penetrar también dentro del propio saber de los obreros: el saber del oficio. Así, la segunda expropiación fue la del saber. Luego, con la generalización de la gran industria moderna y el despliegue de las máquinas, los capitalistas quebraron la capacidad obrera de manejar saberes y tiempos; comenzaron a obligar a los obreros a adaptarse con cada uno de sus gestos corporales y movimientos a los tiempos y ritmos de la máquina, un sistema de producción industrial conocido como “fordismo”. La tercera expropiación, entonces, remite a los gestos y al manejo del cuerpo dentro de la fábrica.
Finalmente, con la emergencia de la moderna tecnología, surgió una nueva lógica organizativa que incluyó la tercerización dispuesta por las grandes corporaciones hacia pequeñas empresas para permitir ordenar la cadena productiva, ya no centrándose en fabricar un único producto en masa sino diferentes productos orientados a distintos tipos de consumidores. De ese modo se produjo una nueva expropiación: el capital avanzó ya no sólo sobre espacios físicos, medios de producción, saberes y gestos corporales sino que su dominación se ejerce sobre el conjunto de la vida social (el “bios social”, como lo llaman los autores). En conclusión, el paso de una subordinación parcial a la subordinación y subsunción total de la sociedad bajo el reino imperial del capital, abarcaría al conjunto de la vida humana.