H.M.: Ahora da usted un sentido tan amplio a la
agresión que el concepto parece perder su significado. Para usted, casi todas
las expresiones de vida son agresión.
F.H.: Eso fue exactamente lo que le reprochó en su
tiempo al psicoanálisis en relación con la sexualidad. Si las acciones de
agarrar, de preguntar, de mirar, contienen elementos sexuales, entonces resulta
que todo es sexualidad. Esta es la primera impresión que, necesariamente, debe
surgir cuando, como yo intento hacerlo con la agresión, se pretende rastrear
las manifestaciones ocultas, enmascaradas o llamadas de otra forma, de la agresión
en sus escondrijos, en su forma latente o fría (que, por otra parte, es muy
semejante a la agresividad instrumental de usted). Evidentemente, no todo es
agresivo, o, en cambio, lo es mucho más de lo que suponíamos hasta ahora, sobre
todo muchas de las cosas que se consideran y se presentan como freno de la
agresión o como medida puramente defensiva.
H.M.: Entonces, habría que hacer ante todo ciertas
diferenciaciones. Habría que llamar violencia únicamente a una acción agresiva
de naturaleza física; la agresividad primaria es instintiva; puede ser
sublimada hasta la no violencia.
F.H.: Dentro del concepto global de agresión existen
descripciones muy diferenciadas de los fenómenos agresivos que no son, en modo
alguno, idénticos o intercambiables, como violencia, poder, crueldad,
brutalidad, sumisión, vigilancia, etc.; estas descripciones son de gran
importancia. No pretendo afirmar en absoluto que estas manifestaciones diversas
sean formas exclusivamente agresivas, o que todas las formas de agresión son
igualmente valorables o igualmente vigentes. La cuestión de la legitimidad es
ciertamente decisiva, sólo que, en mi opinión, no puede ser previamente
decidida sobre la base de la inmediatez de la propia experiencia o por
criterios abstractos, como la buena vida, que se prestan a la justificación y a
la racionalización ideológicas, y también al enmascaramiento oratorio de casi
todo.
H.M.: Es seguro que, en cada caso, hay que examinar y
decidir muy concretamente la situación objetiva. Afirmo, sin embargo, que esto
es casi siempre posible y ni siquiera resulta demasiado difícil. Naturalmente,
en último término, los criterios que hay que desarrollar no son puramente
psicológicos, ni pueden serlo tampoco, sino solo político y morales.
F.H.: Comparto esta opinión. De todos modos, me
parece que esto esquiva la imprescindible definición de criterios y de
legitimación. Sigo sin ver aún con claridad quién está legitimado, y con qué
puntos de vista, para adoptar estas decisiones morales, o para exigir y
provocar sacrificios en su nombre. Siempre vamos a parar a lo mismo: a la
diferencia, postulada enérgica y patéticamente, pero no detectada en ninguna
parte, entre una agresión justificada y otra injustificada, entre la violencia
defensiva y la agresiva, entre necesidades buenas y malas.
H.M.: Sin duda no es lo mismo, pero, en principio,
estas diferencias son perfectamente comprobables. Todo lo que sirve para la
protección de los instintos vitales es mejor que lo contrario. Hay una
autoridad racional. El comandante de un avión tiene todo el derecho a ejercitar
plena autoridad durante el vuelo y obligar, en caso necesario, a todos los
pasajeros a que se sometan a la disciplina. O bien, para poner otro ejemplo:
cuando dos muchachos se pelean, es muy difícil saber quién ha empezado. Cuando,
por ejemplo, el muchacho A ataca al muchacho B, que estaba tranquilamente
ocupado con su juguete, resulta evidente que el muchacho A es el atacante y el
muchacho B la víctima que tiene derecho a defenderse. En todos los niveles hay
casos semejantes, que se pueden investigar con facilidad.
F.H: Para seguir con su ejemplo simplificador, y por
tanto desorientador: ¿qué pasa si el muchacho B, que juega aparentemente de un
modo pacífico, ataca con regularidad, o al menos con mucha frecuencia -pongamos
diez veces en las dos últimas semanas- al muchacho A, lanzándose de pronto e
inesperadamente sobre él o tirándole una piedra? Esta situación, que queda
oculta en principio para el observador atento, ¿no autorizaría al muchacho A a
tomar unas medidas preventivas y justificadas de defensa, basadas en un cálculo
de probabilidades nacido de su experiencia concreta?
H.M.: Naturalmente, en este caso no sólo sería algo
justificado, sino recomendable. Sería una represión racional. Voy a poner aun
otro ejemplo: un escolar que, en la clase, molesta e impide que se den las
lecciones debe ser castigado. Se trata en este caso de una agresión defensiva
justificada por parte de la colectividad. Por otra parte, el alumno que, con
preguntas acertadas, desconcierta al mal profesor y se convierte en un factor
de perturbación, debe ser protegido. En este caso, el profesor debería estar
mejor informado o ser sustituido por otro.
F.H.: Siempre volvemos al mismo tema, en distintas
variantes. ¿Qué haría usted, por otra parte, con el alumno que interrumpe una
clase y que es, por tanto, un mal alumno?
H.M.: La solución sería un tratamiento psicológico
individual.
F.H.: La experiencia de la criminología nos enseña
que la mayoría de los delitos violentos son cometidos por una pequeña minoría,
bien conocida por su tendencia a la recaída y a la reincidencia; una minoría
que incluso se puede determinar de antemano con un margen de error
relativamente escaso, sobre la base de unas acciones preparatorias conocidas.
¿Sería usted partidario de una detención preventiva para este grupo?
H.M.: La detención preventiva pertenece al arsenal
del fascismo. Algo muy distinto es la “educación preventiva”, observando unas
medidas estrictas de precaución contra el abuso de autoridad.
F.H.: Este me parece, precisamente el problema:
porque, en este caso, el uso y el abuso están tan próximos y, además -como lo
demuestra nuestra conversación-, a mí no me parecen tan fácilmente
diferenciables. Con el consentimiento entusiasta de la mayoría de la población,
el gobierno norteamericano acaba de presentar un proyecto de ley que, ante la
sospecha de un delito, prevé en general la detención preventiva en lugar de la
fianza, hasta ahora habitual; existirá, por tanto, la detención preventiva
antes y hasta la declaración de la culpabilidad, para evitar el peligro de
repetición, que no debe ser demostrado primero en cada caso. Tales propuestas
apelan a la razón y a la aspiración de la sociedad a protegerse contra los
asaltos y los crímenes. Además, las apreciaciones falsas no se ponen jamás al
descubierto. La persona que luego resulta inocente, o el culpable que
posteriormente ha demostrado no ser reincidente, han estado encerrados “en
vano”. Sin duda, a la colectividad no le molesta que la violencia preceda al
derecho, en lugar de ocurrir a la inversa. Sin embargo, ante el actual nivel de
posibilidades de abuso, yo no estaría dispuesto a hacerme responsable de
semejante riesgo de reclusión preventiva.
H.M.: El riesgo parece pertenecer a la historia de la
humanidad, mientras dicha historia siga siendo la historia de la explotación y
de la opresión. Estamos en la esfera de una terrible moral doble: pensamos poco
en las hecatombes de seres humanos provocadas por los gobernantes para
conservar su poder, pero nos volvemos terriblemente sensitivos cuando se trata
de la violencia de un régimen verdaderamente revolucionario, seriamente
preocupado por acabar con la miseria y la explotación. Estoy contra los actos
insensatos de violencia (por idealistas que sean sus motivos) que sólo sirvan
al sistema establecido. En la Historia, el terror sólo ha sido eficaz cuando lo
ejercían grupos que ya estaban en el poder. El terror individual se pierde. Los
más nobles anarquistas no tuvieron eficacia social. Por el contrario, los
jacobinos, o Hitler y Stalin, tuvieron una eficacia tremenda, una vez que se
hicieron en el poder.
F.H.: ¿Cómo se consigue, no obstante, el acceso al
poder o la toma del poder? ¿Imagina usted que la creación del nuevo tipo de
hombre, no agresivo, se puede conseguir de otra forma que sea la más
encarnizada agresión en un período de transición que será, por lo menos, muy
arriesgado?
H.M.: El hombre que se distinga del tipo actual, el
hombre realmente satisfecho, realmente libre, que es la aspiración de la rebelión
de los jóvenes, no vendrá únicamente a partir de la rebelión de los jóvenes, no
vendrá únicamente a partir de las entusiastas ideas de los estudiantes; esto es
evidente. La transformación real está en manos de la clase obrera, una clase
que en la actual situación de los Estados Unidos no es revolucionaria, porque
la prosperidad económica hace que no esté dispuesta a participar en acciones
revolucionarias. Esto, sin duda, no siempre será así. Un Estado capitalista,
con su prosperidad y su pleno empleo, es inimaginable a la larga. Las
contradicciones internas del sistema, es decir, la contradicción entre la
riqueza social disponible y su lamentable utilización debe conducir tarde o
temprano a las crisis profetizadas por Marx, que acaban creando las premisas
revolucionarias o, si las cosas van mal, también las premisas para el fascismo.
En cualquier caso, la transformación radical es resultado de un largo proceso
cuyo protagonista son las masas.
F.H.: Ernst Bloch distingue entre explotación y
opresión, por un lado, que se reducen en los estados occidentales del presente,
y ofensa y desposesión de todo derecho, por otro lado, que han aumentado si
cabe. ¿Cree usted que el sentimiento de injusticia, que va unido nuevamente a
unas esperanzas de cambio real y posible, bastará para la creación de una
situación revolucionaria de amplias perspectivas?
H.M.: Es difícil decirlo. En definitiva, el bienestar
general representa también una satisfacción real y no sólo un sucedáneo. Sea
como fuere, las potencias dominantes son muy sensibles y toman precauciones
para que las personas y grupos a quienes dominan se mantengan sistemáticamente
en estado de desinformación y de estupidez, por ejemplo a través de los “mass
media”. Sin embargo, esto no le va a servir siempre al capitalismo occidental.
Ciñéndonos a la tesis de Marx, el margen de beneficio de los empresarios debe
caer tan pronto como la carga de los costos sobre los consumidores haya
alcanzado sus límites. Es una contradicción clásica del sistema capitalista: todos
los intentos de forzar la situación amenazan la supervivencia del sistema. No
existe en la historia un solo sistema que perdure indefinidamente, lo que no
deja de ser un pobre consuelo, en la situación actual. Lo que no tiene sentido
en ningún caso es la acción voluntarista, que crea mártires innecesarios, en
una situación poco madura para estos actos revolucionarios.
F.H.: Admite usted, por consiguiente, que las
condiciones de un cambio radical no consisten tan sólo en unos factores
económico-materiales, sino también en unos valores que hasta hoy se han
infravalorado calificándolos de psicológicos, de elementos superestructurales.
Mi opinión es que los sentimientos de desposesión o de impotencia constituyen
unos factores reales muy papables.
H.M.: Esto es cierto, sin duda. Pero el monopolio de
hecho de los medios de comunicación de masas contrarresta la evolución de la
ciencia. Por esta razón considero decisiva la intervención de los procesos de
comunicación. Las fuerzas progresivas deberían intentar penetrar en el mercado
de los periódicos, para tener parte en el manejo de los medios de comunicación.
En el caso hipotético de un dominio total de dichos medios, es probable que la
conciencia de las masas pudiera ser transformada decisivamente en un plazo de
tres semanas.
F.H.: Es probable que unas semanas no bastaran, pero
un dominio total de años sobre todos los medios de comunicación -persiguiendo
las tácticas exclusivistas agresivas contra los que piensan de otra forma, que
serían idénticas a la práctica totalitaria- permitiría obtener probablemente
los resultados deseados. Pero esto no me parece deseable ni realizable.
H.M.: Es probable que no lo sea. De todos modos, no
deberíamos considerar la alternativa reforma-revolución como una contradicción
cuyos dos términos se excluyan. Como hegeliano, pienso que los cambios
cuantitativos de ciertas proporciones pueden conducir a una transformación
cualitativa.
F.H.: Estoy plenamente de acuerdo; tampoco existe una
contradicción inmediata entre evolución y revolución, por el simple hecho de
que la transformación revolucionaria, como amenaza o utopía, puede representar
una posibilidad evolutiva, un motivo de evolución. Sin embargo, la revolución
no debe ser necesariamente más agresiva o más violenta que el quantum de
violencia latente, instituida, que se utiliza para poner o para mantener en
marcha el proceso que recibe el nombre de evolución.
H.M.: Exacto. Existen sin duda contrarrevoluciones y
sistemas políticos muy violentos para impedir la revolución y anticiparse a
ella. En el Brasil, por ejemplo, un sistema político cada vez más brutal impide
que se impongan unas justas aspiraciones revolucionarias con todos los medios
violentos y de propaganda, por no hablar de las pérdidas en vidas y en
felicidad humanas. La negación de la libertad, y de su misma posibilidad, tiene
como equivalente la concesión de la libertad absoluta allí donde ésta consolida
a la opresión. No sólo los medios y los fines sino las mismas fuentes
instintivas, son distintas en la violencia y la antiviolencia; hay que atenerse
a esta diferencia.
F.H.: Quisiera conocer más cosas en concreto sobre
los criterios de esta diferencia. Principalmente sobre lo que usted llama
“valor instintivo”; porque hoy, gracias a los desarrollos psicológico y
técnico, se ofrece quizá por primera vez la oportunidad histórica de que no
sólo nos sometamos a las reglas del juego social o nos resistamos a ellas sino
de que participemos también en el proyecto de estas reglas del juego.
H.M.: Ahí reside, no obstante, una contradicción. No
se puede prescribir cómo deben organizarse los hombres libres; si lo hicieran
de acuerdo con unas prescripciones previas, ya no serían libres. De todos
modos, la práctica del dominio de la naturaleza nos enseña que debemos admitir
ciertas presiones objetivas como condiciones previas de la libertad: no la
dominación de las personas, sino la administración de las cosas.
F.H.: Este no me parece un criterio concluyente;
porque, en definitiva, las cosas existen para su propietario, son protegidas y
defendidas por quienes las administran y las poseen, como si fuesen partes de
sí mismos. Y para tener acceso a las cosas, habría que excluir primero
agresivamente a las personas, las cuales se han identificado con las cosas de
un modo habitual o fetichista. Esto conduce de nuevo, a través de un breve
rodeo, a la situación ya esbozada del dilema de decisión.
H.M.: Las decisiones importantes nos son arrebatadas
sin duda por las potencias y las fuerzas económicas que no tienen nada de
anónimo y son perfectamente identificables. Yo tengo la opinión de que una
renuncia no calificada a toda violencia nos condena a la indefensión política,
pero conviene hacer matizaciones en este aspecto. Por desgracia, existe algo
así como un mal menor, que debemos escoger en determinadas situaciones
históricas, para conjurar o evitar un mal mayor.
F.H.: Hemos vuelto al punto de partida: ¿Cómo es
posible que una persona como yo -faltándome, como al parecer me falta, el
acceso a unos fundamentos de decisión de inmediata evidencia- pueda reconocer
lo que es una agresión buena o mala, justa o injusta? No quiero que me
comprenda usted mal: naturalmente pronuncio unos juicios de valor muy
delimitados y tengo unas ideas muy concretas sobre unos desarrollos y unas
medidas buenas o malas (o al menos, mejores o peores). Tengo mis convicciones,
respondo de ellas, las defiendo y creo en ellas, a veces muy intensamente y sin
limitación. Sólo que, por razones psicológicas y de psicología social -que
naturalmente también a mí me afectan-, desconfío de la experiencia seudoinstintiva
de la inmediatez. Como hombre que actúa, creo en ciertas cosas y creo saber lo
que debo hacer y lo que debo omitir; como hombre capaz de conocimiento, debo
ser consciente de que, a pesar de mis sentimientos y convicciones, no siempre
estoy perfectamente informado sobre el tiempo, el lugar y la forma en los que
una renuncia a un impulso, un sacrificio, una acción violenta son o no son
legítimos, o parte de un mal menor. Lo mismo ocurre con la pregunta sobre los
criterios.
H.M.: Entonces mi definición volverá a parecerle
demasiado filosófica. Sólo puedo repetir una cosa: el criterio es lo que afirma
la vida, lo que sirve al desenvolvimiento de unas facultades humanas, de una
felicidad y una paz para los hombres. No conozco otra definición mejor ni
tengo, simplemente, la inteligencia para darla.
F.H.: Puede que hoy no haya nadie suficientemente
inteligente; se trata de provocar y multiplicar esta especie de inteligencia en
el futuro al servicio de la información de vida a la que esta conversación
agresiva ha servido; y hallar, o inventar, así eficaces alternativas a la
violencia y posibilidades de salvación.