18 de noviembre de 2021

Entremeses literarios (CCVIII)

NAUFRAGIO
Francisco Rodríguez Criado
España (1967)
 
Después de pasar toda la noche braceando en las frías aguas del Atlántico, llegó exhausto a la orilla justo cuando empezaban a clarear las primeras luces de la mañana. Exhausto, se arrojó sobre la arena y, palpando tierra seca, se echó a llorar de rabia y alegría: sabía que estaba a salvo. Cuando se giró para maldecir a ese desaprensivo océano que había tratado de acabar con su vida, vio que allí no había agua sino un inhóspito e interminable desierto. ¡Un desierto! El náufrago se echó a llorar de nuevo. Pero de repente vislumbró a lo lejos un reluciente oasis. Venciendo al cansancio, empezó a correr en dirección hacia el oasis. El suelo, duro y agreste, lastimaba sus pies desnudos. Loco de emoción –el objetivo estaba cada vez más cerca–, el náufrago recobró la creencia de que la felicidad es posible. Aquel pensamiento no duró demasiado, porque a pocos metros de alcanzar el oasis el desierto se cubrió nuevamente con las frías aguas del Atlántico. Su vida volvía a correr peligro.
Tuvo que sacar fuerzas de flaqueza para bracear por segunda vez hasta ganar la orilla. Afortunadamente, en esta ocasión las olas jugaban a su favor. Y también por segunda vez alcanzó la arena, tumbándose sobre ella, más exhausto aun si cabe, ahora con más rabia que alegría, prometiéndose no abrir los ojos bajo ningún concepto. Y en esa posición hubiera estado un día entero de no ser porque su mujer entró en la habitación, vistiendo un raída bata de color fucsia, los rulos en la cabeza y los brazos en jarras, para preguntarle, airada, si tenía pensado quedarse toda la mañana del domingo en la cama, o si por el contrario iba a levantarse de una vez para ayudarle en las tareas domésticas. El hombre, incapaz de seguir escuchando la voz agreste de su malhumorada esposa, por la que ya no sentía sino hastío, se tapó los oídos y hundió el rostro en la vivificante arena.


DES/IGUALDADES
Luisa Valenzuela
Argentina (1938)
 
En cuanto el matrimonio igualitario fue aprobado por ley en el país, mi amigo el magnate maduro se casó con su nuevo novio, estibador del puerto. Joven y fornido el novio, razón por la cual los más graciosos del grupo opinaron que nuestro magnate debía de tener el sueño muy pesado para verse en la necesidad de dormir con un estibador. No les presté atención, en absoluto, no hay duda de que los encantos del novio son bastante menos alusivos y más contundentes. Además parece recatado, buen tipo, y eso me tranquiliza. Porque cuando mate a mi amigo lo hará de la manera más discreta e indolora posible. Porque de la muerte me temo que mi amigo no se salva: está muy bien que sea igualitario el matrimonio, el problema acá es el patrimonio.


EL PASTOR ALEMÁN
Sir Helder Amos
Venezuela (1990)
 
Cuando escuchó la rejilla del jardín abrirse, la mujer salió rápidamente de la casa para ver quién era.
- ¿Amor? ¿Qué haces tan temprano de vuelta? - preguntó al ver a su esposo.
- Me despidieron.
- ¡¿Otra vez?! ¿Qué pasó esta vez?
- Lo mismo de siempre, mi vida, me quedé dormido en el trabajo.
- ¡¿De nuevo?!
- Sí.
- ¿Y todo el café que te tomaste antes de ir a trabajar? ¿No funcionó?
- No.
- ¿Y no hablaste con el dueño del rebaño? ¿no intentaste explicarles?
- Si, mi vida, yo les expliqué que es común que los pastores nos quedemos dormidos en nuestro trabajo, porque contar ovejas da sueño y no podemos evitar quedarnos dormidos al hacerlo: pero ellos no entienden, pareciera que nunca hubieran tenido problemas de insomnio.
- Ay qué mal, amor, ahora te tocará buscar otro trabajo.
- Sí. ¡Qué ironía! ¿No? Porque ahora voy a pasar largas noches sin poder dormir por la ansiedad de estar desempleado otra vez, cuando quedarme dormido en el trabajo siempre ha sido la causa de mi despido.


SANGUIJUELAS
Miguel Bravo Vadillo
España (1971)
 
Anabel y Luis llevan diez años casados, viven en un piso hipotecado y son donantes de sangre. Luis era reacio a hacerse donante, pero su mujer lo convenció. Anabel es una buena persona a la que nada le parece más importante que salvar vidas humanas, y eso que se considera a sí misma una mujer moderna y laica. Su lema siempre ha sido Haz el bien y no mires a quien. Anabel no lee la Biblia, claro, y por eso no ha podido leer aquel versículo del Eclesiástico que reza “Si haces el bien, mira a quién lo haces, y por tus beneficios recibirás favor” (Si 12, 1; palabra de Dios).
Anabel, por cierto, es amiga de Ana. Ana es cuñada de Enrique. Enrique es primo de Juan. Juan es el mejor amigo de Asunción. Asunción es hermana de Beatriz. Beatriz es la esposa de David O. Segovia, un importante financiero (aunque la “O” no signifique nada) y socio mayoritario de uno de los bancos más influyentes del país. Segovia es también el tercer vértice del triángulo de personajes que sostiene esta historia, ya que hace tan solo un mes sufrió un accidente de tráfico en el que estuvo a punto de perder la vida. Finalmente se salvó, aunque para ello necesitaron varias transfusiones de sangre (todas del grupo O). Parte de esa sangre -yo lo sé de buena tinta- era de Luis, el marido de Anabel.
Ni Luis ni Anabel lo saben todavía, pero dentro de tres semanas los directivos de la empresa para la que trabajan -y cuyo presidente ejecutivo es el propio Segovia-harán un gran reajuste de plantilla y los dos serán despedidos. Poco tiempo después serán desahuciados por mediación del banco cuyo socio mayoritario es (¿adivinen?), pues sí, el mismísimo David O. Segovia; un hombre importante al fin y al cabo, un hombre que vale tanto como tiene.


SERVICIO DE CORREOS
Orlando Van Bredam
Argentina (1952)
 
Mi natural desconfianza del servicio de correos me llevó a probar la eficacia del sistema. Me envié cartas a mí mismo para saber si llegaban a tiempo. Nada más particular que la cara del cartero cuando descubría que el destinatario y el remitente eran la misma persona. En una oportunidad, el texto me resultaba extraño. Supuse que se trataba de una broma de los empleados o de mi vieja costumbre de pensar una cosa y escribir absolutamente lo contrario. Lo cierto es que nada me proporcionaba más placer que recibir mis propias cartas. Eso tenía sus ventajas; en primer lugar, nunca había sorpresas desagradables; en segundo lugar, eran líneas sinceras, nunca trataba de engañarme con adulaciones hipócritas, y tercero: en caso de que la carta se extraviara del correo a mi casa, no importaba, ya sabía de qué se trataba.

 
Y SUCEDIÓ LO INESPERADO
Rafael Midence Ávila
Honduras (1984)
 
Después de que centenares de lágrimas le laceraran las mejillas, tomó un objeto de debajo de su cama. Lentamente acercó la pequeña pistola calibre 22 a su sien. Se situó frente a la ventana que daba a la calle Los poetas muertos. El pianista al que un dictador fascista (de apellido italiano) le mandó a cortar las manos vendía globos en el parque de Los Truenos, donde, un viejo y desdentado perro callejero luchaba por devorar un hueso putrefacto. Se detuvo un instante y pensó: Ellos aún le buscan un sentido a la vida, se aferran a ella y yo solo por el engaño de mi novia quiero suicidarm…
Accidentalmente, la pistola se disparó y el poeta cayó al piso, mientras se le dibujaba una sincera sonrisa en su ensangrentado rostro.


MI PIERNA DERECHA
Juan José Millás
España (1946)
 
Mi padre estaba en el borde de la carretera, junto a su automóvil. Esperaba, con un bidón de plástico en la mano, que alguien lo recogiera. Yo iba en moto, con un casco que me ocultaba la cara. Me detuve junto a él sin identificarme.
- ¿Te has quedado sin gasolina? -pregunté.
- Sí -respondió.
- Sube.
Mi padre subió a la moto sin haberme reconocido. Hacía cinco años que no nos veíamos, ni nos hablábamos. La última vez que nos habíamos dado un abrazo fue en el entierro de mi madre. Después, sin que hubiera sucedido nada entre nosotros, habíamos ido espaciando las llamadas telefónicas hasta que se cortó la comunicación.
Noté cómo agachaba la cabeza para protegerse del aire. Sin duda, reparó en el alza de mi zapato derecho, pues tengo esa pierna un poco más corta que la izquierda. Mi padre me había hablado muchas veces del disgusto que se habían llevado cuando, tras mi nacimiento, el médico les dio la noticia. Yo nunca lo he vivido como un drama, pero siempre me pareció que ellos se sentían culpables por aquellos centímetros de menos, o de más, según se mire: jamás conseguí averiguar cuál de las dos piernas consideraban defectuosa.
Conduzco con mucha agilidad, colándome entre los coches con movimientos que desde algún punto de vista podrían parecer imprudentes. Noté que mi padre, pese al pudor que le daba el contacto con otro hombre, se cogía a mi hombro con la mano izquierda mientras intentaba pegar a su muslo el bidón de plástico que llevaba en la derecha. Supe que no dejaba de mirar el alza del zapato. Sin duda, se habría preguntado por la posibilidad de que yo fuera su hijo. Quizá recordara la sucesión de médicos por los que había pasado, la cadena de radiografías, el rosario de soluciones, para llegar al fin a ese remedio sencillo, mecánico, de colocar un pequeño suplemento en el zapato de la pierna más corta. Entonces, ejerció sobre mi hombro una presión que podría interpretarse como una muestra de afecto a la que no respondí. Al poco llegamos a la gasolinera, donde se bajó de la moto con el bidón de plástico en la mano. Le dije que no podía llevarlo de regreso hasta su coche y él respondió que no me preocupara, que ya encontraría a alguien. Noté que intentaba ver mi rostro a través de la visera ahumada de mi casco. Esa noche sonó el teléfono un par de veces en mi casa, pero colgaron cuando lo cogí.


LA INTRUSA
Pedro Orgambide
Argentina (1929-2003)
 
Ella tuvo la culpa, señor Juez. Hasta entonces, hasta el día en que llegó, nadie se quejó de mi conducta. Puedo decirlo con la frente bien alta. Yo era el primero en llegar a la oficina y el último en irme. Mi escritorio era el más limpio de todos. Jamás me olvidé de cubrir la máquina de calcular, por ejemplo, o de planchar con mis propias manos el papel carbónico. El año pasado, sin ir muy lejos, recibí una medalla del mismo gerente. En cuanto a ésa, me pareció sospechosa desde el primer momento. Vino con tantas ínfulas a la oficina. Además ¡qué exageración! recibirla con un discurso, como si fuera una princesa. Yo seguí trabajando como si nada pasara. Los otros se deshacían en elogios. Alguno deslumbrado, se atrevía a rozarla con la mano. ¿Cree usted que yo me inmuté por eso, Señor Juez? No. Tengo mis principios y no los voy a cambiar de un día para el otro. Pero hay cosas que colman la medida. La intrusa, poco a poco, me fue invadiendo. Comencé a perder el apetito. Mi mujer me compró un tónico, pero sin resultado. ¡Si hasta se me caía el pelo, señor, y soñaba con ella! Todo lo soporté, todo. Menos lo de ayer. “González -me dijo el Gerente- lamento decirle que la empresa ha decidido prescindir de sus servicios”. Veinte años, Señor Juez, veinte años tirados a la basura. Supe que ella fue con la alcahuetería. Y yo, que nunca dije una mala palabra, la insulté. Sí, confieso que la insulté, señor Juez, y que le pegué con todas mis fuerzas. Fui yo quien le dio con el fierro. Le gritaba y estaba como loco. Ella tuvo la culpa. Arruinó mi carrera, la vida de un hombre honrado, señor. Me perdí por una extranjera, por una miserable computadora, por un pedazo de lata, como quien dice.


LA EJECUCIÓN
Herman Hesse
Alemania (1877-1962)
 
En su peregrinación, el maestro y algunos de sus discípulos bajaron de la montaña al llano y se encaminaron hacia las murallas de la gran ciudad. Ante la puerta se había congregado una gran muchedumbre. Cuando se hallaron más cerca vieron un cadalso levantado y los verdugos ocupados en llevar a rastras hacia el tajo a un individuo ya muy debilitado por el calabozo y los tormentos. La plebe se agolpaba alrededor del espectáculo. Hacían mofa del reo y le escupían, movían bulla y esperaban con impaciencia la decapitación.
- ¿Quién será y qué delitos habrá perpetrado -se preguntaban unos a otros los discípulos- para que la multitud desee su muerte con tanto afán? Aquí no se ve a nadie que manifieste compasión ni que llore.
- Supongo que será un hereje -dijo el maestro con tristeza.
Siguieron acercándose, y cuando se vieron confundidos con el gentío los discípulos preguntaron a izquierda y derecha quién era y qué crímenes había cometido el que en aquellos momentos se arrodillaba frente al tajo.
- Es un hereje -decía la gente muy indignada-. ¡Hola! ¡Ahora inclina su cabeza condenada! ¡Acabemos de una vez! En verdad ese perro quiso enseñarnos que la ciudad del Paraíso tiene sólo dos puertas, ¡cuando a todos nosotros nos consta perfectamente que las puertas son doce!
Asombrados, los discípulos se reunieron alrededor del maestro y le preguntaron:
- ¿Cómo lo adivinaste, maestro?
Él sonrió y, mientras echaba de nuevo a andar, dijo en voz baja:
- No ha sido difícil. Si fuese un asesino, o un bandolero o cualquier otra especie de criminal, habríamos visto entre las gentes del pueblo pena y compasión. Muchos llorarían y algunos hasta pondrían el grito en el cielo proclamando su inocencia. Al que tiene una creencia diferente, en cambio, se le puede sacrificar y echar su cadáver a los perros sin que el pueblo se inmute.


NO HAY PRISA EN ABRIR LOS OJOS     
Medardo Fraile
España (1925-2013)
 
Tras las cortinas se adivinaba ya la luz aún manchada de sombras, pero serían –pensó- las ocho, la hora de levantarse, como todos los días de su vida. ¿Por qué? Se removió en la cama y sintió el cuerpo magullado por la batalla de cada noche, la colcha caída, sábanas arrugadas, las cenizas de tanta gente soñada y muerta doliéndole en la almohada endurecida, pero las siete de la mañana le habían parecido siempre temprano y las nueve demasiado tarde. Sólo por eso. No había otra razón. ¿Qué prisa tienes? No abras los ojos, no hay prisa. ¿Quién le hablaba? ¿Oía otra voz o se hablaba a sí mismo? Sigue ahí, descansa. No abras los ojos. La noche ha sido terrible y te ha vencido. Sigue durmiendo, abre los ojos hacia ti mismo, mira dentro de ti, donde aún te late el corazón, donde están las cenizas de los que habitan tus sueños en las sombras. Pero eran ya las ocho, ¡las ocho! Y abrió los párpados y no halló cosa en que poner los ojos que no fuera recuerdo del olvido.