La
principal distinción entre el instinto y la razón parece ser que, mientras que
el instinto es infinitamente más exacto, más seguro y más clarividente en su
esfera de acción, en el caso de la razón, la esfera de acción es de un alcance
mucho mayor. Por eso la
pregunta: ¿qué predomina en los seres humanos, la capacidad de razonar o el determinismo
genético? Un interrogante que hoy parecería tener más vigencia que nunca en un
mundo marcadamente desigual en el cual, tal como lo describiera Immanuel
Wallerstein (1930-2019) en “The modern world-system”
(El moderno sistema mundial), las relaciones económicas forman un sistema
global en el que las naciones más desarrolladas explotan tanto la mano de obra
como los recursos naturales de aquellas naciones en vías de desarrollo. Este “sistema-mundo”
-así denominado por el sociólogo estadounidense-, está expuesto a la sujeción
taxativa de las corporaciones financieras y las empresas multinacionales, los
principales agentes impulsores y beneficiarios de la globalización económica,
dada su indiscutible capacidad de intervenir en las decisiones gubernamentales.
Estos consorcios, que influyen individualmente en las políticas de cada
continente y puertas adentro de cada país, proponen el crecimiento ilimitado de
la economía de mercado como un determinante incuestionable y privilegiado de la
vida social, y la desreglamentación de los dispositivos políticos,
institucionales y jurídicos que constituyan un bloqueo al libre funcionamiento
del mercado.
Pero, de
la mano de estas políticas, mientras el 10% de la población mundial posee el
83% de la riqueza que se genera y el 43% de esa riqueza está concentrada en
manos del 1% de la población, lo que crece ilimitadamente es la pobreza de la
mayoría de los habitantes tanto de los países ricos como de los pobres. El desempleo,
la crisis social, la marginalidad, la ruptura de las solidaridades, el
incremento de la criminalidad, la destrucción de culturas nacionales son todos
fenómenos que hoy en día pueden observarse a simple vista. En la actualidad,
después de África -un continente prácticamente ya devastado- es América Latina
la región más inequitativa e injusta del planeta. Un informe reciente de la
Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) indica que el 30,2%
de la población, alrededor de 184 millones, vive en condiciones de pobreza, y
un 10,2%, unos 62 millones, se encuentra en condiciones de indigencia. Mientras
tanto, el 10% más rico de la población concentra el 71% de la riqueza de la
región. Y es entonces cuando surge otra pregunta: ¿qué ocurre en la mente de
las personas que, incluso viviendo en un lugar tan desigual y polarizado, lo respaldan
y lo justifican?
Es cierto
que no existe una verdad universal, que existen diversas concepciones del mundo
y que los hombres hacen una elección entre ellas. Pero, ¿cómo se produce esa
elección? ¿Es un hecho puramente intelectual o más complejo? Frecuentemente es
posible observar las discordancias existentes entre las ideas afirmadas como un
hecho intelectual y las que resultan de la actividad concreta de cada persona, esto
es, las que se observan implícitamente en su manera de obrar. Este contraste
entre el pensar y el obrar, bien podría adjudicarse a contradicciones más profundas
de orden histórico social, entre las que, invariablemente, aparecen los
conflictos en una sociedad como consecuencia del antagonismo existente entre las
distintas clases sociales, en la medida en que cada una de ellas intenta
reorganizarla política y económicamente a su favor. Pero, para advertir estas desavenencias,
es preciso tomar consciencia de que ellas existen concentrando las fuerzas
racionales y no dejándose arrastrar por los impulsos instintivos. O, si se
quiere, recurrir a lo que comúnmente se da en llamar “sentido común”, algo que
merece ser desarrollado y convertido en un hábito coherente, en una forma de
pensar con independencia y autonomía y no de sumisión y subordinación intelectual.
Allá por 1926,
el filósofo y politólogo italiano Antonio Gramsci (1891-1937) fue encarcelado
en Roma por el régimen fascista durante su sanguinaria campaña para acabar con
la política de la oposición. Entre 1929 y 1935, se tomó el trabajo de escribir alrededor
de tres mil páginas que, tras su fallecimiento, salieron a la luz como “I
quaderni dal carcere” (Cuadernos de la cárcel). Entre esos escritos figura “Il
materialismo storico e la filosofia di Benedetto Croce” (El materialismo histórico
y la filosofía de Benedetto Croce), ensayo en el cual decía: “Todo sujeto es
víctima de la hegemonía representada por la relación sociedad política/sociedad
civil, por lo que reproduce inconscientemente los patrones valorativos de la
clase dominante. Por lo tanto, ningún proyecto de alteración de ese modelo tendrá
éxito duradero a menos que se cree un nuevo terreno ideológico que propicie la
reforma de las conciencias”.
Hoy por
hoy parecería que, efectivamente, se ha creado un “nuevo terreno ideológico”,
pero no para beneficiar a las clases subalternas como proponía Gramsci sino,
por el contrario, para concentrar cada vez más el poder tanto ideológico como
económico en las manos de las clases dominantes. Y en este proceso es evidente
el rol determinante que juegan los medios de comunicación y, fundamentalmente, las
redes sociales. La aparición y desarrollo de estas técnicas de comunicación
colectiva ha contribuido a modificar las relaciones del Estado con los
individuos, sobre todo en lo que respecta al derecho de pensar y expresar el
pensamiento. El individuo, por obra de estos medios tecnológicos, ha dejado de
ser el sujeto activo de tal derecho. Ahora son los grandes grupos de poder,
tanto nacionales como internacionales, quienes lo manipulan, no para reivindicar
una facultad inalienable de los hombres, sino para ejercer su monopolio y su
control.
Tal como
lo advertía a comienzos del actual siglo el jurista francés Jean Rivero
(1910-2001) en su ensayo “Le statut des techniques de formation de l'opinion
publique” (La orientación de las técnicas de formación de la opinión pública), la
batalla por la libertad de expresión no se libra ya en las barricadas como en
la época de la Revolución Francesa sino en las salas de los consejos de
administración, donde tienen asiento los nuevos dueños desconocidos del mundo
que son los propietarios de los medios de comunicación colectiva, y dónde, por
supuesto, no tiene posibilidad de acceso el individuo aislado, el “ciudadano”
de los teóricos del liberalismo clásico. Para el profesor de Derecho Público en
la Université Panthéon-Assas de París, los individuos ya no tienen el derecho
de hablar, escribir, imprimir libremente como en 1789. “La libertad fundamental
se ha convertido en el derecho a elegir y juzgar lo que se ha de leer, lo que se va a
escuchar o lo que se va a ver”, dice. “Se ha producido una de las
transformaciones profundas que distinguen a nuestro siglo de los siglos
anteriores, particularmente de los siglos XVIII y XIX: el derecho del hombre
ahora es el derecho pasivo a ser informado, a recibir información o formación.
Libertad pasiva, que poco tiene en común con la libertad activa de expresión, y
que encierra en sí la cuestión de saber si el hombre va a conservar la
posibilidad de formar un pensamiento que le sea propio”.
Si bien
puede atribuirse a las redes sociales la ventaja de posibilitar estar en
contacto con personas que están en cualquier lugar y zona horaria y de
facilitar la relación entre ellas sin barreras culturales y físicas, no puede
aislarse esa situación de todo el complejo de transformaciones sociales, políticas,
económicas y culturales que han modificado sustancialmente la vida en la
sociedad contemporánea. No se puede negar ni desconocer la influencia enorme de
signo positivo que ejercen los medios de información y la comunicación
colectiva pero, tras la fachada de promover el derecho individual a pensar y
expresar el pensamiento complementado con el derecho social a ser informado,
palmariamente se esconde un extraordinario poder sobre la mente y el comportamiento
de los seres humanos.
Ante la
abundancia de actitudes muchas veces intemperantes, desmesuradas, exorbitantes,
parece innegable ya que la ideología dominante fija en ellos sus
determinaciones a través de las estructuras de la consciencia cotidiana. De la
mano de estos notables progresos técnicos y científicos, ha nacido lo que se
conoce como “post-verdad”, esto es el uso de informaciones, muchas veces
falsas, que buscan influir en las personas en lo emocional o en sus creencias
personales. Es decir, a partir de la recolección de datos sobre los más de dos
mil millones de personas en el mundo que usan las redes sociales, es posible
saber lo que ellas piensan, lo que les gusta, lo que odian, lo que temen, lo
que desprecian, lo que los alegra, lo que los entristece, lo que los deprime,
los que los enorgullece o lo que los sorprende y, desde ahí, enviar
informaciones que sean adecuadas a sus sentimientos y sensaciones.
Es
indudable que los avances acelerados de la tecnología comunicacional han
generado una creciente brecha entre los conocimientos del público en general y
aquellos poseídos y utilizados por las elites dominantes. Este sistema de
comunicación ha conseguido conocer mejor al individuo común de lo que él se
conoce a sí mismo. Esto significa que, en la mayoría de los casos, ejerce un
gran control y poder sobre los individuos, mayor que el de ellos sobre sí
mismos. El propósito de estos medios masivos no es tanto informar y reportar lo
que sucede, sino más bien dar forma a la opinión pública de acuerdo a las
agendas del poder corporativo dominante. “La simultaneidad del mensaje, esa
capacidad de llegar a grandes auditorios en pequeños espacios de tiempo,
sugiere un poder de impacto social sumamente potente”, decía el sociólogo
estadounidense Charles R. Wright (1927-2017) en su “Mass communication. A
sociological perspective” (Comunicación de masas. Una perspectiva sociológica).
Y concluía: “A su vez, la transitoriedad de la comunicación masiva ha llevado,
en algunos casos, a un énfasis en la oportunidad e impacto del contenido”.
Y es aquí
dónde vuelven a surgir preguntas. ¿No es este un mundo falaz, ilusorio,
virtual? ¿No constituye esto una distopía, aquel término que el narrador y
académico José María Merino (1941) logró que se incorpore hace muy poco al diccionario
de la Real Academia Española definiéndola como la “representación imaginaria de
una sociedad futura con características negativas que son las causantes de
alienación moral”? Algo que, de manera casi espontánea, nos remite a “Fahrenheit
451”, la novela que Ray Bradbury (1920-2012) publicara en 1953. Allí el
escritor estadounidense mostraba un mundo en el que los libros estaban
prohibidos y las personas vivían como hipnotizadas, narcotizadas por los programas
idiotas y sin sentido que se transmitían en enormes pantallas de televisión diseminadas
tanto en sus casas como en la vía pública, haciéndolas incapaces de discernir
entre lo real y lo imaginario. En esa sociedad, los seres humanos no nacían
iguales, se hacían iguales gracias a la manipulación y la censura, mientras que
el gobierno de turno manejaba las informaciones y creaba una realidad moldeada
a sus intereses.
Jacques
Kayser (1900-1963), periodista francés, denunciaba a mediados de la década del
’50 del siglo pasado en su artículo “Presse et opinion” (Prensa y opinión) la
existencia de un acuerdo implícito, de una colusión permanente entre el interés
de los propietarios de los medios de información y los dueños y directores de
las grandes empresas industriales y comerciales privadas, en virtud del cual se
asocia la libertad de información y la libertad de empresa. Si se toma en
cuenta la gradual desaparición de diarios y la concentración monopólica sobre
la radio y la televisión a la par del notable predominio de los medios
virtuales, se puede tener una visión de las causas reales de la creciente
uniformidad que domina el campo de la información. Y, de alguna manera
presagiaba Kayser algo mucho más grave: “La libertad de expresión, reconocida
como un inalienable derecho individual, no tiene posibilidad casi de llevarse a
la práctica; es cada día más difícil expresar la opinión individual; la
libertad individual, la libertad de opinión, se ha convertido en el privilegio
de unos pocos”. Así, podría decirse que los individuos, en cuanto a su
personalidad, se encuentran tácitamente incomunicados.
Por la
misma época, desde una óptica academicista se expresó el abogado y politólogo
serbio Jovan Djordjevic (1908-1989), cuyo criterio es suficientemente
significativo. A su juicio, la opinión pública era una de las nociones
fundamentales de la ciencia política y uno de los factores esenciales de la
sociedad humana organizada. Sea que ella se cree y desenvuelva libremente, sea
que se la fabrique y mistifique, constituye un elemento fundamental para la
existencia y legitimidad de la autoridad. Tiene el carácter de una institución
vital, irreemplazable e irreductible de la sociedad humana, que si bien pueden
sus enemigos desnaturalizarla, en modo alguno pueden prescindir de ella ni de
su influencia moral y política. Esto explica su interés por fabricar una
opinión pública favorable, crearla artificialmente y camuflarla por medio de
hábiles técnicas tales como la propaganda.
En su
ensayo “Javno mnjenje” (Opinión pública), observó que “la cuestión se centra en la posibilidad de un conocimiento racional por
parte de todos los hombres, o de algunos hombres, ya se trate elites o de
clases sociales. Si el ser humano es un ser racional o si lo irracional juega
una función determinante de las actitudes, los juicios y, en definitiva, de la
esfera racional humana. Los juicios que los seres humanos formulan respecto del
universo que los rodea, de los hechos que ocurren, de sí mismos y de la
comunidad que los entorna, pueden ser superficiales o profundos. Pueden ser
falsos o verdaderos, motivados en prejuicios o en conocimientos, en formas
elementales de emotividad o en función racional, pero siempre en relación con
el hecho primario de la comunicación o con el proceso más complejo de la
información. Se mueven dentro de intenciones y de circunstancias. En el
mecanismo de su formación gravitan tanto lo irracional como lo racional
precisamente por su carácter de interacción humana”.
Otro tanto
hizo el filósofo francés Gastón Berger (1896-1960), quien en “Recherches sur
les conditions de la connaissance” (Investigaciones sobre las condiciones del
conocimiento), al tratar sobre la opinión pública como un fenómeno humano,
entendía que uno de los caracteres de la opinión pública residía en su
condición de consciente, como expresión de un juicio, en el que sin duda
existían tanto el pensamiento como los sentimientos de quienes los emitían.
“Cualquiera que sea el grado de tenacidad con que se defienda una opinión -escribió-,
lo cierto es que la opinión pública demanda para si el reconocimiento de la
objetividad. Es que en ella gravita siempre una escala de valores. De esto
proviene que puedan existir sobre una misma cuestión opiniones diferentes, en
correspondencia con las estimaciones individuales o colectivas, con los
múltiples grupos sociales existentes y con los intereses y valoraciones que
desde las distintas perspectivas puedan formularse”.
Es
indudable que las transformaciones producidas en el seno de la sociedad
contemporánea y en las estructuras del poder, han provocado cambios
fundamentales en lo que respecta a la situación de los medios de comunicación
colectiva y a la efectividad del derecho individual de expresar el pensamiento.
El surgimiento del derecho social a la información, como consecuencia de la
aparición y desarrollo de los nuevos medios técnicos de comunicación colectiva,
en correlación con el derecho individual de pensar y expresar el pensamiento,
ha determinado la regulación del funcionamiento de las empresas que poseen los
medios de información. Así lo entendió el jurista argentino Carlos Fayt
(1918-2016) quien, en su obra “Ciencia política y ciencias de la información”,
expresó: “Ha tenido lugar un proceso de democratización fundamental, en virtud
del cual el hombre es llamado constantemente a decidir sobre su vida política,
su destino social y económico. Pero carece del equipo de ideas necesario para
decidir racional y conscientemente, de los hábitos mentales propios para que su
decisión sea voluntaria y libre. En esto influye, además de los sistemas de
instrucción y educación, la disciplina de la empresa. Una disciplina
centralizada y jerarquizada. La empresa no tiene una estructura democrática.
Así se explica que no obstante encontrarse el poder y la decisión política en
manos del pueblo, éste, llamado a decidir, obre irracionalmente. Que tenga
miedo a la libertad”. E infirió: “Sin la competencia propia del saber
especializado, la opinión pública se desenvuelve con una fuerza particular ahí
donde los intereses son potentes y la situación compleja. Ahí donde los hombres
son directamente afectados por las consecuencias de diferentes acciones
posibles sin tener los medios y las posibilidades de acceder a un estudio
objetivo, esto es, científico y profundo de los problemas”.
Casi medio
siglo atrás, en su reputado ensayo “Surveiller et punir” (Vigilar y castigar),
el filósofo francés Michel Foucault (1926-1984) ya explicaba los mecanismos y
dispositivos que hacían de la sociedad capitalista moderna una sociedad
disciplinaria. “La crónica de un hombre -arguyó-, el relato de su vida, su
historiografía relatada al hilo de su existencia formaban parte de los rituales
de su poderío. Ahora bien, los procedimientos disciplinarios invierten esa
relación; rebajan el umbral de la individualidad descriptible y hacen de esta
descripción un medio de control y un método de dominación”. Años después, el filósofo
italiano Toni Negri (1933) retomaría esa idea en “Impero” (Imperio), el ensayo
que escribiera en colaboración con el teórico literario y filósofo político
estadounidense Michael Hardt (1960). Allí sostenía que, junto al paso de la
modernidad a la posmodernidad, del imperialismo al imperio, también se producía
la transición de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control: “Mientras
que el Estado-Nación se sirve de dispositivos disciplinarios para organizar el
ejercicio del poder y las dinámicas del consenso, construyendo así, a la vez,
cierta integración social productiva y modelos de ciudadanía adecuados, el imperio
desarrolla dispositivos de control que invaden todos los aspectos de la vida y
los recomponen a través de esquemas de producción y de ciudadanía que corresponden
a la manipulación totalitaria de las actividades, del medio ambiente, de las
relaciones sociales y culturales, etc.”.
En el
ensayo, Negri y Hardt introducen el concepto de “manipulación totalitaria” para
describir el creciente avance que las relaciones sociales capitalistas van
realizando a lo largo de toda su historia expropiando a su paso, cada vez más,
nuevos terrenos y ámbitos sociales. En los comienzos del sistema capitalista de
producción, las relaciones abarcaban únicamente el espacio en el que se
desarrollaba el trabajo artesanal. A pesar de que cada artesano seguía
manejando su tiempo de trabajo, era el capitalista quien poseía -y por lo tanto
dirigía- el taller donde laboraban los artesanos. Históricamente, la primera
expropiación remite al espacio del taller y a los medios de producción. Más
adelante, con la introducción de la manufactura, los empresarios no sólo poseían
y dirigían el espacio físico sino que empezaron a penetrar también dentro del
propio saber de los obreros: el saber del oficio. Así, la segunda expropiación fue
la del saber. Luego, con la generalización de la gran industria moderna y el
despliegue de las máquinas, los capitalistas quebraron la capacidad obrera de
manejar saberes y tiempos; comenzaron a obligar a los obreros a adaptarse con
cada uno de sus gestos corporales y movimientos a los tiempos y ritmos de la
máquina, un sistema de producción industrial conocido como “fordismo”. La tercera
expropiación, entonces, remite a los gestos y al manejo del cuerpo dentro de la
fábrica.
Finalmente,
con la emergencia de la moderna tecnología, surgió una nueva lógica
organizativa que incluyó la tercerización dispuesta por las grandes corporaciones
hacia pequeñas empresas para permitir ordenar la cadena productiva, ya no
centrándose en fabricar un único producto en masa sino diferentes productos
orientados a distintos tipos de consumidores. De ese modo se produjo una nueva
expropiación: el capital avanzó ya no sólo sobre espacios físicos, medios de
producción, saberes y gestos corporales sino que su dominación se ejerce sobre
el conjunto de la vida social (el “bios social”, como lo llaman los autores).
En conclusión, el paso de una subordinación parcial a la subordinación y
subsunción total de la sociedad bajo el reino imperial del capital, abarcaría
al conjunto de la vida humana.