8 de enero de 2020

Georg Lichtenberg o cómo apoyar la cabeza en la mano


Ober-Ramstadt es un municipio situado en el distrito de Darmstadt-Dieburg, en el estado federado de Hesse, a poca distancia de la frontera con el estado de Baviera. En esa pequeña ciudad de Alemania que, en 1933, tuvo el oscuro privilegio de ser la primera en obligar a los comercios judíos a cerrar sus puertas poco después de la toma del poder por parte de los nazis, nació el 1 de julio de 1742 Georg Christoph Lichtenberg.
El futuro profesor de física experimental fue el decimoctavo hijo de un pastor protestante. Un accidente en la niñez (cayó de los brazos de la niñera) lo dejó con una joroba enorme que más tarde procuró disimular en sus clases escribiendo de espaldas al pizarrón, aunque, notablemente, con letra legible y regular. Asistió a la escuela en Darmstadt en la que, sugestivamente, su disertación para el bachillerato fue, a los diecinueve años, “La filosofía auténtica y el lirismo filosófico”; y después se matriculó como estudiante de matemáticas y ciencias físicas y naturales en la Universidad de Göttingen, por entonces la más importante de Alemania después de la de Leipzig, donde lo nombraron en 1770 profesor extraordinario de esas materias.
En aquella ciudad vivió el resto de su vida, con excepción de sus viajes. El gobierno le encargó mediciones geográficas y astronómicas en países vecinos, y estuvo dos veces en Inglaterra -en 1770 y en 1774-. Allí, el rey Jorge III (George William Frederick of Hanover 1738-1820), quien se interesaba por la Universidad de Göttingen -que había sido fundada por su abuelo en 1734- le concedió el título de Consejero de la corte inglesa. La profunda impresión que le causó la atmósfera libre y cosmopolita de Londres se reflejó fielmente en sus “Briefe aus England” (Cartas de Inglaterra). En lo demás, su mundo se limitaba, según sus propias palabras, a “una muchacha, ciento cincuenta libros, algunos amigos y un panorama de más o menos una milla alemana de diámetro”.
Lichtenberg fue el introductor de la experimentación en las clases para equilibrar la enseñanza científica meramente enciclopedista. Una de sus experiencias, que se conoce aún con el nombre de "Figuras de Lichtenberg", parte de su descubrimiento de que el polvo de minerales como el azufre o el minio forma estrellas sobre una placa de ebonita a raíz de la acción de la electricidad positiva. Alexander von Humboldt (1769-1859), el notable naturalista, fue su alumno, y consideraba que la formación recibida de él había sido su inspiración. Su primer trabajo universitario versó acerca de las relaciones entre las matemáticas y la poesía; y su primera disertación como profesor de Matemáticas fue sobre el cálculo de probabilidades en el juego. Allí, sus alumnos le vieron lanzar cien veces una moneda al aire.
Polemizó con los traductores del poeta griego Homero (siglo VIII a.C.) al alemán, devoró a los clásicos grecolatinos, aprendió inglés, francés e italiano. Fue muy respetado en el mundo de la ciencia, y sus escritos acerca de temas científicos tenían gran circulación. Fue nombrado por sus pares para la Sociedad de Ciencias de Göttingen, el Ateneo de Naturalistas de Danzig y de Halle, y hasta la Academia Imperial Rusa de San Petersburgo. El físico italiano Alessandro Volta (1745-1827), famoso principalmente por haber desarrollado la batería eléctrica, colaboró con él en investigaciones. Cuenta la historia que un día, cuando recibió la visita de Volta, le preguntó: “¿Conoce usted la manera más sencilla de eliminar el aire de una copa?”. Ante la negativa del titular de la cátedra de Física de la Universidad de Pavía, Lichtenberg llenó la copa de vino. El experimento se repitió hasta la madrugada. Según confesión propia, la amistad y el vino fueron siempre sus “brújulas” predilectas.
También se ocupó en 1778 de la redacción del “Gottinger Taschenkalenders”, donde publicó ensayos filosóficos, satíricos y científicos, entre ellos “Uber physiognomik wider die physiognomen” (Acerca del arte fisonómico contra los fisonomistas), sátira dirigida a Johann Lavater (1741-1801) el teólogo suizo fundador de la fisiognomía, una técnica que buscaba estudiar las características de la personalidad y el carácter de un individuo a través de ciertos patrones en sus rasgos faciales. Y, en 1780, con su amigo el naturalista y etnólogo Georg Forster (1754-1794), se encargó de la redacción de la “Das Gottingisches Magazin der Wissenschaften und Litteratur”, tribuna prestigiosa del libre pensamiento.
Se casó en 1789 -año de la Revolución Francesa, como lo hizo notar entonces diciendo que se había producido también una revolución en su cuerpo y en su casa- con su ama de llaves desde 1784, Margarete Kellner (1768-1848), con quien ya tenía varios hijos. Hay acuerdo en que Lichtenberg es nada menos que el creador para Alemania de esa forma literaria de juego de ideas que es el aforismo y el iniciador de esa otra que es el ensayo, y si bien conocía a Blaise Pascal (1623-1662) y probablemente a François de La Rochefoucauld (1613-1680), cabe anotar que Henri Beyle Stendhal (1783-1842) lo había leído, y que Arthur Schopenhauer (1788-1860) llegó por él a los aforismos y nunca dejó de elogiarlo, y hasta el mismo Nietzsche se inspiró en él y aun llegó a decir: “Dejando de lado la obra de Goethe y en especial sus 'Conversaciones con Eckermann' -el mejor libro alemán- ¿qué queda de la prosa alemana que valga la pena leer?: 'Los Aforismos' de Lichtenberg”
Johann von Goethe (1749-1832) declaró: “Podemos servirnos de los escritos de Lichtenberg como de la más maravillosa de las varitas mágicas. Si hace una broma, es que hay oculto ahí un problema”. Hacia el final de su vida, Immanuel Kant (1724-1804) ponía por las alturas a Lichtenberg y se complacía en subrayar en su ejemplar personal, tanto en rojo como en negro, muchos pasajes de los “Aforismos”. Richard Wagner (1813-1883), por su parte, creyó descubrir en ellos una anticipación de sus propias ideas. León Tolstoi (1828-1910) se ubicó bajo la influencia de Lichtenberg más selectivamente aún que bajo la de Kant, y se asombró de la injusticia de su suerte póstuma: “No alcanzo a comprender que los alemanes de hoy descuiden así a este autor y se vuelvan locos con un folletinista presumido como Nietzsche”.
Søren Kierkegaard (1813- 1855), filósofo danés considerado el padre del existencialismo, escribió en 1837: “Gracias, Lichtenberg, gracias porque revelas que no hay nada tan inútil como hablar con un erudito que sabe miles de datos históricos, pero jamás ha pensado por sí mismo. ¡Gracias por esta voz en el desierto!”. A su vez, el filósofo alemán Arthur Schopenhauer (1788-1860), reputado como el máximo representante del pesimismo filosófico, opinaba que “únicamente tiene valor lo que uno ha pensado ante todo para sí mismo. En efecto, se puede dividir a los pensadores en dos clases: los que piensan para sí y los que piensan para otros. Aquellos, son verdaderos filósofos; estos, sofistas. Por su estilo, podemos distinguir enseguida a cuál de ambas clases pertenece un hombre. Lichtenberg es un ejemplo genuino de la primera”.
Karl Kraus (1874-1936), un eminente escritor y periodista satírico austríaco famoso por su crítica ingeniosa de la prensa, la cultura y la política alemanas y austríacas, opinó que Lichtenberg cavaba “más hondo que ningún otro”. Y el fundador y teórico del Surrealismo André Breton (1896-1966) lo valoraba porque fue “el primero en comprender el profundo sentido de la actividad onírica y uno de los grandes maestros del humor. Es el inventor de esa necedad filosófica sublime que configura por el absurdo la obra maestra dialéctica del objeto: un cuchillo sin hoja, al que le falta el mango”. Incluso Sigmund Freud (1856-1939) reprodujo en su ensayo “Der witz und seine beziehung zum unbewussten” (El chiste y su relación con lo inconsciente) una de sus más regocijantes sentencias: “¿Cómo anda?, preguntó el ciego al paralítico. Como usted ve, fue la respuesta del paralítico”.
Bertrand Russell (1872-1970), filósofo y matemático británico veía en Lichtenberg a un escritor que “a diferencia de casi todos los escritores de máximas, apotegmas o aforismos en sentido estricto, no habla desde una certeza, sino desde un asombro. Su escritura es fragmentaria, no porque su pensamiento busque condensar, sino porque se detiene sorprendido. Experiencia radical de la literatura, los textos de Lichtenberg son la práctica de una perplejidad”. Y el científico alemán Albert Einstein (1879-1955) expresó en una carta que le enviara poco antes de su fallecimiento a una amiga belga: “No conozco a nadie que oyera crecer la hierba con tanta claridad como Lichtenberg”.
Aunque se identificase con algunos de los valores humanistas de la Ilustración, fue uno de los primeros en atisbar en el pesimismo ilustrado una oculta apología del despotismo moderno. No obstante se opuso con tesón a los escritores que promovieron el movimiento literario conocido como “Sturm und Drang” (Tormenta e Impulso) que hacía hincapié en el malestar del hombre en la sociedad contemporánea, encorsetado por las diferencias sociales y las hipocresías morales, y que se constituyó en el precursor del Romanticismo alemán. Escéptico racionalista, consciente de las propias contradicciones del hombre, se manifestó crítico de la religión al afirmar que la doctrina de Cristo era un buen manual para la felicidad y la paz, pero que debía quedar “depurada de la porquería de los curas”. También escribió: “Nuestro mundo llegará a ser tan refinado que creer en Dios resultará tan ridículo como hoy en día creer en fantasmas”.
Por lo que respecta al lenguaje, escribió que “el estilo tiene que cincelar los pensamientos”. Y de los alemanes dejó escrito que “conservan hasta el día de hoy la antigua aspereza de sus costumbres, que se plasma en su propio lenguaje que, siendo el más conciso, es también el más tosco y menos elocuente de los que en la actualidad se usan”. Preocupado por la, según él, predominante “barbarie ilustrada” de su siglo, anotó: “Muchos de los más grandes espíritus de todos los tiempos no leyeron ni la mitad de lo que lee un erudito mediano en la actualidad”. Y avaló la duda como método de pensamiento: “Es una gran equivocación no dudar del conocimiento”. Combinando un agudo sentido del humor y la ironía con un especial talento para jugar con el lenguaje y las etimologías, ofreció una rica imagen del hombre enfrentado a su soledad y de la ardua dificultad de los seres humanos para comunicarse entre sí.


Desde 1764, Lichtenberg fue anotando en libretas una innumerable cantidad de apuntes, aforismos o ideas fugaces que fueron publicados entre 1902 y 1908 con el nombre de “Aphorismen” (Aforismos) y, mucho después, aparecieron bajo el nombre de “Sudelbücher” (Cuadernos). En ellos se descubre su tendencia al escepticismo y su ironía. Lichtenberg murió en Göttingen el 24 de febrero de 1799. Se cuenta que rechazó la ostia en su lecho de muerte con el argumento de que el médico le tenía prohibidas las harinas. Pero antes, en su soledad, llegó a mucho más que detallar -como los demás hombres- las rutinas toscas o las contorsiones inusitadas en las posiciones para hacer el amor: describió sesenta y dos maneras de apoyar la cabeza en la mano. Cada postura básica para sostenerla podía significar muchas cosas: solemnidad, aburrimiento, afectación, templanza, autocomplacencia o simple y llana pedantería. Para él, especificar y desentrañar ese gesto cotidiano conformaba un arte en sí mismo.


Dice el escritor mexicano Juan Villoro (1956), en la introducción a una de las numerosas ediciones que se hicieron de sus obras, que el siglo XVIII alemán “no se explica sin su versátil presencia. Maestro de Humboldt, asesor de Volta, corresponsal de Goethe, hizo fantasiosos experimentos en el campo del magnetismo: intuyó que había una electricidad positiva y otra negativa (y sugirió que se señalaran con los signos que hoy llevan nuestras pilas). Periodista de intereses múltiples, dejó constancia de su sentido del humor en textos que van de la relación entre la poesía y las matemáticas a los misterios de la ropa interior femenina. El hombre que escribió poemas para bodas, infló vejigas en sus clases, colocó pararrayos en los edificios, promovió los balnearios y la obra Shakespeare, ensayó dietas, experimentó con la electricidad, retrató a la muchedumbre londinense, se enamoró de una florista y una vendedora de fresas, discutió de astronomía con el rey de Inglaterra, escribió de modas para las damas alemanas, llevó un registro de los entierros que veía desde su ventana, estudió las maniobras de los batallones de asalto, polemizó sobre la fisiognómica y la escritura griega, no se deja reducir a unos temas básicos. Su curiosidad atendía por igual a la teoría de Newton que a un botón roto después de siete años de ser el leal sostén de sus pantalones. Hay, por supuesto, algunas constantes en este vasto repertorio: la crítica de lo establecido (del lenguaje común, los sistemas de pensamiento, la iglesia católica, el gobierno absolutista, los nacionalismos en general y la cultura alemana en particular); el valor de la duda y el escepticismo; la unidad de la mente y el cuerpo (defensa del racionalismo siempre y cuando acepte la subjetividad, la fuerza cognitiva de la intuición: conocer el mundo es lo mismo que conocernos); la creencia en una cultura abierta sin otro límite que la naturaleza misma”.