Calvino no
toleraba oposición porque no admitía la libertad de pecar. Sus instrumentos
fueron las “Ordonnances ecclésiastiques” (Ordenanzas eclesiásticas) de 1541 y
el “Catéchisme” (Catecismo) del año siguiente, mediante los que toda la vida de la ciudad
se organizó como una Iglesia visible entregada al ascetismo y a la “glorificación
de Dios”, y dentro del más escrupuloso respeto al principio de la justificación
por la fe. El sistema de protestantismo fundado por Calvino -que logró
subordinar el poder civil a la Iglesia- fue la expresión de las
reivindicaciones de la parte más audaz de la burguesía de entonces.
Calvino
reconoció la dignidad del trabajo, lo cual favoreció el desarrollo de la
ciudad, a lo que se unió la entrada de muchos cualificados artesanos franceses
exiliados. Admitió la licitud del préstamo a bajo interés (5 a 6%), con la
condición de no hacérselo a los pobres para quienes debía ser gratuito. La
desocupación se consideró como una lacra; el ocio y la mendicidad no eran
tolerados. Para el crecimiento cultural de la ciudad procuró la fundación de
una Academia donde se estudiase filosofía y teología, algo que lograría en 1559.
Poco
después se produjo un enfrentamiento con el médico español Miguel Servet (1511-1553),
quien había publicado en 1531 “De Trinitatis erroribus” (De los errores de la
Trinidad), obra en la que afirmaba la bondad natural y el carácter divino del
hombre, negando el dogma básico del cristianismo católico y reformado: la
Trinidad. En 1553, Servet reafirmó y amplió su reforma en la “Christianismi
restitutio” (Restitución del cristianismo), y cometió la imprudencia de pasar
por Ginebra camino de Nápoles. Reconocido y encarcelado, fue sometido a juicio
y condenado a morir en la hoguera con el consentimiento de Calvino. Además de
sus convicciones religiosas, el factor determinante en la ejecución de Servet
fueron sus estudios sobre la circulación de la sangre en los hombres, teorías
que Calvino reprobaba. El “hereje” fue quemado vivo junto a sus libros el 27 de
octubre de 1553. Este episodio mostró claramente a los reformados humanistas
(de orientación racionalista y tolerante) los límites estrechos de las grandes
confesiones reformadas.
También polemizó
con los seguidores del líder reformista suizo Ulrich Zwingli (1484-1531), quien
en 1525 había publicado “Commentarius de vera et falsa religione” (Comentario
sobre la verdadera y la falsa religión), obra en la que condenaba el culto a
las imágenes y las reliquias, y eliminaba los sacramentos de la eucaristía, la
confirmación y la extremaunción. Ya en 1552, escribió un tratado sobre la
predestinación eterna de Dios, en el que reafirmaba de manera tajante los
rasgos distintivos de la teología calvinista. Esa predestinación no excluía la
vida activa, dado que el creyente, si bien desconoce cuál es su destino, podía
demostrar que era un “elegido de Dios” con los éxitos que alcanzase en su vida
privada.
Desde 1554,
la posición de Calvino se consolidó definitivamente en Ginebra. A su muerte, el
27 de mayo de 1564, la ciudad tenía la fisonomía que él le había dado y que
conservaría durante siglos. Entre los fundamentos de la doctrina calvinista que
partió del luteranismo se destaca el de la predestinación, es decir, todos los
hombres tienen ya determinado su destino tras la muerte desde su nacimiento,
pero para estar entre los elegidos era necesaria una observancia estricta de
los principios cristianos reflejados en las escrituras, llevar una vida austera
y humilde, y gozar de la gracia divina. Calvino partió de la misma antropología
pesimista que Lutero: todo resplandece en el hombre antes de la caída, pero,
como consecuencia de ella, la naturaleza humana está irresistiblemente
inclinada al mal y al pecado. Incluso la misma semilla del conocimiento de Dios
instalada naturalmente en el hombre degenera, como consecuencia del pecado, en
superstición e idolatría. La distancia absoluta que separa al hombre de Dios no
puede ser franqueada por el hombre, ni en el plano del conocimiento ni en el de
la justificación. Así pues, por si mismos, todos los hombres merecen la condenación.
Por lo tanto, el retorno del hombre a Dios sólo puede ser fruto de la acción
misma de Dios; únicamente es posible conocer a Dios si él mismo se revela al
hombre.
En lo que
se refiere a la salvación, el biógrafo Stefan Zweig (1881-1942) dice en “The
right to heresy”(El derecho a la herejía, 1936): “ésta no puede ser también
sino acción de Dios, manifiesta en la libre concesión divina de la gracia irresistible:
mediante la gracia, nuestra voluntad es convertida de mala en buena por la
acción de Dios en nosotros. Pero es evidente que la gracia divina no es
concedida a todos los hombres: muchos están desprovistos de ella. Si la
salvación es totalmente fruto de la gracia y se expresa en la fe, no queda sino
concluir que Dios ha establecido (en su libertad absoluta) el ‘decreto’ de
salvar a unos y condenar a otros. Es el principio de la predestinación eterna”.
Para
Calvino, este “decreto” no generaba angustia, pues se sentía en posesión de la
gracia y su confianza en Cristo era plena. No ocurrió lo mismo con el hombre
común de la calle, para quien la cuestión de la certidumbre alcanzó una
importancia primordial. De ahí la posterior elaboración de la doctrina que
prescribía el rechazo de toda duda -porque indicaba una acción insuficiente de
la gracia- y fomentaba la acción en el mundo -el trabajo y la creación de riqueza-,
no como adquisición de méritos ante Dios, sino como realización de la vida
humana en cuanto “glorificación del Creador” y en cuanto confirmación del
estado de gracia y la presencia de Dios en los hombres. Ésta es la base de la moral
puritana y de su compulsión al trabajo permanente como forma de existencia
humana en el mundo, que procuró al capitalismo los principios éticos que
impulsaron su desarrollo.
En su
citada obra “Institución de la religión cristiana”, Calvino decía que los
hombres no pueden hacer nada para cambiar la elección de Dios que salva a
algunos o condena a otros, pero ante la incertidumbre acerca de si alguien es
elegido o condenado anticipadamente por Dios, quedaba un signo de la elección
previa: la profesión de fe y la capacidad de tener una vida moral virtuosa. Tal
esfuerzo era un signo de la pertenencia al grupo de los elegidos. El éxito en
la vida terrenal era visto como un signo de la salvación obrada y elegida por
Dios. “Lo que cada uno posee no lo ha conseguido a la ventura o por casualidad,
sino por la distribución del que es supremo Señor de todas las cosas”.
Estas
nuevas ideas religiosas fueron ventajosas a largo plazo, tanto desde el punto
de vista psicológico como del económico, para la clase media, industrial y
comercial, habitantes, por lo general, de las pequeñas ciudades. A partir de
ellas, el éxito en el trabajo tomó un impulso interno y se convirtió en un
signo de la presencia de Dios que lo otorgaba y con él la riqueza. Sin esta
tendencia impulsiva al trabajo exitoso no se habría desarrollado luego el
capitalismo. El dinero fue validado, aunque debía ser pensado y administrado
dentro de una vida ascética. “El dinero es una señal del reino de Dios, de la
abundancia del mundo venidero así como las riquezas de la tierra prometida
fueron para Israel una prefiguración de la opulencia de la vida futura. En sí,
el dinero es una señal con un doble sentido: señal de la gracia para aquél que
sabe discernir por la fe que todo cuanto posee viene de Dios; señal de
condenación para quien recibe los bienes para su vida sin discernir que son un
don de Dios”.
André
Biéler (1914-2006), profesor de Teología en las universidades de Lausana y
Ginebra, decía en su ensayo “L'humanisme social de Calvin” (El humanismo social
de Calvino), que esa doctrina supo satisfacer las humanas necesidades de los
individuos atemorizados, desarraigados y aislados, que se veían obligados a
orientarse y relacionarse con un nuevo mundo. La tendencia al trabajo, la
pasión por el ahorro, la orientación a hacer de la propia vida un instrumento
que expresara la trascendencia del hombre elegido por Dios, el ascetismo, el
sentido del deber, fueron las fuerzas eficientes que hicieron posible la
acumulación del capital y su dinamismo, sin las cuales sería inconcebible el
desarrollo social y el surgimiento de lo que luego se llamó la burguesía. Calvino
estimaba que “para permanecer en su humanidad, el hombre debe imponerse una
disciplina rigurosa”. Por el comportamiento de su acción y por el control de
sus comportamientos individuales y sociales, el creyente “da testimonio al
exterior de su sujeción al amor activo de Dios”. Se trataba, pues, de instalar
una disciplina que era un ascetismo en la libertad, “un freno que el hombre se imponía
libremente, para dominarse, habiendo sido devuelto a sí mismo por Cristo, después
de haber renunciado a sí”.
El
historiador francés Jean Delumeau (1923-2020), por su parte, opinaba en “Des
religions et des hommes” (De las religiones y los hombres) que “al negar el valor
de la vida religiosa apartada del mundo, Calvino subrayó la obligación del
trabajo cotidiano y la vocación profesional. La teología franciscana
consideraba al mendigo como otro Cristo. Calvino lanzó anatemas contra los que
se negaban a trabajar y calificó muy duramente cualquier forma de ociosidad.
Probablemente la mentalidad moderna, caracterizada por la búsqueda de la
ganancia y por el individualismo, estaba a punto de desarrollarse en todo el
Occidente sin tener en cuenta las barreras confesionales. Hubiera acabado por
imponerse sin Calvino. Pero si se consideran las cosas con una perspectiva más
amplia, es obligado concluir que el protestantismo, por sus posteriores
ramificaciones -por ejemplo, el puritanismo-, ha ayudado al hombre moderno a
salir de la Edad Media y de la mentalidad precapitalista. Ha sido un fermento
que ha acelerado la floración de un mundo radicalmente distinto”.
A la
muerte de Calvino, la corriente había trascendido ampliamente los límites del
feudo ginebrino. Esta reforma del dogma, de la liturgia y sobre todo de las
costumbres entre los calvinistas del siglo XVI dio lugar fuera de la ciudad de
Ginebra a unas consecuencias de amplio alcance. La estela calvinista se
extendió por casi toda la geografía mundial, afectando a muy diversas clases
sociales y a muy distintas actividades, incluso a las de orden socioeconómico.
De hecho, algunas formas del capitalismo moderno se han vinculado habitualmente
a aquella manera de entender la vida, la moral y el trabajo. Una ética
protestante, que se movía a favor de las monarquías absolutas y en contra de
poderes feudales que obstruían el comercio, pudo transformarse tanto en una
individual búsqueda afanosa de ganancias como en la promoción sectorial de una
racional planificación económica. Esto es, derivó en una ética capitalista. El
Estado nacional que promoviera y protegiera la propiedad y sus beneficios
resultaba así factor indirecto de salvación. La salvación ya no se derivaba
exclusivamente del poder sacerdotal (catolicismo), sino también de la sociedad
civil (en cuanto supone el Estado). Para este imaginario la propiedad
capitalista y sus instituciones devinieron en “sagradas”.
El
historiador inglés Richard H. Tawney (1880-1962) sostenía en su ensayo de 1926
“Religion and the rise of capitalism” (La religión en el origen del
capitalismo) que la vida material en su conjunto viene de Dios y por lo tanto
los bienes, e incluso el dinero, son signo de su bondad y en cierto sentido de
su predilección. Al igual que Calvino en su tiempo, valorizó el préstamo
comercial o industrial, un sistema que hizo posible el mundo de la banca y de
las finanzas. El calvinismo, según algunos sociólogos como Max Weber (1864-1920),
habría dado el primer impulso económico a esta nueva burguesía formada a partir
del siglo XVII: una sociedad homogénea, honesta y eficiente, lectora de la
Biblia, convencida de una estricta división del mundo entre buenos y malos, con
una confianza absoluta en sus razones morales y convencida de la licitud y
necesidad de un trabajo destinado a mejorar su particular situación económica.
Trabajo que, en cualquier caso, debía revelar la predilección divina si iba
acompañado por el éxito material, el dinero abundante y el ascenso social
correspondiente. De esta manera, el enriquecimiento era visto como una señal de
predestinación a la salvación eterna, por lo que el capitalismo, según Weber,
actuaba como un orden extraordinario en el que el individuo queda atrapado inexorablemente.
En su “Die
protestantische ethik und der geist des kapitalismus” (La ética protestante y
el espíritu del capitalismo) escribió: “El bien supremo de esta ética estriba
en la persecución continua de más y más dinero, procurando evitar cualquier
goce inmoderado, carece de toda mira utilitaria, tan puramente ideado como fin
en sí, que se manifiesta siempre como algo de absoluta trascendencia e
inclusive irracional ante la dicha o el rendimiento del hombre en particular.
El beneficio no es un medio del cual deba valerse el hombre para satisfacer
materialmente aquello que le es de suma necesidad, sino aquello que él debe
conseguir, pues esta es la meta de su vida”. Finalmente, como era de esperar,
las riquezas acumuladas pervirtieron el espíritu puritano y lo fueron
debilitando hasta incluso el secularismo laico. No obstante, como decía Weber
“el capitalismo victorioso no necesita ya de este apoyo religioso, puesto que
descansa en fundamentos mecánicos”. En otras palabras, una vez que se asentó el
capitalismo tomó vida propia creando necesidades y construyendo los medios para
su perpetuación sin necesidad de que la ideología puritana lo siguiese
sustentando.
Allá por
1921 el filósofo alemán Walter Benjamin (1892-1940) percibía en su “Kapitalismus
als religión” (Capitalismo como religión) que el mismo capitalismo es una
religión: “El capitalismo se ha desarrollado en Occidente -como se puede
demostrar no sólo en el calvinismo, sino también en el resto de orientaciones
cristianas ortodoxas- parasitariamente respecto del cristianismo, de tal forma
que, al final, su historia es en lo esencial la de su parásito, el capitalismo.
El cristianismo no favoreció en tiempo de la Reforma el surgimiento del
capitalismo, sino que se transformó en el capitalismo”. Hoy, sea cual sea la
religión que lo sustente, la creación de riqueza parece ser que ya no depende
de la “adquisición de méritos ante Dios” ni de la “glorificación del Creador”;
ahora se habla de “laissez faire, laissez passer” (dejar hacer, dejar pasar), una
expresión doctrinaria creada por el economista francés Vincent de Gournay (1712-1759)
para evitar la intervención del Estado en la economía, y de la “mano invisible
del mercado”, una institución que se autorregula y que, por lo tanto, regula el
significado de todas las otras instituciones.
El éxito
material en la vida de las personas ya no es visto como un signo de la
salvación obrada y elegida por Dios, sino como producto de la “meritocracia”,
de la “cultura del esfuerzo” y del saber cómo sacarle la “máxima rentabilidad”
a cada acción humana. Incluso, apoyándose en las ideas de históricos filósofos
y economistas como Thomas Hobbes (1588-1679), Francois Quesnay (1694-1774), John Stuart Mill (1806-1873), Friedrich von Hayek (1899-1992) o Milton Friedman (1912
-2006), una hueste intelectual de ángeles mercenarios del sistema capitalista ha
llegado a decir que esa “mano invisible” -una especie de “mano de Dios”-
conduce a la humanidad por el camino de un “egoísmo salvador”. Un egoísmo que,
aunque principalmente es individual, gracias al “efecto derrame” termina por
beneficiar a todos. Los individuos deben buscar su beneficio personal y, de esa
forma, impulsarán el bienestar social.
¿Puede una
corriente religiosa surgida hace 500 años influir en la situación financiera del
mundo actual? Evidentemente sí, puede. Hoy la religión es un asunto
relativamente secundario, reducido al ámbito privado, pero aun así ejerce una
fuerte influencia, y los ecos de esa mentalidad religiosa son tristemente
avalados por muchos ciudadanos que siguen dando alas a una política económica
que demuestra a diario que las desigualdades sociales son cada vez mayores. Las
felonías capitalistas más innobles, las prácticas empresariales más abyectas, la
generalización de la rapiña en los ámbitos económicos y financieros, y una ambición
extrema que bordea la adicción no han hecho más que instalar un sistema
económico criminal. El activista y abogado hindú Mahatma Gandhi (1869-1948) decía
que la tierra proporciona lo suficiente para satisfacer las necesidades de todos
pero no lo suficiente para satisfacer la codicia de algunos. Indudablemente
tenía razón.