Uno de los
grandes intelectuales que ha analizado los fenómenos del actual auge de las
ultraderechas y el lugar de la izquierda luego de la caída del Muro de Berlín
es el historiador italiano Enzo Traverso (1957). Nacido en Gavi, Piamonte, estudió
Historia Contemporánea en la Università degli Studi di Genova y obtuvo su
doctorado en la École des Hautes Études en Sciences Sociales en París, Francia,
país en el que vivió desde 1985 impartiendo clases en la Université de Picardie
Jules Verne, en Amiens. Actualmente es catedrático en la Cornell University de
Ithaca en Nueva York, Estados Unidos, además de participar como profesor
invitado en numerosas universidades americanas y europeas. Entre sus ensayos
pueden mencionarse “La violence nazie. Une généalogie européenne” (La violencia
nazi. Una genealogía europea), “Le passé, modes d’emploi. Histoire, mémoire,
politique” (El pasado, instrucciones de uso. Historia, memoria, política), “L’histoire
comme champ de bataille. Interpréter les violences du XXe siècle” (La historia
como campo de batalla. Interpretar las violencias del siglo XX), “Le
totalitarisme. Le XXe siècle en débat” (El totalitarismo. Historia de un debate)
y “Les nouveaux visages du fascisme” (Las nuevas caras de la derecha). En la extensa
entrevista que le realizara Jorge Fontevecchia, Traverso, entre varias otras
cosas, opinó que la crisis sanitaria abre también nuevas perspectivas morales,
tecnológicas y culturales que pueden originar nuevas formas políticas. A continuación
se reproducen los fragmentos más salientes de dicha entrevista, la que fue
publicada en el diario “Perfil” el 25 de junio del corriente año.
Escribió: “La Segunda Guerra Mundial también fue un potente catalizador de la investigación científica y de la ciencia aplicada. Durante el conflicto, la distinción entre ciencia e ingeniería, entre ciencia como conocimiento y tecnología como dominación de la naturaleza, los objetos y los seres humanos, se convirtió en un límite cada vez más poroso. La guerra engendró una nueva elite tecnocrática que abarcaba a responsables políticos y militares, ingenieros, dirigentes industriales, inventores de sistemas, computadoras, láseres, radares, equipos aeronáuticos y misiles, así como una gran cantidad de investigadores, físicos, matemáticos, biólogos, economistas, geógrafos, etcétera, formados en universidades europeas y norteamericanas”. ¿El coronavirus, como metáfora también de una guerra, afianzó o puso en crisis ese proceso de aumento del conocimiento?
La pregunta es muy interesante. Hay una diferencia fundamental entre la crisis que estamos viviendo hoy y los cambios tecnológicos que ocurrieron durante la Segunda Guerra Mundial, a pesar de las diferencias de naturaleza entre la guerra y la pandemia. No se puede comparar, porque no se trata de guerra en el sentido de la palabra. La evolución tecnológica que ocurrió en los años de la Segunda Guerra Mundial fue marcada por una nueva relación simbiótica entre la investigación científica, el desarrollo tecnológico y el de la potencia militar del Estado. Tuvo lugar en el marco del triunfo de la modernidad como soberanía. Los Estados dirigían y controlaban este proceso. Hoy vivimos un regreso tecnológico y científico de menor envergadura. Pero es un cambio que ocurre en el marco de un contexto totalmente diferente: el contexto del neoliberalismo. El neoliberalismo que pone en cuestión el principio mismo de soberanía. La pandemia puede ser interpretada al mismo tiempo como el triunfo y como la crisis del neoliberalismo. Estamos todavía en la pandemia. Se puede establecer tendencias que pueden desarrollarse en diferentes direcciones. Aun así, hay dos opciones. Por un lado, estamos en el medio de una crisis vinculada a una pandemia global, y los gobiernos, los Estados, las elites, otorgaron a multinacionales y empresas privadas, al mercado, la solución del problema. La solución de la pandemia depende de la capacidad de las multinacionales, empresas privadas, de elaborar y distribuir las vacunas. Las vacunas se compran y venden en el mercado. Eso sería el triunfo del neoliberalismo. También es la crisis del neoliberalismo. La pandemia es también un momento de vuelta de los Estados a intervenir masivamente en la sociedad y en la economía. Desde el punto de vista de la conciencia colectiva, esto molesta a mucha gente. Vivimos una pandemia global que necesita una solución global, y esta solución no puede ser manejada por empresas multinacionales cuyo objetivo es la ganancia. Es algo que plantea muchos problemas. El destino del mundo no puede ser solucionado por el mercado. Por eso, la ambivalencia. Todo sucede en el regreso a la biopolítica.
¿Estamos frente a una distopía entre que el poder mundial está en manos del poder médico y farmacéutico y un movimiento de la biopolítica a la biomoral e incluso a la bioeconomía?
El regreso de la biopolítica es evidente. La solución del problema de salud pública es condición para volver a la normalidad en todos los campos de la vida, desde la economía, la sociedad, a la cultura, al arte. Y la solución puede ser conseguida por políticas públicas. Les pedimos a los gobiernos y al poder del Estado tomar en cuenta y gestionar la salud pública. Que se hagan cargo de nuestras vidas en el sentido biológico de la palabra, en el sentido físico. Nuestros cuerpos tienen que ser cuidados. Y eso sólo puede hacerlo un poder público, un poder pastoral en el sentido foucaultiano de la palabra. Al mismo tiempo, la aplicación de esas políticas públicas necesita un conjunto de limitaciones de nuestras libertades, de nuestros derechos individuales y colectivos. Y eso es un problema. No aceptamos de buen grado esas medidas, aunque se trata de nuestra salud. Muchas veces esas medidas son tomadas por leyes que establecen de hecho un Estado de excepción. En algunos casos exhuman o aplican viejas leyes y medidas que en Europa fueron abandonadas. Potencialmente, existe el peligro de una vuelta autoritaria o de un regreso de un autoritarismo neoliberal. Este riesgo no me parece insignificante si tomamos en cuenta la ola hacia las derechas radicales que caracterizó a varios continentes en la última década.
En su libro “Melancolía de la izquierda”, pone un punto clave para comprender la trayectoria del pensamiento de izquierda que es la caída del Muro de Berlín en 1989. ¿Con el regreso del Estado de bienestar, podremos estar frente a una suerte de entusiasmo de izquierda?
La pandemia tuvo un efecto paralizante sobre todos los movimientos sociales. La izquierda en particular lo padeció. Acentuó un modelo antropológico que es premisa del neoliberalismo. Un mundo cuyo eje es el individuo, el individuo aislado. Ese que decide su destino y su futuro, no como parte de una comunidad y una entidad colectiva. Aquel que vive el mundo como su propia empresa, que compite con los demás. Desde ese punto de vista, la pandemia fortaleció el neoliberalismo como visión del mundo, de la sociedad. Pero la pandemia también desveló cómo ese mundo es una pesadilla. Es horroroso. La pandemia puede también jugar el papel de estímulo a una reactivación de la izquierda para plantear otro modelo de sociedad, una alternativa de poder, una nueva y diferente manera de concebir las relaciones entre los seres humanos y las naciones. Yo creo que eso es posible. Hasta ahora, este cambio de la izquierda tuvo lugar a nivel de movimientos colectivos, sociales, culturales. Pero todavía no se expresó en un proceso de recomposición política. Hay mucho camino por delante. Un principio de recomposición política se está dibujando en Estados Unidos con la izquierda del Partido Demócrata, que se dice socialista también. Aun así, falta mucho.
Su libro “Melancolía de izquierda” está dedicado a Michael Löwi, que dijo: “El socialismo no es inevitable. No es el resultado inevitable del progreso humano”. ¿Usted está de acuerdo con esta visión o es más que hegeliano y cree que inevitablemente en la sociedad la flecha avanza siempre ascendente en el futuro?
Estoy de acuerdo con mi amigo Michael Löwi. Tomó en préstamo esta definición de otro filósofo y crítico literario marxista, Lucien Goldmann, que definía el socialismo como una apuesta. El socialismo es una posibilidad. El socialismo es una sociedad de seres humanos capaz de organizar su vida en base a la libertad e igualdad, sin discriminaciones, sin opresión. Esa es una opción entre las potencialidades emancipadoras de la humanidad misma. Esa es la idea. Nunca estuvo tan cargado de consecuencias desastrosas y catastróficas para la izquierda como la ilusión que dominó durante todo el siglo XX. Es una ilusión arraigada en la cultura de la izquierda aquella de marchar con la historia. Pensar que el progreso significa el socialismo, y el socialismo es encabezado por la izquierda fue una ilusión terrible. La posibilidad de reconstrucción y de renovación de la izquierda implica abandonar radicalmente toda concepción teleológica de la historia.
¿La izquierda deja de ser progresista en algún momento o la sociedad no progresa?
Hubo una época, hace treinta años, al momento del cambio, el final del siglo XX y el comienzo del siglo XXI, para hablar con los criterios de historización y de periodización de Eric Hobsbawm, el comienzo del siglo XXI. El comienzo del siglo XXI fue el final del siglo corto del que hablaba el historiador inglés. En ese momento se criticó la idea de progreso. La izquierda no puede existir y no puede reconstruirse sin defender una nueva idea de progreso. Una nueva idea de progreso que no crea ni en lo automático ni en lo inevitable. Un progreso en el sentido de lo más paulatinamente hegeliano de la palabra. Un hegelianismo revisitado por Francis Fukuyama, una versión izquierdista de Fukuyama.
Fukuyama, en su fin de la historia, sigue a Hegel en la idea de que el fin de la historia no era el comunismo sino la llegada a la democracia liberal capitalista.
Fukuyama estableció un horizonte intelectual bajo el cual el mundo vivió durante una década. El neoliberalismo aparecía como el fin de la historia, como la democracia liberal articulada con la economía de mercado como el mejor de los mundos posibles y como un mundo sin alternativa. Hubo filósofos e historiadores que siguieron sus ideas. Después de las guerras, de las crisis económicas de 2008, de la pandemia ahora, la idea de que vivimos en el mejor de los mundos es una idea controvertida.
Podemos representar de alguna manera al populismo latinoamericano en Europa. ¿Se pueden universalizar esas ideas?
Soy bastante escéptico. En un mundo dominado por la ideología del fin de la historia y el neoliberalismo, el comunismo desapareció. Antes hegemonizó a la izquierda. La socialdemocracia se volvió una fuerza social liberal que acompañó al neoliberalismo. La izquierda se quedó huérfana y se quedó impotente y aplastada. Latinoamérica jugó un papel fundamental de resistencia social contra el neoliberalismo y los modelos dominantes en la economía global, guardando referencias de izquierda. Fue fundamental y permitió a la izquierda un nivel global de rearticularse y de recomponerse. Pero no creo que se pueda hablar de un modelo latinoamericano trasladable a nivel global como modelo para la izquierda del siglo XXI. Este modelo latinoamericano, no digo que fracasó, pero entró en crisis aun en Latinoamérica. Es un populismo de izquierda, que no se puede trasladar de una manera mecánica a nivel global. Y tiene muchas contradicciones.
¿Puede una socialdemocracia progresista, como fue la previa a la caída del Muro de Berlín, institucionalizarse aun en Latinoamérica?
Lo espero. Los nuevos movimientos que aparecieron a un nivel global, incluso en Latinoamérica, son movimientos que no se identifican con un líder carismático. Son movimientos que inventan formas de democracia horizontal, de democracia radical. Desean practicar nuevas formas de vida. No creo que el modelo verticalista heredado del populismo latinoamericano pueda ser solución o la respuesta a los problemas de la izquierda a un nivel global. Muchos movimientos de la izquierda radical en Estados Unidos, en Europa, en Latinoamérica, presentan rasgos que pueden recordar a la socialdemocracia clásica. En la posguerra jugó un papel de progreso. Permitió realizar conquistas sociales notables en el campo de los sueldos, jubilaciones, salud, educación, transporte, una redistribución de las riquezas. La socialdemocracia defendió una idea de pluralismo y de libertad alternativa al estalinismo, especialmente a sus rasgos autoritarios. Pudo jugar este papel porque había un mundo bipolar, el capitalismo estaba amenazado. Muchos pensaron que había una alternativa posible. La socialdemocracia jugó el papel de fuerza de humanización del capitalismo.
Dijo: “En la poscrisis se puede anticipar que se desarrollará la enseñanza a distancia, al igual que el trabajo a distancia, y esto tendrá considerables implicaciones tanto sobre nuestra sociabilidad como sobre nuestra percepción del tiempo. La articulación del biopoder y el liberalismo autoritario abre un escenario aterrador”. Una pregunta sobre este punto. ¿Por qué sería aterradora la relación del trabajo y la enseñanza a distancia?
Una constatación que hice, compartida por colegas en Europa, en Latinoamérica y en otros continentes es que es posible trabajar a distancia. Dar clases desde la casa, hacer seminarios. La pandemia tuvo como efecto colateral el descubrimiento de la potencialidad emancipadora de la tecnología. Es corriente organizar seminarios en los cuales se conectan estudiantes e investigadores desde tres continentes. No se hacía antes y ahora es muy corriente. Es un hecho muy positivo. Pero también la perspectiva de un futuro en el cual todo sería mediatizado, moldeado y controlado por esta tecnología que nos aleja y que establece distancias, es una forma de reificación y de alienación que me aterroriza. Desde la Antigüedad, la enseñanza implica una relación de intercambio y presencial entre el docente y sus discípulos, entre estudiantes y profesores. La enseñanza tradicional implica una cierta relación de igualdad entre discípulos. La enseñanza a distancia denota la desigualdad que existe entre los estudiantes. Hay familias en varios países con tres hermanos y hermanas que trabajaron con la misma computadora que debían compartir. En cambio, hay estudiantes que trabajan en una hermosa habitación con una pileta al lado, mientras otros trabajan en un pequeño departamento en el cual cuatro comparten dos habitaciones.
“Duelo y melancolía”, de Sigmund Freud, fue escrito en 1917, justo en el momento en el que se estaba produciendo la Revolución Rusa. Una definición clásica de duelo dice: “Duelo y melancolía coinciden en sus características a diferencia de un punto. Comparten el dolor, la pérdida de interés por el mundo exterior en lo que no recuerda al muerto, la pérdida de capacidad de escoger un nuevo objeto de amor y el extrañamiento respecto del trabajo productivo que no tenga relación con la memoria del muerto. Pero en la melancolía aparece además una perturbación del sentimiento de sí, un rebajamiento de sí, que no se da en el duelo”. ¿Puede ser un diagnóstico de lo que le sucede a la izquierda?
Al hablar para Argentina, debo tomar precauciones porque hablo a un público de psicoanalistas. Y yo quiero precisar que el uso que yo hago del concepto de melancolía no es meramente psicoanalítico. Para Freud y para el psicoanálisis tradicional, la melancolía es una especie de duelo inacabado o de duelo patológico. De duelo imposible o de duelo que no se soluciona y empuja al sujeto melancólico a no destacarse de su objeto de amor perdido para dirigir sus sentimientos, sus deseos. También potencialidades libidinales hacia otro objeto de amor. Es un duelo patológico. No considero la melancolía de izquierda como una patología. Tampoco como una incapacidad de proyectarse hacia el futuro o como un obstáculo a la elaboración de nuevos proyectos y de nuevas utopías. No es paralizante ni una resignación. Se alimenta de la memoria de una época, de un ciclo histórico, durante el cual la izquierda fue capaz de dibujar horizontes de esperas. Fue capaz de proponer esperanzas y utopías. Y también de una cierta nostalgia en que la izquierda fue capaz de dirigir, de ofrecer el liderazgo a movimientos que cambiaban la cara del mundo. Esta melancolía puede ser fructífera. Pertenece a la estructura de sentimientos de la izquierda. La izquierda no se puede definir solamente como un conjunto de proyectos políticos, de ideologías, de valores, de teorías. La izquierda es un conjunto de experiencias para cambiar el mundo. No se puede cambiar el mundo solo con ideologías o proyectos. Hay que cambiarlo también con un compromiso emocional muy fuerte. Con capacidad de levantar pasiones, esperas, sentimientos. Si hay una carencia en la izquierda de hoy, es exactamente en esa capacidad. Se debe a la herencia del siglo XX: de guerras, de totalitarismo y de revoluciones que fueron derrotadas. También la herencia de la derrota fue a nivel global, muy pesada y no se puede superar.
Hablando de derrota, en su libro citó a Reinhart Koselleck, el fundador de la historia conceptual, quien “postuló la superioridad epistemológica de los vencidos en la interpretación del pasado”. Justo usted hablaba del tema de la derrota y, en un reportaje en esta misma serie, una diputada española conservadora, su nombre es Cayetana Álvarez de Toledo, hablaba de la batalla cultural entre las derechas y las izquierdas quejándose contra la superioridad moral de las izquierdas. ¿Hay una ética superior de la izquierda?
Después del estalinismo y de Pol Pot en Camboya, la izquierda no puede pretender ninguna superioridad moral. Un proyecto de transformación del mundo tiene una dimensión moral. En este caso es muy notable. La izquierda se basa en valores. La definición de igualdad, que es fundacional para la izquierda, también es moral. Es una lucha en contra de las formas de dominación, de opresión. No es solo algo económico o político. Pero no encuentra un fundado factual. Es una superioridad que la izquierda tiene que demostrar y tiene que comprobar. Es una buena oportunidad para que la izquierda demuestre que puede proponer soluciones no solo más eficaces, sino también más éticamente fundadas, que las derechas que se oponen, por ejemplo, a una patente pública sobre las vacunas.