Martín
Kohan (1967), profesor de Teoría Literaria en la Facultad de Filosofía y Letras
en la Universidad de Buenos Aires, es también un prolífico escritor. Entre sus
obras pueden mencionarse, entre otras, las novelas “Los cautivos”, “Ciencias
morales”, “Cuentas pendientes” y “Fuera de lugar”; los libros de cuentos “Una
pena extraordinaria” y “Cuerpo a tierra”; y los tomos de ensayos “Imágenes de
vida, relatos de muerte. Eva Perón, cuerpo y política”, “Zona urbana. Ensayo de
lectura sobre Walter Benjamin”, “Narrar a San Martín” y “1917”. En este último,
publicado en ocasión de conmemorarse el centenario de la Revolución Rusa, el
autor posa la mirada sobre dicho acontecimiento trazando un mapa conceptual
entre política y literatura. Aparecen, entonces, las secretarias de Vladimir Lenin
(1870-1924) cuando ya se encontraba muy mal de salud y lo que les dictaba no
tenía demasiado sentido. También el momento en que León Trotsky (1877-1940) le
pide a André Breton (1896-1966) que se baje del auto que compartían o las
palabras que Antonio Gramsci (1891-1937) utiliza desde la cárcel para pedirles
a sus hijos que le escriban más, que se esmeren, que necesita cartas más largas
para sentirlos cerca. Así, abordando
lateralmente episodios, personajes y momentos poco conocidos de la Revolución
Rusa, Kohan, a través de procedimientos narrativos que ponen de relieve una
respiración siempre literaria, logra captar aspectos cruciales de los
protagonistas de la Historia. Lo que sigue es un resumen editado de las
entrevistas que concediera a Silvina Friera (“Página/12”, 25/02/18) y a Luciano Sáliche
(“Infobae”, 11/03/18) para hablar, justamente de “1917”.
En el
prólogo de Eduardo Grüner a tu libro, hay una idea muy interesante en la que se
pronuncia por todas las particularidades que debieron ser expulsadas para que
la historia sea universal. ¿Cómo pensás vos la historia?
Después de Grüner yo no me animo a decir nada, pero por vía
de todo lo que uno ha leído, desde Grüner hasta Hegel y Lucáks, a mí me
interesan esas particularidades cuando, al percibirlas, no mande a parar al
libro al registro del anecdotario ni a las notas de color ni a la trastienda de
la Revolución. Ni una cosa que detesto: rastrear al hombre de carne y hueso por
detrás de la figura histórica. Con San Martín no te puedo explicar… páginas y
páginas y páginas para contrarrestar la idea de que por delante está el bronce
y por detrás el hombre de carne y hueso. Páginas y páginas para contrarrestar
esa ideología de las figuras históricas. ¿Cómo hacer para ir a parar al
detalle, a la particularidad, al momento concreto sin ir a la nota de color, al
hombre de carne y hueso, etcétera? Es tratar de detectar, espero haberlo
logrado, los momentos en que esa particularidad toca un universal y revela o
insinúa o expresa o habilita una significación histórica. Una escena, un gesto.
Cuando esa articulación se produce es donde esos hechos me interesan. Como
anécdota, sin dudas, no; el hombre real o el hombre de carne y hueso, tampoco.
Porque, ¿qué quiere decir, si lo interesante es que la historia la hizo
justamente el hombre de carne y hueso? Lo interesante es que en esa
particularidad se alojan las contradicciones, las tensiones y los conflictos
del proceso histórico entero. Por eso se vuelve relevante.
En un
punto, esa idea es ir contra la idealización del héroe, ¿no?
Absolutamente. En esto resuena en mí lo que leí sobre San
Martín y también sobre la configuración de héroes. Concepciones y teorías del
sujeto que ponen al héroe, como en el mundo clásico, por encima del hombre
común. Bueno, sino no hay heroísmo. Porque a veces está que “era un hombre como
todos”. ¡No, no era un hombre como todos! De hecho hizo cosas que no hacemos
todos. Al mismo tiempo los héroes tienen una dimensión de ejemplaridad. En el
caso de San Martín es muy claro en cuanto a su implementación
patriótico-escolar. El héroe, sin quedar subsumido en la condición del hombre
común, no puede tener una proyección tal que caiga en el principio de
ejemplaridad y en el principio de emulación, porque entonces, si es tan
extraordinariamente superior al hombre común, no hay ejemplo a seguir.
Hay
entonces un movimiento ideológico para que nosotros, los hombres comunes, no
lleguemos a ser héroes…
Exacto, porque es idealización, endiosamiento, no ya
heroísmo. En el caso de Lenin y de Trotsky me interpelaba de un modo distinto a
la figura de San Martín. Aunque soy argentino, o porque soy argentino, con la
figura de San Martín tenía una posición deconstructiva mucho mayor que con Trotsky
o Lenin. Voy a hablar con sinceridad: tenía una posición deconstructiva que acá
no tengo en absoluto. El trabajo sobre San Martín con el nacionalismo como
horizonte político era un libro que yo pensé orientado a contrarrestar, es
decir, revelar ciertos dispositivos de configuración del héroe. La intención o
más bien el posicionamiento ideológico que yo tengo en 1917 no es el mismo. La
completa idealización los vuelve inalcanzables pero tampoco corresponde la
humanización “era un hombre como cualquier otro”. ¿Ah sí? ¿Como cualquier otro?
¡Organizá vos el Ejército Rojo! Y al mismo tiempo el endiosamiento justamente
lo pone en un plano suprahumano donde lo que ellos hicieron no se puede volver
a hacer. Sólo pueden hacerlo ellos y se murieron. Me parece que la
particularidad que vos señalás del prólogo de Grüner toca también ese punto que
no es humanizar al dios, sino el anclaje de la excepcionalidad, porque no deja
de haber una excepcionalidad, en una singularidad concreta.
En uno de los textos de “1917” advierte que hay
una distancia y desencuentro entre el líder revolucionario y el artista en los
casos de Lenin con Gorki y en Trotsky con Breton. Distancia y desencuentro son
dos categorías muy centrales en la literatura, ¿no?
Absolutamente,
por eso la cifra del título es clave en un campo de cuestiones que exceden la
revolución. Lo que me interesaba rastrear es las variaciones de las relaciones
entre literatura y política. En esa continuidad hay por momentos tensiones,
fusiones, conflictos… Trotsky y Breton tienen un acercamiento que es mutuo. La
relación de Lenin con Gorki es de consideración y afecto personal. Los
desencuentros cobran importancia, sobre una base de afinidad ideológica o
literaria, porque es eso que se resiste y que termina siendo un desacople que
no se puede subsanar. En la relación entre literatura y política, que tiene
infinitos planos posibles y se la puede interrogar a nivel teórico -el
compromiso de Sartre, la teoría de Luckács o la escuela de Frankfurt- hay
escenas donde se libran conflictos o integraciones. Lenin y Trotsky habilitan
la posibilidad de rastrear la práctica política y la práctica literaria, la
acción política y el lenguaje, no solo respecto de los escritores, sino al
interior de sus propias prácticas.
¿Por qué cuando Lenin cae preso convierte el
espacio de la cárcel en el espacio de la escritura?
Lenin
mismo dice que lo bueno de la cárcel es que va a tener más tiempo para
escribir. Aunque la literatura también puede ser una práctica política, está la
acción política propiamente dicha, entendiendo por propiamente dicha tomar el
poder, organizar un ejército revolucionario. Caer preso es la obstrucción de la
práctica política: no se pueden reunir, no pueden hacer asambleas; pero al
mismo tiempo se habilita al interior de ellos mismos la idea “ahora hay tiempo
para escribir”.
¿Hay un tiempo para la política y otro para la
escritura, que no van de la mano?
No
necesariamente. Además no hay decisión sobre eso; son maniobras al interior de
una situación forzada. A veces ocurre a la inversa: cuando Lenin se entera que
estalló la revolución en Rusia, él no está en Rusia, y en plena escritura de un
texto político lo tiene que interrumpir porque estalló la revolución. Lo
interesante es que no hay una única manera. Cuando la distancia y el desacuerdo
surgen de la búsqueda absoluta del total entendimiento hay algo ahí que no deja
de producir fricción.
Eso que no deja de producir fricción, ¿tiene que
ver con la tensión irresoluble entre vanguardia literaria y política?
Sí. Lo que
uno encuentra en estas figuras es cómo logran o no maniobrar al interior de
algo que es irresoluble. No siempre es la misma clase de desencuentro. Los tres
escritores que quedan en primer plano en el libro, Gorki, Breton y Maiakovski,
son muy distintos entre sí literariamente; su adhesión a la revolución es
distinta. La adhesión de Gorki a la revolución no pasa por la vanguardia
literaria. Gorki es un escritor más tradicional, un realista. Cuando Lenin
escribe sobre literatura, escribe sobre Gorki y sobre Tolstoi; su afinidad
literaria es con la tradición realista, lo cual es interesante por muchos
aspectos. El realismo, ya con el estalinismo, es la doctrina estética
hegemónica y eso permite un contraste. Lenin tenía una afinidad mayor con el
realismo, pero al mismo tiempo no instrumentó la persecución de las vanguardias
del formalismo ruso, como sí lo hizo Stalin. Por otro lado, hay una tradición
de la izquierda revolucionaria que desde el punto de vista estético tiene que
ver con esa tradición realista y denuncialista, que se puede ver en distintas
instancias, pienso en Boedo-Florida. Aquellos escritores con los cuales uno
podría ideológicamente o en términos de sensibilidad social tener más afinidad
son más conservadores. Esa disociación entre revolución política y
conservadorismo estético es interesante para interrogar en Lenin, porque Lenin
no hace un dogma de su propia condición de lector, pero después sí habrá un
dogma.
¿Por qué la izquierda política no ha sido
vanguardista desde el punto de vista artístico?
Trotsky
escribe sobre los formalistas rusos -no deja de parecerme asombroso- mientras
organiza el ejército rojo para consolidar la revolución. En la fusión entre
vanguardia política y vanguardia literaria, tal como los propios vanguardistas
en algunos casos se propusieron, es donde se ve más claramente el conflicto. La
fusión no termina de ser completa, hay como una especie de recelo respecto de
las vanguardias. Luckács, como teórico del realismo, tiene el mismo recelo
sobre las vanguardias. Bertolt Brecht no tiene ese recelo, pero sí respecto de
una literatura puramente formalista. ¿Dónde y cuándo se percibe el
experimentalismo radical de las vanguardias? ¿Dónde es percibido como una
ruptura radical con la tradición política y dónde es percibido como una especie
de juego frívolo de poca ligazón con las masas populares?
¿El problema pasa por la legibilidad?
Una
vanguardia pone en cuestión un paradigma de legibilidad. La ilegibilidad, como
puesta en crisis, es premeditada. Una vanguardia que rápidamente sea legible no
es una vanguardia. Si establece
rápidamente una legibilidad, entonces ¿dónde está la ruptura? La ruptura
supone esa zozobra, esa incertidumbre de lanzarse hacia algo nuevo que no se
sabe del todo qué es y en ese punto la sintonía con un proceso de revolución
política efectivamente funciona. Lenin y Trotsky no van a tener la posición
dogmática que va a tener el estalinismo, pero tampoco había del todo una
sintonía. Esta me parece la posición política más interesante para interrogar,
que es disponerse a un entendimiento y en la disposición al entendimiento y a
la confluencia uno ve el resto del conflicto, que parece ser insoluble.
Más allá de 1917 y más acá en el tiempo, se
puede pensar también en Rodolfo Walsh. ¿Cómo se articulan el hombre de letras y
el hombre de acción?
El campo
de problemas que se plantean alrededor de Lenin y de Trotsky, de la práctica de
la escritura y la acción en ellos mismos,
interroga a Walsh. Pero también se puede interrogar a Julio Cortázar,
con otro tipo de respuesta tanto para la adhesión política de Cortázar, muy
discutida, y el tipo de vanguardismo de Cortázar. Walsh es un escritor más
clásico en los primeros cuentos, los cuentos de Variaciones en rojo son
premeditadamente clásicos. A la vez, de un modo muy extraordinario, la política
lo lleva a Walsh a explorar formas de escrituras nuevas, la política lo saca
del ámbito propiamente literario. Walsh escribe desde la tradición, se ubica en
una posición dentro de esa tradición, y cuando quiere escribir política termina
fundando un género nuevo. Lo nuevo aparece, ya no en términos de exploración
estética, sino bajo una presión política que lo termina llevando a una
dirección de exploración narrativa y discursiva. Cortázar parece tomar las
formas de la novela cuando ya se han vuelto tradición, que es distinto, hasta
podría ser lo opuesto.
¿Qué sucede en el campo de batalla del lenguaje
y las interpretaciones que propone la cifra, el año, 1917?
Me
impresiona que 1917 por momentos significa revolución más que la propia palabra
revolución. Como la palabra revolución ha sido bastardeada tantas veces -la
“Revolución Argentina” del ‘66, la “Revolución Libertadora” del ‘55, la
“Revolución Productiva”, la “Revolución de la Alegría- no deja de ser
interesante como pregunta por qué los ultraconservadores apelan a la palabra
Revolución. La “Revolución Libertadora” no es libertadora ni es revolución,
pero que Menem -que fue uno de los ciclos más conservadores de la democracia
argentina- haya hablado de “Revolución Productiva”, que Macri, que es otro
ciclo fuertemente conservador que venimos padeciendo, haya hablado no sólo de
cambio, sino de “Revolución de la Alegría”… uno diría ni alegría ni revolución.
Las palabras no son inocuas, no dejan de ser señales. ¿Por qué los proyectos conservadores
apelan a alguna clase de revolución?
¿Qué respuesta podrías dar a este interrogante?
Hay una
apropiación de la idea de revolución; en las palabras de los proyectos
políticos más conservadores aparecen “cambio”, “renovación”, “revolución”. En
un país tan fuertemente conservador como la Argentina, al menos en buena parte
de los períodos de su historia, donde una parte principal de la población
responde a una ideología política conservadora, no hay un partido que se llame
conservador y la derecha se llama a sí misma centro. Cuando todavía había más
represión de la que hay hoy en día, se decía respecto de la homosexualidad “el
amor que no osa decir su nombre”. La política que no osa decir su nombre, ¿por
qué la derecha no se llama derecha?
Hay un problema más: si se la llama derecha,
ponen el grito en el cielo y plantean que las categorías derecha e izquierda
están superadas o son anacrónicas…
Me parece
todo esto sintomático: cómo la derecha, tan presente en la vida argentina, tan
preponderante a menudo en la democracia argentina, opera con este tipo de
solapamiento y apropiaciones; pronuncian el lenguaje de lo nuevo y el cambio
para establecer un conservadorismo que es más de lo mismo. No se trata
solamente de decir que es una falsificación. No se trata de decir que es falso.
¡Claro que es falso! Ahora, ¿cómo opera esa falsificación? ¿Por qué es
necesaria? ¿Por qué les funciona? Porque de hecho funciona, pero al mismo
tiempo lo que no funciona es un conservadurismo que se llame conservadurismo. ¿Por
qué la derecha prefiere no llamarse
derecha? ¿Por qué siendo tan claramente de derecha al mismo tiempo se llama
cambio, se llama revolución, y funciona? Cuando la derecha se apropia de la
palabra revolución, la neutraliza y la vacía.
Volviendo al lenguaje, en uno de los textos de “1917”,
el que habla de Gramsci, escribís: “el mundo que el lenguaje no llega a tocar”.
Esa es la gran limitación porque, si bien el lenguaje lo es todo, ¿cuál es su
verdadero poder si hay cosas que no llega a tocar?
Como me
dedico a la literatura y me interesa el mundo político, esa es una de las
grandes cuestiones, por no decir “la” cuestión. Porque no hay nada como la
literatura para calibrar la potencia del lenguaje, dado que los grandes
escritores ponen el lenguaje en un grado de intensidad fenomenal, y hay cosas
que se logran con las palabras que son descomunales. El lenguaje implica
activar imaginarios, movilizar acciones. Y cuando lo desplazás a la política…
Por eso en “1917” hago el movimiento Mayakovski-Lenin, Gorki-Lenin, Breton-
Trotsky. Porque además, como se trataron o tenían vínculos personales, me
resultó pertinente indagar ahí. Pero en Lenin y Trotsky se juega lo que hacen
con palabras en la política. La palabra como una práctica política, y la acción.
Aparecen preguntas como la de no sucumbir a la absolutización del lenguaje, que
fue una tendencia que Grüner la discutió muchísimo, que fue la tendencia por el
giro lingüístico, o ciertas lecturas de Michel Foucault. Una especie de
omnidiscursividad, como si la concepción del poder de Foucault fuese el poder
del discurso y no el poder atravesando los cuerpos. Esa relación entre discurso
y cuerpo, palabra y acción, escritura y violencia política me parece que son
maneras de pensar las palabras como potencias y como límites. El límite está en
lo que no pueden tocar. Hay un momento donde las palabras son insuficientes.
Hay un texto que no entró acá porque lo usé para una novela, Museo de la
revolución. La Revolución de Febrero lo encuentra a Lenin escribiendo y él
pone: “Tengo que dejar”. Estalló la Revolución. Es extraordinario porque al
mismo tiempo queda escrito. Es decir, el límite de las palabras quedó puesto en
palabras, que fue: “esto que estoy escribiendo ahora lo voy a interrumpir
porque me voy a Rusia, ¡estalló la revolución!”. Es la escena donde el hombre
de acción interrumpe la escritura porque va a pasar a la acción. Y al mismo
tiempo, en la acción política hay palabras, hay lenguaje. Es lo que busca
Bertolt Brecht: ¿cómo hacer un teatro -que no son palabras pero hay- que logre
agitar al espectador?
Si bien la idea de comunismo está quedando
atrás, y apareció el Socialismo del siglo XXI pero eso también parece haber
concluido, la historia no va a seguir planchada durante mucho tiempo más. Algo
tiene que pasar, algo va a pasar. ¿Por dónde creés que viene eso?
Yo nombré
algunos autores que están pensando estas cuestiones. Agrego también a Toni
Negri, Paolo Virno… Yo sigo con muchísimo interés a estos cráneos que están
pensando este campo. Y además es un campo en que no hay más que seguir pensando
y postular políticas. No hay una respuesta, es tan incierta como el futuro. La
misma pregunta que se le podía dirigir a los revolucionarios de 1789: "Sí,
muy bien, cae el rey, ¿y cómo vamos a organizar esto?" Incluso en aquel
momento: Danton daba una respuesta, Robespierre daba otra. Los procesos
sociales tienen esa complejidad. Y la perspectiva histórica es incierta por
definición. El marxismo tuvo el sueño de lo ineluctable. Marx, en el siglo XIX,
se pronunció con la perspectiva de lo inexorable. En el siglo XXI no lo sé,
pero al mismo tiempo hay cosas que sí se saben. Entonces cuando se da por
clausurado el comunismo, la pregunta de qué falló para discutir esa supuesta
clausura es indispensable. La idea de que el stalinismo es la traición de la
revolución y no el desarrollo de la revolución es algo que en “1917” está
inscripto. A mí me llamó la atención que los medios masivos a la hora de cubrir
los cien años de la revolución se referían muy a menudo a Stalin. Si hablaban
de revolución e intelectuales se centraban en las persecuciones de Stalin. Pero
si no es el centenario de Stalin. En el año ‘39 hagamos el centenario de las
purgas stalinistas y reflexionamos sobre eso, pero se cumplen cien años de la Revolución
Rusa. Ese desplazamiento no dejaba de ser significativo. Aquello que en una
conceptualización desde el trotskismo aparece como la traición de la Revolución
y no la Revolución, yo diría que en ese corrimiento está una respuesta a eso
que vos estás planteando. ¿Qué fue lo que fracasó exactamente en ese fracaso?
¿Hasta qué punto un comunista debería responder sobre la viabilidad del
comunismo por lo que Stalin hizo en la Unión Soviética? ¿Entonces consideran
que el comunismo era eso? Así como el proceso histórico está abierto, la
discusión también. Hay un punto ahí que es la expectativa del carácter
internacional de una revolución, que en los países centrales la revolución se
propague y se extienda como requisito para que la revolución triunfe.