28 de diciembre de 2021

Cuentos selectos (XXIV). Jorge Ignacio Covarrubias: "La partida"

Nacido en Buenos Aires, el prestigioso periodista y escritor argentino Jorge Ignacio Covarrubias (1942) reside desde hace varias décadas en los Estados Unidos. Licenciado en Letras Hispánicas por la State University of New York, ha impartido cursos, talleres y conferencias de teoría literaria, lingüística, periodismo y traducción en Argentina, Colombia, El Salvador, España, Estados Unidos, Honduras, Nicaragua, Panamá, Puerto Rico, República Checa y Venezuela. Subdirector de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE) y miembro de la Real Academia Española, fue editor durante más de cuarenta años en el Departamento Latinoamericano de la agencia noticiosa “The Associated Press” en Nueva York.
Ha participado en actividades políticas, científicas y culturales como el Congreso de la Lengua de Zacatecas, México, en 1997, con un informe sobre el periodismo hispano en Estados Unidos, y en el de Valparaíso, Chile, en 2010, con un trabajo sobre la importancia de las telenovelas para la difusión del español en el mundo. También ha disertado en asambleas generales de las Naciones Unidas (UN) y de la Organización de Estados Americanos (OEA), y en varias universidades de Estados Unidos. Ha traducido para diversos medios periodísticos, entre ellos “New York Times”, “Selecciones del Reader’s Digest”, “CBS” e “International Psychiatry Today”, y ha escrito ensayos sobre la situación de la niñez en Hispanoamérica y el fundamentalismo religioso en el mundo, y colaboró en el libro “El español en el mundo”, del Instituto Cervantes, con un informe sobre la cultura y los medios hispanos, y en “El español en Estados Unidos”, con un estudio estadístico sobre las jergas juveniles en Internet.
Entre sus publicaciones se destacan los libros de cuentos “Convergencias”, “Cuentos insólitos” y “El mensaje de un millón de años”, y los tomos de ensayos “Manual de técnicas de redacción periodística”, “Inmigración y ciudadanía en Estados Unidos” y “Los siete personajes del periodismo”. También participó como coautor en las antologías “Hablando bien se entiende la gente”, “Gabriela Mistral en los Estados Unidos” y “Manual de estilo en español”. El cuento que sigue a continuación, “La partida”, está incluido en “Hecho(s) en Nueva York. Cuentos latinoamericanos”, un volumen de cuentos de autores premiados por el Instituto de Escritores Latinoamericanos del Hostos Community College de Nueva York.


LA PARTIDA
 
Es la víspera de la liberación.
Llueve desde hace horas y los chorros de agua golpean sobre las canaletas metálicas de las barracas e inundan los patios.
Los gritos cotidianos han cedido paso a un silencio nuevo en el campo de concentración. Los prisioneros judíos permanecen inmóviles para no dar pretexto a la represión última.
Muchos guardias nazis han huido ante el avance de los aliados. Queda un puñado, entre ellos los dos personajes más dispares del campamento.
En la sala central, entre el primer perímetro de defensa y el pabellón de los condenados, ambos guardias esperan el desenlace.
Uno de ellos, X, ha sido el verdugo más brutal, el carnicero más efectivo. El otro, Z, se ha limitado a cumplir la barbarie como una tarea burocrática y su piedad ha consistido en no matar fuera de horario.
Los dos saben que el campamento caerá en horas, probablemente al alba.
Como en las noches precedentes dialogan casi con monosílabos, muchas veces proferidos ante un tablero de ajedrez. Se conocen muy bien como para tener qué decirse. Pero en este momento que prolonga la certidumbre del fin parecen dos desconocidos frente a frente.
La lluvia azota los techos y se deshace en trenzas sobre las ventanas.
X admite ante su compañero que todo está perdido y le comunica que se propone una última tarea antes de caer, un objetivo que ha postergado por mero placer; esa noche matará al joven aprendiz de rabino, su víctima favorita porque nunca se queja ni suelta una lágrima. Ante los azotes, recita letanías de rezos en hebreo.
Todo es inútil, objeta Z. Matar al pobre infeliz carece ya de sentido. Quizás intuye que, si no contribuye a evitarla, esa muerte pesará sobre sus hombros más que todas las anteriores. De algún modo concibe que una sola víctima más desencadenará sobre sí el infierno postergado.
X insiste. Matar al muchacho se ha convertido en un imperativo personal, más allá del deber. Z apela a un recurso que nunca le ha fallado frente a una discusión. Propone a X jugar el destino del judío a una partida de ajedrez.
Colocan el tablero junto a la ventana estremecida intermitentemente por el viento. Una lámpara oscilante hace bailotear la sombra de las piezas sobre el cuadriculado.
Las primeras movidas son minuciosamente rutinarias. A la apertura de X, Z responde con una defensa ortodoxa ante la certeza de que un empate dejará las cosas como están, entre ellas la vida que se juega sobre la mesa.
Durante largo rato sólo se oyen las ráfagas del viento. Los guardias mueven taciturnos.
Z cree llevar a buen fin su objetivo, que intuye como una mínima justificación en una vida de atrocidades. Más que equilibrada, la posición es prometedora porque la agresividad le ha hecho arriesgar en exceso a su adversario. Cualquier paso en falso de X le puede costar la partida.
Entonces Z se relaja por primera vez y se recuesta sobre el grueso respaldo de su butaca, desentendiéndose del tablero y tratando de descifrar si entre los ruidos de la tormenta se mezcla ya el rugido de los blindados enemigos. A su turno, desplaza confiada y displicentemente un alfil para consolidar su posición. Se dispone a mirar por la ventana, cuando de pronto advierte que ha cometido un error imperdonable. Ha dejado un punto débil por el cual pueden desplomarse sus defensas. Sabe que X no perdona; es un adversario frío, metódico e implacable. Z teme el desenlace inevitable; su derrota significará a la vez la muerte del aprendiz de rabino.
Sin duda, X ha advertido el error. Pero no se quiere precipitar. Se pone de pie y por primera vez mira hacia el horizonte. El patio, limitado por un lejanísimo cuadrado de cemento y alambrados de púa, parece un cuadro impresionista con sus contornos desdibujados. Llueve desde hace horas y X permanece petrificado frente al cuadro de desolación.
X se vuelve, se sienta y hace una jugada trivial. Z primero no lo entiende, y luego se estremece porque advierte que el verdugo no ha ejercitado su derecho a aprovechar el error ajeno.
Z no sabe si su adversario lo ha hecho intencionalmente o no. Y nunca lo sabrá, como tampoco sabrá el judío que jugaron su vida sobre un tablero de ajedrez. Vuelve el alfil a su posición original y pocas movidas más adelante sabe que nada puede arrebatarle el triunfo.
Con las últimas jugadas se precipitan los acontecimientos.
Los primeros blindados enemigos derriban el portón central mientras otras dos columnas aliadas rodean el campamento en movimiento de pinzas. Los liberadores no encuentran resistencia alguna en las casamatas junto al muro, y avanzan con extremada confianza. Desde los pabellones de prisioneros empiezan a oírse murmullos en oleadas.
Indiferente al enemigo, X inclina su rey en admisión de derrota y se yergue junto a la ventana para morir de pie. Suena un disparo, uno solo, que viene desde el camión que encabeza la columna. La bala roza la cabeza de X, que permanece inmóvil, y se pierde en el pabellón más atrás.
Como el alemán no se mueve, los enemigos entran sin necesidad de volver a disparar. Irrumpen en la habitación. Tres norteamericanos capturan a los nazis. Un inglés derriba de un manotazo el tablero de ajedrez.
Después son todas risas y llantos de alivio. Los triunfadores destruyen los candados de los portones.
Los prisioneros, bolsas de huesos, miserias humanas, cantan sin dientes, hablan sin voz, bailan sin piernas.
Todos salen menos uno. El joven aprendiz de rabino se ha quedado como dormido en su camastro aferrado a una copia rudimentaria del Talmud. Más tarde será una cifra en el registro de la victoria: una sola bala para tomar el campamento, una sola baja casual.