H.M.: La brutalización de la sociedad moderna, de la
que se ocupa usted en sus trabajos, me parece una observación incontrovertible.
Según la teoría de Freud, habría que admitir que la liberación sexual del
presente debería conducir a una reducción de la agresión; pero vemos que la
agresividad estalla en grupos y en individuos que poseen una libertad erótica
mucho mayor y que se han deshecho de todos los imperativos sexuales. En
realidad, un aumento de la libido debería conducir a una disminución de la
agresión.
F.H.: Las cosas no son tan simples. Ante todo, ya
Freud hizo observar que las formas con que se manifestaban los impulsos no
debían confundirse con éstos. En las manifestaciones de los instintos, éstos
aparecen en gran medida transformados, mezclados y nunca en forma pura. Desde
el primer momento, los impulsos se mezclan con los mecanismos de defensa
dirigidos contra ellos; además aparecen todas las aleaciones, fusiones, mezclas
y disociaciones posibles entre formas libidinosas y formas agresivas, condicionadas
además por organizaciones internas y externas, o sea por los condicionamientos
sociales. En otras palabras: la energía instintiva como tal se transforma, se
pospone y se metamorfosea, y, aunque alimenta las distintas manifestaciones
instintivas, no se puede desligar de ellas sin más ni más, o ser extraída por
filtración de las mismas, para determinarlas cuantitativamente.
H.M.: A menudo, se me ha reprochado que interpreto a
Freud de un modo cuantitativo o mecanicista. Pero yo afirmo precisamente esta
idea freudiana del depósito de energía, según la cual la energía instintiva
-sea en forma directa o sublimada- que se aplica a un objetivo ya no está a
nuestra disposición para aplicarla a otro.
F.H.: Precisamente en el caso de la agresión, esto no
debe ser necesariamente así. Hay muchos ejemplos en los que el hecho de hacer
posible una manifestación de la agresión conduce al hábito de la agresión, a la
habituación e incluso a una especie de manía agresiva. La agresión
ocasionalmente explosiva, pero mucho más la habitual, contribuye al general
incremento del nivel agresivo, al embrutecimiento antes que al alivio.
H.M.: Es posible. No obstante, queda por explicar
cómo es que la mayor libertad sexual, la pérdida de los vínculos paternos
autoritarios, la creciente tolerancia del “super-yo” o su falta parcial
conducen -dentro de una perspectiva social general- a un aumento y no a una
reducción de la agresión. En realidad -al menos según Freud- cabría esperar lo
contrario.
F.H.: Ante todo habría que poner en claro la cuestión
siguiente: la situación actual, ¿representa una auténtica liberación sexual o
tal vez únicamente una desinhibición en unos sectores muy determinados y
delimitados? Unos tabúes igualmente fuertes, sólo que distintos, impondrían con
mayor intensidad que antes unos preceptos socialmente aprobados y fomentados,
en el sentido de una moral del placer. Así, estamos condenados a la búsqueda
del placer y a la supuesta obtención del mismo. La libertad se convierte en
obediencia, bajo el imperativo del placer y de la variedad.
H.M.: En una publicación psicoanalítica reciente se
señalaba que la hostilidad contra la civilización que limitaba los instintos ha
aumentado, a pesar de la disminución de la represión.
F.H.: No sé si esto es exacto para la represión en
general y no sólo para ciertas formas, muy determinadas, a partir de las cuales
hemos desarrollado hasta ahora, tradicionalmente, el modelo de represión. Tanto
los organismos que reprimen como los contenidos reprimidos han cambiado
sustancialmente en la actualidad.
H.M.: Una transformación esencial es el desgaste de
la confianza de la sociedad en ella misma, bajo los efectos de unas
contradicciones crecientes dentro de esa misma sociedad. Toda sociedad necesita
una gran fe en los propios valores, que definen la salud y la normalidad
sociales y que garantizan el funcionamiento y el contacto armónico cotidianos
entre las personas, en el trabajo y en el tiempo libre. Cuando esta seguridad
se tambalea, proliferan no sólo la insatisfacción y las perturbaciones
psíquicas sino también toda especie de actitudes sociales erróneas, como la
ineptitud, la indiferencia, la negligencia, la resistencia al trabajo y a todo
principio de rendimiento.
F.H.: La secular transformación aparencial de la
constitución psíquica y de los caracteres es algo que se puede comprobar
fácilmente, tanto en la vida diaria como en la clínica psiquiátrica. En la
actualidad, no han disminuido las neurosis y otras perturbaciones mentales,
pero sí se han transformado mucho en su manifestación claramente agresiva. Los
llamados casos clásicos se presentan cada vez con menos frecuencia, y en cambio
nos encontramos con un montón de combinaciones y formas híbridas de
comportamientos sociopáticos y neuróticos, con elementos psicosomáticos y maníacos;
estas combinaciones se presentaban antes con escasa frecuencia. Además, el
indudable cambio que se puede observar en la moral sexual ha conducido a nuevas
expectativas, de suerte que parecen también posibles y deseables unas
transformaciones en otros campos de la organización social e interna.
H.M.: La introducción del concepto expectativa no me
parece fundamentada en la teoría de Freud; además lo considero demasiado
psicológico.
F.H.: La expectativa es una dimensión importante del
principio de la realidad. El examen de la realidad conducido por el “yo”
incluye necesariamente el conocimiento y la valoración de las posibilidades
individuales y colectivas existentes. También la conciencia individual se
transforma mediante progresos o regresiones sociales, técnicas y
psicológico-colectivas. Los mismos hechos, y principalmente la difusión y el
conocimiento de estos, son factores que transforman potencialmente la
personalidad.
H.M.: Veo aquí una dificultad de principio. El
psicoanálisis se ocupa básicamente, sino exclusivamente, de individuos. ¿Cómo
se pasa de estos mecanismos individuales a unos procesos sociales? ¿Hay que
creer, por ejemplo, que muchos, o la mayoría, de los norteamericanos tienen una
historia familiar idéntica o semejante a la del teniente Calley, acusado de
asesinato masivo y juzgado actualmente por su admitida participación en la
matanza de My Lai?
F.H.: Precisamente, espero haber aportado algo a este
problema exponiendo las transformaciones de la agresión. La convivencia social
de los seres humanos y la educación pertinente son cosas son cosas que
condicionan y exigen -por simple necesidad objetiva- ciertas leyes y normas de
conducta más o menos formalizadas, al margen de que las mismas hayan nacido de
la sumisión al poder, del consentimiento general o de la combinación de ambas
cosas. Las leyes sociales están provistas de sanciones y tienen como resultado
generalmente unas medidas que exigen y provocan la renuncia a los instintos. La
formalización de la renuncia parcial a los instintos y de la promesa de
satisfacción que se basa en ella se produce tanto por la exteriorización o
extroyección colectiva en instituciones externas, como por la introyección en
organismos internos, en el “super-yo” y en el “yo”. La agresión, prohibida como
delito, parece recomendable como sanción. La agresión latente, inevitablemente
contenida en instancias exteriores e interiores, utilizada para la vigilancia y
la limitación de la agresión, evita la violencia manifiesta; es por tanto
responsable de todo tipo de estabilidad en la estructura social y de la
personalidad, alimentadas también por una energía agresiva. La agresión latente
es también agresión: el hecho de que se mantenga en estado latente no garantiza
todavía su legitimidad. La agresión latente contenida en ciertos sistemas de
dominación puede ser extraordinariamente injusta y, bajo la capa del freno a la
agresión, puede caer en su ejercicio irrefrenable.
H.M.: El relajamiento de las reglas del juego
sociales debe producir también cambios en el “super yo”. Así, sin embargo, el
descubrimiento de la moderna agresión instrumental -que es la agresión con
ayuda de complicados aparatos y armas técnicas- conduce con toda seguridad a que
se alivie la represión del sentimiento de culpabilidad: el sujeto de la
agresión es el aparato, no el individuo, que se limita a servirse de él.
F.H.: Sí, e incluso creo que este sentimiento de
culpabilidad no llega muchas veces a producirse, y por consiguiente no tiene
que ser reprimido; porque mediante la previa producción en cadena de una buena
conciencia, la propia agresión suele cambiar de nombre y no experimentarse ya
como tal agresión.
H.M.: Sin duda, este argumento es cierto. Con todo,
lo decisivo sigue siendo el fin al que sirve el instinto agresivo: el fin
determina el “valor instintivo” de la agresión. Esto no depende tanto de las
acciones en sí como de su objetivo final. Nuestro amigo Leo Löwenthal ha
observado que en “La tempestad” de Shakespeare, Ferdinand es inducido a su
agresiva actividad de cortar árboles. No obstante, esta actividad, agresiva
como tal, cambia su sentido, puesto que sirve a un objetivo “erótico”, el de
construir con los troncos de los árboles caídos una casa que servirá de nuevo
hogar a Ferdinand y a su novia. Este objetivo erótico justifica la acción
agresiva: sirve para la creación de un ambiente placentero, que promete mayor
amplitud y mayor realización vitales.
F.H.: Para aumentar el placer, habría que crear
entonces una especie de dificultades, como en una carrera de obstáculos, que
habría que superar. Por ejemplo, en los juegos de azar, las reglas del juego
permiten crear unos obstáculos artificiales que producen temor ante la
incertidumbre del desenlace; en conjunto, estos obstáculos -aunque se pierda la
jugada- se consideran un incentivo agradable; aunque sólo lo son, naturalmente,
cuando se gana. Puede que esto sea análogo a la situación antes comentada: al
principio, un devaneo o un movimiento de evasión, que tenía como premisa la
acción de saltar unas barreras internas y externas o de pasar por debajo de
ellas, ha supuesto una cantidad mucho mayor de satisfacción, con la
consiguiente descarga de impulsos, que la “pura” descarga de impulsos, sin
obstáculos e igualmente accesible a todo el mundo, de la satisfacción impune
por parte del mayor número posible de participantes. La cantidad sería
inversamente proporcional a la intensidad de la satisfacción.
H.M.: Del mismo modo que la cantidad de bienes y
servicios que ofrece una sociedad represiva restringe la liberación obtenida
por la victoria sobre la escasez. La abundancia y la prosperidad son represivas
en la medida en que fomentan la satisfacción de unas necesidades, satisfacción
que hace necesario proseguir la lucha por la existencia. De ahí que un cambio
cualitativo presuponga un cambio cuantitativo, a saber, la reducción de un
desarrollo excesivo.
F.H.: El psicoanálisis describe principalmente la
reducción del nivel de tensión en el organismo, la descarga instintiva y de
energía, como algo placentero, y, a la inversa, considera que produce disgusto
la detención de la energía instintiva al reducir las posibilidades de descarga
y de expresión. No obstante, en determinadas circunstancias, también se
considera un placer el aumento de excitación dentro de unas fronteras
concretas. A esta categoría corresponden la búsqueda de estímulos, el deseo de
excitación, las ganas de experimentar.
H.M.: Aunque sólo como primer grado hacia el placer
de una satisfacción. Posteriormente, esto condujo a Freud al concepto, mucho
más vasto, del “eros” -frente al más limitado de la sexualidad-: “eros” como
ocupación placentera de todo el cuerpo, así como también la ocupación
libidinosa del medio ambiente, subrayada por mí, con el fin de ampliar el
ámbito del “eros”. Aquí no se trata ya de momentos localizados, sino de una
transformación radical de la sociedad.
F.H.: ¿A qué se refiere usted en concreto?
H.M.: Por ejemplo, la destrucción de los puestos de
mando e instalaciones militares de las potencias imperialistas agresivas me
parece redundar en interés del “eros”.
F.H.: El “interés erótico”, ¿justifica la destrucción
de todos los centros de violencia, incluso los del bando que se defiende?
H.M.: Naturalmente que no. Debemos aferrarnos a la
distinción entre agresión ofensiva y agresión defensiva. Por ejemplo, si un
criminal armado con un hacha entra en mi casa y quiere atacar a mi mujer, no
sólo tengo el derecho, sino el deber de ejercer la antiviolencia y reducirlo
por la fuerza. Así, el cirujano que amputa una pierna gangrenosa actúa también
al servicio de una buena causa. Esta operación no puede calificarse de
agresiva, aunque la amputación de una pierna sea agresiva en sí misma.
F.H.: Con estos ejemplos cruelmente simplificadores, hace
usted que todo sea efectivamente muy simple.
H.M.: Porque casi siempre es así de simple.
F.H.: Esto es lo que yo quisiera discutir. Creo poder
demostrar que toda agresión, al margen de su justificación objetiva, tiene la
tendencia a sentirse justificada de entrada por el que la lleva a cabo o por el
que está sujeto a unas órdenes. Precisamente no podemos confiar en la propia
experiencia, aunque parezca convincente con una evidencia inmediata.
H.M.: Podemos estar engañados, o puede tratarse de
una simplificación, de una racionalización, invocando por ejemplo una agresión
anterior, contra la que uno quería únicamente defenderse. Se trata de la
evidencia de hechos y no simplemente de lo que uno siente o dice, aunque lo
diga con toda sinceridad y con toda verosimilitud. Así, por ejemplo, la guerra
de Vietnam es sin lugar a dudas una agresión de los norteamericanos y una
defensa justificada de los norvietnamitas. Y la misma claridad existe en la
injustificada agresión de la Unión Soviética para ocupar y someter a
Checoslovaquia.
F.H.: ¿Cuáles son las circunstancias, sin embargo, en
el conflicto árabe-israelí?
H.M.: Evidentemente, el caso no es tan manifiesto y
resulta más difícil decidirse. Naturalmente, no existen unos criterios
absolutos, aplicables en todos los casos. Pero el caso límite no puede
contradecir la validez del “caso normal” ejemplar, sino sólo limitarla.
F.H.: ¿Existen al menos unos preparativos o unas
escalas para la formulación de criterios diferenciadores entre violencia
defensiva y agresiva? De entrada, parece plausible la contraposición. Lo que
sirve a la buena causa, lo que estimula la vida y amplía las perspectivas,
podrá servirse también de la agresión. Lo que destruye la vida cae bajo la
denominación de violencia agresiva. Este es, precisamente, el problema que
debemos resolver, aunque sea difícil hacerlo. La simplicidad engañosa impide
toda posibilidad de solución. Más aún: ¿Cuáles son los criterios
diferenciadores y quién hace la diferenciación?
H.M.: Tampoco es tan difícil decirlo. Todo lo que
sirve a la vida, especialmente a una vida dichosa, es bueno. La reducción de
las condiciones represivas de vida y de experiencia vital es en definitiva el
objetivo de los instintos eróticos. Lo que favorece a la vida no puede ser
injusto, aunque para la creación de dichas condiciones sea necesaria la
realización de ciertas medidas coercitivas.
F.H.: “¿No es la vida el bien supremo?”
H.M.: No toda cita expresa una verdad. Incluso el
estudio razonable, objetivo, científico de unos criterios presupone ciertamente
un juicio de valor. La ciencia libre de valores es ideología, aunque sea ideología
de mucho éxito, muy útil y muy rentable.
F.H.: ¿Acaso el juicio de valor no debería estar al
final de la investigación, y no al principio de la misma?
H.M.: Se halla incontrovertiblemente al principio.
Los datos de la experiencia adolecen de una ambigüedad objetiva, como he dicho
ya en mi libro El hombre unidimensional. La razón nunca está libre de valores.
He citado también una frase de Whitehead: “La función de la razón es fomentar
la vida”. En relación con este objetivo la razón es “la orientadora del ataque
contra el medio ambiente”, al que “debe el triple impulso: primero, de vivir;
segundo, de vivir bien; tercero, de vivir mejor”. En este sentido, vamos a
tomarnos ahora una copa de vino o de whisky. ¿Lo considera usted agresivo?
F.H.: No excesivamente. Pero si yo me siento atacado,
aunque sólo sea en forma indirecta y sublimada, por ejemplo en un debate,
podría imaginar perfectamente que todo lo que dice y hace mi oponente podría
ser interpretado por sí como algo agresivo, aunque me ofreciera comida y
bebida. El juicio de valor, que decide previamente lo que es agresivo y lo que
es defensivo, pasa por alto el examen objetivo de las circunstancias y las
convierte en algo superfluo.