Sandra
Russo (1959) es una multifacética intelectual argentina. Periodista, escritora,
conductora de programas de radio y televisión, docente y editora, estudió Sociología,
Letras, Arte Dramático y Comunicación, carreras todas ellas que, por una u otra
razón, no terminó pero que le sirvieron de sustento para el desarrollo de su
notable capacidad de raciocinio y su erudición como pensadora. Sus primeros
desempeños en el campo periodístico, dentro de los medios gráficos, se remontan
a los años ‘70. Estuvo brevemente en la revista contracultural de rock “El
Expreso Imaginario”, fue correctora y columnista en la revista “Humor” y prosecretaria
de redacción de la revista “Superhumor”. Durante los años ‘80 pasó por varios
programas de la televisión y la radio y, a partir de 1987, se incorporó al
diario “Página/12” en el cual fue sucesivamente redactora de Política
Internacional, directora del suplemento femenino “Las/12”, editora de las
secciones Cultura y Espectáculos e Información General y columnista de la sección
Contratapa. También trabajó como editora de la revista “Página/30” y de la
revista “Luna” de editorial Perfil. Ya en el actual siglo, volvió a pasar por
distintos programas tanto televisivos como radiofónicos sin por ello abandonar
las contratapas del diario “Página/12”. Desde 2002 en adelante lleva publicados
una docena de libros entre los cuales pueden mencionarse los tomos de ensayos “Crónicas
del naufragio. Apuntes sobre la caída argentina”, “Arquetipos. Diccionario de
varones disponibles”, “Perdonen nuestros placeres”, “Amar y flirtear” y “Lo
femenino. Aproximaciones a las mujeres como enigma”. También ha incursionado en
la ficción con las novelas “No sabés lo que me hizo” y “La reinvención del
amor”, y los libros de relatos “Cleopatra y otros cuentos” y “Veintidós cuentos
cortos y ligeros”. Lo que sigue a continuación es “Néstor y Alicia”, uno de los
cuentos de su autoría.
NÉSTOR Y ALICIA
Néstor iba a cumplir cincuenta y seis años el 4 de octubre, y Alicia el 4 de noviembre. Siempre, desde que se conocían, mientras festejaban el cumpleaños de Néstor empezaban a organizar el festejo del cumpleaños de Alicia. A lo largo de los años, muchos romances que habían germinado en el cumpleaños de Néstor florecían en el cumpleaños de Alicia. O al revés: muchos roces de pareja que habían asomado en el cumpleaños de Néstor se ponían en evidencia en el cumpleaños de Alicia, cuando algún amigo de él o alguna amiga de ella llegaba sorpresivamente solo. Desde que existían las heladeras con freezer, muchos pecetos mechados y tortas bombón de chocolate, que eran las preferidas de Néstor, habían permanecido congeladas desde el cumpleaños de él hasta el cumpleaños de ella.
Néstor y Alicia se habían conocido cuando a Néstor le faltaba una semana para cumplir los veinticinco, y a Alicia le faltaba exactamente una semana y un mes. Se habían visto antes, porque los dos merodeaban la Manzana Loca y el Instituto Di Tella, pero habían mantenido su primera conversación, esa conversación vital y fundante de las grandes amistades, en la casa de un amigo pintor. Corrían los años sesenta y todo el mundo tenía amigos pintores. Para tener amigos pintores no hacía falta que a uno le interesara el arte, sobre todo si se acostumbraba a ir a los bares de esa zona del microcentro. Era lo más natural del mundo ser pintor o ser poeta, era casi obligatorio, y no era el caso ni de Néstor ni de Alicia. Néstor siempre había tenido un fuerte sentido estético, pero decoraba vidrieras, y no lo hacía como quien se gana la vida decorando vidrieras hasta que pueda dedicarse a la pintura. Todos preferían suponer eso, pero a Néstor la pintura le parecía aborrecible, inexplicable, innecesaria. Alicia, por su parte, a veces escribía poemas en servilletas de papel, pero sabía que eran malos y nunca se los mostró a nadie. En aquella época además estudiaba psicología. No creía en nada de lo que aprendía. Después se recibió y hasta ejerció como psicóloga, pero nunca creyó ni una palabra de las que dijo en su consultorio. Tampoco creyó nunca ninguna palabra de las que escuchó. Alicia estaba convencida de que los pacientes mentían. Por eso nunca se tomó en serio a ninguno. Néstor despreciaba la pintura y Alicia despreciaba a los pacientes, pero los dos ejercían ese desprecio con mucha educación, cierto pudor y una abundante dosis de encanto.
Esa noche, la noche en que se conocieron, estaban en la casa del amigo pintor, y los dos recorrían el enorme taller-estudio sin paredes más que las que servían para colgar los cuadros del dueño de casa, unas geometrías despampanantes por sus colores y sus tamaños. Los dos, cada uno por su lado, miraban las obras con cierta reticencia. Se notaba en la mirada de Néstor y también en la de Alicia que ninguno de los dos se había rendido al influjo del arte. En un momento se cruzaron. Se sonrieron. Fue una sonrisa de disculpa que los dos cazaron como se caza a una mariposa: con un placer mezclado con arrepentimiento, con un arrepentimiento sin el cual el placer se hubiese diluido. Néstor, con aquella sonrisa, le confió a Alicia que esas pinturas que estaban ahí colgadas no lo impresionaban en lo más mínimo. Alicia, con aquella sonrisa, le confesó a Néstor que ella estaba allí por compromiso, porque el pintor dueño de casa era un paciente suyo.
Después se fueron juntos a tomar café a un bar del Abasto, y mantuvieron su primera gran conversación. Estuvieron charlando hasta la madrugada, embriagados por el éxtasis de haber encontrado un alma gemela: la coincidencia de cumplir años con un mes de diferencia no era gran cosa, pero a los dos les pareció algo extraordinario. Aquella noche Alicia fue a dormir a la casa de Néstor. Tuvieron sexo casi a desgano, un sexo simpático, entretenido, pero inmediatamente los dos supieron que la de ellos no iba a ser una relación de amantes. No se atraían sus cuerpos, sino sus mentes. Más específicamente, se atraían por una rara compensación de sus mentes, hiperrealista la de él, mágica la de ella. Por lo menos ésa era la idea que cada uno tenía de sí y del otro.
Durante unos meses, no se dejaron de ver un sólo día. Los unía entrañablemente ese desprecio respetuoso que sentían los dos por casi todos los que conocían. Y también los unía cierta manera de disculparse mutuamente por lo que no eran: a Néstor le parecía divertido que Alicia fuera una mala psicóloga, y a Alicia la enternecían las poco notables vidrieras de Néstor. En el grupo que frecuentaban, Alicia era la única que no esperaba que Néstor se dedicara a la pintura y Néstor era el único que dispensaba a Alicia de publicar un libro de poemas.
Cuando andaban por los treinta años, empezaron a descubrir otra faceta de esa relación tan intensa. Alicia recordaba cosas que Néstor había olvidado. Néstor tenía muy mala memoria. Ya de chico estudiaba pero olvidaba las lecciones. Olvidaba las letras de las canciones que estaban de moda. Olvidaba los nombres de los jugadores de Independiente, que era su club. Nada grave. Simplemente no era el indicado para recitar nada de memoria. Néstor tenía una mente deductiva. Alicia no. La mente de Alicia era un cofre. Una caja registradora. Guardaba cada dato, cada imagen, cada fecha.
- ¿Cómo se llamaba esa novia mía que hablaba con la zeta? -le preguntaba Néstor.
- Lidia -le contestaba Alicia.
- ¿Dónde fuimos a comer esa vez que me encontré con mi hermana y discutimos?
- A Bachín.
- ¿Cuál era la película de Fellini que me mató?
- Amarcord.
- ¿Por qué era que me había peleado con Laura?
- Porque estaban en una plaza y había una mosca y ella se quejó y vos le dijiste que las moscas revolotean donde hay mierda.
- ¿A dónde me mudé después que dejé el departamento de Bulnes?
- Al de Mario Bravo.
- ¿Qué tengo ganas de comer siempre que venimos a Hermann?
- Higaditos de pollo.
- ¿Por qué me enamoré de esa pendeja?
- Porque le gustaba que le dieras palmadas en la cola.
- ¿Y por qué me pudrí tan rápido?
- Porque era lo único que le hacías.
- ¿Dónde puse la plata que había ahorrado?
- En el libro de Nietzsche, en el segundo estante, tapas rojas.
- ¿Adónde me fui de vacaciones en 1957?
- A Mar Chiquita, con tus tíos.
Las conversaciones entre Néstor y Alicia eran largas y jugosas. Es cierto que constaban, en su mayor parte, de preguntas que él le hacía a ella sobre sí mismo, pero también incluían reflexiones, descripciones, chistes, divagues, observaciones en una sintonía fabulosa, y además hay que decir que con el paso del tiempo para Alicia hablar de Néstor con Néstor fue perfectamente natural. A medida que Alicia empezó a convertirse en la memoria de Néstor, los dos se acoplaron en una nueva modalidad de relación. Alicia tenía una memoria notable, pero poco a poco fue adaptándola a la vida de Néstor, fue aceitándola y sincronizándola para que le funcionara mejor. Prestaba mucha atención a cómo estaban vestidas las mujeres que salían con él, cómo hablaban, cómo se peinaban, donde residía el atractivo que él les encontraba. Tomaba nota mentalmente de los platos que Néstor pedía en los restaurantes y de los vinos que sorbía con gestos de aprobación. Sabía cuántos pantalones y cuántas camisas tenía él, cómo ordenaba su casa, qué tenía en la heladera, qué citas de trabajo tenía cada día, qué libros había leído, qué discos prefería, qué películas veía, cómo administraba su dinero.
Hablaban mucho de sexo. Alicia preguntaba con curiosidad de amiga pero también de archivera. Preguntaba dónde y cómo, cuántas veces, en qué lugar, por dónde, con qué dedo, con qué mano, cuánto tiempo, si la chica en cuestión gritaba mucho o susurraba, qué gritaba o susurraba, qué palabras exactas, si él la arrastraba hacia sus preferencias o se demoraba en las de ella. No había en esas preguntas más morbo que el necesario para después poder contestar con destreza cualquier pregunta que él le hiciera. Aunque en realidad había además el morbo necesario para reemplazar con la vida de él la de ella. Es que Alicia dejó de tener amantes y de tener amigos, y lentamente, después del tercer o cuarto desengaño, más o menos cuando los dos cumplieron treinta y tres, se dedicó de lleno y con obstinación a ser testigo de la vida de Néstor.
Por su parte, Néstor era un enamoradizo al que le costaba pasar a la etapa siguiente del enamoramiento. Posiblemente si Néstor hubiese encontrado a una mujer con la que establecer una pareja, los detalles que él le contaba a Alicia con fruición y entusiasmo se hubiesen ido acomodando en esas mesetas en las que estacionan todos los matrimonios, las que ninguno de sus miembros juzga que vale la pena ventilar. Pero apenas una relación estaba por consolidarse, Néstor se desinteresaba. Jamás se sabrá hasta qué punto la razón de sus vaivenes amorosos era la necesidad de mantener a Alicia atenta, de entretenerla con historias nuevas.
Él le contaba todo. Cada palabra. Cada roce. Cada altercado. Cada ilusión. Cada desilusión. Cada duda. Cada corazonada. Ella archivaba. Después él confundía a Marisa con Mirta, a Clara con Raquel. No se acordaba si la que lo había encontrado por la calle con otra era Marcela o Julia. No se acordaba si había llorado borracho por Estela o por Silvia. Alicia se lo recordaba. Y con las palabras de Alicia la memoria de Néstor iba recuperando no sólo los nombres de las mujeres que habían pasado por su vida: recuperaba también las emociones.
- ¿Cuál fue la que me plantó un lunes cuando yo estaba esperándola en el cine?
- Marisa.
- Era Mirta la que acababa diez veces seguidas, ¿no?
- No. Era Clara.
- Cómo lloré esa noche, cuando Julia me dejó.
- Era Estela. Te tomaste media botella de JB y vomitaste en el ascensor. Te hice entrar a mi casa y te acosté en el sillón. Te dormiste llorando.
Y cuando Alicia se lo contaba, Néstor volvía a sentir la desesperación de esa noche cuando Estela, que le gustaba tanto, que casi lo doblegaba, lo había acusado de frívolo y de mentiroso, y él se había quedado sin palabras porque en el fondo sabía que era frívolo, si por frivolidad se entiende el sobrevuelo ligero y a baja distancia que él hacía sobre seres y cosas, sin decidirse a aterrizar jamás. Y sabía que era mentiroso: a las mujeres les mentía para gustarles, para parecerse al que ellas querían ver, para hacerlas felices quince días.
- ¿Qué me había dicho Estela que yo estaba tan mal?
- Que eras un frívolo y un mentiroso.
- ¿Pero por qué me dijo eso?
- Porque ella quería presentarte a los padres. Quería que fueses con ella al cumpleaños del padre.
- ¿Y por qué yo no quise ir, si ella me gustaba tanto?
- Porque sos un frívolo y un mentiroso.
Hasta que los dos cumplieron cincuenta años todo fue más o menos así. Pero cuando los primeros síntomas de la menopausia se hicieron presentes en Alicia, con calores y estremecimientos, la vida de los dos cambió para siempre. Alicia dio por terminada su edad fértil y su mente decidió enterrar junto con ella la fertilidad de su memoria. Fue a ver a dos o tres médicos que no le dieron ninguna explicación razonable: el olvido no es un síntoma de la menopausia. Pero Alicia comenzó a olvidar. Era un olvido perfectamente selectivo. Olvidó, de un día para el otro, toda la historia de Néstor. Ella presenció su propia metamorfosis en el living de su casa, sola, una tarde, mientras iba a la cocina a servirse un vaso de Coca. Sintió en su cabeza una tapa que se abría y dejaba volar todo lo que había adentro. Sintió un ventilador dentro de su cabeza. Sintió páginas y páginas, miles de páginas que se desparramaban sin orden, sin numeración, sin destino. Sintió cómo se le borraba, el archivo, cómo sus neuronas atentaban cargadas de explosivos contra cada mínimo recuerdo relacionado con Néstor. Se quedó quieta. Estupefacta. Como sin vida, sin vida ajena.
Lo primero que hizo fue callar. No formaba parte del vínculo entre los dos que ella le contara a él qué le pasaba. Sonrió cuando todavía se cuestionaba ese silencio: de todos modos, Néstor lo olvidaría, y sería Alicia la que tendría que repetirle a cada rato, ante cualquier pregunta sobre sí mismo, que ella ya no recordaba nada. Durante un largo tiempo mintió.
- ¿De quién era esa novela que leí en dos días?
- De Scott Fitzgerald.
- ¿Qué tengo que evitar en las comidas?
- El ajo.
- ¿Por dónde me dijo Perla que la pase a buscar?
- Por el consultorio del dentista.
- ¿Quién era la que me quería ordenar el placard a toda costa?
- Marisa.
- ¿Ya vi la última película de Al Pacino?
- Sí.
Algunos datos coincidían y otros no. Durante ese tiempo Néstor fue cayendo a su vez en una lenta confusión, porque estaba tan acostumbrado a que la memoria de Alicia le devolviera los recuerdos y las emociones del pasado, que lo primero que pensó fue que estaba haciéndose viejo y que era por eso que ya un recuerdo no lo conmovía, que ya no sentía nada, que ya no era capaz de revivir las imágenes de las mujeres, los libros, las películas, los viajes. Su mente comenzó a estar en blanco.
Poco a poco Néstor fue advirtiendo, no obstante, que la que estaba cambiada era Alicia. A Perla, por ejemplo, la había esperado una hora en la puerta del consultorio del dentista y ella no apareció. Después encontró en su contestador un airado mensaje de Perla recriminándole su ausencia en la Biblioteca Nacional, que era donde habían quedado en encontrarse. Lo primero que Néstor pensó fue que Perla estaba loca. Si Alicia había dicho “en el consultorio del dentista”, era allí adonde habían quedado. Pero la información de sí mismo que provenía de Alicia lo siguió confundiendo. Comía sin ajo pero descubrió por simple deducción que lo que le hacía mal era el vinagre. Decidió ver por segunda vez la película de Pacino y entonces se dio cuenta de que no la había visto nunca. Y sobre todo, estaba desconcertado por su completa falta de emociones: advirtió, en esa época, que él había vivido para recordar, que hasta entonces lo había conmovido más el relato que Alicia le hacía sobre su vida que su vida misma. Que tenía tanto miedo de las emociones profundas que sólo podía tolerarlas ya tamizadas por el pasado y en boca de Alicia. Que durante casi treinta años había vivido el presente disfrutándolo porque sabía que ese presente era en sí mismo el pasado del futuro: todo lo que vivía estaba destinado a ser metabolizado por Alicia en futuros relatos que hablarían de su pasado.
Néstor nunca se animó a decirle a Alicia que se había dado cuenta de todo. Alicia le daba pena. Se había ido convirtiendo en una triste mujer madura que ya casi no hablaba. Él dejó de salir con mujeres. Para qué, si ya no iba a poder revivir esos encuentros. Seguían viéndose, seguían pasando mucho tiempo juntos, pero él ya no le hacía preguntas y ella ya no estaba obligada a falsear las respuestas.
Estaban a punto de cumplir cincuenta y seis años. Estaban solos. Se querían. Sostenían entre ellos, todavía, muchos ritos cotidianos. Llamadas, cenas, caminatas, compañías de sábados y domingos. Un día a Néstor se le cruzó por la cabeza, por primera vez en treinta años, que tal vez Alicia alguna vez había estado enamorada de él. Después de todo, había vivido para él. Y viéndose ante el espejo las arrugas del cuello, tomando nota de la fatiga que le daba últimamente subir escaleras, bañado de pronto en la conciencia de la soledad que lo rodeaba y de la apatía que le iba brotando en el pecho, tuvo miedo y recién cuando tuvo miedo pensó que después de todo la mujer de su vida era Alicia.
Esa noche estaban en la casa de Alicia. Él hojeaba una revista en el sofá. Ella revolvía en la cocina una ensalada. Él se paró, tiró la revista y fue hasta la puerta de la cocina. Miró la espalda de Alicia, los movimientos de sus brazos. Lo enterneció el silencio de ella. Esa forma que había adquirido su dignidad.
- Alicia, te voy a preguntar algo pero no te asustes. No es para que lo tomes en serio. Es solamente curiosidad. ¿Vos alguna vez pensaste que nosotros...?
Ella se dio vuelta con la delicadeza de una geisha, lentamente, dejando el torso inmóvil y ofreciéndole a Néstor nada más que su mejor perfil. Con aire distraído le dijo:
- La verdad, no me acuerdo.