El
feudalismo fue un sistema político, social y económico que surgió en Europa
occidental a partir del siglo IX y que se consolidó plenamente entre el siglo X
y el siglo XIV, esto es, en una época conocida como Edad Media. El concepto de
Edad Media como una división del tiempo histórico nació de la mano del
historiador alemán Cristoph Keller (1638-1707) quien, en “Historia Medii Aevi a
temporibus Constantini Magni ad Constaninopolim a turcis captam deducta”
(Historia del Medioevo desde los tiempos de Constantino el Grande hasta la toma
de Constantinopla por los turcos) de 1688, la caracterizó como una época de
oscurantismo, de tiempos negados a la luz del conocimiento. Este sistema
funcionó bajo la bendición de la Iglesia Católica Romana, sancionando con graves
penas a los que violaran el esquema de autoridad establecido. Se le enseñaba al
pueblo que cada cual ocupaba en el mundo un puesto querido por Dios, para
cumplir una de tres funciones: rezar, combatir o trabajar.
“El éxito
de esa religión se sustenta -dice historiador medievalista francés Jacques Le
Goff (1924-2014) en “Marchands et banquiers du Moyen Âge” (Mercaderes y
banqueros de la Edad Media)- en que se trata de una religión de iguales y en la
promesa de la vida eterna, en suma, en el alivio que proporciona a sus
acólitos: la idea de la encarnación es capital para entender este discurso,
puesto que humaniza la creencia, pone a Dios al alcance de los hombres, deviene
la divinidad humana sin perder por ello un ápice de divinidad. Hace a Dios
partícipe de sus padecimientos, de sus propias miserias, hasta el punto que ese
mismo Dios se ha hecho hombre y ha padecido la muerte”. Le Goff hace referencia
también a la importancia del culto a los santos y a las reliquias, que
permitieron la toma de ciertos territorios. El cristianismo no sólo demolió los
antiguos lugares de culto sino que también tejió una inmensa red de ermitas e
iglesias que facilitaban la oración de los fieles. La devoción a los santos,
que nunca suplieron a la divinidad, facilitó la evangelización del espacio.
La
economía de subsistencia basada en la agricultura y la ganadería era el sistema
económico característico de aquella época. Sólo se producía lo suficiente para
poder subsistir, no existiendo ningún tipo de excedente. Fue la Iglesia Católica
quien estableció la actitud que los cristianos debían tener para con el dinero
y el uso que le habrían de dar. La verdadera riqueza no era de este mundo sino
que consistía en obedecer a Dios de todo corazón. Sin embargo, la presencia del
dinero ganó terreno no sólo en el espíritu de los hombres, sino también en su
mente. Aun a pesar del lento y limitado desarrollo de la economía medieval, el
dinero multiplicó su presencia en todos los espacios, desempeñando un papel
primordial en el crecimiento de las ciudades y el comercio, y en la
constitución de los Estados a lo largo del Medievo. Tal como dice Le Goff en la
obra citada, desde varios siglos antes se podía encontrar en Europa, ligados al
cristianismo, “mercaderes al por menor, prestamistas por semanas, buhoneros,
negociadores. Hombres de negocios, se les ha llamado, y la expresión es
excelente, puesto que manifiesta la amplitud y la complejidad de sus intereses:
comercio propiamente dicho, operaciones financieras de todo orden,
especulación, inversiones inmobiliarias y en bienes raíces”.
En las
prédicas que se realizaban en los oficios religiosos, se difundía el temor al
Infierno después de la muerte y, para evitar ese destino para el alma del
difunto, había que hacer obras de bien en vida. Una de las formas de
purificarse era, para los señores de la nobleza propietarios de los feudos,
donar propiedades a la Iglesia Católica, y para los vasallos que se los
administraban, los campesinos, los sirvientes y los artesanos, pagarle
tributos. Eso ayudaría a que los sacerdotes rezaran por la buena ventura del
alma y su llegada al paraíso. Estas creencias tuvieron una difusión y un
arraigo muy fuerte entre todas las clases sociales durante el Medioevo. Como
consecuencia, grandes cantidades de tierras y bienes fueron transferidos a la
Iglesia ante el temor a sufrimientos en la otra vida. En este sentido, la
Iglesia jugó con la ignorancia y el miedo de la población, logrando así, además
del poder intelectual y espiritual, un enorme poderío económico.
Luego, a
partir del siglo XV, se abrió un período de transición donde seguían vigentes
muchos rasgos del sistema feudal al mismo tiempo que, debido al mejoramiento de
las técnicas agrícolas y el incremento del comercio, se fueron desarrollando
las condiciones que favorecieron a la burguesía y el posterior surgimiento del
sistema capitalista. A medida que se fue extendiendo la economía, la
utilización de la moneda se generalizó, por lo que se planteó la necesidad de
justificar la existencia del préstamo con interés. Ciertamente, en el último
periodo de la Edad Media se hicieron necesarios los préstamos, especialmente
para poner en marcha empresas comerciales costosas, para adelantar dinero a los
reyes en sus empresas militares, o para multitud de cuestiones económicas entre
particulares, especialmente en el ámbito urbano. Por ello, se hizo muy
frecuente el empleo de recursos para legitimar los préstamos, y fue entonces
que fueron apareciendo instituciones prestamistas en ciudades tales como
Venecia, Pisa, Florencia y Génova. En esta última ciudad, justamente, fue
fundado el Banco di San Giorgio en el año 1406, el que es considerado como el
primer banco moderno.
Si bien la
Iglesia siguió condenando los intereses abusivos, la usura y a los usureros,
algunos intelectuales dentro de la más pura ortodoxia y en el seno de la
Iglesia Católica defendieron la licitud del cobro de intereses. El filósofo y
teólogo navarro Martín de Azpilcueta (1492-1586), por ejemplo, en 1569 justificaba
en su obra “De usuras y simonía”, la licitud de los préstamos con interés. Otro
tanto hicieron, aunque desentendiéndose de la responsabilidad del asunto,
Bartolomé de Medina (1527-1581) en “Tratado sobre la usura y los cambios” y
Tirso González de Santalla (1624-1705) en “Sobre la conciliación de la omnipotencia
divina y la libertad humana”, obras en las que opinaron que si la razón ante la
ley no poseía certeza de un actuar correctamente moral, sólo quedaba regirse en
base a opiniones. Si era bueno o malo el hecho de prestar dinero con intereses
no era más que una opinión, por lo que se podía optar por cualquiera de ellas.
Así, alrededor de 1620, tal como lo detalló el teólogo estadounidense Roger
Ruston (1951-2016) en “Human rights and the image of God” (Derechos humanos y
la imagen de Dios), “la usura pasó desde ser una ofensa a la moralidad pública
(que un gobierno cristiano hubiera debido suprimir), hasta materia de
conciencia personal, y una nueva generación de moralistas cristianos
redefinieron la usura como interés excesivo”. Sencillamente eso: un interés
“excesivo”.
Desde
entonces, el desarrollo de la banca se propagó como el virus más pernicioso que
haya inventado la ficción. Dos siglos más tarde, el economista escocés Adam
Smith (1723-1790), uno de los mayores exponentes del liberalismo económico, publicaba
“An inquiry into the nature and causes of the wealth of nations” (Una
investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones). En
el capítulo IV, referido a “el capital prestado con intereses”, ya reconocía
que debería existir una tasa legal de interés algo más alta que la tasa más
baja corriente, pero que no debía excederla en demasía. Consideraba que la
usura no era en sí misma una infamia; es más, cuestionó la necesidad de
prohibirla por elevados que resulten los intereses. Y en 1787 el economista inglés
Jeremy Bentham (1748-1832), el fundador del sistema egoísta de la “utilidad” sobre
cuya base quiso edificar toda una legislación moral y civil, opinaba en su libro
“Defense of usury. Shewing the impolicy of the present legal restraints on the
terms of pecuniary bargains” (Defensa de la usura o cartas sobre los
inconvenientes de las leyes que fijan los intereses del capital) que se trataba
de un problema más económico que jurídico, como lo probaba la ineficacia de las
leyes restrictivas del interés que fácilmente eran conculcadas en la práctica. Abogaba,
en suma, por la libertad de contratación, pues no se podía impedir que un
sujeto pidiese dinero por elevados que fueran los intereses. Así de la mano de
la libertad introdujo la interesante cuestión del derecho a obtener crédito. Como
un verdadero apologista de la usura y de los usureros, calificó a éstos como “una
clase de hombres no sólo inocentes, sino también apreciables”, que se aventuraban
a infringir las prohibiciones legales “no menos por el bien de sus vecinos
desgraciados que por el suyo propio”, y se lamentaba de que fuesen marcados con
la nota de infamia “unos hombres cuya conducta merece elogio más bien que
vituperio bajo todos los puntos de vista imaginables”.
Una mirada
a los conflictos que generó la expansión de las prácticas usurarias de entonces
la dio el ya citado Jacques Le Goff en su obra “La bourse et la vie. Economie
et religion au Moyen Age” (La bolsa y la vida. Economía y religión en la Edad Media).
Ya en sus primeras páginas manifestó que la consolidación de la usura
significó, en cierta medida, el “parto del capitalismo”, para luego explorar
otros aspectos tales como su conflicto con la Iglesia medieval y los de su
definitiva aceptación. Habló de la “crematística”, término que el filósofo
griego Tales de Mileto (624-546 a.C.) definió como al arte de ganar dinero y
que Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.), en su obra“Politiká” (Política), dividió
en doméstica y comercial. La crematística doméstica se utilizaba para obtener
lo necesario para la vida y el hogar, y la crematística comercial tenía por
objeto el dinero mismo.
Así mismo
reseñó cómo la cúpula cristiana difundió la idea del Purgatorio como una manera
de atenuar la concepción que se tenía de la vida después de la muerte basada en
la oposición Paraíso-Infierno. De ese modo, se generó un espacio intermedio
para pecadores que no eran tan buenos como para llegar al Paraíso, ni tan malos
como para caer en el Infierno. Los prestamistas y usureros tenían así una
posibilidad de salvación, una posibilidad de quedarse con la bolsa en lo
terrenal y con la vida en la eternidad. El tiempo de estancia en el Purgatorio
no dependería de la cantidad y gravedad de los pecados realizados sino de la
preocupación de sus familiares; éstos, para poder acortar la permanencia del
deudo, debían realizar oraciones y ofrendas. Pero lo cierto es que, ni aun así el
poder espiritual pudo frenar el desarrollo del poder económico.
Indudablemente,
en la mentalidad medieval Dios jugaba un papel primordial dentro de la
civilización de ese período temporal de casi mil años. En general, imperaba la
fe por sobre la razón o el entendimiento. No obstante ello, destacados
pensadores de entonces como Roger Bacon (1220-1292), Buenaventura de Fidanza
(1221-1274), Tomás de Aquino (1225-1274), John Scotus (1266-1308), Guillermo de
Ockham (1280-1349) o Nicole d'Oresme (1323-1382) fueron los principales
artífices de cierta renovación de aquellas ideas dominantes. Abordaron
numerosas cuestiones como la física, la astronomía, la filosofía, la teología o
la escolástica, pero siempre atribuyendo el conocimiento de la realidad
sensible a la iluminación divina, una lucidez que Dios daba a quienes con su
esfuerzo se hacían merecedores de la misma. Y fue en ese contexto en el que
apareció la trascendental figura de Calvino, el creador de una severa reforma
religiosa.
Nacido en
el seno de una familia católica y culta en Noyon, Picardy, Francia, el 10 de
julio de 1509, Jean Calvino realizó sus estudios en los mejores colegios de París.
Su padre, distinguido jurista y procurador de la catedral, acabó enemistado con
los canónigos por una cuestión de dinero y, tras ser excomulgado, murió pobre,
infamado y despreciado. Este hecho pudo influir en la mente suspicaz y el
carácter retraído de su hijo quien, mientras estudiaba Derecho en la
Universidad de Orleans, entró en contacto con las ideas humanistas y reformadoras
de Erasmo de Rotterdam (1469-1536) y Jacques Lefévre d'Etaples (1450-1536),
quienes formaban parte del movimiento estudiantil radical en ese tiempo.
Posteriormente,
desde 1529, estudió Derecho en las universidades de Orleans y Bourges,
regresando a París en 1532 decidido a dedicarse a las letras y a la Teología.
Estudió las tres lenguas sacras (latín, griego y hebreo) y en 1532 publicó un
comentario al “De clementia” (De la clemencia) de Lucio Anneo Séneca (4 a.C.-65
d.C.), un tratado que fue, antes que todo, una exposición de la ciencia
política del Renacimiento, una cuestión que, con una óptica más pragmática,
había sido analizada un par de décadas antes por el teórico político italiano Nicolás
Maquiavelo (1469-1527) en su obra “Il príncipe” (El Príncipe).
Era conocedor
de una parte importante de la obra de Martin Lutero (1483-1546), teólogo y monje
alemán iniciador de lo que se conoce como Reforma Protestante, el movimiento
que desafió la autoridad del papado al afirmar que la Biblia era la única
fuente de autoridad religiosa. Lutero creía que la salvación sólo se podía
adquirir a través de la fe en Jesucristo y no requería necesariamente de la
asistencia a la Iglesia. Por entonces, el joven Calvino se declaró partidario
de un distinguido profesor parisiense, Nicolas Cop (1501-1540), muy apreciado
como rector de la Universidad de París, pero sospechoso de protestantismo. En
el discurso inaugural del curso 1533/34, Cop manifestó abiertamente sus
creencias, por lo que fue acusado de herejía y tuvo que abandonar la ciudad.
Calvino, considerado a partir de este momento un apóstata como su amigo, también
tuvo que marcharse de París y emprender un largo, incierto y doloroso exilio
para escapar de la Inquisición.
Convertido
a la Reforma, Calvino huyó de Francia a comienzos de 1535 y se instaló en
Basilea, ciudad en la que publicó en 1536 “Institutio christianae religionis”
(Institución de la religión cristiana), su obra más importante y uno de los
textos básicos de la teología protestante (el tratado experimentó varias
reediciones, con abundantes ampliaciones, en los años siguientes, hasta la
edición definitiva de 1560). Rápidamente su obra le hizo ganar un gran
reconocimiento entre los principales líderes protestantes y el reformador y
predicador Guillaume Farel (1489-1565), quien había luchado por imponer el
protestantismo en aquella ciudad, lo persuadió para que lo apoyara en esa
labor. Con este fin redactó los “Articoli de regimini ecclesiae” (Artículos
para el gobierno de la Iglesia), imponiendo en la ciudad un régimen de
intolerancia religiosa. Las actitudes inflexibles de Calvino y de Farel
finalmente dieron lugar a su expulsión de Ginebra en mayo de 1538, junto a
otros refugiados franceses.
Calvino se
dirigió entonces a la ciudad alemana de Estrasburgo, donde permaneció tres
años. Allí se desempeñó como pastor de una iglesia para los refugiados de habla
francesa. Durante estos años, aprendió del teólogo alemán Martin Bucer
(1491-1551) los fundamentos de la administración de una iglesia urbana y
participó en varias conferencias religiosas internacionales, lo que le atrajo un
gran reconocimiento como líder protestante. Fue la época en que mantuvo grandes
polémicas con teólogos católicos, entre los que sobresalía el italiano Jacopo
Sadoleto (1477-1547). A partir de entonces se convirtió en una figura
importante del protestantismo internacional.
En 1541,
fue llamado de nuevo a Ginebra, ciudad que consiguió modelar, tras grandes
dificultades, dentro de la más pura ortodoxia reformada al modificar toda la
vida cotidiana. Un consistorio de ancianos y de pastores, dotado de amplios
poderes para castigar, vigilaba y reprimía algunas conductas: fueron prohibidos
y perseguidos el adulterio, la fornicación, el juego, la bebida, la
superstición, la blasfemia, el juramento, la conducta inmoral, el baile y las
canciones obscenas, además de instaurar la obligatoriedad de la asistencia
regular a los servicios religiosos. Especial hincapié se hizo en las disputas
de la vida conyugal y la falta de respeto hacia los padres; las casas
sospechosas fueron cerradas y las prostitutas expulsadas de la ciudad; fueron
prohibidos los matrimonios entre personas de edad demasiado desigual. Los
pecadores fueron encarcelados, condenados y ajusticiados. El médico y escritor
catalán Jaume Aiguader i Miró (1882-1943) relató en uno de sus ensayos: “La
Iglesia calvinista lo intervino todo. Se organizó un servicio de espionaje que
se adentraba hasta la intimidad más profunda de los hogares. Se hacían visitas
de inspección casa por casa e interrogaban a cada uno de sus habitantes sobre
el alcance de su fervor evangélico. Regulaban lo que se debía consumir en cada
comida: dos platos, uno de verduras y otro de carne, sin postres”.